LA LIBERTAD
En el territorio de los inmortales se cruzaron dos hombres. El primero, montado a caballo, lucía espada al cinto y vestía uniforme de militar, casaca bordada y charreteras de general. El segundo, de barba y melena rebeldes, estaba enfundado en un uniforme de campaña; llevaba mochila, fusil al hombro, pipa encendida y boina con una estrellita roja en la frente.
Al hacer un alto en el camino, no se hablaron ni se miraron, hasta que el segundo, la voz asmática y el cuerpo acribillado a tiros, le preguntó al primero el porqué estaba allí.
–Estoy aquí –contestó agotado tras un largo viaje–, porque juré liberar a las naciones americanas del imperio colonial. Fundé cinco repúblicas, pero la traición y la enfermedad acabaron con mi vida a los 47 años de edad. ¿Y tú?
–Porque quise liberar a esas mismas naciones de otro imperio más poderoso. Intenté encender la chispa de la revolución continental, pero la muerte, fuera de combate y a los 39 años de edad, se me anticipó a la victoria final.
–La libertad no conoce espadas ni balas que la maten –le recordó–. Y nuestros ideales de forjar una Patria Grande, donde todos vivan hermanados por la libertad, hoy se hacen realidad.
–A todo esto –dijo el que estaba de pie, haciendo humear la pipa–, ya sé quien eres, mi general; pero me gustaría que lo dijeras tú mismo.
El jinete tendió la mirada en el horizonte, sujetó las riendas del caballo y prosiguió su camino hacia la eternidad.
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