REFLEXIONES DE NAVIDAD
Son las 2 de la mañana y no puedo conciliar el sueño.
Enciendo la lámpara del velador y pienso en la Navidad, en ese arbolito de
plástico que todos los años se debe desempolvar y, una vez adornado con luces,
nieve artificial y cintas multicolores, colocar en el sitio más atractivo
del apartamento, sin importarnos mucho el porqué de esta festividad, que los
comerciantes aprovechan para asaltarnos los bolsillos, caiga o no la nieve,
llegue o no Papá Noel.
Son las 2 y 15 de la mañana y, aparte de pensar en los
politiqueros corruptos y en las guerras tramadas por el imperio, pienso en los
niños de la calle, en ésos que a diario se levantan y se acuestan en un banco
del parque, y en los andariegos de la limosna, quienes no conocen a Papá Noel
ni disfrutan de los regalos de Navidad, pues la calle es su alimento, su
protección y su vida. En la calle los adoptan otros parias que habitan la
ciudad y viven cada día como si fuese el último.
Los niños de la calle se agrupan en pandillas y en pandillas
recorren por las avenidas comerciales, donde hacen de mendigos, prostitutas y
raterillos. Son niños que han aprendido a ganarle tiempo al tiempo y, en
cuestión de segundos, se apoderan de la pulsera de un transeúnte desprevenido,
arrancan de un tirón las joyas de una dama o despojan a un anciano de lo poco
que lleva en los bolsillos. Los niños de la calle se regalan a sí mismos lo que
Papá Noel no puede darles, son niños que aparecen y desaparecen entre los
escaparates comerciales, iluminados por las luces de los arbolitos de Navidad.
Entrada ya la noche, estos andariegos de la limosna inhalan
pegamento, se ríen de su suerte, juegan con la muerte y, tras una ola de
alucinación que los arranca de sí mismos, caen rendido en la intemperie. En el
peor de los casos, puede pasarles lo que hace un tiempo atrás ocurrió en Río de
Janeiro. Los comerciantes de la Navidad, considerándolos una escoria social,
contrataron escuadrones de la muerte para barrerlos a tiros del centro
financiero de la ciudad. Los asesinos, las caras cubiertas y pistolas al cinto,
se montaron en trineos de asfalto y, rastreando los parques y las calles, se
dieron a la caza de niños mendigos. No se oyó el trote de los renos, pero sí
una descarga de tiros confundiéndose con las salvas que anunciaban el
nacimiento del Redentor, mientras los niños de la calle eran linchados como
perros y arrojados en los terrenos baldíos, donde aparecieron sus cadáveres con
un tiro en la frente y un letrero que decía: Hijo de nadie. Basura de la
ciudad.
Son las 2 y 30 de la mañana y pienso que, en los países del
llamado Tercer Mundo, millones de niños son víctimas de la explotación, la
prostitución y la pornografía, debido a que los mercaderes de carne humana,
aprovechándose de las llagas del subdesarrollo, exportan niños por montones,
con el fin de abastecer la demanda del mercado internacional y llenarse los
bolsillos con la misma insensatez de los comerciantes que nos ofrecen la
muñequita Barbie en Navidad.
En América Latina se venden anualmente miles de niños y el
valor que se paga por ellos fluctúa entre 200 y 9.000 dólares; un negocio
millonario al que se añade el tráfico ilegal de menores, cuyos órganos son
extraídos y trasplantados a pacientes en prestigiosos hospitales de los países
industrializados, donde la carnicería humana, que cobró ya la vida de cientos
de niños asiáticos y latinoamericanos, es un hecho tan normal como matar pavos,
lechones y gallinas en la Noche Buena y en vísperas del Año Nuevo.
Son las 2 y 45 de la mañana y aún no puedo conciliar el
sueño, pues tengo la sensación de que en esta Navidad, que será como suelen ser
todos los años, no habrá noche de paz ni de amor entre las víctimas de la
guerra y el despojo, ni Papá Noel tocará la puerta de los niños pobres, porque
su cargamento de regalos se vaciará en la casa de los ricos, a diferencia de lo
que hicieron los Reyes Magos cuando nació Jesucristo, ese hombre que 33 años
después murió fijado en los maderos, entre otras cosas, por predicar el amor al
prójimo y convencido de que sería más fácil que un camello pase por el ojo de
una aguja, que un comerciante rico entre en el reino de los cielos.
Son las 3 de la mañana y recuerdo que la Navidad no sólo
sirve para celebrar el nacimiento de Jesucristo, sino también para beber y
comer hasta por los codos. Esto lo constaté en un hotel de Estocolmo, donde el
administrador del restaurante, con una copa de vinglögg (ponche) en la mano,
nos invitó a pasar al comedor.
En una mesa metálica habían bandejas con lechones asados,
una hilera de botellas de vino, presas de pavo y de gallina; pasteles,
biscochos, papas fritas y cocidas; jamones, licores, cervezas, refrescos y una
variedad de frutas y verduras, cuyos sabores, olores, colores y decorados
constituían una verdadera fiesta para el paladar.
Al término de la comilona, y mientras los copos de nieve
caían como si bailaran al rito de los villancicos, los camareros y cocineros
tiraron las sobras en bolsas de plástico. No me convencía cómo ese país,
ubicado en el techo del mundo, podía ser tan rico siendo tan pequeño. No me
cabía la idea, ni aun sabiendo que los países del hemisferio Norte eran ricos
gracias a las riquezas naturales que durante siglos saquearon de los países del
hemisferio Sur, sin dejarles más recompensa que la pobreza y el olvido.
Cuando me retiré a la habitación, desde cuya ventana podía
divisar un lago congelado en medio de un paisaje que parecía una novia vestida
con velo, me tendí en la cama, fijé la mirada en el cielo raso y pensé que en
los países del llamado Tercer Mundo hay miles y millones de niños hacinados en
humildes hogares, donde jamás llega Papá Noel con su trineo cargado con
juguetes navideños.
Los niños y las niñas pobres, en los países más pobres de
este pobre planeta, trabajan en los basurales, disputándose los restos de
comida con ratas, perros, cerdos y aves de rapiña. Los niños y las niñas
pobres, que por ser pobres han perdido sus derechos más elementales, juntan
latas, cartones, plásticos y vidrios, con la esperanza de ganarse unos centavos
que les permita llevarse un pan a la boca. Los niños y las niñas pobres,
víctimas del abuso sexual y los estupefacientes, se levantan y se acuestan a
cielo abierto. Son hijos de nadie pero sueñan con un regalito que no tendrán y
con los tres Reyes Magos que, montados a lomo de camello y guiados por una
luminosa estrella, acuden al nacimiento del redentor de los pobres.
Antes de quedarme dormido, me prometo a mí mismo seguir luchando por mis
ideales, mientras la injusticia campee en el mundo y no cambie la ley del
embudo. Pienso también que los creyentes, por su parte, debían ponerse la mano
al pecho y reflexionar que a Jesucristo no le hubiese gustado que celebren su
nacimiento entre bombos y sonajas, entre unos que tienen todo y otros que no
tienen nada, pues así como están las cosas, patas arriba, es probable que las
heridas de su cuerpo vuelvan a sangrar, la corona de espinas le lastime la
frente y les mire desde los maderos con una desilusión que a cualquiera le
atravesaría el corazón.