jueves, 10 de septiembre de 2020

DIVAGACIONES SOBRE EL MISMO TEMA

El Tío, con la ayuda de sus facultades mágicas, aprendió a descifrar los códigos de la escritura y a leer con la facilidad de quien está acostumbrado a los laberintos de la biblioteca de Babel. Así que un día, acaso sin quererlo, lo sorprendí leyendo atentamente Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, el filósofo alemán que conversaba consigo mismo, incluso antes de que sufriera un colapso mental y acabara en la locura. Fue tan grande mi curiosidad que, para salir de dudas, le pregunté:

–¿Ya aprendiste a leer?

El Tío se rió como siempre, agitándose con todo el peso de su cuerpo, y contestó:

–No sé leer, pero con solo ver un libro sé de lo que trata. Ya te conté que nunca fui a escuela alguna, pues sabía leer desde siempre, y no solo en español, sino en cualquier idioma, al mejor estilo de un políglota consumado.

Clavé los ojos en la tapa del libro de Nietzsche, repasé el título, que tenía el mismo tipo de letra de la primera edición, y le pregunté:

–¿Qué opinión te merece el autor de Así habló Zaratustra?

–Me lo imaginaba más profundo, como a todo filósofo que pierde la razón por sabio y no por loco. La verdad es que no me impresionó demasiado, ni siquiera con la elegancia de sus mostachos que, por cierto, los tenía mejor puestos que los de Stalin y Emiliano Zapata, el revolucionario mejicano que dicen que era macho, aunque no era de pelo en pecho.

–¿Es cierto que Nietzsche era un filósofo que podía conversar con los caballos?

–¡Qué caballos ni qué ocho cuartos, carajo! –me refutó con la velocidad del rayo–. Ha sido uno de los pensadores más influyentes de su época, junto a Karl Marx y Sigmund Freud.

–¿Así que no te convenció la lectura de Así habló Zaratustra?

–Me quedo con su grandiosa frase: Dios ha muerto, que es lo único que está claro en todo el libro, lleno de ideas difusas y entreveradas. Quizás por eso puso el subtítulo: Un libro para todos y para ninguno. La frase Dios ha muerto, más que ser un aforismo, es una suerte de declaración provocativa contra los falsos profetas de los Evangelios, aunque esta misma frase puso en boca de un personaje loco, en su obra La ciencia jovial. La gaya ciencia; un loco que buscaba a Dios, como Diógenes buscaba al hombre, con una linterna encendida a plena luz del día.

Por un instante me sentí confundido y como astronauta flotando en el espacio, hasta que aterricé, como atraído por la gravedad, con los pies clavados en el piso. Me sobrepuse a la impresión que el Tío me causaba con sus conocimientos sobre filosofía y literatura. Me senté en la silla que estaba delante de su trono y, apoyándome contra el respaldo, le pregunté:

–¿Cuál es la obra de Nietzsche que más te gustó?

El Tío puso el cigarrillo entre sus labios ennegrecidos de tanto fumar y contestó:

–Me gustó mucho más su libro El Anticristo, maldición sobre el cristianismo, en el que escribe sobre cómo la cristiandad se ha convertido en una ideología establecida por instituciones como la Iglesia, y cómo las iglesias han fallado a la hora de representar la vida de Cristo. Me gustó, sobre todo, la parte donde el filósofo alemán manifiesta su desprecio de la doctrina cristiana, al denunciar la falsedad que trae cuando reniega de la libertad espiritual del hombre.

–¿Cómo así? –le corté la palabra–. No entiendo...

–Ahora te explico –dijo–. Para Nietzsche era importante distinguir entre la religión de la cristiandad y la persona de Cristo;  es decir, consideraba que una cosa eran los llamados cristianos y otra muy distinta era Cristo, tanto en sus dichos como en sus hechos. Tal vez por eso, Nietzsche afirmó: El último cristiano murió en la cruz, ya que sus seguidores solo se preocuparon de hacer negocio con su figura a través de la Iglesia, pero nadie siguió fielmente sus pasos ni su doctrina. –Si no te convence del todo un filósofo como Nietzsche, ¿Entonces cuáles son los escritores que te gustan?

–Me gustan, como ya te lo dije cien mil veces, los escritores y filósofos que escriben lo que yo les soplo en el oído, como tú que estás escribiendo en este mismísimo instante. No olvides que soy el príncipe de las tinieblas y el pastor de los escribanos que son las ovejas obedientes de mi rebaño…  

–A propósito de lo que acabas de decir –volvía a cortarle la palabra–. ¿Sabías que hay muchos escritores que se han inspirado en tu vida para escribir cuentos, poemas y novelas?

El Tío entornó los ojos y los labios, pero luego atinó a esbozar una sonrisa pícara. Lanzó un fuerte hálito a tabaco y alcohol, abrió los ojos grandes y redondos como focos. Me bañó con la luz de su mirada y dijo:

–Algunos me han deformado más de la cuenta, me han hecho decir cosas que nunca dije; en tanto otros apenas me han nombrado por chiripas. Los demás, por no enfrentarse a las críticas de la Iglesia, nunca se han atrevido a convertirme en el personaje central de sus obras.  

–Ya se sabe que Nietzsche no exaltó directamente tu imagen ni tus pensamientos, pero hubieron otros que sí lo hicieron, como el alemán Johann Georg Faust. A él se le atribuye un gran número de instrucciones, en alemán y en latín, para hacer pactos con el diablo. Otro que exaltó tu imagen fue el poeta italiano contrario al Vaticano, Diosuè Carducci, quien publicó un poema encumbrando a Satán como el dios de la razón, y expresando su odio hacia la cristiandad. El poema que te dedicó, es un verdadero Inno a Satana (Himno a Satán).

–Aunque no siempre he sido una musa de inspiración para poetas y narradores, unos cuantos de ellos se identificaron conmigo, hasta se definieron como autores satánicos y crearon obras imperecederas en el ámbito literario.

–Yo sé de algunos poetas que no fueron satánicos, como los que tú conoces, pero si rebeldes, irreverentes y hasta borrachos –le dije solo por decirle algo.

–Puedes citar a algunos de ellos, al menos a uno que me menciona positivamente en sus versos ¿Eres capaz de citar a uno, al menos a uno? –insistió como queriendo ensalzar su ego.

–Sí –contesté–, pero ahora mismo no recuerdo su nombre, aunque lo tengo en la punta de la lengua.

–¡Siempre dices lo mismo, carajo! –rezongó el Tío–. Lo tengo en la punta de la lengua, como si tu lengua estuviera en tu cerebro y no en tu boca. ¿O tú piensas con tu lengua?

De solo verle la cara de furia y a punto de echarme del cuarto, me concentré con los cinco sentidos y traté de ser más convincente.

–¡Ah!, ya recuerdo –levanté la voz como atravesado por un rayito de inteligencia–. Se llama Baudelaire, Charles Baudelaire, un poeta maldito sumergido en el elixir de las drogas y en las perfumadas carnes de las prostitutas del Barrio Latino en París. Él  te dedicó unos versos que son tan inmortales como tu propia vida, elogiándote por tus dotes de sabio y tu belleza revestida con piedras preciosas.

El Tío, sin dejarse impresionar por mis palabras escupidas al azar y sin mayor erudición que el que destila su poderosa mente, levantó el arco de las cejas y me miró como cuando dudaba de mi sapiencia literaria. Desde luego que él sabía quién era Baudelaire, pero se hacía el que no sabía nada para someter a prueba mis escasos conocimientos sobre poetas malditos y ponerme incómodo como al alumno que olvidó la lección que aprendió de memoria.

–El poema titula Las letanías de Satán –le dije como luciéndome con mis mediocres conocimientos–. Lo publicó en su máxima obra, Las flores del mal, desatando un escandaloso revuelo entre los críticos de su época, que la consideraron un libelo de mal gusto, una incisiva ofensa contra la moral cristiana y las buenas costumbres ciudadanas, no solo porque era la negación de San Pedro, sino también una sátira contra los anodinos cuasi burgueses, que encarnaban la furia de Caín para vencer a los débiles y conquistar sus ciegas ambiciones de fortuna y poder. Además, Baudelaire no dudó en considerar que eres el único ser capaz de sentir piedad por el hombre, compartir sus tristezas y alegrías junto a él, ya que Dios, el Todo Poderoso, se trocó inaccesible para los simples mortales.

–¡Basta ya! –gruñó el Tío, quitándose la colilla de los labios–. Quiero que te vayas al grano, al grano. ¿Qué dicen esos versos?

–Los versos, en Las letanías de Satán, dicen: ¡Oh el más bello y más sabio de todos los Ángeles,/ dios privado de loas, por la suerte vendido,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Oh Príncipe del Exilio, a quien se le ha hecho un agravio,/ y que vencido, siempre te levantas más fuerte,/ oh Satán ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Tú que todo lo sabes, rey de lo subterráneo,/ taumaturgo inmortal de angustias humanas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!...

–¿Y qué más?

–Y sigue como sigue: ¡Tú que junto a la Muerte, tu más vieja amante,/ la Esperanza engendraste, esa bella demente,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que sabes los sitios de las tierras celosas,/ donde un Dios envidioso guarda piedras preciosas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Tú de clara mirada que conoces las vetas,/ donde duermen metales como en hondas mortajas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que mágicamente haces blandos los huesos/ del borracho caído bajo de los caballos,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que pusiste en los ojos y el corazón de las putas,/ el culto de la llaga y el amor de los andrajos,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Bastón de los exiliados, luz de los inventores,/ confesor de los ahorcados y de los conspiradores,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Padre adoptivo de estos que en su negra cólera/ del Paraíso terrestre ha desterrado Dios Padre,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!

–¡Ah, carajo! –Se regocijó el Tío, con el rostro encendido por la vanidad–. ¡Qué buen poeta era ese tipo!, además de borracho y mujeriego. ¡Mierdas! ¡Qué eximio poeta!...

–Sí, pues –asentí a manera de corroborar sus exclamaciones y, como sumergiéndome en la esencia alucinante de la poesía, añadí–: Era un poeta de incalculables quilates. Y para rematar los hermosos versos, inspirados en tu admirada y temible personalidad, Baudelaire escribió la siguiente plegaria: ¡Gloria y loor, oh Satán, a ti en las alturas/ de un cielo ayer tuyo, y en las profundidades/ del Infierno en que sueñas, derrotado, en silencio!/ ¡Haz que mi alma algún día, bajo el Árbol de Ciencia,/ de ti cerca repose, cuando sobre tu frente/ se entrelacen sus ramas como en un Templo nuevo!

–¡Qué bien pensado y escrito, carajo! ¡Qué gran poeta era ese tal… ese tal Baudelaire! –volvió a exclamar moviendo la cabeza en señal de aprobación–. Está claro que ese tal… Baudelaire era el poeta de los poetas bohemios. De seguro que después de su muerte, aun sin saber que se trataba de él, me lo llevé al Infierno, que está lleno de poetas malditos, borrachos, mujeriegos y fornicadores.

–Lo que me llama la atención es como tu indumentaria ha sido motivo de inspiración tanto para quienes te aman como para quienes te detestan –le dije–. Será porque parece echar chispas como el cielo en una noche estrellada.

–Así es, mi traje es de por sí una poesía, tanto por su pedrería como por sus belleza. ¿Qué opinas tú?

No supe que contestar. Me limité, como casi siempre en tales circunstancias, a menear la cabeza de arriba abajo y de abajo arriba.

El Tío se miró de cuerpo entero, echándose luces con el fuego de sus ojos. Suspiró como quien evoca un recuerdo del pasado y, como sintiéndose satisfecho con su vida, dijo: 

–Es cierto. Antes de convertirme en diablo, con el cuerpo y el rostro de esperpento, que causan horror y espanto, era bello entre los bellos. No es casual que los testimonios sagrados me describen así: Eras el sello de una obra maestra, / lleno de sabiduría, / acabado en belleza./ En Edén estabas, en el jardín de Dios./ Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto:/ rubí, topacio, diamante,/ crisólito, piedra de ónice, jaspe,/ zafiro, malaquita, esmeralda;/ en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas,/ aderezados desde el día de tu creación./ Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo,/ estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego/ (…) / Se ha llenado tu interior de violencia y has pecado./ Y yo te he degradado del monte de Dios,/ y te he eliminado, querubín protector,/ de en medio de las piedras de fuego./ Tu corazón se ha pagado de tu belleza,/ has corrompido tu sabiduría por causa de tu esplendor./ Yo te he precipitado en tierra,/ te he expuesto como espectáculo a los reyes (…),/ te he reducido a la ceniza sobre la tierra…

–¡Qué magníficos versos! –le comenté a manera de sonsacarle una reacción sincera desde su interior, y, para comprobar si sabía el nombre del autor de esas palabras que sonaban más a lamentos que a plegarias, le pregunté–: ¿Y quién fue el poeta que escribió los versos que repetiste de memoria y sin equivocarte, como si leyeras de un devocionario?

–Eso es lo de menos –contestó–. Lo importante no es quién los escribió, sino lo bien que se escribió, como cuando se canta una linda canción, sin importar quién es el cantautor.

Yo lo miré con la cara de cojudo, que es la cara del eterno aprendiz; pero el Tío, a poco de leer mis pensamientos, encontró una explicación más simple que comer pan con queso.  

–Lo único que puedo decirte es que los padres de la Iglesia eran también poetas por obra y gracia de Dios –dijo, mientras ponía una de sus pezuñas sobre mi hombro–. Estos versos, si acaso pueden llamarse versos, me describen por fuera y por dentro. Así que todo está dicho: Soy un ángel caído, pero el único ángel que brilla con luz propia.

Otro que ha escrito sobre tu reino es Dante Alighieri –le dije–, el poeta italiano nacido a mediados del siglo XIII y apodado il Sommo Poeta (el Poeta Supremo).

–¡Correcto! –confirmó el Tío–. Dante es el autor de la Divina comedia, una obra escrita en verso y prosa, en la que narra, con sorprendente belleza y excelente economía de palabras, su paseo por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Uno de los libros fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de las cumbres de la literatura universal.

–¿Entonces conoces la emblemática obra de Dante?

–Por supuesto que sí –contestó seguro de sí mismo–. Lo que no reconozco es el Infierno que describe en la Divina comedia. Ya sé que la obra está estructurada según el simbolismo del número tres, que representa la trinidad sagrada: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y que, además, está llena de citas bíblicas, de himnos y cantos litúrgicos, aparte de conocimientos y pensamientos de la época medieval, desde la astronomía hasta la filosofía.

El Tío se remeció en su trono y, con su natural soberbia, agregó:

–Lo que no reconozco en el extenso poema es el Infierno que describe. Eso me hace pensar que Dante nunca estuvo en el Infierno, sino que tuvo una pesadilla sobre el inframundo, a partir de los relatos que escuchó en boca de los prelados del Vaticano. Para que te quede bien claro, como agua de manantial, te diré que el único que conoce los diferentes ambientes del infiero, de rincón a rincón, soy yo, nadie más que yo…

–Pero todo lo que describe sobre el Infierno parece tan real, que los lectores se lo creen de pé a pá.

–Dante nunca ha entrado en mi reino –reafirmó su posición–; al menos, yo nunca lo vi, ni en cuerpo ni en espíritu, y mucho menos al poeta latino Virgilio, quien fue su guía durante su viaje al inframundo. Otra cosa, los que llegan a mi reino no llegan a través de una pesadilla, sino después de la muerte. Ahora bien, si alguna vez Dante entró en mis catacumbas, probablemente lo expulsé de allí, porque un escritor como él no me sirve ni para usarlo como combustible en los hornos donde se tuestan los pecadores de corte mayor. 

–Sin embargo, no puedes desmentir que, cuando se refiere a tu imponente presencia en el Infierno, te describe de manera brillante, como brillante era el estilo literario de Dante, ¿verdad?

El Tío arrastró su mirada por el piso y dio la impresión de que no le interesaba la forma de cómo el escritor se refirió a Lucifer.

–Dante te describe como a un demonio de tres cabezas y dice que en tu boca principal estaba Judas, a quien le mordías con tus filosos colmillos como si fuese un juguete de goma, mientras él pataleaba y pedía auxilio a grito pelado.

–¡Bah! ¡Disparates! ¡Son puros disparates!  –refunfuñó el Tío–. Il Sommo Poeta no ha logrado describirme con lujo de detalles, como sería de esperar en un escritor clásico entre los clásicos. De ti no digo nada, pues tampoco sabes describirme como me lo merezco, porque apenas eres un pichón, un aprendiz de escritor…

–Palabras más, palabras menos –le dije, encogiéndome de hombros–. Lo importante es que eres uno de los personajes de la Divina comedia.

–Estás equivocado como casi siempre. Los principales personajes de ese extenso poema en prosa son tres: Dante, que personifica al hombre o la tentación del pecado; Beatriz, que personifica a la fe y la esperanza; y Virgilio, que personifica a la razón y el saber humano. No obstante, siendo una obra cuya temática aborda en gran medida el Infierno y el Purgatorio, el personaje principal debía de haber sido yo, pero no es así, habida cuenta de que el extenso poema, desde que lo concibió Dante, estaba destinado a ser un canto a la cristiandad, haciendo hincapié en el pecado, la virtud y la teología, aparte de los otros temas que tienen que ver con su época, donde se mandaba a arder en hogueras a los apóstatas y ateos, y, sobre todo, a quienes eran acusados de herejía y de mantener pactos secretos conmigo. Por lo demás, la Divina Comedia, más que tratar sobre el Infierno, es un tratado sobre el mundo de ultratumba.

Yo me levanté de la silla, saqué el encendedor de mi bolsillo y encendí el cigarrillo del Tío, iluminándole el rostro con el fuego. Él aspiró el humo y, pidiéndome una copa de alcohol puro, dijo:

–No sé cuál de los infiernos habrá visitado Dante, porque el mío no está dividido en nueve círculos, ni el Purgatorio en siete. El Infierno donde yo reino no tiene forma de cono, sino la forma de catacumbas, parecidas a las galerías de la mina. Además, pienso que su viaje hacia el inframundo lo hizo en el sueño, pues sus descripciones se parecen más a una pesadilla que a la realidad.

–¿Por qué dices que se parecen a una pesadilla y no a una descripción real?

–Porque Dante, antes de meterse en el inframundo, despierta en un bosque sin saber por qué llegó ahí, como la niña Alicia, quien, a través del sueño y siguiéndole a un conejo con traje de caballero, se mete en el país de las maravillas por un agujero. ¡Que imaginación más genial la de Lewis Carroll!; al menos, siempre me pareció un escritor más ingenioso que Dante, quien, en la maraña del bosque encuentra un camino que conduce hacia Dios, pero en el trayecto, como ocurre en los cuentos clásicos, se ve impedido por tres alegóricas fieras: la pantera, que representa la lujuria; la loba, que representa la codicia; y el león, que representa la soberbia. En ese trance aparece Virgilio, el poeta latino y autor de la Eneida; quien le guiaría a Dante por los círculos del inframundo. Los dos, tras una amena y sabia conversación, descienden al Infierno, que tiene forma de cono, con la punta hacia abajo y dividido en círculos, donde los condenados, envueltos en llamas y lodo candente, son sometidos a diversos grados de castigos, según la gravedad de los pecados que cometieron en vida.

El Tío vació el aguardiente de la copa y pidió otra más cargada, con un simple movimiento de cejas y una mirada que parecía impartir órdenes. Yo levanté la botella y llené la copa hasta el borde. Él me agradeció por el servicio y continuó hablándome de la Divina Comedia:    

–Después llegan al Purgatorio, donde las almas expían sus pecados para purificarse antes de ingresar al Paraíso. En el Purgatorio están los orgullosos, envidiosos, iracundos, perezosos, avaros y pródigos. Dante encuentra en ese sitio a varios de sus enemigos políticos, a poetas renombrados, a personajes de la vida pública romana y de la antigua mitología, los mismos que purgan sus penas como almas condenadas por el Supremo. Al cabo de atravesar por un desierto donde llueve fuego y por una llanura de hielo, donde están sumergidos los traidores, Dante y Virgilio llegan hacia una empinada montaña que, según la imaginación del escritor, fue creada con la misma tierra utilizada para crear el abismo del Infierno, donde, supuestamente, caí yo, Luzbel, después de ser expulsado del Paraíso.

–¿Del Paraíso? –inquirí solo para saber qué me iba a contestar.

–Sí –replicó–, pero del Paraíso prefiero no hablar. Allí tuve muchos inconvenientes con Dios y con el arcángel San Miguel, con quien me batí en una batalla campal, hasta que fui derrotado y arrojado al Infierno. Allí se originó la dicotomía entre lo bueno y lo malo. Desde entonces, pocos han sido los temas que han fascinado tanto a los humanos como las disputas entre el Bien y el Mal, la luz y las tinieblas, el orden y el caos, la creación y la destrucción…

Yo miré el humo del cigarrillo, disipándose cerca de su boca, mientras pensaba cómo hacerle pisar el palito para que, al fin, aceptara que el inframundo no es un sitio herméticamente cerrado ni una suerte de prisión de alta seguridad.    

–Como fuere –le dije–. Lo importante es que Dante y Virgilio, después de recorrer por los círculos del Purgatorio, llegan hasta la puerta de acceso, custodiada por un ángel que tiene una espada de fuego. Él se encarga de marcar la letra P en la frente de Dante y abrir la puerta con dos llaves, una de plata y otra de oro, que San Pedro le dio para dejar salir a los condenados del Purgatorio...

El Tío me miró de reojo, como cada vez que me dejaba hablar a lengua suelta de algo que él sabía que yo sabía algo. Así que me dejó seguir con mi relato que, a esas alturas de nuestra conversación, ya no era el relato de Dante, sino mis propias interpretaciones de la Divina comedia.    

–Cuando Dante y Virgilio atraviesan un muro de fuego, tras la cual hay una escalera, aparecen en el Paraíso terrestre. Dante se muestra asustado y es confortado por su maestro y guía Virgilio. Están, aparentemente, en el lugar donde fueron creados Adán y Eva, y donde cometieron el primer pecado por desobedecer a Dios y comer del árbol del saber del Bien y del Mal…

–¿Y qué más? –indagó el Tío, fumándose el cigarrillo con el mismo placer que experimentan los niños cuando chupan un caramelo.

–Dante y Virgilio se despiden –dije–. Supongo que Virgilio no era la persona más indicada para conducirlo al reino de Dios, sino su amada Beatriz, con quien se reúne gracias a los buenos oficios de Santa Matilde, la personificación de la felicidad perfecta…

–Y qué más? –Volvió a indagar como tomándome el pulso y sometiendo a un riguroso examen mis escasos conocimientos.

–Beatriz le llama la atención severamente y luego le propone levantarle el velo para verle la cara. Dante, por su parte, busca a su maestro Virgilio, que ya no está junto a él; por cuanto decide seguirle a Beatriz, como hubiese deseado hacerlo en la vida real, hacia el tercer y último reino: el Paraíso.

–¿La Beatriz de la Divina Comedia es la misma muchacha de quien se enamoró a los nueve años, a primera vista y sin ni siquiera haberle hablado ni besado? –preguntó el Tío, tanteándome y haciendo chispear la lujuriosa lumbre de sus ojos.

–Así es –contesté con una sonrisa deformándome los labios–. Fue su musa de inspiración literaria y su amor platónico.

–Ahora entiendo mejor el porqué del título de Divina en el libro –dijo el Tío–. La narración no tiene un final trágico, sino feliz como en los cuentos de hadas, como de quien sale triunfante del Infierno y se va volando hacia el Paraíso, que aparentemente está en el cielo, aunque no existe cielo ni Paraíso.

–¿Cómo dijiste? ¿Qué no existe el cielo?

–Así es –contestó breve y categórico–. Eso que los poetas y creyentes llaman cielo no es más que un infinito vacío, donde los astros flotan como cachinas esparcidas por un soplido salido de los avernos.

–Bueno –dije–. Sigamos con lo del libro.

Divina comedia, aparte de ser una extraordinaria creación sobre el Infierno y el Purgatorio, es un mensaje a la humanidad, diciéndole que solo en la fe en Dios encontrará su felicidad eterna, no en vano el libro termina en el último canto referido al Paraíso, el cual finaliza en la Luz interminable que es Dios mismo, la Luz que es al mismo tiempo el Amor que mueve al Sol y a los astros del universo.

–¿Y por qué crees que le puso el adjetivo comedia en el título? –le pregunté con la ingenuidad de quien es incapaz de sacar sus propias conclusiones.

El Tío se rascó la sien con la pezuña, aspiró el humo del cigarrillo hasta los pulmones y, mientras lo lanzaba en forma de argollitas delante de mis ojos, me contestó:

–Yo tampoco lo sé, porque tratándose del Infierno y del Purgatorio, lo correcto era ponerle el adjetivo tragedia y no comedia, pues todo lo que existe en el inframundo no es para reírse sino para llorar, como los condenados que Dante vio sumergidos en la llanura de hielo, blanquecina como el salar de Uyuni, donde los traidores, que para él eran los peores pecadores entre los pecadores, lloraban lágrimas que les cortaban los ojos.


Yo me limité a escucharlo, no tanto por respeto ni temor, sino porque el Tío casi siempre tenía la razón, hasta que él se tragó la colilla del cigarrillo y volvió a rezongar como cuando estaba enfadado y ponía en duda cualquier afirmación.

 –Dante nunca estuvo en mi Infierno –dijo negando con la cabeza.

–¿Por qué dices eso?

–Porque como dice el refrán: Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en casa ajena. Te reitero, Dante nunca estuvo en mi Infierno, porque si hubiese estado, así sea de paseíto o de pasadita, no lo hubiera dejado salir. De mi reino no sale nadie para contar lo que vio en sus galerías, menos los escritores que, a veces, no me sirven ni como combustible para avivar las llamas de las hogueras donde tuesto a los condenados. A esos escritores que me convierten en personaje de segundo nivel o me usan como un simple fantoche, ni siquiera los retorno a la vida terrenal, convertidos en almas errantes y atormentadas.

–Dime una cosa –le dije mirándole a los ojos–.¿Qué hubiese ocurrido si Dante escapaba de tu reino, sorteando la vigilancia de tus bestias infernales?

–¡¿Qué diablos quieres que te diga?! –se enfadó el Tío y se puso con la cara rojiza como la brasa–. Si hubiese intentado huir del Infierno y retornar al reino de los vivos o marcharse al Paraíso, podía haberlo jodido bien jodido, dándole el mismo castigo que Hades le dio a Sisifo, quien, valiéndose de artimañas y engañando a Estefani, la reina del inframundo, quiso huir de la muerte y de Tártaro, el reino de Hades. Si Dante hubiese hecho lo mismo que Sisifo, el castigo era irrevocable y sin derecho a apelaciones; es decir, le hubiese condenado a la parte más ardiente del Infierno, donde hubiera tenido que empujar, todos los días de su vida, una piedra redonda hacia la punta de una empinada loma.

–Sí Dante no ha logrado describir tu reino, ¿Puedes decirme cómo es el Infierno donde tú pasas tu tiempo cuando no estás en la mina?

–¡¿Cuántas veces te voy a contar lo mismo?! ¡Cabeza dura! Ya te dije que el Infierno es una serie interminable de galerías subterráneas, parecidas a las galerías de la mina. Con pasadizos de circulación, apenas iluminados por antorchas hechas con el cebo de los muertos, y calabozos oscuros y lodosos para infundir terror y evitar que los gritos de dolor se oigan en el mundo exterior. De esas catacumbas no puede escapar nadie, por mucho que arañe las paredes de fuego y roca dura. Solo entonces se entiende que la muerte para los pecadores es dolorosa y terrible.

Yo lo miré con la boca abierta y la sangre helada de pavor de solo escuchar la descripción de su reino y de ver su espeluznante aspecto, que de por si me provocaba temor. El Tío me iluminó con el fuego de su mirada y, como si estuviese en un trance de delirio, prosiguió con su relato:

–Los diablos, que ejercen de verdugos, con tridentes y látigos en mano, flagelan a los condenados de día y de noche, hasta reventarles la piel a latigazos, mientras otros les atraviesan los ojos y la lengua con espinos, o les introducen tridentes de hierro candente entre las piernas, hasta quitarles la razón y dejarlos vagar como dementes entre sombríos bosques, ríos de lava candente y túneles habitados por monstruos de tres cabezas y seis brazos. A los rebeldes y a quienes desobedecen mis órdenes, les espera un final atroz; se los arrastra hasta la parte más ardiente del Infierno y se los deja al borde de un abismo, de donde emerge una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos; y en los cuernos diez diademas y, sobre la cabeza, un diablo blasfemo. La bestia es rechoncha como un sapo; patas con garras, dientes de tigre y cola de sierpe. Echa fuego por la boca y sus ojos están tintos de sangre. Sale de su guarida cuando yo, que soy su amo, lo convoco para que se trague como a moscas a los condenados que desobedecen mi palabra.

–¿Y se puede saber quién engendró a esa monstruosa bestia?

–La bestia es la criatura que yo engendré con una hermosa diablesa que, luego de perder el control de su lujuria, me fue infiel como otro diablo, más horripilante y grotesco, quien la poseyó sobre un lecho de fuego que terminó en cenizas.   

–¿O sea que tu reino está habitado por monstruos nunca vistos ni imaginados por Dante?

–En mi reino habitan también enormes langostas, que parecen caballos preparados para la guerra; en la cabeza llevan coronas de oro; tienen la cara de humanos, los cabellos largos como colas de caballos y los colmillos como de leones. Llevan arreos de guerra, que más parecen corazas de hierro, y el ruido de sus alas, semejante a planchas metálicas, suenan como el estruendo de muchas carretas corriendo a la batalla; Sus colas terminan en aguijones que lanzan veneno como si fuesen colas de escorpiones. Son langostas apocalípticas, capaces de exterminar a ejércitos enteros de ángeles celestiales y capaces de acabar en un instante con sembradíos enteros y con el agua de los lagos, dejándolos secos como el desierto.

Lo recorrí con la mirada de arriba abajo, de un lado a otro y, solo para confirmar mis sospechas sobre su aspecto de Tío, le hablé con ciertas dificultades, como cuando tartamudeaba después de haberme tragado un susto.

–¿Y cómo es tu apariencia cuando estás en tu reino? ¿Tal cual te imaginaron los mineros antes de esculpirte en barro y cuarzo?

 –Más o menos –replicó el Tío–. Mi apariencia es la misma que tú conoces, la misma que forma parte del imaginario popular, como la de un Minotauro, mitad toro y mitad humano. Eso sí, en mi reino me cubro con una capa de fuego. Soy más temido que la misma muerte; mi voz, más que voz, sueña como un ronquido grave y lejano. No soy ningún príncipe azul soñado por las mujeres enamoradas, sino el Lucifer que se rebeló contra la palabra de Dios, quien me consideró un ángel sin oficio ni beneficio, desde que fui expulsado del cielo como Luzbel y que, una vez renacido de las cenizas como el ave Fénix, me convertí en Lucifer, en un demonio de aspecto espantoso. Aunque lo cierto es que en mi condición de ángel caído, y a poco de romper las cadenas que me sujetaban en el profundo abismo del Infierno, allí donde nacen los candentes ríos y los fuegos de los volcanes, me dispuse a vagar por el mundo, tropezándome con la fe de los humanos y las prédicas de los guardianes de la santa Iglesia, que siempre me consideraron su adversario y competidor irreconciliable.

–Es por eso que los padres de la Iglesia no dudaron en llamarte Satán, el rebelde, acusador y delator en el tribunal de Dios. En tu condición de diablo estás considerado como enemigo cósmico del humano y como el principal enemigo de Cristo, no solo porque actúas como delator en el tribunal de Dios, sino porque eres un maldito que niega al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Todos los creyentes dicen que tú eres un impostor en procura de compararte en todas las cosas al Hijo de Dios, aunque luchas y despotricas contra Él, como lo hacen algunos de los personajes de Nietzsche, el antagonista y adversario de la religión católica, el enemigo del Hijo de Dios, quien vino al mundo hecho Hombre, para redimirnos de nuestros pecados a través de la crucifixión.

–Los apelativos de impostor o delator son puras acusaciones. No tienen una base real ni un sólido fundamento. ¡Son puras acusaciones!

–Lo peor es que algunos dicen que cuando te acusan, tú sientes un enorme placer dentro de tu corazón, como si te gustara que te acusen. Tú aceptas dichoso toda recriminación venga de donde venga –le dije como reprochándole por su conducta demoniaca y sus malas intenciones. Pero apenas hube soltado esas impertinentes palabras, me mordí la lengua, pero era ya demasiado tarde.

Por suerte para mí, y contrariamente a lo que me esperaba, el Tío se rió a carcajadas y echó escupitajos. Me contempló con cierto cariño, como un padre contempla compasivo a su hijo contestatario. Luego puso su otra pezuña sobre mi hombro y dijo:

–Por suerte tú no eres propiedad del Espíritu Santo, sino uno de los corderos mansos de mi rebaño, desde que me entregaste tu voluntad, tu vida y tu amor; por cuanto no tienes por qué preocuparte ni nada que temer. Tú serás un huésped bienvenido en mi reino, donde los humanos que fueron poseídos, y actuaron como fieles aliados del Mal en la vida terrenal, no desean irse al Reino de los Cielos, porque en el Infiero viven como si estuviesen en el Paraíso. No es raro que estos condenados privilegiados vivan felices como si estuvieran en un hermoso jardín, lleno de árboles frutales, flores y animales como los que Dios puso en el Jardín del Edén. Los hombres y las mujeres, que fueron mis siervos en la vida terrenal, gozan a plenitud en el Infierno, donde no hay prejuicios ni prohibiciones, donde no se conocen los límites entre la verdad y la mentira, entre el mito y la leyenda, entre la realidad y la fantasía. Todo parece estar hecho conforme a los deseos de quienes anhelan vivir en un mundo sin límites morales ni leyes, con abundante comida, vino y sexo…

Si bien sus palabras me hicieron recorrer por su reino en las naves de la imaginación, pasando de los hornos crematorios del Infierno a los fétidos calabozos del Purgatorio, siempre de sorpresa en sorpresa, no podía encontrar paz en mi interior, pues me sentía su cómplice sin serlo y, quizás, sin quererlo. Pero, al fin y al cabo, no me quedaba otra que convivir con el Tío en la misma casa, donde nuestros encuentros eran inevitables como nuestras conversaciones.

El Tío se acomodó en su trono, con todo el peso de su cuerpo y toda la autoridad que lo caracteriza, mientras yo intentaba retomar el tema sobre los escritores y los libros referentes al diablo y al inframundo. Por eso se me ocurrió formularle otra pregunta:  

  –¿Y qué me dices de la apología que hacen de tu personalidad algunos autores que han creado personajes diabólicos, como es Mefistófeles en el drama Fausto, del alemán Johann Wolfgang von Goethe, y Satán en la novela El maestro y Margarita, del ruso Mijaíl Bulgákov?

–De ellos hablaremos otro día –se excusó el Tío, algo molesto y agotado, vaciándose toda la botella de aguardiente de un solo sorbo–. Por ahora debo aprenderme de memoria los versos del poeta Baudelaire y tú debes aprenderte de memoria los nombres de los preciosos topacios que forman parte de mi traje de Lucifer. ¿Estamos de acuerdo? ¿Sí o no?

–Sí –le respondí levantándome de la silla. Di media vuelta y salí del cuarto, en cuya oscuridad el Tío era el único que brillaba con luz propia…   


 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

PREDICA PERO NO PRACTICA

El vecino de la casa de la derecha era un comerciante de artefactos electrodomésticos; tenía aspecto de mercachifle y se daba ínfulas de ser un tipo interesante aun siendo un pobre diablo. No ocultaba sus ambiciones de prosperar en su negocio con la ayuda del Señor ni sus sueños de convertirse en líder espiritual de su iglesia. Era pastor evangelista y, sin embargo, se parecía más al cura de Gatica, quien predica pero no practica. Leí solo la Biblia desde el día en que, de acuerdo a sus propias confesiones, se le reveló el Supremo, provocándole transformaciones existenciales e induciéndolo a buscar respuestas a sus infinitas preguntas en las Sagradas Escrituras, como el yatiri busca en las sagradas hojas de la coca las explicaciones en torno a los misterios de la vida y la muerte.

–Sentí el toque del Señor –me manifestó en cierta ocasión–, pero no en la mente, sino en el corazón. Fue la primera vez que sentí una paz interior y que él me amaba más que nadie. Desde entonces, como no podía ser de otra manera, estoy convencido de que en la palabra de Dios está la verdad, la vida y el camino hacia la bendición eterna, aparte de que esta ha sido escrita en la Biblia por el Espíritu Santo y no por la mano del hombre. La fe interior, como la vida y la muerte, viene a través de la palabra de Dios…

–¡¿Así?! –le dije en tono de sarcasmo–. ¿Eso quiere decir que, aparte de la palabra de Dios, no existe otra verdad ni otro camino?

Él me miró sorprendido y no demoró en contestar:

–El hijo del Hombre dice: Soy la verdad y la vida, la verdad que tan afanosamente buscamos y la vida que todos deseamos tener, y con su maravillosa voz nos convoca: Vengan los que están cansados, que yo los haré descansar, Beban del agua que les daré y jamás volverán a tener sed.

–Y tú, ¿de cómo sabes cómo suena la voz de Cristo?

–Lo sé porque él mismo me habló a los oídos –enfatizó, Luego, incluso hablándome con voz jovial, como repitiendo algunas frases de memoria, añadió–: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá. Nuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan, pues quien pide recibe, quien busca encuentra y a quien llama se le abre…

–Entonces escuchaste la voz de Cristo –le dije–. Eso debe ser como un milagro, ¿no es así?

–Así mismito –contestó como en trance de alucinación–. Es un estado de sugestión en el que puede darse un milagro o algo que parece un milagro, aunque en la realidad no lo sea. Lo cierto es que la fe te ayuda a ver lo que no existe y te permite oír voces en medio del silencio. No en vano, los sabios entre los sabios, afirman: La fe puede mover montañas y secar mares.

Después giró sobre el talón izquierdo y desapareció con vertiginosa rapidez de la habitación, sin despedirse ni darme opción a meter el hocico. Se lo notaba enfadado y cerró bruscamente la puerta a sus espaldas.

II

Otro día, como ya era habitual, volvió a entrar en mi cuarto, sin anunciar su presencia ni pedir permiso. Apenas lo vi, con la Biblia en la mano, sabía que iba a arengarme sobre los castigos y las bondades del Creador.

–¿Cómo te va, pastor? –le pregunté con cierta molestia, como quien no soporta el olor del pescado pasado de tiempo.

–Como todo mensajero de buenas noticias, sigo predicando la palabra del Señor –contestó. Se me plantó enfrente y agregó–: Quería informarte acerca de la venida del Reino de Dios… Jesucristo vive, ha resucitado venciendo a la muerte y es el único hombre que, en toda la historia, ha realizado semejante hazaña… Cristo es tan bueno, tan bueno… Nos ha hecho ver cuán grande e importante es la autoridad moral del Santo Padre en un mundo materializado, ateo y dado a las pasiones de la carne, el alcohol y las drogas…

–Eso quiere decir que las criaturas del Señor somos como las ovejas descarriadas…

No me dejó ni siquiera terminar la frase, cuando, agitándose de cuerpo entero, dio un paso adelante, levantó las manos con los dedos abiertos y, como si me increpara por una falta que no cometí, dijo:

–Nosotros, a diferencia del Hijo del Hombre, somos unos cerdos, mañudos, corruptos, irracionales, que todo hacemos por interés y nada hacemos gratis. Incluso peleamos entre hermanos por la herencia de nuestros progenitores… Somos bandidos y vividores, esa clase de gente somos… Desconocemos que el bien nunca será alcanzado por la escarpada vía de la violencia, sino de la caridad, tolerancia y humildad. Nos empecinamos en envenenarnos y mordernos los unos a los otros. Nunca hemos aprendido a amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos…

–¿Los pecados y errores que cometemos, más que ser obras humanas, no serán obras de Satanás? –le pregunté solo por observar cuál sería su reacción.

Me miró con el ceño fruncido, como si asumiera una actitud de desdén, y no tardó en contestar:  

–Somos buenos para echarle la culpa a Satanás por todo, pero nunca a nuestra propia ceguera ni maldad, como si olvidáramos que la violencia la engendramos nosotros mismos… Otros incluso están de acuerdo con el aborto, la homosexualidad, el evolucionismo y la perversión sexual...

Me quedé pensativo, mientras escuchaba su arenga que parecía producir ecos entre las paredes de la habitación.

–¡Fuera Satanás!, gritamos, cuando en realidad somos nosotros mismos los culpables de nuestros males, porque encarnamos no solo los siete pecados capitales, sino también los pecados que nos concede Satanás, ese ser maldito que nunca duerme y está en todas partes, incluso en el Paraíso, donde puede aparecerse convertido en la serpiente del pecado, como se apareció en el Jardín del Edén.

 –¿Y qué podemos hacer para apartarnos del mal y redimirnos de nuestros pecados?

–Debemos orar para que nuestros anhelos y problemas sean escuchados por el Señor. Cuando oramos a Dios, debemos hablarle desde el corazón, en cualquier momento y en cualquier lugar. Él oye incluso las oraciones que hacemos en silencio, apartados de otras personas, pero tienen que salir del corazón y no ser repetidas de memoria ni ser leídas de una breviario. Asimismo, debemos aprender a reconocer nuestros propios errores y ser capaces de superarlos con honestidad y constancia para no volver a cometerlos y acercarnos mucho más a Cristo, quien siempre hizo el bien sin mirar a quién…

En ese instante me venció un acceso de tos. El pastor calló de golpe, acarició el lomo de la Biblia y me sugirió respirar profundamente por la nariz. Así lo hice, hasta que la tos abandonó mi vía respiratoria.

Al cabo de un silencio, el pastor volvió a asumir su pose de superioridad y reanudó su sermón:

–Todos somos pecadores y malvados. En nuestra lápida debía escribirse el siguiente epitafio: Pasó su vida haciendo el mal. No en vano nos emborrachamos, robamos, peleamos, mentimos, adulteramos y nos masturbamos, sabiendo que en el reino de Dios no tendrán parte quienes son ladrones, avaros, borrachos, chismosos, tramposos… ni los idolatras, ni los que cometen adulterio, ni los hombres que mantienen una relación contra natura con otros hombres…

–Pero me imagino que los cristianos, que llevan una vida menos pecaminosa y más pegada a las enseñanzas del Creador, serán salvados de las llamas del infierno y se ganarán un lugarcito en el reino de Dios. ¿Sí o no?

–¡Depende! –dijo aferrándose a la Biblia con ambas manos–. Uno puede hacerse el cristiano y creer que tiene ya el cielo ganado, pero no es así de simple; ser cristiano no significa nada, ¡absolutamente nada! Lo importante es la actitud que asumimos antes la vida y nuestro semejantes, permitiendo que los legados de Cristo hagan carne de nuestra carne y los practiquemos desde la alborada hasta el crepúsculo.

–Eso quiere decir que debemos estar alertas y no permitir que el diablo se meta en nuestra casa ni en nuestra vida.

–Así es –dijo categórico–. El diablo es una realidad y no la invención de la fantasía. Él anda suelto y siempre intenta apoderarse de la conciencia del más débil. Anda alrededor buscando hacerle caer en el pecado y en la misma condenación en la que Lucifer cayó por haberse rebelado contra el Creador. El diablo busca a quien someterlo a su voluntad y luego tragárselo con cuchillo y tenedor… 

III

En la práctica, este evangelista trasnochado, a juzgarlo por sus actos, se parecía cada vez más al cura de Gatica, quien predica pero no practica. Los demás detalles de su vida sucedían a espaldas de los vecinos, detrás de los muros de su casa, a pesar de que la puerta de su negocio de artefactos electrodomésticos estaba casi siempre abierta, ora de noche, ora de día.

Este pastor evangelista, como contradiciendo sus propias prédicas y acostumbrado a condenar a los individuos que no compartían sus creencias, rompía con los mandamientos de Dios, como si Satanás estuviera con él, metido dentro de él. Llamaba a la puerta de los vecinos para predicarles los evangelios, pero ellos no le abrían porque lo consideran un embustero y la encarnación de la doble moral… Más de una vecina lo sacó tostando almanaques de su casa. Tampoco faltó quien, en su impotencia y falta de tolerancia, le espetó en la cara: ¡Eres más peligroso que una serpiente! Un arma de doble filo. En tus ojos brilla la doble moral y en tu rostro se reflejan las mentiras que predicas. Tú no eres digno de ese proverbio que enseña: Quien dice la verdad, no peca ni miente.

Lo único que estaba claro para los vecinos, que lo miraban de sesgo y con mucho escepticismo, era que el pastor evangelista deliraba con ser un comerciante próspero; le fascinaban los billetes y los bienes materiales, aunque aseveraba haber leído, una y otra vez, las sabías enseñanzas de Cristo, sin haber llegado a comprenderlas en su verdadera dimensión, como quien se pasa de alto esa sabia enseñanza que dice: Será más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos. Además, a diferencia del evangelista, Cristo enseñaba de modo original, con ejemplos sencillos tomados de la vida cotidiana, para introducir a sus discípulos en los misterios del Reino de los Cielos, especialmente, por medio de las parábolas, que encerraban una educación moral y religiosa, revelando una verdad espiritual de forma comparativa, como cuando enseñaba cómo debe actuar una persona para entrar al Reino de los Cielos. No cabía duda de que el evangelista, como el resto de los comerciantes ávidos de riquezas, no hizo carne de su carne las enseñanzas del Maestro de maestros; por el contrario, vivía pensando en cómo forrarse de dinero, sin considerar que, al final de sus días, la codicia lo lanzaría de cabeza en los calderos del infierno.

Alguna vez, acaso sin pensarlo bien, me confesó que mientras pedía riquezas en sus plegarias, Dios se lo negaba una y otra vez; más todavía, como todo evangelista, que despreciaba lo poco a costa de perder lo mucho, creía que la verdadera fe estaba hecha de fortuna y buena vida; por eso, a diferencia de los deseos y la vida que tuvo Cristo, buscaba otra mujer más bella que la que tenía en casa, aunque Dios se lo negaba una y otra vez.

A pesar de que su propia existencia estaba hecha de falsas prédicas y de la ciega ambición de convertirse en un guerrero del Supremo en tiempos de paz y en un líder espiritual para sentirse como un tuerto entre los ciegos, no dejaba de predicar la palabra de Dios como el cura de Gatica, quien predica pero no practica. Parecía no haber entendido que las enseñanzas del Mesías iban acompañadas por sus acciones: cada una de sus palabras encontraban resonancia en su vida. Él vivía como predicaba y no se parecía en nada al cura de Gatica, quien predica pero no practica.

Un día de vientos fríos y pesadas nubes, apenas terminé de vestirme después de la ducha, entró en mi cuarto como casi siempre, sin tocar la puerta ni pedir permiso. Avanzó hacia mí y, plantándose delante de mis ojos, empezó con su eterna cantaleta:

–Dios, creador de las cosas visibles e invisibles, nos ha llevado a iluminar y vigorizar nuestra fe por lo que respecta a la verdad sobre el maligno que, como los hombres de mal, reusó a someterse a su voluntad…

Levanté la cabeza y lo miré de reojo, como quien no estaba dispuesto a escuchar su consabida cantaleta, pero él, sin inmutarse por mis reacciones de hastío por sus falsas prédicas, prosiguió sermoneándome como siempre:

–El diablo es el culpable de la enfermedad y la muerte. Es más activo de noche que de día y se disfraza hasta de manso cordero. Lo que vemos a nuestro alrededor es la manifestación de la encarnizada batalla entre el Bien y el Mal. El diablo es una fuerza maligna que causa dolor, sufrimiento, muerte y destrucción. Tienta o dirige a la humanidad a cometer violencia y genocidio. Busca exterminar a los seres humanos, porque sabe que Dios los creó y los ama. El diablo es el padre de la mentira y la falsedad. Muchos de los que caen en su trampa, morirán como ratas, después irán a purgar sus males en el infierno, porque el maligno es el señor del espíritu de los condenados y guardián del inframundo…

–¿Entonces no es raro pensar que, a veces, más puede el diablo que Dios. ¿No es verdad?

–Así es –dijo dubitativo. Luego añadió–: No en vano se dice: Hágase el milagro, y hágalo el diablo. Aunque él no ejecuta personalmente todas las acciones malignas, pero las orquesta todas. Incluso quienes creen que lo tienen lejos, sienten su presencia cerca de ellos, por mucho que se consideren insobornables.

–¿Pero la imagen del diablo, como se la concibe en el imaginario popular, no será solo un símbolo de la maldad, la violencia y los pecados carnales y espirituales?

–No seas ingenuo –dijo–. El diablo existe. No hay dudas sobre su existencia. Satanás existe y su estrategia es la confusión. Existen claros testimonios bíblicos y evidencias empíricas. El diablo se mete en nuestras vidas, como el zorro se mete en el gallinero, y nuestra obligación es sacarlo. El diablo, sea de día o sea de noche, toma posesión de las casas abandonadas por las fuerzas divinas de Dios.

–¡Qué jodido! –reaccioné–. Eso quiere decir que el diablo se mueve cerquita de nosotros…

–¿Y qué creías, pues? El diablo no solo está cerca de nosotros, sino dentro de nosotros. Así  como existen ángeles de la luz, existen ángeles de las tinieblas. Si Satanás está dispuesto a causar muchos daños en la sociedad, Dios está para combatirlo en todos los frentes y nosotros para ayudarlo, porque las tinieblas del diablo se combaten mejor con las luces de la divinidad.

–No creo que sea para tanto –le dijo–. Se trata de discernir lo que es posible fantasía, invención humana o enfermedad psicológica de lo que es una verdadera acción demoníaca, ¿o no?

–No jodas –replicó–, el diablo se mete en nuestras vidas y nos hace meter la pata a cada paso. Lo mejor es rechazarlo y seguir los mandamientos de Dios…

–¿Y tú? ¿Cumples con los diez mandamientos? Porque en uno de ellos se condena la codicia…. Y, por lo que veo, a ti te encanta ganar dinero, pero no con el sudor de tu frente…

–Dios no está en contra de las riquezas –replicó–, sino contra los pobres que son pobres por cojudos. Además, si muchos cristianos se hicieron ricos a nombre de Dios, por qué no lo puedo hacer yo… Hacerse rico a nombre de Dios no está escrito como pecado en los mandamientos, ni prohibido en las Sagradas Escrituras… Por lo tanto, acumular riquezas no es lo mismo que codiciar los bienes ajenos o codiciar a la mujer del prójimo…

Se dio la vuelta y salió de la habitación, dejándome con la palabra en la boca. Pues estaba a punto de echarle en cara que él, mi vecino de la casa de la derecha y pastor evangelista, se parecía mucho más al cura de Gatica, quien predica pero no practica o como decía mi vecina de enfrente: El evangelista es un pobre pastor, sin un rebaño de ovejas que arrear y, para lo peor, es un falso profeta, sin discípulos que crean en sus amañadas creencias.

 

sábado, 22 de agosto de 2020

 MICROCRUELES

Tatiana

Pasó la mayor parte de su vida encerrada en casa. Se sentía señalada con el dedo por todos quienes la veían. Durante su niñez, cuando caminaba por las calles, sentía con mayor frialdad esas miradas de asombro. Por cuanto un día, sin soportarse a sí misma, decidió preguntarle a su papá:

–¿Por qué soy la más fea de la familia?

Él pensó un instante y, sin saber cómo explicarle el porqué tenía la cara más fea entre las feas, se limitó a contestar:

–Cuando tu mamá estaba embarazada de ti, odiaba con toda su alma a una persona, por eso naciste así.

Tatiana se dio la vuelta y corrió a preguntarle a su mamá quién era esa persona a quien tanto odiaba.

–Era la otra mujer de tu papá –le contestó con lágrimas en los ojos.

En sábado de Carnaval

El minero, disfrazado de diablo en honor del Tío, suplicó a la Virgen del Socavón:

–Quiero morirme en sábado de Carnaval...

El Tío escuchó la súplica y se lo cargó al infierno en vísperas del sábado de Carnaval.

El risitas

Vivió y murió a carcajadas.

Hamlet

No ser ni ser

Toqué al Señor

“Señor”, le dije, y lo toqué.

Despecho

Una mujer despechada es una fiera adiestrada por el diablo; lleva veneno en las venas y puñales en la lengua.

El atracador

Era el Robín Hood urbano. No usaba carcazas con flechas ni trajes color verde olivo, pero estaba consciente de que, apenas atracara un banco, debía repartir el botín entre los pobres.

El heredero del trono

El rey se hizo anciano y necesitaba un heredero del trono, pero a su única hija, una princesa joven y hermosa, le gustaban más los esclavos negros que los guerreros blancos. Entonces el rey, ansioso por tener un heredero de pelo rubio y tez blanca, le tendió una trampa. Hizo que un esclavo negro, que se aparecía en la alcoba de la princesa solo en las noches, la embarazara y luego desapareciera sin dejar señales de su identidad. Nueve meses más tarde, nació de sus entrañas un niño blanco. La princesa no entendía por qué el niño era blanco si su padre era negro. Nadie le dio explicaciones, hasta que el rey, agonizante y postrado en la cama, le reveló que el padre de su heredero no era un esclavo negro, sino de uno de sus guerreros blancos que se hizo pasar por negro.

sábado, 15 de agosto de 2020

 

EL REVISTERO

Cuando aún no había alcanzado el umbral de la pubertad, se me ocurrió la idea de convertirme en el revistero del pueblo, debido a que durante años había acumulado una considerable colección de revistas de aventuras y ciencia-ficción, que mi madre me las compraba para mantenerme ocupado y distraído, mientras ella se ausentaba para atender sus deberes como maestra en la escuela. 

Así que un día, sabiendo que mi abuelo tenía un amigo carpintero, cuyo taller estaba en la misma calle donde vivíamos, le supliqué que le pidiera hacérmelo un bastidor de madera. Mi abuelo, visiblemente perplejo y mirándome con el ceño fruncido, me preguntó: ¿Y para qué lo quieres? Me encogí de hombros y le contesté: Lo necesito para colocar mis revistas. Pienso fletarlas en la puerta de los cines del pueblo.  

Cuando el carpintero me entregó el bastidor, los listones finamente lijados y barnizados, me lo llevé a casa con un mundo de ilusiones en la cabeza. Las ligas para sujetar las revistas, que las puse cruzadas entre clavo y clavo, saqué de la caja de coser de mi madre, quien, a poco de darse cuenta que le faltaban las ligas, que ella usaba en los calzoncillos y otras prendas de vestir, me dio un sermón de nunca acabar. Pero el daño ya estaba hecho, las ligas pasaron a formar parte de mi bastidor de revistero.

Los fines de semana, por las mañanas, cargaba el bastidor sobre el hombro y llevaba la bolsa de revistas en la mano. Me alejaba de la casa de mis abuelos, cruzaba por Plaza de Armas y tomaba la calle Linares, hasta llegar al Teatro Sindical de la Plaza del Minero, donde estaban las señoras que vendían caramelos, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes. Me acomodaba cerca de la puerta del cine, arrimaba el bastidor contra la pared y acomodaba las revistas de acuerdo a su numeración, categoría y tamaño. Las más grandes y a todo color iban siempre en la parte superior, aparte de que eran las que más llamaban la atención de los interesados y las que más se fletaban entre los ávidos lectores, quienes, luego de pagarme unos reales, sacaban la revista del bastidor, se sentaban en las graderías de acceso al cine y leían con la mirada clavada en las imágenes y los textos, unos escritos con letras de imprenta y otros con caligrafías que parecían hechas a pulso.

Las revistas que menos se fletaban iban en la parte inferior, donde estaban las fotonovelas y las que no eran a colores o tenían un color tirado a café. En la parte central del bastidor estaban las más populares, que trataban sobre aventuras de superhéroes, como Fantasma, el Hombre Araña, Superman y Batman, el hombre murciélago que tenía a la noche como aliada en su lucha contra los villanos del mal. En la misma sección estaban las revistas dedicadas a Blixt Gordon, Dick Tracy y las que trataban sobre aventuras de ciencia-ficción, ambientadas en otros planetas y galaxias. Tampoco podían faltar las aventuras de El príncipe valiente y Tarzán, el rey de los monos, que fue dibujado por Hal Foster a partir del libro escrito por Rice Burrough, en torno al hijo huérfano de una pareja inglesa aristocrática abandonado en África a finales del siglo XIX.

El esquema narrativo, entre la realidad y la ficción, era el mismo en casi todas las revistas; es decir, la polarización entre el reino del bien y del mal no obedecía a los cánones de la denominada buena literatura. Tanto los personajes como los temas exhalaban deseos antagónicos y estereotipos predecibles, donde el bueno era siempre bueno y el malo era siempre malo, como el diablo era el estereotipo del malvado: cuernos, cola y tridente; a diferencia del protagonista principal que era el estereotipo del hombre bueno, blanco, joven, apuesto y valiente, aunque en la realidad, estos polos opuestos se funden en la personalidad de todo individuo hecho de carne y hueso. 

Sin embargo, en los años de la infancia, cuando se tiene el pensamiento mágico y el razonamiento ilógico, es difícil discernir las historias fantásticas en las que los personajes siguen un proceso alejado de la realidad, hasta que el relato pierde toda verosimilitud y se convierte en una mera invención de la fantasía, que sólo puede ser concebida en el plano de la imaginación, que es uno de los estados naturales en el desarrollo emocional e intelectual de los niños, que aún no han alcanzado la etapa del razonamiento lógico, que les permita discriminar entre lo que es real y lo que es ficción.

A pesar de estas consideraciones, a mí me apasionaban los protagonistas con doble identidad y el rostro cubierto por una máscara o antifaz; si correspondían a la serie de los pistoleros, mis héroes eran el Llanero Solitario y el Zorro; si eran las dedicadas a los luchadores del ring, prefería a Blue Demon y Santo, el enmascarado de plata; si eran de la serie de los superhombres, mis favoritos eran Batman, Fantasma, Linterna Verde y el Hombre Araña. Aquí debo confesar que me gustaba menos Superman, el hombre extraordinario llegado del planeta Krypton, quizás, porque tenía el rostro descubierto. Para mí era importante que el personaje escondiera su verdadera identidad detrás de una máscara o antifaz, para poder cumplir con su misión imposible, sin que nadie supiera quién era el misterioso héroe que se escondía detrás de una máscara para satisfacer  las aspiraciones de los lectores, enfrentándose en un feroz combate contra los villanos de toda laya, en procura de poner a salvo a los más necesitados y liberar a un pueblo amenazado por las fuerzas tenebrosas del mal.

A pesar de que los personajes de las revistas que fletaba, ya sea en la puerta del Teatro 31 de Octubre o en el Teatro Sindical, correspondían a la llamada literatura de ciencia-ficción y de aventuras, puedo atestiguar que eran solicitadas por grandes y chicos, aunque no siempre sus argumentos lograban ser verosímiles ni sus personajes estaban anclados en la realidad, como cuando Superman volaba como un pájaro por encima de los techos y el Hombre Araña lanzaba telarañas por la yema de los dedos para luego balancearse de ellos entre un edificio y otro. 

En mi época de revistero, conocí a niños que se identificaban con el Hombre Araña, un joven que sufrió la burla de sus compañeros de clase, hasta que un día decidió mostrarles sus poderes sobrenaturales para ganarse el respeto y la admiración; un fenómeno de bullying que no es ajeno a la realidad que experimentan niños y jóvenes en los establecimientos educativos. Algunos de los personajes de estas revistas de serie, debido a su apariencia fuera de lo normal y sus poderes sobrenaturales, eran una suerte de válvulas de escape hacia lo imaginario, porque ayudaban a comprender, al margen del didactismo propio de los libros de texto, los problemas que aquejaban a la humanidad, al mismo tiempo que sus acciones contribuían a asimilar de manera más sencilla los valores éticos y morales para una mejor convivencia social.

De modo que no estoy de acuerdo con quienes aseveran que la lectura de estas revistas es nociva para los niños y jóvenes, so pretexto de que contribuye a estimular conductas agresivas, que luego desencadenan en la violencia escolar y la conformación de pandillas juveniles. Asimismo, no coincido con los profesores que creen que la lectura de las revistas de serie es una verdadera pérdida de tiempo; por el contrario, si apelo a mi experiencia de revistero, les podría informar, si acaso no lo sabían, que los adolescentes y jóvenes, más que leer El señor de las moscas de William Golding o La naranja mecánica de Anthony Burgess, preferían leer las revistas con fuertes dosis de violencia, como una forma de terapia o catarsis de las emociones reprimidas en su fuero interno; no era casual que las revistas de superhéroes eran las más hojeadas y casi deshojadas de tanto haber sido leídas y releídas por los usuarios que, por lo general, estaban en el ciclo de educación secundaria.

Eso sí, los niños se solazaban leyendo Condorito, El ratón Michey y el Pato Donald, que incluía en sus historietas a otros personajes como el Tío Rico, Giro sin Tornillos y los Chicos Malos; personajes típicos de los dibujos animados de Walt Disney que, al igual que las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego, ofrecían una trama de contrarios entre algunos animales y hasta una moraleja a manera de enseñanza sobre lo que era bueno y lo que era malo.

Por ese entonces, cuando aún los superhéroes no habían sido objeto de innumerables adaptaciones cinematográficas y televisivas, las revistas de serie se leían en silencio, imaginando las situaciones narradas y hasta la voz de los personajes. Por supuesto que ahora, que las historietas han sido adaptadas a los medios audiovisuales, mejoraron los efectos especiales como el ¡Crash!, ¡Pum!, Paf, ¡Zas!, gracias a las modernas tecnologías del mundo digital.

Aquí debo revelar que algunas de las revistas que tenía en mi magnífica colección, no me las compré yo, ni me las regaló mi madre, sino que se las robé a don Daniel Delgadillo, un trabajador de interior mina, quien tenía una manifiesta adicción a las revistas de serie, porque las compraba y las leía con verdadera pasión. Siempre que iba a su casa, ubicada en uno de los campamentos de Cancañiri, donde vivía con su esposa y sus hijos mucho menores que yo, aprovechaba su ausencia para hurguetear entre sus revistas apiladas sobre el velador y, una vez que escogía las que faltaban en mi colección, las metía dentro de la cintura del pantalón, las cubría con mi chompa y, como el ladrón más avezado, me despedía de su familia y ganaba la calle pensando en que mi subida a Cancañiri no fue en vano. Desde luego que ahora que han pasado muchos años, no me queda más que confesarle mi secreto a don Daniel Delgadillo y agradecerle por sus revistas, ya que él, sin saberlo o sin quererlo, estimuló mi fantasía, contribuyó a mi hábito de lector y me ayudó a descubrir mi vocación literaria.

Toda vez que una nueva revista caía en mis manos, como si fuese un regalo de Navidad, no escondía mis sentimientos de felicidad, la leía ese mismo día, la agregaba a mi colección y la exhibía en el bastidor. Además, me imaginaba que las revistas eran infinitas y que nunca las tendría todas, no al menos mientras existieran guionistas, editores y una tracalada de dibujantes encargados de recrear los escenarios y dar vida a los personajes a pulso, dibujando una montonera de imágenes gráficas que, tras ser puestas en serie y de manera sucesiva, parecían tener vida propia. ¡Qué increíble!, ¿verdad?

No sabía cuándo se inventó y dibujó la primera serie, pero me imaginaba que todo pudo haber empezado cuando se inventó la máquina de imprimir y el día en que apareció el primer dibujante que grabó varias veces una misma imagen gráfica, en una plancha de cobre, para luego imprimirlas con tinta sobre el papel. Lo que sí sabía era que las historietas y tiras cómicas más conocidas empezaron a publicarse, en forma de recuadros, en los suplementos dominicales de los diarios. Yo mismo leí en mi infancia algunas de ellas, como Benitín y Eneas, Astérix, Patoruzito, Popeye y Tintín, ese niño belga que, en compañía de su perrito Fox Terrier, no paraba de realizar aventuras en tierras lejanas y exóticas.

Otra de las ocupaciones que tenía como revistero, después de cumplir con mis deberes de la escuela, era salir de casa algunas tardes para ir a canjear revistas en la puerta de los cines, donde canjeaba, en forma de trueque, las revistas dobles o triples por otras que no tenía en mi colección. En estos mismos afanes andaban otros niños, jóvenes y adultos, merodeando como moscardones en la puerta de los cines, con sus revistas bajo el brazo y las caras de cazadores de novedades. Lo que más buscaban los mayores eran las fotonovelas mejicanas, basadas en las películas producidas para la televisión.

En la puerta del cine, antes de que empezara la función de tanda, que era a eso de las seis de la tarde, aparecían los cinéfilos como cuenta gotas, hasta que, de pronto, la Plaza del Minero se llenaba como cuando se realizaban las apoteósicas asambleas de los mineros. Eran tiempos en que no había otras diversiones que el cine y las chicherías, que eran también los locales más concurridos, sobre todo, los días de pago de salarios en la Empresa Minera Catavi y los fines de semana. En esa época tampoco había televisores y mucho menos videos o acceso a películas digitales, por cuanto los cines eran las únicas atracciones para grandes y chicos. Los niños asistían a función matinal, a esos de las diez de la mañana, y los adultos a función de tanda y noche. Yo no entraba a ver las películas, pero aprovechaba la aglomeración de la gente para fletar y canjear revistas.

Los fines de semana, por las mañanas, podía fletar decenas de revistas entre los niños que, mientras esperaban que se abrieran las puertas del cine, se amontonaban alrededor del bastidor como moscas alrededor de la miel. Yo tenía que estar atento, la mirada puesta sobre los lectores, para evitar que nadie se avivara llevándose la revista. Ni bien se abría la puerta del cine, se armaba un alboroto entre voces y gritos. Algunos niños dejaban la revista a medio leer, porque no querían perderse la función matinal, que era cuando se formaba un tumulto en la ventanilla de la boletería y otro en la puerta de acceso, donde todos se abrían espacio a codazos y pisándose en los pies.  

En las funciones de tanda y noche, la cosa era más tranquila y ordenada. Los jóvenes y adultos hacían menos chacota que los niños, así que había condiciones para canjear las revistas con otros cazadores de novedades que, por lo general, eran personas  mayores. Yo Canjeaba las fotonovelas para dárselas a mi madre, quien las leía en la cama hasta muy entrada la noche. Ya entonces advertí que las novelas rosas, basadas en las obras de amor y desamor de Corin Tellado eran las más populares entre las señoras que no dejaban de tener sueños de Cenicienta. La verdad es que no sé si las novelas rosas de la escritora española eran tan malas como decían los doctores de la literatura, pero sí estoy seguro que era el tipo de literatura que leían con auténtica pasión las amas de casa y las estudiantes de secundaria, quienes, en lugar de leer el Quijote de la Macha o la Odisea, preferían pasar el tiempo leyendo las fotonovelas que abordaban temas similares a su propia vida, con una trama sencilla y un desenlace feliz como en los cuentos de hadas. Lo más probable es que estas lectoras se reconocían en los personajes femeninos y soñaban con un amor parecido a los que encarnaban los protagonistas de las fotonovelas, que casi siempre eran como los galanes del cine mejicano. No en vano algunas vecinas, que me veían pasar por su casa, me detenían un instante y, bajando el tono de la voz, me preguntaban si tenía otras revistas de amor, parecidas a las que les había canjeado a sus hermanos o maridos.  

Mi vida como revistero me dio muchas satisfacciones, hasta que un día de frío invierno, cuando los establecimientos educativos estaban cerrados debido a la vacación invernal, me fui temprano al Teatro 31 de Octubre de la población de Siglo XX, donde las señoras vendedoras de dulces, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes estaban ya en sus puestos habituales. Preparé mi bastidor con las revistas, esperado la presencia de mis asiduos lectores. En eso nomás, mientras miraba los cerros por encima de los techos de calamina de los campamentos mineros, vi como avanzaba, en forma de un remolino levantándose como una torre en dirección al cielo, un torbellino de viento que, cuando cruzó por la puerta del Teatro, me golpeó con un soplido tan fuerte que me empujó contra la pared, cubriéndome con tierra y polvareda; al mismo tiempo que mi bastidor cayó al suelo, los listones rotos y las ligas reventadas, mientras las revistas volaban por los aires como pañuelos en una despedida y deshojándose como las ramas de un árbol sacudido por un ventarrón de otoño. Yo me movilicé tambaleándome, en medio de la ventolera de polvo que me cegaba los ojos, en un intento por cogerlas en el aire, con la desesperación de quien está a punto de perder el mayor tesoro de su vida; pero, por mucho que me esforcé por retenerlas con las manos y los pies, las revistas se alejaron igual que un remolino de aves volando en bandadas.

Pasado el incidente, cual un guerrero que pierde la batalla y muerde el polvo de su derrota, me senté en la gradería del cine y me puse a llorar en silencio, maldiciendo al torbellino de viento que me despojó de mi colección de revistas. Levanté el bastidor deshecho, puse las pocas revistas que rescaté en la bolsa de tela que cosió mi madre y retorné a la casa de mis abuelos, donde no tenía ganas de comer ni de dormir. Estaba seguro que nunca más volvería a fletar ni a canjear revistas en la puerta de los cines. Así terminó mi oficio de revistero y una de las etapas más felices de mi vida.

domingo, 9 de agosto de 2020

EL RELOCALIZADO

                                                                                    I

Cuando Marcelino Colque era todavía un chambón en el laboreo minero, tenía miedo al silencio y la oscuridad. El simple hecho de estar encerrado en el vientre de la montaña, le causaba desesperación y angustia de solo pensar que, quizás, nunca más volvería a contemplar la luz del día ni a ver las maravillas del mundo exterior.

Los obreros más viejos le contaron que la oscuridad, lejos de la luz del día, era el reino del Tío, quien, aun siendo el depositario de las esperanzas de las familias mineras, se apoderaba de la vida y el alma de los más jóvenes de la cuadrilla.

Marcelino Colque, cuya formación emocional estaba cimentada en las supersticiones propias de la cultura quechua, sentía un miedo acosador apenas se internaba en las penumbras de la bocamina, donde escuchaba el ¡ploc!, ¡ploc!, de la ch’aq’a y sentía la mordedura del frío en la piel, hasta que muy pronto comprendió que sus compañeros, a modo de contrarrestar el miedo, hablaban a gritos y reían a mandíbula suelta, mientras alguien contaba un chiste colorado o, amparándose en la oscuridad, lanzaba un chascarrillo contra otro compañero de la cuadrilla.

–¡¿Qué dice tu hermanita, cuñado?!... –gritaba alguien.

Las risas estallaban entre comentarios a media voz, pero la respuesta, más subida de tono, no se dejaba esperar: 

–¡Cornudo, carajo! ¡Cuando no estás en tu casa, yo me meto en la cama con tu chola!...

Las risas volvían a estallar, estrellándose contra las rocas apenas iluminadas por la mortecina luz de la lámpara enganchada al guardatojo.

Así aprendió Marcelino Colque que el campesino proletarizado, de mentalidad cerrada y actitud arisca, no era ajeno al sentido del humor, que se destilaba en el mundo telúrico de interior mina. Aprendió también que las bromas y risas de sus compañeros eran formas de burlarse de los peligros y la muerte.

II

Desde que Marcelino Colque ingresó a trabajar y contrajo matrimonio con una moza de su ayllu, pensó en mejorar su condición de vida, aparte de que se llenaría de una numerosa prole debido a que, al no disponer de televisor ni otras diversiones en sus tiempos libres, se dedicaría a seducir a su esposa para estar con ella antes y después del trabajo.

Pasaron los años y nada resultó como había pensado; no mejoró su condición de vida, su esposa falleció aquejada por una enfermedad desconocida y sin concebir un solo hijo. Después volvió a juntarse con la viuda de otro minero, quien la dejó con una tracalada de hijos y sin más herencia que una cuantiosa deuda a los tenderos del pueblo.

Cuando Marcelino Colque ascendió al cargo de perforista, a fuerza de trabajar duro y parejo, se granjeó la admiración de sus compañeros de cuadrilla, ante quienes representaba la gran personalidad del minero hecho de disciplina, responsabilidad y fortaleza física. Todos le saludaban con el mismo respeto que le profesaban al Tío. No pasaba una sola jornada sin que sus compañeros requirieran de sus consejos y prescindieran de su amplia experiencia en el trabajo. Cada vez que se lo pedían con palabras de afecto y respeto, Marcelino Colque accedía sin hacer preguntas ni poner peros. Acallaba el ruido enervante de la perforadora y, lavándose las manos con su orín, acudía al paraje donde se lo requería con urgencia.

Algunas veces, a pesar de las precauciones que asumía con responsabilidad, se enfrentaba cara a cara con la muerte, como cuando le ayudaba al lamero a descolgar la carga que se atascaba en el buzón. La última vez que trepó con mucho cuidado por las rocas, ajustó la dinamita en una grieta de la carga, la cubrió con barro, chispeó la guía y comenzó a descender a toda prisa, mientras alertaba a sus compañeros:

–¡Tirooo! ¡Tirooo!...

Los trabajadores abandonaron el lugar y, tras unos minutos de espera, la roca estalló en un aluvión de estaño y polvo, llenándose en la galería en un santiamén, como cuando la espesa bruma tendía su manto sobre la montaña hasta cubrirla de tope a tope. La carga se precipitó con un fragoroso ruido y el polvo comenzó a disiparse paulatinamente. Tiempo después, los trabajadores se dieron cuenta de que Marcelino Colque no estaba entre ellos y que había sido arrastrado por la carga.

Entonces, lanzando gritos de desesperación, se dirigieron adonde Marcelino Colque estaba atrapado por la carga. Cuando lo ubicaron, con el cuerpo enterrado hasta el cuello, se movilizaron saltando de un lado a otro, hasta que lo rescataron cogiéndolo por las manos y los brazos. Marcelino Colque, notablemente malogrado por el inesperado accidente, se puso de pie y les agradeció por haberle salvado la vida arriesgando sus propias vidas.

III

Durante muchos años, pensó que la cuadrilla era su familia, el paraje de trabajo su barrio, la mina su ayllu y el campamento la razón de su vida. Todo lo que dejó atrás, en el campo donde nació y creció, correspondía a su pasado; su presente, desde que ingresó a trabajar en interior mina, dependía del Tío; pero su futuro, que era incierto y dependía de factores ajenos a su voluntad, estaba en manos de Dios.

Cuando el gobierno cerró las minas nacionalizadas y se produjo la relocalización de los trabajadores, él tenía ya tercer grado de silicosis, una familia numerosa y un futuro tan oscuro como el socavón. 

La Empresa Minera le extendió su papeleta de retiro y lo abandonó a su maldita suerte. Desde ese día, Marcelino Colque pasó a ser relocalizado, un extrabajador minero que dio su vida por el progreso económico del país, sin imaginarse que un día se cerrarían las minas y que él, como miles de obreros, terminaría en la calle y con los pulmones reventados por la silicosis.      

Un mañana, mientras caminaba por una de las calles del pueblo, se encontró por casualidad con su amigo de infancia, a quien le fue mejor en la vida, como comerciante de coca, alcohol y dinamitas.

–¿Cómo te va, hermanito? –le preguntó saludándole efusivamente y dándole la mano.

–Estoy jodido –contestó Marcelino Colque, con el semblante escuálido y mirándole por debajo del espeso arco de sus cejas.

–¿Por qué? ¿Qué pasó?

–Han cerrado la mina –contestó–. Primero nos quitaron la pulpería y ahora el derecho a trabajar. ¿Qué haremos ahora? Yo me vine aquí con la ilusión de que la mina estaba siempre abierta para quienes querían trabajar con dedicación y sacrificio…

Su compañero de infancia lo miró con infinita tristeza, le puso la mano sobre el hombro e intentó consolarlo:

–No te aflijas tanto, hermanito. La solución está en que te busques otra peguita en otro lugar. Si hubieras seguido en la mina, te hubieras muerto como todos los mineros, sin tener ni siquiera dónde caerte muerto...

–No sé si podré encontrar otra peguita –dijo entre accesos de tos seca–. Tengo mal de mina y estoy jodido de los pulmones.

IV

Lo cierto era que desde que cerraron las minas, miles de trabajadores quedaron cesantes y fueron relocalizados. Se marcharon al campo o a las ciudades en busca de nuevos horizontes de vida. La coyuntura política y económica por la que atravesaba el país provocó una diáspora que no se vivió desde la fundación de la república.  

Los trabajadores como Marcelino Colque, al no contar con el apoyo de nadie, se hundieron en la desilusión y desalojaron los campamentos mineros para dejar detrás de sí una población que, con el paso del tiempo, acabaría en ruinas, con campamentos desmantelados y polvorientos, donde moriría todo atisbo de vida y donde los perros hambrientos serían los únicos deambulando calle arriba y calle abajo, sin encontrar consuelo ni hueso que roer.

Marcelino Colque, abatido por las necesidades cotidianas de su familia, no sabía cómo resolver su situación económica. Así que todos los días, para no ver las lágrimas de su mujer ni la cara de hambre de sus hijastros, salía a dar vueltas por la plaza.

Una tarde, mientras caminaba arrastrando la mirada por el suelo, volvió a encontrarse con su amigo de infancia, quien, ni bien lo reconoció a la distancia, le llamó por su nombre y, mirándolo de pies a cabeza, le preguntó:    

–¿Cómo va todo, hermanito?

Marcelino Colque le dio un fuerte apretón de manos y contestó:

–Todo va de mal en peor. Algunos de mis compañeros, desde que se convirtieron en relocalizados, están deambulando por las calles como fantasmas sin rumbo.

–Ahora entiendo por qué estás jodido.

–Ya sé que estoy jodido –repuso Marcelino Colque–. De nada me ha servido que, para evitar la muerte y la desocupación, le haya rendido pleitesía al Tío, con fe y pleitesía, y le haya entregado ofrendas, incluso quitándoles el pan de la boca de mis hijastros.

–A veces, la vida es así, hermanito –y, a modo de aplacarle su pena, añadió–: El Tío no puede hacer casi nada cuando el Gobierno decide cerrar las minas.

El minero sabía que cuando se cerraba la mina, el Tío se quedaba solo en las galerías, a pesar de que no había Tío sin mineros ni mineros sin Tío.

–¿Ahora qué harás? ¿Con qué darás de comer a tu familia?    

Marcelino Colque pensó un instante y llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que abandonar el campamento minero y retornar a su ayllu, donde le esperaba el arado para ganarse la vida labrando la tierra como lo hizo su padre y también el padre de su padre.

–¿En qué piensas? –le preguntó su amigo, al verlo cabizbajo y reflexivo.

–En la decisión que he tomado.

–¿Qué decisión?

–Le diré a mi mujer que aliste a las wawas y empaque nuestras miserables pertenencias. Nos iremos por el camino que Dios nos señale en su misericordia. No nos queda otra alternativa que abandonar este infierno para rehacer nuestras vidas en el campo.

–Eso será lo mejor, hermanito –le dijo, hundiéndose en un hondo suspiro–. A veces es bueno alejarnos del Tío y entregarnos a Dios…

Marcelino Colque se abalanzó a los brazos de su viejo amigo, como un niño aferrándose a cualquier cosa para no moverse de un lugar, pero igual llegó el instante en que tuvo que despedirse y dirigir sus pasos de relocalizado hacia un futuro que lo esperaba en el campo, al otro lado de las rugosas montañas de mineral, sangre y dolor.