sábado, 2 de diciembre de 2017


EL EMPERADOR DERROTADO

Jean-Bédel Bokassa, conocido también como Emperador Bokassa I, nació en Bobangi, Congo francés, el 22 de febrero de 1921. Fue hijo de un líder tribal, quedó huérfano a los seis años y su abuelo se esforzó por convertirlo en obispo o cardenal, pero él prefirió la carrera militar. Se enroló en el Ejército de Francia y combatió en Indochina y Angola, en las que obtuvo la Cruz de Guerra y la Legión de Honor.

Bokassa asumió el mando del poder en enero de1966, tras fraguar un golpe de Estado contra su propio primo, el presidente David Dacko. Desde entonces comenzó a gobernar por decreto, con el apoyo del partido nacional Mouvement por l'évolution sociale de l'Afrique Noire (Movimiento por la Evolución Social del África Negra), del cual, dos años más tarde, fue su único y absoluto líder. 

La ceremonia de auto coronación

En febrero de 1976,  sobrevivió a un intento de asesinato; un hecho que lo llevó a concebir la idea de perpetuarse en el poder creando un régimen monárquico, así fue como, el 4 de diciembre de 1977, se auto coronó Emperador Bokassa I en una fastuosa ceremonia católica, que causó estupor tanto dentro como fuera del país, porque la ceremonia costó más de 20 millones de dólares y contó con la presencia de varios sectores populares, que lo admiraban por sus ocurrencias pintorescas, como eso de apalear a los ladrones ante las cámaras de televisión.

Se cuenta que el día de su coronación, apenas sus subalternos iniciaron los protocolos de rigor, Jean-Bédel Bokassa examinó su apariencia en el espejo, apoyándose en un bastón de mando, los talones juntos y luciendo sus atavíos cubiertos con medallas de oro, mientras su esposa de entonces, la bella y joven Agustine, le hacía escuchar la música sagrada en un disco de 45 revoluciones, que era el mismo ritmo de un hombre que tenía su talón de Aquiles en las mujeres. No en vano tuvo en su vida 17 esposas y 55 hijos, sin contar ases ni espadas.

Después salió de su palacio y se metió en una carroza a cargo de transportarlo hasta el estadio deportivo pintado de rojo y tapizado de tela que remedaba torpemente el interior de un palacio. La carroza, decorada de esmeraldas y palmas de oro, fue atravesando multitudes de arcos triunfales sostenidos por columnas de cartón piedra, entretanto toneladas de pétalos de rosas, conservados para la ocasión en frigoríficos especiales, llovían a raudales sobre el techo millonario de la carroza.

El reciente Emperador Bokassa I, a modo de ostentar su título imperial, tenía la frente ceñida por laureles de oro y lucía una túnica de terciopelo gris constelada de perlas, tan valiosa como para que los pétalos parecieran meras mixturas de papel. Doce bordadores habían trabajado sin cansancio durante cuarenta noches para poner fin a un exótico atuendo, tejido con hilos de oro, ribeteado de armiño y de más de diez metros de largo. Doce pajecitos, disfrazados de miles de dólares de tules y chambergos, acompañaron a Bokassa hasta su palacio de Bérengo, donde estaba instalado su trono chapeado en oro y en forma de águila imperial, a la usanza de los faraones y emperadores romanos.

Los opositores y sus aliados

La osadía de auto coronarse como Emperador, transformar la República en Imperio y él en su César perpetuo, les hizo pensar a sus opositores que Bokassa estaba loco y no faltaron quienes lo compararon con el dictador ugandés Idi Amin Dada, conocido por gobernar su país con mano de hierro y sobre el cadáver de sus enemigos.

La auto coronación de Jean-Bédel Bokassa, en presencia de los dignatarios de naciones vecinas y 5.000 invitados, estuvo salpicada de escándalos e imputaciones de graves violaciones a los derechos humanos, aunque él justificaba el establecimiento de la monarquía constitucional, arguyendo que esto ayudaría al país a desmarcarse del resto del continente y obtener el respeto del mundo, consciente de que sin grandeza, no se puede forjar un imperio.


A pesar de las críticas de la oposición contra la draconiana dictadura, Francia continuó apoyando a Bokassa. El presidente Valéry Giscard d'Estaing era su amigo y fiel defensor del Emperador, y suministró al régimen importante ayuda económica y militar. En agradecimiento, Bokassa llevaba al mandatario galo a excursiones de caza y le entregaba diamantes en calidad de agasajos, y, como si fuera poco, proveía a Francia de uranio, mineral vital para el programa de armas nucleares francés.

La caída del imperio

En enero de 1979, las fuerzas armadas protagonizaron una masacre de civiles en Bangui, la capital de la nación africana, en un intento por controlar los disturbios protagonizados por los movimientos de oposición al régimen que, durante más de una década, aplicó el terrorismo de Estado para mantener a jaque a los opositores. La represión contra los disidentes fue implacable y en las sesiones de tortura participaba él en persona, rodeado de una guardia pretoriana fuertemente armada, que cumplía ciegamente las órdenes del mandamás.

Las protestas se multiplicaron y así llegó la hora de la asonada final, del 17 al 19 de abril, un importante número de escolares fueron arrestados después de que protestaran contra el uso de costosos y ridículos uniformes diseñados por el Emperador, y alrededor de un centenar fueron asesinados sin piedad. La matanza encendió la chispa de una rebelión nacional, que se escapó del control de los aparatos represivos del régimen monárquico y antidemocrático.

El ex presidente David Dacko, respaldado por el gobierno de Francia y aprovechando la ausencias del Emperador, que se encontraba de visita oficial en Libia, protagonizó un golpe de Estado, el 20 de septiembre de 1979, con el apoyo de una enfurecida soldadesca que se amotinó contra los oficiales sometidos a Bokassa, quien, como en una película con inesperado final, vio a su primo David Dacko entrar en el palacio por la misma puerta por donde lo sacó trece años antes.

Con el retorno de David Dacko al poder, en medio de la pólvora y el fragor de las armas, se acabó con la cruel monarquía del país centroafricano y se restauró la República, mientras el dictador, para no ser linchado por una turba enardecida, logró huir al extranjero, escoltado por los guardianes que velaban por su seguridad.

La soledad del exilio

El Emperador derrotado solicitó asilo político en Libia, pero el presidente Muamar el Gadafi se negó a recibirlo porque no representaba ya a ningún Estado. Entonces Jean-Bédel Bokassa, convencido de que sus aliados lo habían abandonado en los perores momentos de su vida, decidió refugiarse en París. Su avioneta privada consiguió aterrizar cerca de la capital francesa y el gobierno rehusó cualquier contacto oficial con quien fue tumbado por un alzamiento armado. Bokassa se estableció en un palacete que había adquirido años atrás en las proximidades de París, rodeado de los óleos de Napoleón Bonaparte, su ídolo, del general Charles de Gaulle, su tutor, y de la emperatriz Catalina.

Aunque su vida no corría peligro en el exilio, Jean-Bédel Bokassa no cesaba en su empeño por regresar a su país y recuperar el poder político a cualquier precio, pues no podía soportar la idea de que un ex Emperador, acostumbrado a las deslumbrantes ceremonias, a ser recibido con todos los honores por sus homólogos y a los lujosos hoteles, haya perdido el poder y los diamantes, porque en el exilio no contaba con el apoyo de sus antiguos aliados y mucho menos con el apoyo de sus coterráneos, quienes apenas lo recordaban cada vez que amenazaban a los niños que no querían comer: Vendrá y te llevará el ogro de Bérengo.

Del exilio al banquillo de los acusados

El 24 de octubre de 1986, después de unos accidentados exilios en Costa de Marfil y Francia, retornó a la República Centroafricana, junto con cinco de sus hijos, pese a la amenaza que pendía sobre su vida. Las multitudes no le esperaron para coronarlo otra vez, tal y como él se imaginaba, sino para sentarlo en el banquillo de los acusados, imputado, entre otros delitos, de haber mandado asesinar a una de sus esposas y a tres policías que mantuvieron relaciones sentimentales con ella, de conspiración contra el nuevo régimen y de apropiación indebida de los bienes del Estado.


Tras un juicio de responsabilidades, que duró siete meses, fue condenado a muerte por un tribunal republicano, pero su pena fue conmutada por la de cadena perpetua; la misma que, posteriormente, fue reducida a veinte años de prisión. Mas no por eso, Jean-Bédel Bokassa se salvó de pasar a la historia como uno de los tiranos más abominables del continente africano, incluso se llegó a rumorear que desmembraba a sus enemigos como animales cazados en un safari, no sólo para alimentar a sus cocodrilos, sino también para satisfacer su deseo de comer carne humana.

No en vano, después de trece años de una sanguinaria dictadura, fue acusado de genocidio y canibalismo. Los testigos que entraron en su suntuoso palacio declararon haber encontrado en los congeladores cadáveres humanos con los miembros mutilados. Brian Lane, en su libro Los Carniceros, relató varios episodios escabrosos protagonizados por Bokassa; por ejemplo, que su cocinero personal, en una de sus declaraciones, lloró mientras recordaba cómo el ex dictador le había llevado a la cocina una noche y le ordenó que preparase una cena muy especial con un cadáver humano guardado en el congelador...

Un final sin pena ni gloria

Al cabo de un tiempo, mientras purgaba sus delitos detrás de los barrotes de la cárcel, el presidente André Kolingba declaró una amnistía general para todos los presos en uno de sus últimos actos como mandatario; el antiguo Emperador y otros adictos a la Corte fueron liberados el 1 de agosto de 1993.

Sin embargo, Jean-Bédel Bokassa no volvió a ser el mismo de antes y la historia de su vida, que de muchas maneras se parece a un cuento mal contado, tuvo un desenlace sin pena ni gloria, puesto que este personaje siniestro, enfermo del corazón, los riñones y el cerebro, murió fulminado por un ataque cardiaco a los 75 años edad, el 3 de noviembre de 1996. Y, aunque fue sepultado con honores de jefe de Estado, acabó sus días como cualquier dictador despojado del poder por un levantamiento popular, que lo alejó de la grandeza del pasado, la gloria con la que soñó en vida y lo puso al olvido de la gente, por mucho de que él haya pretendido hacerse dueño de un país como si fuera finca de su propiedad.

martes, 21 de noviembre de 2017


LA POESÍA DE PROTESTA Y ESPERANZA 
DE ALBERTO GUERRA GUTIÉRREZ

Alberto Guerra Gutiérrez (Oruro, 1930 – 2006). Poeta, investigador cultural y profesor innato. Trabajó de joven en el interior de la mina; vivencia que supo traducirla en una poesía sentida y explosiva. Su legado bibliográfico, en varios géneros literarios, es fecundo y merece un estudio serio. Fundó y dirigió la revista El Duende, que, desde hace varios años, se edita como suplemento literario del diario La Patria. Formó parte de la segunda generación del grupo literario Gesta Bárbara. Ejerció como profesor en varios distritos mineros, coordinó proyectos culturales en la Universidad Técnica de Oruro y en la Alcaldía Municipal. Fue miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Asociación Latinoamericana del Folklore.

Alberto Guerra Gutiérrez, como pocos de los escritores de su generación, fue un incansable animador de las manifestaciones folklóricas en su ciudad natal y un reconocido mentor de los jóvenes poetas, a quienes los reunía en encuentros literarios y los encaminaba por los senderos de la versificación. Era una persona de trato amable y hablaba siempre con la sinceridad entre las manos. No en vano nos dice en los versos de uno de sus poemas: Mi casa tiene ojos claros/ como el alba/ y una rosa enamorada/ atisbando por rendijas/ de su puerta que es mi propio corazón,/ hecho de maderas dulces y de esperanza. Así era Alberto Guerra Gutiérrez, un poeta que tenía las puertas abiertas de su corazón, dispuesta a dejar pasar a cualquiera que quisiera acercarse a la sensibilidad más honda de este gran tejedor de pasiones, sueños y palabras.

Inicios de un quehacer poético

A principios de los años 90 del siglo pasado, cuando le hice una entrevista, le pregunté cómo y cuándo empezó su interés por el quehacer poético. Me miró algo sorprendido, aspiró el humo del cigarrillo y contestó: En mi vida tuve dos profesores; uno ha sido Juan Revollo, quien, estando yo en el quinto o sexto curso de primaria, fue el primero en hablarnos de la métrica del verso y de la gramática castellana. Él nos enseñó la composición de las coplas y los versos. A mí me gustaron mucho sus lecciones y escribí, a modo de ejercicio, muchas coplas, que acabaron gustando entre los compañeros de mi clase. Por desgracia, no he tenido el cuidado de conservar estas primeras composiciones. En secundaria, tuve otro gran profesor de lenguaje y literatura, Luis Carranzas Siles, quien, con paciencia y habilidad didáctica, nos introdujo en el estudio de la literatura. De este modo empecé a leer seriamente las obras de los clásicos, como ‘Don Quijote’ de Cervantes y ‘Hamlet’ de Shakespeare. No sólo aprendí a memorizar los versos de Bécquer y Espronceda, sino también a estudiarlos, junto a otras obras del modernismo literario que, habiendo nacido en América a principios de siglo XX, volvían de España con voces tan firmes como las de García Lorca y Juan Ramón Jiménez. Ahora bien, estando todavía en el colegio, me reuní con algunos amigos, con Humberto Jaimes, Ricardo Lazzo y Héctor Borda, entre otros, que formaban parte de la segunda generación de ‘Gesta Bárbara’, movimiento poético al que yo me incorporé en 1947. Desde entonces, empecé a asumir con seriedad el quehacer poético.

A varios años de su muerte, la ciudad de Oruro y su Carnaval, declarado por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, lloran todavía por la partida de este escritor con alma de niño, que supo ganarse el aprecio de sus coterráneos con la humildad y la honestidad que lo caracterizaban. En la actualidad, una plaza y una biblioteca llevan su nombre, y esperemos que sean más las instituciones educativas y públicas que estampen el nombre de Alberto Guerra Gutiérrez, como un justo homenaje a una personalidad que, con los versos y la historia de su corazón, lo dio todo por su terruño hecho de mitos, leyendas, folklore y sufrimientos.


Alberto Guerra Gutiérrez, considerado uno de los escritores más importantes de la Literatura Infantil boliviana, era un niño grande en toda la extensión de la palabra y un poeta que sabía compartir las tristezas de los niños desamparados y las alegrías de quienes gozaban de protección y cariño. En su afán por revelarnos el lado más humano y sensible de su personalidad, elaboró la antología El mundo del niño, junto con el poeta Hugo Molina Viaña. No conforme con esto, escribió el poemario Baladas de los niños mineros, un maravilloso libro dedicado al niño trabajador, a ese niño que, en lugar de asistir a la escuela, jugar y gozar de su infancia, se ve obligado a trabajar en los tenebrosos socavones de la mina. Por todo esto, la poesía de Alberto Guerra Gutiérrez es un grito de protesta pero también de esperanza.

Contacto con el mundo minero

La poesía infantil de Alberto Guerra Gutiérrez, de un modo general, está articulada a la temática minera; una realidad que lo impactó desde que hizo su kindergarten en la población de Siglo XX, al norte del departamento de Potosí, en tiempos en que su padre ejercía como técnico de la Empresa Simón I. Patiño. Más tarde, cuando su progenitor fue transferido a las minas del Sur, el futuro poeta fue atraído por el mundo de las familias campesinas que, a poco de abandonar sus parcelas, se proletarizaban en las empresas de los magnates mineros.

Su compromiso social con los trabajadores del subsuelo se consolidó cuando él mismo, mientras estudiaba en el Colegio Saracho de Oruro, ingresó a trabajar en la Empresa Minera San José, donde, en una cuadrilla compuesta por trece obreros, tuvo como a su maestro principal a Manuel Fernández, ese personaje cuya dramática vida lo inspiró a escribir su poemario Manuel Fernández y el itinerario de la muerte, que, más que ser un simple retrato cronológico de un obrero que termina sus días en la calle, reventado por la silicosis y el alcohol, es un verdadero canto a los mineros bolivianos desde el punto de vista simbólico y metafórico.

No cabe duda de que en el interior de la mina, el poeta hizo carne de su carne y sangre su sangre de la realidad minera, que se expresa de manera figurativa y apoteósica en una parte de su obra poética -incluso en su ensayo antropológico sobre el Tío de la mina-, que lo identifica con los ritos pagano-religiosos, vivencias, ideales y sentimientos de los trabajadores del subsuelo, a cuyos hijos los tuvo como alumnos en la escuela y a quienes les dedicó sus Baladas de los niños mineros.

Luego de haber trabajado en el interior de la mina por el lapso de un año y medio, lo suficiente para conocer los recovecos de un ámbito cargado de tragedias, luchas y esperanzas, Alberto Guerra Gutiérrez prosiguió sus estudios en la Normal Superior de su ciudad natal, hasta que en 1954,  una vez egresado como maestro de educación primaria, pidió voluntariamente ser destinado a Kataricagua, distrito aledaño a la población de Huanuni, donde trabajó durante cinco años con los hijos e hijas de las familias mineras, que le ganaron el corazón y le dieron las pautas para escribir, uno a uno, los versos que conforman su poemario Baladas de los niños mineros, que lo sitúa a la altura de su entrañable amigo y compañero de letras Hugo Molina Viaña, quien también trabajó como profesor en varios distritos mineros.

Con los niños en el corazón

Fue justamente Molina Viaña, quien, en una carta dirigida a su dilecto amigo -una carta que luego se insertó como prólogo en la primera edición del libro, en 1970-, le dedicó palabras de honda connotación humana: Nuestros niños mineros, ausentes del pan nuestro, mordidos por el hambre y la miseria, perseguidos por el ‘búho de alas rojas’ de la tragedia. Tus niños mineros, los míos, los nuestros, crucificados en un madero de desnudez, intemperie y enfermedad, verán la luz cuando se hable al mundo de su breve paso por la vida, sin golosinas ni juguetes; hasta les privaron de un libro de lectura (…) Que en los maestros palpite el mensaje de tus Baladas, que el pueblo boliviano se dirija a los niños de las minas, por los que está en deuda siempre; encendiste la estrella de la poesía social en la Literatura Infantil boliviana (…) En ‘Baladas de los niños mineros’ está todo el dolor de los ojos luminosos de la ternura lacerados por profundas ojeras de orfandad y duelo (...) Alberto, poeta de los mineros; desde mi escuela añorada de niños mineros con el cuerpo cubierto por un mapa de harapos, allí donde aprenden los ‘derechos humanos’ en cuadernos de ladrillo y mobiliario de adobes, que tu denuncia avergüence a los malvados para siempre.


Las Baladas de los niños mineros, compuestas al ritmo de arrullos de cuna, con un lenguaje lúdico y figurado, revelan la sensibilidad y el dolor que siente el poeta ante la cruda situación de los niños: Arrurrú mi niña/ trozo de metal./ Si duermes mi niña/ yo te compraré,/ una olla grande/ y algo de comer. En otros versos se lee: Duérmete mi niño/ pequeño minerito,/ duérmete y no llores/ que el ‘Tío’ se enoja/ cuando pides pan. Así les canta Alberto Guerra desde su corazón de niño grande, mientras los cobija entre sus brazos y los induce al aprendizaje inicial de la lectura y la escritura, como todo buen maestro que no sólo comparte sus conocimientos, sino también sus sentimientos que ayudan a forjar la personalidad y el porvenir de los niños mineros.

Los pensamientos de Alberto Guerra Gutiérrez, plasmados en el poemario Baladas de los niños mineros, son auténticos y carecen de hipocresía toda vez que se refiere, con fina pluma y firme pulso, a los sueños y pesadillas de los pequeños obreros. El poeta y profesor de infantes estaba consciente de que era posible romper los cercos de la pobreza y la desgracia con esfuerzo y educación. No en vano les recordaba, con un hálito de esperanza, diciéndoles que no todo estaba perdido, aunque seas lo que somos/ un minero, nada más;/ aunque tejas en tus dedos/ hilos de pena y dolor.

La poesía al servicio de los oprimidos

Alberto Guerra Gutiérrez fue el poeta comprometido con la realidad social de su época y nunca dudó en declararse amigo de los desposeídos, junto a quienes aprendió a morder el pan duro dos veces antes de cada bocado y junto a quienes, debido a las duras pruebas que a veces impone la vida, aprendió a valorar el sentido ético de la poesía, que es algo más que una simple cadencia de palabras que engranan melódicamente en el discurso poético. Es decir, en la percepción de Alberto Guerra Gutiérrez, el poema, además de ser la máxima expresión estética del lenguaje en una composición poética, debía ser un instrumento de denuncia y protesta contra las injusticias sociales. De ahí que en cierta ocasión, cuando le hice una entrevista, me confesó que él siempre pensó en poner la poesía al servicio de los oprimidos, tratando de hacer de la poesía la voz de los sin voz. Luego prosiguió: Creíamos que el sector minero estaba demasiado reprimido no sólo social y económicamente, sino también espiritualmente; por eso, tanto Borda Leaño como yo, tratamos de seguir los surcos trazados por Luis Mendizábal, Walter Fernández Calvimontes y otros, y tratamos de hacer una poesía minera, denunciando las atrocidades y las injusticias que se cometían contra este sector.



En esta ocasión es preciso aclarar que los versos reunidos en Baladas de los niños mineros corresponden, por definirlo de alguna manera, a dos etapas de su creación literaria, ya que en la VII parte de la segunda edición revisada y complementada de 1998, se añadieron algunos versos referentes a la nefasta relocalización minera, que no aparecen en la primera edición del poemario, ya que la relocalización se produjo recién en 1985, tras el D.S. 21060; pero que, sin embargo, el poeta estimó conveniente -y hasta necesario- incorporarlos en la nueva edición del libro que, de otro modo, hubiese estado incompleto si no se contemplaba este importante episodio en la historia contemporánea de la minería en Bolivia.

Baladas de los niños mineros es una magnífica muestra de que la poesía infantil boliviana -que se nutre tanto del lenguaje cotidiano como del lenguaje lúdico, que juega con las metáforas y la musicalidad de las palabras- no está exenta de una realidad social que, por mucho tiempo y a espaldas de las convenciones internacionales sobre los Derechos de los Niños, tocó la sensibilidad de varios poetas nacionales, quienes no escatimaron esfuerzos para versificar, con idoneidad y conocimiento de causa, una realidad que se clava como una espina en el pescuezo de un país donde innumerables niños, empujados a trabajar en los inhóspitos socavones, formaban parte del sistema de explotación capitalista y la elevada tasa de deserción escolar.   

Su busto en una plaza de Oruro

En el Barrio Jardín -zona norte de la ciudad de Pagador-, donde antiguamente los arenales jugaban con el viento, me tomé una fotografía junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez, una fría tarde de agosto y poco antes de que el ocaso empezara a teñirse en el horizonte. La plaza, de ambiente acogedor y arquitectura ornamental, luce un puente en la parte central y una fuente que genera cortinas y chorros de agua.


Ver el busto de Alberto Guerra Gutiérrez, en un sitio público que hoy lleva su nombre, me causó una insondable alegría, una alegría de esas que pocas veces emergen como torbellino desde el fondo del alma. No era para menos, este poeta yatiri era digno del mejor de los elogios de parte de sus coterráneos. Había que recordarlo de este modo, porque fue uno de los pocos intelectuales orureños que, a través de las filigranas del verso y los ensayos de antropología, dio a conocer el blasón de la ciudad, rescatando del acervo cultural la parte más mágica y tradicional del Carnaval de Oruro.

Alberto Guerra Gutiérrez fue un hombre que, desde la sencillez y la sabiduría, sabía ganarse el aprecio de los amigos con su amabilidad y sonrisa franca. Lo conocí personalmente en el Primer Encuentro de Poetas y Narradores de Bolivia, celebrado en septiembre de 1991 en Estocolmo, donde lo vi oficiar un ritual de ch’alla como todo buen yatiri y donde conversamos, entre trago y trago, de poesía y de folklore, mientras el humo del tabaco negro dibujaba en el aire las siluetas de los amores y desamores en la vida de un poeta acostumbrado a desgranar sus versos entre los corazones violentamente apasionados. 


Un justo homenaje

Años después, cuando supe que cayó fulminado por un ataque cardíaco en plena calle, mientras caminaba rumbo a su casa, lo primero que sentí fue una honda tristeza y luego cruzó por mi mente la idea de que los orureños, junto a los miembros de la Unión Nacional de Poetas y Escritores (UNPE) y las autoridades ediles, estaban en la obligación de rendirle un justo homenaje, a modo de perpetuar su memoria, dedicándole una calle, una plaza o bautizando alguna de las instituciones culturales con su nombre, para que las futuras generaciones sepan quién fue Alberto Guerra Gutiérrez, ese vate de la poesía social, amigo de los niños mineros y querendón de las tradiciones más auténticas de su pueblo.

Su aporte a la cultura fue enorme: organizó tertulias literarias entre amigos, trabajó en la mina y ejerció la docencia, realizó estudios antropológicos sobre la cultura de los urus y desentrañó los mitos y las leyendas de la meseta andina. Su espíritu de investigador autodidacta y su inquietud por contribuir al ámbito de la literatura, lo impulsó a escribir libros con temática diversa, tanto en verso como en prosa.

El haber estado en la plaza que lleva su nombre, me colmó de honda satisfacción y el corazón me latió como caballo al galope, no sólo porque vi su busto sobre un pedestal y una placa recordatoria, sino también porque fue un amigo del alma, de esos a quienes basta conocerlos una vez para tomarles cariño y saberlos que siempre estarán ahí, como esos viejos duendes que, sin dejarse encadenar por los caprichos de la muerte y ansiosos por retornar al reino de los vivos, se nos aparecen una y otra vez.

Así permanecerá el poeta yatiri entre los milagros de la mamita Candelaria y los danzarines del Carnaval, entre las dunas de arena y el lago Poopó, entre los cerros donde mora la víbora y los socavones donde los mineros horadan el vientre de la Pachamama, entre la roca que representa al cóndor y la roca que representa al sapo, porque como bien afirma la creencia popular: Alberto Guerra Gutiérrez no se fue definitivamente con la muerte, por eso siempre estará entre nosotros convertido en viejo duende.

Datos bibliográficos

Poesía: Gotas de Luna (1955); Siete poemas de sangre o la historia de mi corazón (1964); De la muerte nace el hombre (coautor, 1969); Baladas de los niños mineros (1970); Yo y la libertad en exilio (1970); Tiras de poesía Lilial (1978); La tristeza y el vino (1979); Manuel Fernández y el itinerario de la muerte (1982); Hálito que se descarga en pos de la belleza (1989); Égloga elemental y una revelación de íntimo recogimiento (2000); Obra poética (2003). Investigación: Antología del Carnaval de Oruro (3 v., 1970); Guía del investigador de campo en folklore (1970); La picardía en el cancionero popular (1972); Estampas de la tradición de una ciudad (1974); El Tío de la mina (1977); El Carnaval de Oruro a su alcance (1987); Pachamama (1988); Chipaya, un enigmático grupo humano (1990); Folklore boliviano (1990). Antología: Antología de la poesía del amor (1971); La poesía en Oruro (coautor con Edwin Guzmán, 2004). Su obra inédita está siendo cuidadosamente recopilada por su esposa Celia Cuevas de Guerra. 

lunes, 20 de noviembre de 2017


LA CRUELDAD EN BARBA AZUL

El hombre que dio pie al personaje de Barba Azul, conocido en la literatura universal como un cuento de hadas, se llamaba Gilles de Rais, un ex mariscal de los ejércitos reales y acaudalado aristócrata del siglo XV, de conducta desmesuradamente sádica y cruel, a quien la justicia francesa lo condenó a morir en  la horca, acusado de haber asesinado de distintas maneras y haciendo uso de diferentes métodos de tortura alrededor de ciento cincuenta niños y adolescentes, quienes desaparecieron misteriosamente tras los gruesos muros de su castillo de Tiffauges entre los años 1432 y 1440.

Charles Perrault, dos siglos después de la ejecución de Gilles de Rais, que ostentaba una negra y tupida barba de azulados reflejos, escribió su famoso cuento titulado Barba Azul, que si bien no estaba destinado a los niños, tanto por la forma como por el contenido, éstos se adueñaron del cuento una vez adaptado para su nivel intelectual y lingüístico. Desde entonces, la truculenta historia fue reimpresa en innumerables ediciones hasta mediados del siglo XX, momento en el que los psicólogos, pedagogos y especialistas en literatura infantil cuestionaron la temática que se aborda en el cuento, considerándolo una lectura no apta para los infantes, aunque los niños de casi todo el mundo conocían la siniestra historia de este ogro capaz de cegar la vida de sus esposas sin contemplaciones por el simple delito de haber desobedecido sus órdenes.

Según el cuento, Barba Azul es un hombre acaudalado, que se casa en siete ocasiones, con mujeres que ingresan en su castillo y del que no vuelven a salir con vida, hasta que su última esposa, la menor de dos hermanas, descubre el secreto bien guardado de su celoso y misterioso marido.  

Todo comenzó cuando Barba Azul le anunció que tenía que partir de viaje durante una temporada, entregándole las llaves del castillo. He aquí –le dijo– las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la de la recámara que está al fondo de la galería, donde nadie debe entrar.

Barba Azul, una vez que le advirtió a su mujer no abrir la puerta, partió de viaje dejando el cuidado del llavero en sus manos. Pero ella, incitada por su hermana mayor que estaba de visita, sintió curiosidad por saber que había dentro de la recámara prohibida y decidió abrir la puerta. Introdujo la llave en el ojo de la cerradura y, apenas se abrió la puerta, vio que el piso estaba cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cadáveres de las anteriores esposas de su marido. Algunas estaban colgadas de las paredes, sujetas por ganchos, después de haber sido degolladas.

La joven esposa de Barba Azul, horrorizada ante la sangrienta escena, cerró la puerta y la aseguró desde afuera, pero se dio cuenta que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba por mucho que la refregara con arenilla, porque la llave estaba hechizada, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.

Cuando Barba Azul retornó de su viaje, advirtió casi de inmediato que su mujer había desobedecido sus órdenes, al abrir la puerta de la recámara prohibida y descubrir el cuerpo de sus anteriores mujeres que habían sido escondidas como en el sótano de un asesino en serie.

Como es de suponer, Barba Azul, ciego de ira y con el corazón más duro que una roca, la amenazó con decapitarla y encerrarla en el mismo lugar donde estaban sus anteriores esposas, así que ella, temiendo que su desobediencia le costara la vida, se encerró en la torre más alta del castillo junto con su hermana.

Mientras Barba Azul, espada en mano, trataba de abrir la puerta, las hermanas esperaban la llegada de sus dos hermanos. En el último momento, cuando el enfurecido marido estaba a punto de dar el golpe de gracia, los hermanos irrumpieron en el castillo y acabaron con la vida de Barba Azul, justo cuando éste intentaba darse a la fuga.

Queda claro que tanto la trama como el desenlace del cuento son perturbadores para los lectores acostumbrados a una literatura con temas menos violentos y personajes con características menos crueles. El cuento sobre la vida de Barba Azul, que Charles Perrault recreó en base a los crímenes cometidos por el aristócrata francés Gilles de Rais, no es lo primero que un padre de familia o un educador pone en manos de los pequeños lectores, a pesar de que la violencia no es un tema ajeno a la realidad cotidiana de la mayoría de los niños que hoy, más que nunca, tienen su encuentro con las imágenes y textos relacionados con la violencia social, intrafamiliar y escolar, que les llega a través de las nuevas tecnologías de información y comunicación.

De otro lado, debe considerarse que muchos de los llamados cuentos de hadas no fueron pensados ni escritos para los niños, sino que, a falta de una literatura infantil propiamente dicha, fueron adaptados para ellos una y otra vez. En algunos de los cuentos se censuró o mutiló las partes más violentas, como en Cenicienta, Pulgarcito o Blancanieves, pero en otros, como en el caso de Barba Azul, no fue posible modificar el hilo argumental del cuento, debido a que el mismo núcleo de la historia gira en torno a la violencia como tema central.

No está por demás añadir que la violencia humana está también presente en los juegos de roles que se ofrecen a través de Internet o los celulares inteligentes. El galopante avance de las nuevas tecnologías de comunicación se cierne como un monstruo que voltea los pilares de la buena convivencia humana e impone la ley del más fuerte en un mundo cada vez más competitivo, donde la violencia no sólo está en los cuentos infantiles, sino en todos los contextos donde los niños desarrollan sus actividades cotidianas, porque el Bullying en la escuela es también una forma de violencia como lo es el maltrato físico y psicológico que se ejerce dentro de las cuatro paredes del hogar.

sábado, 4 de noviembre de 2017


13 CUENTOS DE MISTERIO

Este primer libro de carácter colectivo, que formará parte de una colección de antologías con diversos temas, se publicó gracias al impulso entusiasta de la Editorial Don Bosco, que desde hace más de un siglo viene produciendo textos de estudio para niños, jóvenes y adultos; una iniciativa que surge en tiempos en que la literatura infantil y juvenil boliviana se va consolidando a paso lento pero seguro.

En esta nota, escrita más por hedonismo que por obligación, no se tiene la intención de comentar el contenido de cada uno de los cuentos, debido a que este trabajito se los dejo a los lectores, quienes, con la apreciación y subjetividad propia de cualquier lector interesado en decodificar las claves de un texto, son los verdaderos críticos literarios y los encargados de hacerse un juicio personal de cada una de las propuestas de este libro que, para comenzar con la fascinación por los misterios de la vida y la muerte, lleva un número cabalístico en el título, porque el 13 está referido al arcano de la muerte y es un número especial en el ámbito esotérico.

Si bien es cierto que no todos los cuentos giran, específicamente, en torno a la temática del misterio, es cierto también que cumplen con creces las exigencias de la antología, que, según refiere la propia antologista: La recopilación de los cuentos obedeció a la calidad literaria, a la originalidad y a la estructura general de la obra. Asimismo, cabe remarcar que el libro luce una pulcra diagramación y edición, conforme a lo que se requiere en un libro dedicado a los adolescentes, a diferencia de aquello mamotretos que, en épocas pretéritas, se presentaban con el rótulo de literatura infantil y juvenil, aunque carecían de ilustraciones y de una extraordinaria presentación, que atraiga la atención de los lectores a primera vista.

Este libro, aparte de la interesante presentación de cada uno de los autores y autoras, reúne cuentos revestidos de desbordante imaginación e indiscutible calidad literaria, así algunos de ellos no se dediquen con asiduidad al oficio de la escritura. No obstante, este mismo hecho demuestra que el arte de la creación literaria no es un don divino, reservado para unos pocos iluminados, sino un campo en el que cualquiera, con un poco de creatividad y dedicación, puede convertir la escritura en una de las pasiones de su vida. No es casual que algunas de las escritoras, cuando recuerdan su relación con las letras en su adolescencia, confiesan que no tenían ni la más remota ambición de dedicarse alguna vez a escribir libros de literatura infantil y juvenil.

La antología, además del prólogo, contiene lo siguiente: La noche de las estatuas, Gaby Vallejo Canedo; Argus. La verdadera historia de Barba Azul, Claudia Adriázola; Noche de San Juan, Biyú Suárez Céspedes; La visitante, Melita Del Carpio Soriano; Las Malas Nuevas, Julia Peredo Guzmán; Con la cadencia que me exige la muerte, Carlos Vera Vargas; Salir volando, Rosalba Guzmán Soriano; Mariposas negras, René Rivera Miranda; La mano, César Herrera; Realidades ocultas, Sisinia Anze Terán; Feliz cumpleaños, Teresa Constanza Rodríguez Roca; La milagrosa resurrección de Bendita Chura, Víctor Montoya; Es mejor guardarla por si acaso, Isabel Mesa Gisbert.

La antología de 13 cuentos de misterio, ilustrada con las magníficas creaciones de la artista plástica Daniela Rico, es un buen ejemplo del tipo de literatura al que deben acceder los lectores en la etapa de la adolescencia. No son cuentos didácticos ni cuentos que abordan temas ajenos al interés de los jóvenes lectores; al contrario, la antología es apropiada para incentivar el hábito de la lectura entre quienes gustan de los cuentos de suspenso, terror y misterio, con personajes que transgreden los límites de la lógica y la razón.

Esta antología elaborada por Rosalba Guzmán Soriano, desde todo punto de vista, se ajusta a los requisitos de un libro destinado a los adolescentes, que necesitan relajarse, divertirse y hasta espantarse con una lectura que les permita alimentar su fantasía y alejarlos de su realidad cotidiana, a través de historias que los transporta a territorios donde lo imposible es posible y donde los personajes se mueven como fantasmas en el límite exacto entre la realidad y la fantasía.

Ya se sabe que los cuentos góticos de misterio, terror y aparecidos, son narraciones caracterizadas por elementos fantásticos o metafísicos que se cuentan como si fueran hechos reales. Por cuanto los narradores de este género literario, empeñados en describir lo común y cotidiano como algo irreal o extraño, se enfrentan a la realidad con la intención de descubrir lo que hay de misterioso en las cosas del diario vivir, aunque todo lector, que ingresa en la etapa del razonamiento lógico y supera la etapa del pensamiento mágico, sabe distinguir entre lo que es real y lo que es ficción en una obra literaria. 

Esta breve antología cumple sobradamente con su objetivo; por una parte, gracias al talento de los autores implicados y, por otra, debido a que los cuentos están narrados con un lenguaje exento de retóricas, mientras otros desarrollan el tema que nos ocupa, de principio a fin, de manera clara y sencilla. Y, lo que es más importante, ninguno de los cuentos desvirtúa su principal encanto: la parasicología llena de fantasía, magia y misterio.
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Rosalba Guzmán Soriano tuvo el acierto de hacer una antología que atrapará a sus lectores, que no siempre tienen la posibilidad de encontrarse con un libro que está lejos de los textos de estudio y que no toca aspectos relacionados con el buen comportamiento del adolescente o el manido didactismo de los libros que se les impone desde la educación primaria.

Los 13 cuentos de misterio está en la antípoda de los libros de texto, que cumplen una función didáctica y de transmisión de conocimientos establecidos por los tecnócratas de la educación; mas no por esto es menos importante la función de una obra literaria que contribuye, así sea como auxiliar en las unidades educativas, en la formación integral de los jóvenes, sobre todo, si partimos del principio de que la lectura de la literatura de ficción, a la que se circunscribe la presente antología, permite ampliar el vocabulario, desarrollar la imaginación, el sentido crítico y la creatividad, sin descartar que un libro de relatos de misterio, además, tiene la finalidad de deleitar y acercar a los jóvenes hacia una lectura que los libere del tedioso trabajo escolar, ya que no hay mejor manera de matar el tiempo libre que refugiándose en una lectura que proporciona ideas, emociones, experiencias y situaciones diversas, que los autores y autoras recrean en una obra literaria, con la esperanza de despertar el interés y la fantasía de sus lectores.

CONGRESO MINERO EN COROCORO

Esta fotografía, donde aparecen algunos de los dirigentes del distrito minero de Siglo XX-Llallagua, que participaron en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en Corocoro, en mayo de 1976, lo guardé en el álbum de los recuerdos, hasta que, casi cuatro décadas después, tuve la posibilidad de retornar a esta población ubicada en la provincia Pacajes del departamento de La Paz, a una distancia aproximada de 80 kilómetros de la ciudad de El Alto.

El microbús se internó en la topografía accidentada de la región, que tenía una cadena de cerros distribuidos a lo largo y ancho del municipio, con la presencia imponente del Cerro Kumpuku, un mirador natural ubicado aproximadamente a 35 kilómetros de distancia de Corocoro, y la formación rocosa del Turiturini, que es de interés turístico y visitado por los pobladores desde la época del incario, porque allí se daban cita los yatiris para realizar rituales de ofrenda en honor a la Pachamama.

Resabios de un glorioso pasado

Cuando el microbús arribó a la parada final y puse mis pies, por segunda vez, en la tierra donde se producía sulfato de cobre, me asaltó la sensación de que no estaba en el mismo distrito minero que conocí en 1976. Las casas parecían deshabitadas y hasta tenía la impresión de estar en una población fantasma, donde eran pocas las personas que asomaban su rostro a las puertas y muchos los perros que deambulaban por las vacías calles, al menos si tomamos en cuenta que en estas mismas calles, durante el auge minero desde principios del siglo XX, estaban ubicadas varias casas comerciales y centros culturales que fomentaban la presentación de obras teatrales y la circulación de cuatro periódicos impresos: El Esfuerzo, El Industrial, La Acción y El Deber; un fenómeno cultural que no se replicaba en otros centros mineros como Siglo XX, Catavi, Pulacayo o Huanuni. Y, como si fuera poco, en estas mis tierras bañadas por el color café-rojizo del cobre, vivieron personalidades importantes del mundo político y cultural del país, como la poetisa Adela Zamudio, el ex presidente boliviano Ismael Montes Gamboa y el líder sindical Juan Lechín Oquendo, quien, además, nació en esta tierra.

Con todo, Cocoroco no es más la misma población que aparece en la fotografía desde el D.S. 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro firmó en 1985; una desastrosa coyuntura histórica y económica que ocasionó el cierre de las minas nacionalizadas, provocando una crisis laboral que dejó cesantes a miles de trabajadores y que relocalizó a las familias mineras, que se marcharon a las ciudades y el campo en busca de nuevos horizontes de vida y trabajo.


Esta es la razón del porqué Corocoro quedó abandonada y dejó de brillar con su mejor fulgor, con ese fulgor que lo identificó como a una población minera por excelencia, gracias a la explotación de los yacimientos de cobre desde antes de la irrupción del sistema de explotación capitalista. El movimiento obrero de Corocoro estuvo vinculado desde siempre al proletariado nacional. No es casual que en estas montañosas tierras, donde existía un sindicalismo altamente politizado, se protagonizó un importante motín en 1950, no sólo porque los trabajadores buscaban mejores condiciones de vida y un incremento salarial, sino también porque querían dejar constancia de que los corocoreños estaban enfrentados a los intereses de la oligarquía minero-feudal y las empresas extranjeras, que se adjudicaron los mejores parajes desde la segunda mitad del siglo XIX.

El escenario del Congreso Minero

Al bajar por sus calles, recordaba que esta misma población, gracias al compromiso revolucionario del sindicato de trabajadores, fue el escenario del XVI Congreso Nacional Minero, donde se dieron cita cientos de dirigentes provenientes de todo el territorio nacional, junto a la delegación de universitarios, estudiantes de secundaria y amas de casas.

Durante los días que duró el congreso, antes y después de las plenarias, las calles se llenaban de gente, aunque no eran días de Carnaval; los pequeños restaurantes rebalsaban de comensales y las aulas de las escuelas y colegios fueron habilitadas como improvisados alojamientos, donde los congresistas no paraban de discutir sobre las resoluciones políticas y económicas que debían aprobarse en el congreso, de manera unánime y sin descartar la posibilidad de que la dictadura militar asumiera medidas represivas para frenar la acción revolucionaria de los trabajadores y sus aliados naturales de clase.

Una fotografía en el Monumento al Minero

El 2 de mayo, pasado el mediodía y luego de salir del teatro donde se realizaba el magno congreso, en medio de un ámbito saturado de aire pesado y bancos de madera atestados de gente en estado de euforia, un grupo de dirigentes de la población de Llallagua-Siglo XX, comunicándonos más con los gestos que con palabras, nos dirigimos hacia la plaza donde está el majestuoso Monumento al Minero. Allí nos abordó un fotógrafo con la cámara en mano y nos ofreció tomarnos una foto para el recuerdo. Nosotros lo miramos con el ceño fruncido y, a poco de acordar el precio, aceptamos su propuesta. Fue así que nos preparamos para perpetuar ese instante de nuestras vidas en una imagen fotográfica, que sería el mejor testimonio de nuestro paso por Corocoro.

                                              De pie. Alejandro Lupe, Juvenal Vaizaga, Pablo Rocha, Moya Rodríguez,  
                                            Andrés Lora, Cleomedes Colque. De cuclillas. Víctor Montoya, Jaime Lineo, 
                                                                                  Ángel Capari, Hilarión Pérez

El fotógrafo nos puso delante del Monumento al Minero, a unos de pie y a otros de cuclillas, teniendo como telón de fondo los edificios de la plaza, una calle empinada y un escarpado cerro recortado contra el azul del cielo. El disparador de la cámara hizo clic y todo estaba listo en fracción de segundos. Cuando nos fijamos en la fotografía, detrás de nosotros, destacaba el Monumento al Minero, de más de 2 toneladas de peso y 8 metros de espesor; un magnífico homenaje a los mineros corocoreños que, una vez fundido en materiales como el estaño, zinc, plata y cobre, fue instalado en la plaza en 1960.

En esta misma plaza, donde se pronunciaron atronados discursos en contra de la dictadura militar y en homenaje al Día Internacional de los Trabajadores, los manifestantes nos concentramos en una apoteósica asamblea, luego de haber desfilado por las principales arterias de la Corocoro, la mañana del 1 de mayo de 1976. Todavía recuerdo que, en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la Provincia Bustillo del departamento de Potosí, me tocó subirme a la tarima y discursear después de doña Domitila Chungara, la legítima representante de las amas de casa del distrito minero de Siglo XX.

La leyenda del cóndor jipiña

Otro día, mientras se deliberaban los planteamientos sectoriales en las comisiones de asuntos sociales, políticos y económicos, donde participaban los representantes de las diferentes corrientes ideológicas de la izquierda boliviana, aproveché para trepar, junto a un grupo de compañeros, por las escarpadas laderas de uno de los emblemáticos cerros de Corocoro, cuya cumbre conduce hacia una quebrada situada a un kilómetro de distancia, donde está la enorme roca que, vista a la distancia y al caer el día con resplandores de avivado fuego, se asemeja a un cóndor posado en una rama.

Para los lugareños se trata del cóndor jipiña (posada del cóndor), cuya fabulosa leyenda cuenta la historia de un viejo cacique, que vivía feliz con sus dos hijos: un varón y una mujer, hasta el día en que en esas campiñas apareció un forastero llegado de tierras lejanas. El forastero, que era joven y apuesto, se enamoró de la hermosa hija del cacique, pero éste se negó a aceptar la relación, arguyendo que su hija estaba reservada para un mancebo de su ayllu. Entonces el forastero, ofendido ante la negativa del anciano, se marchó con rumbo desconocido, no sin antes maldecir su mala suerte y aumentar con sus lágrimas el caudal del río Jachchallani.


Años después, la hija del cacique se enamoró del mancebo elegido por su ayllu, con quien, a modo de pasear y charlar a solas, recorrían por los cerros, sin dejar de contemplar las quebradas que se perdían más allá de sus pies, hasta que un día, mientras estaban sentados sobre una piedra, tomándose de las manos bajo el manto azulino del cielo, la pareja advirtió que un cóndor los acechaba desde las alturas; una visión que se repitió todas la veces que salían a disfrutar del aire fresco y la fragancia de las flores del puya, la planta endémica de la provincia de Pacajes.

La hija del cacique se sentía atemorizada por la extraña presencia del ave de plumaje negro y pico ganchudo. De modo que su pretendiente, al verla asustada y temblando como una hoja al viento, le lanzó al animal una piedra con su honda, provocándole una herida mortal. El cóndor intentó remontar vuelo, pero se precipitó, a cierta distancia, transformado en una roca.

En la actualidad, esta figura lítica, que tiene una altura entre 6 y 8 metros y un peso entre 3 y 4 toneladas, está considerado como uno de los patrimonios naturales, culturales y turísticos de Corocoro, ya que, según refiere la leyenda, se trata de una roca que es la representación del mismísimo Kuntur Mallku o el joven forastero petrificado, el único ser humano capaz de transformarse en un imponente cóndor de alas plegadas y cabeza erguida.

Las resoluciones del congreso

El XVI Congreso Nacional Minero, sin lugar a dudas, fue la prolongación de la acción directa de masas, que se inició con el ascenso revolucionario en 1973 y alcanzó su máxima expresión en la huelga general de 1976, tras la intervención militar a los distritos y radioemisoras mineras en junio del mismo año.

Los objetivos del congreso estaban orientados a poner en pie las organizaciones de base y a plantear al gobierno un pliego único de peticiones: aumento de sueldos y salarios, garantizado por la escala móvil; rebaja de las horas de trabajo; vigencia y libertad del fuero sindical; libertad irrestricta para los presos políticos y sindicales; retorno de los exiliados y garantías democráticas para los perseguidos; constitución de amas de casa y la participación efectiva de las mujeres en los sindicatos; apoyo al campesinado y a los universitarios en sus reivindicaciones; rechazo al negociado marítimo del fascismo.


En este congreso, como en otros anteriores desde la aprobación de la Tesis de Pulacayo en 1946, se hincapié en la necesidad de mantener en toda circunstancia la independencia ideológica, política y organizativa de la clase obrera ante cualquier injerencia del gobierno de corte fascista ni subordinarse a los intereses de las demás clases sociales, debido a que el proletariado debía convertirse en el caudillo de la nación oprimida, enarbolando las banderas de la revolución socialista.

Los trabajadores mineros, al cabo de elaborar su documento antes de la clausura del congreso, dieron a conocer su pliego de peticiones, respaldado por la unánime decisión de ingresar a una huelga general indefinida en caso de no ser atendidas sus justas demandas en el plazo de un mes por la dictadura militar que, por entonces, aplicaba una política implacable contra toda sombra de resistencia organizada y, sobre todo, contra el sindicalismo revolucionario que no estaba dispuesto a bajar la guardia ni dejarse torcer la cerviz.

La danza del ch’uta

Una vez clausurado el congreso, después de seis días de intensos debates en torno a los temas políticos y económicos, los delegados se aprestaron a retornar a sus respectivos distritos, sin haber tenido la oportunidad de conocer algo más de la enorme tradición cultural de Corocoro; por ejemplo, si el congreso se hubiese realizado en tiempos del Carnaval, de seguro que hubiésemos tenido la oportunidad de disfrutar de la danza del ch’uta cholero, disfrazado con traje pintoresco, sombrero alón, máscara hecha de alambre tejido y tocuyo, y bien acompañado por sus cholitas vestidas con sus mejores galas; pollera acampanada, jubón ajustado y sombrero bombín, moviéndose con graciosos contoneos de caderas y una sonrisa capaz de comerse el corazón de cualquiera.


Desde luego que a mí me hubiera encantado contemplar la típica danza de los corocoreños, ver cómo las comparsas, bailando al ritmo de un huayño rápido y saltadito, recorren por las calles principales de la población, secundadas por una banda de músicos compuesta por tambores, platilleros y soplalatas, deleitando al público que luego se concentra en la Plaza 15 de Agosto, donde los ch’utas, con los brazos enganchados por sus cholitas, coquetean con ojos celestes y labios de amapola, mientras divierten con sus ocurrencias jocosas y sus pensamientos que, expresados en aymara y con falsetes, parecen dardos de burla disparándose a diestra y siniestra.

Desilusiones y esperanzas

Antes de abandonar Corocoro, me quedé pensando en que una política anti-obrera, como la que se experimentó con el D.S. 21060, puede causar desilusiones en una urbe cuya fuente de vida y trabajo giraba en torno a la producción minera. En consecuencia, no es casual que los obreros y sus familias, tras el cierre de las principales fuentes de trabajo, se marcharon hacia nuevo derroteros, dejando detrás de sí una reducida población cuya actividad económica de subsistencia se redujo a la ganadería, la agricultura y la venta de artesanías textiles, aparte del turismo que, si se lo proyecta con el apoyo de las instituciones pertinentes, tendría un futuro prometedor.

Estoy convencido de que Corocoro es uno de esos centros mineros que, a pesar de las malas rachas en la vida política y económica que asolaron al país, siempre evoca su glorioso pasado histórico y proyecta los ideales de su porvenir con bríos de esperanza, aunque nadie sepa, a ciencia cierta, si el nombre de esta población proviene del vocablo aymara Kori Kori Pata (Cerro de Oro) o de ocuroro (oro de baja ley), aunque por una simple deducción lógica, es más probable que provenga de ocuroro, porque no todo lo que brilla es oro, como en el caso del cobre, que aun no siendo un metal noble, puede brillar tanto como el bronce y encontrarse a flor de tierra como el oro.

Cocoroco tiene una larga historia en el contexto de la minería nacional y un sitial privilegiado en el contexto de las luchas sociales que caracterizaron al movimiento obrero boliviano. Por lo tanto, la realización del XVI Congreso Nacional Minero, que se llevó a cabo en mayo de 1976, fue apenas la cresta de una de las tantas olas revolucionarias que, en épocas de gobiernos oligárquicos, dictatoriales y neoliberales, se agitaron con la fuerza de un maremoto desde el seno mismo de los trabajadores mineros, que se caracterizaban por constituir la clase social revolucionaria por excelencia, debido al lugar que ocupaban en el sistema de producción capitalista.