viernes, 25 de diciembre de 2015


LOS MINEROS EN MI VIDA Y MI OBRA

Cada vez que se conmemora el Día del Minero Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, siento desde el fondo de mi alma la necesidad de rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes oligárquicos, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo revolucionario que ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.

Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.

Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.
   
En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido el 29 de julio de 1965, y por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir las grandes alamedas de la libertad.
 
Otro episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los incidentes de ese despiadado acontecimiento histórico, que comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos teñidos de sangre.

En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir con bloques de piedra labrada enfrente del ingenio de procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.
  
En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio fue construido cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde, cuando ya estaba metido en los laberintos de la literatura, comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del poeta de los niños por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las banderas de la justicia social.

Cuando me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un solo instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes, además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida sindical junto a sus hijos y maridos.

Está demostrado que las mujeres mineras, ya sea como palliris o amas de casa, fueron el soporte fundamental de las familias mineras y, por eso mismo, dignas de estar presentes en las páginas de la historia nacional, no sólo porque supieron dar su vida para evitar que sus hijos se murieran de hambre, sino también porque tuvieron el coraje de convertirse de amas de casa en armas de casa, como María Barzola y Domitila Barrios de Chungara, quienes, además de palliris, fueron hijas, esposas, madres, hermanas y grandes luchadoras sociales.

Muchas de estas palliris, organizadas gracias al impulso del Comité de Amas de Casa, tuvieron un papel determinante en los numerosos conflictos registrados en la historia del movimiento obrero boliviano. La de mayor envergadura fue cuando cuatro mujeres del distrito minero de Siglo XX -Luzmila Rojas de Pimentel, Angélica Romero de Flores, Nelly Colque de Paniagua y Aurora Villarroel de Lora- decidieron declararse, junto a sus 14 hijos menores de edad, en huelga de hambre en los locales del arzobispado de La Paz, el 28 de diciembre de 1977;  una época en que los militares no dudaban en meter bala contra sus opositores políticos. Y aunque el gobierno no cesaba de calificar a las dirigentes de las amas de casa de subversivas y sirvientas de los intereses foráneos del comunismo internacional, el piquete de huelga, al que se sumó tres días después doña Domitila Barrios de Chungara, fue creciendo y creciendo como la espuma, porque aquella protesta, que iniciaron cuatro valerosas mujeres mineras, a los 22 días de resistencia, contaba ya con alrededor de 1.500 huelguistas a nivel nacional, quienes cerraron filas en torno a un pliego de peticiones, sintetizado en cuatro puntos fundamentales: 1) Amnistía General para todos los presos y exiliados por razones políticas; 2) La reincorporación de los obreros despedidos a sus fuentes de trabajo; 3) La derogación del decreto que prohibía las organizaciones sindicales; 4) La derogación del decreto que declaraba las minas zona militar (presencia permanente del ejército).

La huelga culminó el 19 de enero de 1978, cuando el dictador Hugo Banzer Suárez mascó el polvo de su derrota, declarando amnistía irrestricta y comprometiéndose a convocar a elecciones generales; una conquista que logró la recuperación de la democracia y encendió la chispa de una movilización social que puso fin a una de las etapas más sombrías de la vida republicana de Bolivia. La  victoria de este acontecimiento histórico confirmó que la aguerrida lucha de las mujeres de las minas pudo más contra una dictadura que todas las organizaciones sindicales y partidos políticos juntos. ¡Toda una lección de dignidad y coraje!

A mediados de los años 70, en plena dictadura militar, compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes del sindicato de trabajadores mineros de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber librado la batalla.

No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó el Decreto de Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.

Las consejas mineras, que escuché desde niño en boca de mi abuelo y otros parientes que fueron mineros toda su vida, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.

LARRY LEMPERT, AUTÉNTICO PROMOTOR
DE LA LITERATURA INFATO-JUVENIL

Larry Lempert, un viejo amigo de quien escribe esta nota, nació en una ciudad sureña de Suecia, en 1947. Hijo de padre norteamericano y madre sueca. Acumuló desde su juventud una amplia experiencia en las bibliotecas públicas, en las que contribuyó desinteresadamente en la promoción de los libros destinados a los niños y jóvenes.

Lo conocí a principios de los años 80 en la Biblioteca de Tyresö, donde él ejercía como responsable de la sección dedicada a la literatura infantil, consciente de que la formación de los lectores debía iniciarse a temprana edad, tanto en el seno de la familia como en las aulas de las unidades educativas. Su entusiasmo como bibliotecario de vocación no conocía límites y su afán por difundir la literatura entre niños y jóvenes era el objetivo principal de su vida.

Nunca se dejó vencer por las vicisitudes que llegaron con las nuevas tecnologías, que paulatinamente alejaron a los lectores de las salas de las bibliotecas, ya que Larry Lempert, con su alma de luchador invencible, ideó otras formas para seguir fomentando el hábito de la lectura. Por  ejemplo, si los lectores no concurrían a la biblioteca, él se encargaba de llevar los libros hacia donde estaban los lectores. Cargaba una pila de libros sobre la plataforma de un carruaje de dos ruedas, que concibió con el fulgor de su imaginación, y, una vez que lo sujetaba delante de una motocicleta, arrancaba el motor rumbo a las guarderías, escuelas y colegios, donde lo conocían como el bibliotecario del municipio de Tyresö.


Años después, mientras conversaba con unos amigos suecos que lo conocían desde siempre, me enteré de que se había mudado a un apartamento de la zona central de la ciudad y que había renunciado a su cargo de bibliotecario en Tyresö, para postularse como jefe de la Biblioteca Internacional de Estocolmo, donde organizó una serie de actividades concernientes a la literatura internacional, que le valió el reconocimiento de varias instituciones nacionales y extranjeras. Mas no por esto, dejó de fomentar la lectura entre los niños y jóvenes, ni dejó de desarrollar nuevos métodos de trabajo para promover la lectura en escuelas y colegios.

Larry Lempert, en virtud a sus conocimientos y méritos propios, fue miembro y editor del boletín de la sección sueca de la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY). Formó parte del consejo del Instituto Sueco de Libros Infantiles (OSE) y del grupo de trabajo del Consejo de las Artes de Suecia, cuya tarea consistía en apoyar la producción de cómics y libros de ficción para los pequeños lectores. Durante gran parte de la década de los 90, fue miembro de la sección de literatura infantil y juvenil de la Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios (IFLA), en la que aportó con lo mejor de su experiencia, ya que Larry Lempert, como todo amante de los libros y los niños, estaba convencido de que las bibliotecas eran espacios donde cabían todas las personas, sin distinción de razas ni condiciones sociales, y que el trabajo del bibliotecario era fomentar la lectura, estimular la imaginación y difundir los conocimientos consignados en los libros, en beneficio de la humanidad y la cultura de los pueblos.

Sin embargo, uno de sus mayores retos fue asumir la presidencia de la fundación de la célebre escritora sueca Astrid Lindgren, donde ha sido uno de los pilares fundamentales, junto a otros miembros del jurado, expertos en los vericuetos de la literatura que nos ocupa, en la concesión del Premio Astrid Lindgren Memorial Award (ALMA), que, además de estar destinado a fortalecer la posición del libro infantil y juvenil en el mundo, fue diseñado sobre la base de los principios universales de los derechos del niño emanados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Este premio en memoria de Astrid Lindgren, instituido por el gobierno sueco en 2002, constituye el galardón más importante destinado a destacar a los escritores, narradores orales, promotores de lectura e ilustradores de la literatura infantil y juvenil. El premio asciende a los cinco millones de coronas suecas y se otorga anualmente en la ciudad de Estocolmo, con la presencia de destacadas personalidades del ámbito cultural y literario.


El año que trabajamos juntos en la Biblioteca de Tyresö, Larry Lempert vivía todavía con otros militantes de la izquierda sueca, en una suerte de comunidad colectiva, en la que todos compartían los quehaceres domésticos, la educación de los niños y las responsabilidades en el mantenimiento de una enorme casona ubicada en el campo, cerca de un castillo de estilo medieval. Eran los años en que nuestros hijos, aunque no eran compañeros de curso, estudiaban en la misma escuela y colegio; una situación que nos unía como a padres y afianzaba nuestra amistad. 

Larry Lempert, como todo buen anarquista, militaba en la Asociación de Sindicalistas Suecos (SAC), que no sólo postulaba los principios ideológicos de que la liberación de los trabajadores será obra de ellos mismos, sino que también editaba el periódico Syndicalisterna (Los sindicalistas), que llenaba sus páginas con noticias, citas de Pierre-Joseph Proudhon y Mijaíl Aleksándrovich Bakunin, síntesis de los más de 150 años de la historia del movimiento obrero sueco y el pliego de las principales demandas laborales del sindicalismo radical. Se trataba de un periódico, a todo color y en formato tabloide, que él distribuía entre sus camaradas, amigos y conocidos, y, como es natural, me pasaba un ejemplar, de cuando en cuando, para que lea los artículos que instaban a poner en jaque a los grandes empresarios privados y al Estado burgués, que defendía los intereses del capitalismo en desmedro de la clase trabajadora.

Larry Lempert es -y seguirá siendo- un bibliotecario que dignifica su profesión, porque es un ser dispuesto a compartir sus cuarenta años de experiencias acumuladas en el templo de los libros y porque se ha convertido en un indiscutible referente en el campo de la literatura infantil y juvenil a nivel internacional. No es casual que en los últimos decenios se haya dedicado a dictar conferencias tanto en Suecia como en otros países y que sus conocimientos estén siendo divulgados en seminarios para autores, bibliotecarios e investigadores.

Este profeta de los libros bien escritos e ilustrados, desde que obtuvo su título en la Escuela Superior de Bibliotecarios, se ha empeñado en que el acercamiento hacia la poesía y la prosa sea una experiencia placentera, y que los niños y niñas disfruten del proceso de aprendizaje de la lectura y escritura, pero no como una aburrida tarea escolar, sino como un requisito indispensable para ingresar en el mágico mundo de las ideas, imágenes y letras.

Por lo demás, bebo reconocer que gracias a Larry Lempert, un sueco con espíritu de niño-grande, incursioné en el fabuloso reino de la literatura infantil y juvenil. De no haber sido por su amistad y nuestro encuentro en la Biblioteca de Tyresö, es probable que mi interés por conocer a los escritores e ilustradores, que descargan toda su fantasía y talento en la creación de los maravillosos libros dedicados a los pequeños lectores, no hubiera ocupado un considerable espacio en mi quehacer literario; más todavía, me siento obligado a escribir esta nota, para dejar constancia de que nada viene de la nada y que todos somos alumnos en la escuela de la vida, donde por suerte existen algunos amigos que, sin necesidad de asumir el rol de maestros, nos iluminan con su experiencia y nos inspiran con su ejemplo.

LA CÓNDOR DE LA PULPERÍA

Las viejas amas de casa recuerdan que, todos los días y a la misma hora, se aparecía una cóndor en la pulpería de Siglo XX, para comer su ración de carne en el mostrador metálico de la ventanilla de la carnicería, donde lo aguardaba y le atendía el jefe, quien, apenas lo veía sobrevolando el campamento minero, separaba un vale de avío para la asidua huésped del almacén de alimentos, conforme pudiera rendirles cuentas a los administradores de la empresa.

La visita de la cóndor, que aparecía a vuelo rasante por encima del enorme reloj que había enfrente de la pulpería, se hizo habitual desde que el jefe de la carnicería perdió a su mujer tras un parto en el que también falleció su primogénita. Desde entonces, él no volvió a compartir su vida con otra mujer, aunque nunca le faltaron pretendientes de todas las razas y condiciones sociales, ya que su pinta de hombre extravagante, con la barba y cabellera negras como las alas del cuervo y onduladas como las olas del mar, le daba la apariencia de ser un galán de telenovelas.

Cuando no estaba trabajando en la carnicería, exhibiendo su destreza en el proceso de despiece y el picado de las carnes, con un cuchillo de buen tamaño y unos guantes con anillos de hierro, se lo veía pasear por las calles vestido con botas de mediacaña, pantalones vaqueros, pulóver de cuello alto y chamarra de cuero forrada con frisa por dentro. No pocas mujeres suspiraban al verlo pasar, pero él, impertérrito y ajeno a todo el mundo, proseguía su camino sin mirarlas ni escucharlas. Vivía en una casa de alquiler, no muy lejos de la pulpería, donde no faltó un solo día desde que empezó a trabajar, primero como ayudante de un carnicero y después como jefe de la carnicería.

La cóndor sobrevolaba, con vuelo rasante parecido al del buitre, sobre la sede sindical ubicada en la Plaza de Siglo XX, donde por entonces no existía más que el majestuoso monumento al minero, con la perforadora en una mano y el fusil en alto en la otra. Al cabo de dar unas vueltas sobre el monumento, flanqueado por dos herrumbrosos mástiles, que servían para izar la tricolor en los días festivos del 6 de agosto y la bandera roja y negra en los periodos de convulsión social, la cóndor dirigía su vuelo hacia la pulpería, donde el carnicero la aguardaba ataviado con el gorro calado hasta la frente y el mandil blanco como la nieve.

La cóndor, como en un acto de ritual religioso, se posaba en las cercanías, casi siempre en los techos de calamina de las casas aledañas o en lo alto del reloj de la pulpería, donde las mujeres y sus hijos, grandes y chicos, presenciaban el interesante espectáculo que ofrecía la cóndor antes de que el sol se elevara hasta su punto más alto.

Ni bien el jefe de la carnicería asomaba la cabeza a la ventanilla, la cóndor, con los ojos moviéndose de un lado a otro, desplegaba las alas largas y anchas, de plumaje negro-azabache y con bandas blancas resaltándole en el dorso, y, con la apariencia de una impresionante mantarraya zambulléndose en el aire, descendía hacia la carnicería, sobrevolando por encima de las cabezas de quienes hacían fila para recoger su cupo de carne, mientras los que estaban más cerca de la ventanilla se hacían a un lado para dejarla aterrizar con calma.

La cóndor, que ostentaba un metro de longitud y pesaba alrededor de doce kilos, tenía la cabeza calva, relativamente pequeña y sin cresta, la piel rojiza y con pliegues, el pico con forma de gancho y los ojos menudos pero vivaces. Y, como una dama de aspecto elegante, lucía un collar de blancas plumas alrededor de la desnuda piel del cuello.

Cuando la cóndor localizaba al carnicero, quien la aguardaba en la ventanilla, presto para proporcionarle su ración de carne, batía la pequeña cola y caminaba contorsionándose hasta el mostrador de la ventanilla. De modo que para muchos de los presentes, los pasos de la cóndor, que se parecían más a los de una cigüeña que a los de una ave rapaz, era una prueba clara de que entre él y el carnicero había algo más que una simple simpatía. En realidad, la cóndor se comportaba como una hembra enamorada, porque hasta el color de su piel adquiría una tonalidad más intensa, como si el rubor del amor se le concentrara en la cara.

El carnicero, valiéndose del soporte para el despiece, cortaba los trozos de res a ojo de buen cubero, pulseaba los kilos en las manos y, sin pesarlos en la balanza, se los entregaba en una bandeja de plata. La cóndor sujetaba los trozos con las uñas cortas y curvas de sus patas y, desgarrándolas con el borde cortante de su pico, se los tragaba con un apetito que despertaba envidia entre los perros que la miraban desde una respetable distancia.

La cóndor comía callada los cuatro o cinco kilos de carne, sin emitir sonido alguno, como una hembra que, por comer a gusto, se tragaba hasta la lengua. Claro que no era lo mismo comer de la mano del carnicero que comer en un vertedero un cadáver descompuesto, aparte de que estaba libre de sufrir algún tipo de envenenamiento por la ingesta de animales intoxicados o por los cebos envenenados colocados por los cazadores furtivos.

Al término de engullirse toda su ración, daba un salto desde la ventanilla y, abriéndose paso entre los curiosos, avanzaba sin molestar, con las patas tiesas y las alas plegadas, hacia la pequeña plaza de la pulpería. De pronto, extendía sus alas de dos metros de largo y levantaba vuelo ante las miradas maravilladas de la gente, que no se perdía un solo instante de ese fabuloso espectáculo. La cóndor se alejaba por encima del campamento minero y, sosteniéndose en el aire con sus ruidosos aleteos, desaparecía en el horizonte como un puntito negro.

Todos suponían que esta hermosa ave de la cordillera Andina, extraña en el reino de los humanos, vivía en alguna guarida rocosa inaccesible y a unos cuatro mil metros de altura, donde los riscos elevados y verticales le permitían soportar no sólo las gélidas corrientes del viento, sino también protegerse de la lluvia, las tormentas de nieve y los peligros de la intemperie.

Aunque habían algunas personas que intentaban abordarla en la pulpería, con la intención de adoptarla y domesticarla, se llevaban la sorpresa de que la cóndor se hacía el quite, como insinuándoles que prefería la vida silvestre que vivir en cautiverio, ya que el simple hecho de volar, con las alas desplegadas a merced del viento, le daba una increíble sensación de paz y libertad.


Algunas veces aparecía cada día, siempre a la misma hora, pero otras veces, como si hubiese estado en ayunas o hubiese tenido algún percance, se aparecía después de varias semanas. Todos los que acudían a la pulpería, con sus papeletas de avío para recoger su cupo de carne, estaban ya acostumbrados a verla en las cercanías de la pulpería, donde el carnicero la espera sagradamente, presto para darle su ración de carne y piropearla en una lengua desconocida para las amas de casa, quienes, sin entender el significado de las palabras, se limitaban a contemplar las caricias que se dispensaban la cóndor y el carnicero, como dos románticos amantes que, mirándose fijamente a los ajos, se juraban amor eterno.
     
El carnicero, que enviudó muy joven, era un hombre de trato amable y modales refinados. Sus vecinos y conocidos contaban que vino a dar en las minas de la mano de su padre, un francés de vida errante y espíritu aventurero, quien abrigaba la ilusión de que, en poco tiempo, amasaría fortunas en las minas del sur de Potosí. Pero la suerte no estuvo de su lado, porque el francés murió en un accidente de trabajo, reventándose con una descarga de dinamitas en una peligrosa galería, y su hijo, todavía adolescente y estudiante del último año de secundaria, se quedó solo y al amparo de su propia suerte.

No transcurrió mucho tiempo, hasta que el gerente de la empresa Patiño Mines de Catavi, que fue amigo de su padre, le hizo la gaucheada (favor) y le consiguió un trabajo en la pulpería de Siglo XX, en cuyo establecimiento de aprovisionamiento de carnes crudas, destinadas a las familias de los empleados y mineros de la empresa, conoció a la que fue su primera y última esposa, una joven oriunda de la población de Chayanta, que no tardó en cautivarlo con su belleza, en envolverlo con su cantarina voz y en proponerle una ceremonia nupcial en la iglesia de su pueblo.

La pareja, según versiones de sus pocos conocidos, se complementó de tal manera que, más que cónyuges, parecían hermanos. Fueron dichosos y disfrutaron de la felicidad, como las parejas monógamas que parecen haber nacido sólo el uno para el otro, hasta aquel trágico incidente en que ella perdió la vida junto a la criatura que llevaba en su vientre. Fue entonces cuando empezó la creencia de que, por obra del profundo amor que se tenían ambos, la mujer del carnicero se reencarnó en la cóndor.
 
Así pasaron varios años, entre especulaciones en torno a la singular relación entre un ser humano y una ave de carroña, hasta que de tanto comentar se convirtió en una suerte de leyenda urbana, que luego circuló de boca en boca y de generación en generación; por una parte, debido a que los protagonistas de la historia eran seres reales y, por otra, debido a que el escenario donde sucedieron los hechos estaba ubicada en una población conocida por todos.

Cuando el carnicero murió a la edad de 60 años, quejándose de una infección pulmonar que se lo cargó al otro mundo, la cóndor no volvió a sobrevolar por los campamentos mineros ni volvió a comer su ración de carne en la ventanilla de la carnicería. Y, aunque todos los extrañaron, tanto al carnicero como la cóndor, nunca más se volvió a ver un espectáculo circense en las inmediaciones de la parte frontal de la pulpería de Siglo XX.

Si la cóndor no volvió, en opinión de unos, fue porque cumplió el ciclo de su vida y encontró la muerte en algún recodo de la cordillera Andina; en tanto en opinión de otros, que creían en los prodigios del amor eterno, la mujer del carnicero, una vez que envejeció y perdió las fuerzas para levantar vuelo, se posó en el pico más alto de una quebrada, replegó las alas, recogió las patas y se dejó caer a pique contra el fondo de la quebrada, con la esperanza de irse a reunir con su amado carnicero en el más allá. 

viernes, 27 de noviembre de 2015


EL HOMBRE Y EL MILITANTE

A Pablo Rocha Mercado lo conocí en los años setenta, cuando era delegado de la Sección Lagunas en el distrito minero de Siglo XX, donde se ganó el aprecio y el respeto de sus compañeros de base, quienes lo trataron desde 1956, año en que ingresó a trabajar en la Empresa Minera Catavi.

De hecho, su actividad política y sindical estuvo marcada por una de las organizaciones políticas de mayor arraigo obrero. Él mismo, al recordar las circunstancias en que se hizo militante, solía repetir: A mí nadie me llevó al partido. Yo mismo fui con mis propios pies y me organicé en una de sus células, cuando todavía vivía César Lora. Allí me presenté con mi nombre y apellido, cantando mis datos personales y todo lo demás... En eso nomás me paró el César y dijo: camaradita, no hace falta que nos revele su identidad. Aquí no se afilia a nadie ni se distribuyen libretas de militancia. Eso sólo se hace en el Comando Político del MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario). Aquí la gente llega y se queda por su propia convicción...

A partir de entonces, consciente de que esos hombres reunidos entre arengas y humos de cigarrillo podían cambiar el curso de su vida, se dedicó frenéticamente a la actividad política, en la que se destacó como uno de los puntales en la lucha contra las dictaduras militares y la burocracia sindical.

Otra de sus facetas, quizá la menos conocida, era su pasión por el dibujo que, en los momentos de mayor lucidez, le permitió trazar varios dibujos de encomiable calidad. Aún recuerdo, por ejemplo, el Lenin que dibujó de espaldas, con la simple ayuda de dos fotografías que lo mostraban de perfil y de frente al líder bolchevique. Era un artista en el diseño y formidable en la propaganda, por eso en las manifestaciones mineras y los acontecimientos multitudinarios era el responsable de pintar las pancartas con las palabras e imágenes de los mártires obreros.

Por entonces vivía con el sueño de llegar a ser un dibujante consumado. De ahí que en 1976, en pleno período de represión y estando clandestino en la ciudad de Oruro, le escribió una carta afectiva al pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, suplicándole que lo ayudara a salir del país para cumplir su deseo de convertirse en dibujante profesional y tener la oportunidad de ver con sus propios ojos las obras de los grandes muralistas mexicanos. Probablemente la carta nunca llegó a su destinatario, pero Pablo Rocha jamás perdió las esperanzas de conocer algún día el México de la Revolución del año 1910, cuyas hazañas y rancheras él las cantaba entre los mineros bolivianos.


En los días de fiesta, cuando había bebido unas copas por demás, se recogía a su casa cantando o tarareando una ranchera. Los vecinos lo reconocían hasta en la oscuridad, pues sabían que Pablo Rocha era el único capaz de imitar las inflexiones y los falsetes de la voz de Antonio Aguilar y Jorge Negrete. Quizá por eso, algunos lo tenían como al don Juan Charrasqueado del campamento minero, donde se ganó la fama de ser un brujo en los juegos y amores, aunque en su vida privada se advertía una desilusión no revelada. No en vano cada vez que iba a desahogar sus penas en las cantinas, salía con el guardatojo en mano y cantando a voz en cuello: Soy soldado de levita/ de esos de caballería/ de esos de caballería/ soy soldado de levita./ El que nace desgraciado/ desde la cuna comienza/ desde la cuna comienza/ a vivir martirizado...

A quienes lo conocimos en las buenas y en las malas, no nos cabía la menor duda de que este militante obrero, juerguista, bebedor y mujeriego, de no haberse hecho minero, podía haber sido bohemio; conocía el lenguaje profundo de los piropos y el truco de los juegos del azar. Nunca le faltó pretendiente a quien dedicarle una serenata ni un cubilete de dados para echar a rodar su suerte. Era capaz de apostar a la ruleta rusa y ganar con la misma facilidad con que ganaba jugando al sapo, a los naipes o al cacho; más todavía, este hombre de personalidad afable, contextura normal, cabellera crespa y bigotes cortados al estilo de los actores del cine mexicano, manejaba la ironía y el sentido del humor con una destreza poco habitual entre los hombres de vida dura.

Algunas tardes, al salir de la mina, se lo veía pasar por la planta de concentración de minerales, donde se hacía regalar dos cubos de agua caliente, que él vaciaba en un recipiente instalado a modo de ducha en el estrecho patio de su casa. Después de cambiarse la ropa de minero por la de paisano, se dirigía al sindicato y al encuentro con los amigos. A la hora de vender el periódico Masas se tornaba en un excelente voceador, ya sea en la calle, la bocamina o en los piquetes organizados en la Plaza de Siglo XX, donde, en más de una ocasión, se batió a puños con los esbirros del gobierno. Jamás se puso en duda su militancia ni su actitud belicosa, pues en los enfrentamientos armados que los mineros libraron contra las tropas del ejército, Pablo Rocha mostró entereza y se enfrentó fusil al hombro y dinamita en mano. Sobrevivió a los combates de Huanuni, Sora-Sora, Siglo XX y a la masacre de San Juan. Conoció el destierro durante el gobierno del sanguinario García Meza, el presidio durante el régimen militar de Hugo Banzer Suárez y los confinamientos en el campo de concentración de Alto Madidi y Puerto Villarroel, donde cazó y comió monos a nombre de Víctor Paz Estenssoro, por entonces presidente de la república.

A mediados de 1976, tras caer a merced de sus perseguidores, lo vi actuar con coraje y decisión en las cámaras de torturas del DOP (Departamento de Orden Político) de Oruro y La Paz, donde le aplicaron la picana, el submarino y los simulacros de muerte. Él aguantó el suplicio con los dientes apretados, sin delatar ni suplicar la compasión de sus verdugos.

Tras la imposición del Decreto Supremo 21060, cuyas consecuencias fueron el cierre de las minas y la desocupación de los trabajadores en 1985, fue a dar como relocalizado en un barrio periférico de la ciudad de Cochabamba, donde construyó una casita modesta, resignado a sobrevivir en la miseria por el resto de sus días. Y, aunque padecía de silicosis y de una enfermedad renal, no perdió las esperanzas de que alguien pudiera salvarlo de la muerte, pues según decía en su carta: Tenía todavía trabajo (político) pendiente y cuatro hijos menores de edad, a quienes no quería dejarlos en la calle y sin padre...

Ahora que me anunciaron su deceso, sé que no alcanzó a experimentar el triunfo de la revolución proletaria, pero es probable que un día su sueño se haga realidad, pues vivió convencido de que los mineros taciturnos, quienes tienen la magia de ver la luz en la oscuridad, son seres que no dejan de luchar contra las injusticias ni estando en la sepultura.

EL GATO ENDEMONIADO

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Cuando mi gato llegó a casa, en una jaula y adoptado legalmente, tenía aproximadamente dos años de vida. Estaba castrado, vacunado y respondía al nombre de Zorro. Lo recibí en la puerta y, desde el primer instante en que se cruzaron nuestras miradas, tuve la sensación de que me convertiría en el sustituto de sus padres. La casa se inundó de una súbita alegría y él se sintió aceptado con júbilo, pues ni bien salió de la jaula, como un forastero en territorio desconocido, se me acercó poquito a poco, con una actitud sumisa, la cola alzada y la columna arqueada. Me puse de cuclillas, alargué la mano sobre su cabeza, le hablé con dulzura y le alisé el pelambre a tiempo de acariciarle. Él emitió un ruido de aprobación y me dirigió una mirada tierna, como si quisiera decirme algo, y yo le devolví la mirada con una sonrisa que me estalló en el rostro. 

Mientras esto sucedía en la antesala, el Tío, sentado en su trono, permanecía hecho una tumba, sin decir nada ni mover un pelo, pero disgustado de ver cómo le trataba al gato, adulándolo y hablándole con diminutivos como a un niño mimado. Lo cierto es que el soberano de los socavones no tenía la costumbre de ser desplazado por nadie y mucho menos sentirse como un príncipe destronado por un animal doméstico. Por cuanto no cabía la menor duda de que defendería su posición privilegiada a cualquier precio, consciente de que más vale ser cabeza de ratón que cola de león.

El gato, ajeno a la presencia y los sentimientos del Tío, se metió en cada cuarto, olfateó por doquier y marcó su territorio, con la firme decisión de quien quiere ser el nuevo amo y señor de la casa. Le seguí los pasos, observándolo por los cuatro costados. Así me di cuenta de que no era un purasangre sino un gato mestizo. Tampoco era bello, pero sí dueño de un alma que se ganaba el cariño de cualquiera que lo viera; su cuerpo, algo contrahecho, con las patas posteriores más cortas que las delanteras y la cabeza gruesa, le daba la apariencia de un minotauro en miniatura o de uno de esos novillos que levantan pasiones en la corrida de toros. Era de regular tamaño y pelaje negro, hirsuto y abundante. A causa de alguna mutación genética, presentaba seis tetillas en el vientre, un ojo de color distinto al otro y dos pequeños testículos en forma de castañuelas. A simple vista, lucía los colmillos pronunciados como los de un murciélago, las garras deformadas como los garfios corvos y puntiagudos de un pirata y, debido a la dura vida que llevó desde que era una cría abandonada a su suerte, tenía las orejas picadas a causa de las peleas que sostuvo con otros gatos silvestres. No en vano en su historial, registrado por los responsables de la institución encargada de criar animales sin hogar, se decía que sobrevivió en un bosque junto a una colonia de gatos sin dueños, alimentándose de lo que le proveía la madre naturaleza y enfrentándose a los peligros de la vida semisalvaje.

El día que lo encontraron merodeando cerca de un barrio de la ciudad, tenía el cuerpo infestado de parásitos, desde pulgas hasta garrapatas, que le transmitieron la enfermedad de Lyme y le causaron ciertas afecciones respiratorias y musculares, que le hacían ronronear como caldero en ebullición y temblar como un chihuahua nervioso. Empero, a pesar de haber sido un gato semisalvaje, que cazaba instintivamente pájaros, ratones, arañas y otros bichos para alimentarse, atesoraba las virtudes latentes de un animal sociable y cariñoso, predispuesto a ser el mascota ideal del primero que le ofreciera un poquito de amor y otro poquito de cuidado.

Bastó un par de días para darme cuenta de que se trataba de un gato vivísimo y fuera de lo común. En poco tiempo demostró la capacidad de asimilar algunos conceptos, comandos y hasta aprendió a manipular algunos mecanismos simples, como abrir el grifo del lavabo, vaciar el estanque de la taza del baño y sujetar un vaso de agua con la cola. Cada vez que quería algo, se subía de un brinco al escritorio y, haciendo uso de un lenguaje corporal, me pedía que le sirviera la comida, limpiara la arena de su cajón o abriera la puerta que daba al bosque. Si me veía concentrado en mi oficio de escribano del diablo, me propinaba cabezazos en la mano derecha, que yo la tenía sobre el ratón de la computadora, para llamar mi atención y darme a entender que quería jugar conmigo. Entonces lo tomaba en los brazos, le acariciaba la nuca y le daba besos en la mejilla, mientras él, a tiempo de parpadear y refregar su cabeza contra mi pecho, asumía una conducta de niño mimado, hasta que brincaba al piso y me conducía hacia el living, donde jugaba con sus cordones, pelotas y peluches, sin dejar de lanzar gemidos, gruñidos ni maullidos.

Era natural que mi gato, con más propiedades que la mayoría de los felinos, demostrara toda su destreza durante el juego. Poseía los reflejos desarrollados y una extraordinaria agilidad. Aunque tenía las garras deformadas, podía trepar a los árboles, muebles y otras superficies verticales, lo mismo que podía atravesar las rendijas más estrechas gracias a la impresionante elasticidad de su cuerpo. Cuando le lanzaba un juguete al aire, era capaz de saltar más de tres metros y brincar por encima de la cama doble sin más esfuerzo que contraer las patas posteriores, como si fueran resortes, para desplegar la energía necesaria y realizar estas proezas físicas que, bajo las instrucciones de un domador de fuste, podían haberse convertido en una insólita atracción circense.

Cada vez que lo veía jugando como a un niño inquieto, no tenía la menor duda de que el gato, cuyas propiedades lo destacaban como a un felino excepcional, fue el mejor regalo de mi vida. No tuve problemas para adaptarme a la nueva situación ni él rechazó su nueva condición de animal doméstico. Aprendió a comer los alimentos en conservas, que la industria lucrativa destinaba a los animales en cautiverio. Mas no por eso perdió sus instintos de cazador indomable; seguía teniendo los ojos alertas y los colmillos listos para el ataque. No desaprovechaba la ocasión de capturar a las arañas que se movían detrás de los muebles, las mataba de un zarpazo y se las tragaba como un manjar exquisito. Estaba comprobado que tenía los sentidos increíblemente desarrollados, pues su oído era capaz de detectar los pasos de un insecto deslizándose por el piso del cuarto contiguo y su olfato podía captar el olor de su comida a varios metros de distancia.

Por su actitud cariñosa y su fiel compañía, que rompía con la monotonía de mis horas de escritura, mi amor hacia él fue creciendo como la espuma. A diferencia de los humanos, me escuchaba callado y nunca contradecía mis opiniones, hasta que, de pronto, empecé a sentirme como atrapado en sus garras y obligado a concederle todos sus caprichos. A veces, me daba la sensación de que lo había humanizado tanto que lo trataba como a un niño pequeño. Así, cuando se quedaba dormido sobre mi pecho, le cantaba canciones de cuna, mientras le acariciaba y masajeaba el cuerpo. Otras veces, cuando se quedaba dormido en la cama, prefería no molestarlo ni despertarlo, hasta que él mismo abriera los ojos, extendiera las patas y bostezara como el cachorro de una pantera.

Tanto era mi amor por él que, aparte de servirle la comida en un recipiente limpio de todo pelo, aseaba su cajón de arena tres veces al día, soportando el olor de sus heces y su orina; un oficio que asumí primero por obligación y luego por gusto, aunque jamás limpié el trasero de nadie ni cambié el pañal de mis wawas. ¿Qué tenía el gato para que hiciera todo esto? No lo sé, lo único cierto es que el animal, que un día entró por la puerta metido en una jaula, se convirtió, en poco tiempo, en el amo de la casa, en el niño mimado y en el mascota que me arrebató el cariño que antes lo tenía reservado sólo para mis seres queridos.

2

Todo marchaba normal en nuestras vidas, hasta la noche en que me levanté a orinar y, por casualidad, vi al gato sentado delante de la estatuilla del Tío; tenía las patas delanteras juntas, las garras cruzadas y los ojos cerrados, como si estuviese rezando o rindiéndole culto al soberano de los socavones. No hice nada ni dije nada. Entré en el baño, vacié la vejiga y retorné al dormitorio. Una vez recostado en la cama, pensé, sin resquicios a equivocarme, que el gato había sido poseído por el Tío, quien, a manera de ejercer su dominio y poner a prueba sus poderes mágicos, decidió manejarlo con la mirada y vigilarlo desde su trono.


 A la mañana siguiente, el gato ya no era el mismo; cambió de hábitos y de conducta, su comportamiento se tornó extraño y su mirada era de otro mundo. Dejó de obedecerme, de dormir sobre mi pecho, de comer en su recipiente y de ronronear para saludarme o pedirme sus alimentos. Cuando quería llamar mi atención, sus pelos se le erizaban en posición de defensa y transformaba su característico maullido: miauu o mieaou, en un tenebroso: mkgnao o mrkgnao, que más parecía el rugido de un tigre enfurecido. Asimismo, como en las películas de Walt Disney, no sólo aprendió a aullar, gorjear y bufar como ciertos animales, sino también a silbar con los labios fruncidos, incluso intentó imitar mi voz y hasta el tono de mi carcajada. Y por si fuera poco, esa misma noche, sus ojos se tornaron verdiazules y echaron lumbres como los ojos del Tío. Se lo veía hiperactivo y dando vueltas como un loco sin rumbo. Todo hacía suponer que su temperatura corporal superaba los cuarenta grados centígrados y su corazón bombeaba a ritmo acelerado.

Más tarde, en virtud a su naturaleza nocturna, me despertó con un rugido desgarrador, pidiéndome abrir la puerta que daba al bosque. Así lo hice. Él desapareció en la oscuridad y, al cabo de un tiempo, retornó con un ratón en el hocico. Lo increíble del caso es que no lo maltrató ni se lo comía de un bocado; al contrario, le lamió como si se tratara de otro gato y lo atrapó entre sus garras para mirarle a los ojos. Después jugó un rato, correteándolo por los recovecos de los cuartos, hasta que lo llevó hacia la puerta para dejarlo escapar en estampida. En cambio antes, apenas traía pájaros y ratones, además de enseñármelos como trofeos de caza, los asfixiaba comprimiéndoles la cabeza y les asestaba un mordisco hasta romperles el espinazo con sus largos y afilados colmillos.

Al filo de un nuevo día, estando en lo más hondo del sueño, me despertaron unos ronquidos que, más que ronquidos, parecían los chasquidos de una risa diabólica. Me levanté atolondrado y arrastré los pies hacia el cuarto contiguo, donde el gato estaba retorciéndose y arrastrándose como un lagarto entre los cojines del sillón. Mi sorpresa fue grande al constatar que estaba poseído por un espíritu maligno que lo atormentaba a su regalado gusto. Y ni bien advirtió mi presencia, lo zarandeó en el aire y lo tumbo sobre su espina dorsal. El gato, los ojos extraviados y presa de un temblor febril, pataleó como una mosca entre estertores de agonía y expulsó una espuma verdinegra por el hocico. Parecía un bicho envenenado, pero no, lo cierto era que su cuerpo estaba habitado por un espíritu capaz de poseer a las personas y los animales.

En ese instante, atrapado por un hondo temor y aturdimiento, no supe a dónde acudir en busca de ayuda. Lo único que se me ocurrió, al no soportar su fatal padecimiento, fue abalanzarme sobre su cuerpo, cobijándolo entre los brazos y acariciándolo con todo el amor de mi alma. Se me saltaron las lágrimas y no supe cómo contener la angustia de verlo sufrir como a un animalito indefenso. Estaba conmocionado y sentía una impotencia de sólo pensar en que el ente maligno, que tomó posesión de su cuerpo, era implacable a la hora de retar a cualquiera que se le pusiera en contra. Así que no hice nada que pudiera provocarle más enojo y dejé que el gato se relajara poco a poco, hasta quedarse dormido como un niño cansado de llorar. Y, claro está, en procura de recobrar la calma, dejé pasar el tiempo, con la esperanza de que el demonio le diera tregua y le permitiera volver a su estado normal. Pero no pasó nada. Todo siguió igual, hasta que el gato salió del cuarto y entró en el comedor, donde se paró delante de mis ojos y se orinó sobre la mesa. Dejé de servirme el desayuno y procuré controlar los nervios para no obrar de una manera indebida. Sin embargo, todo llegó al extremo cuando fui a limpiar su cajón de arena en el baño. Él estaba allí, cagando un mojón del tamaño de una salchicha. No quise interrumpirle, pero él reaccionó de una forma incongruente; lanzó un maullido inaudito, giró sobre sí mismo y comió su mierda mientras me miraba con un gesto de reproche.   

Fue entonces cuando me cargué de coraje y decidí intervenir para poner fin a sus desmanes. Él intuyó mis intenciones y abandonó inmediatamente el cajón de arena. Gruñó a manera de intimidarme y, lanzándose en dirección a mi cabeza, quiso clavarme sus garras en la cara, pero no lo logró porque me hice el quite a tiempo y lo tiré de un manotazo contra la pared que estaba a mis espaldas. El gato pegó otro salto y salió disparado hacia el pasillo. Quedé pasmado y me lancé detrás de él sin darme por vencido, como un gato que corre con celeridad detrás de otro gato, que huye por debajo de los muebles y de cuarto en cuarto. Así estuvimos por un buen rato, hasta que él se metió entre los estantes del escritorio; una situación que aproveché para cerrar la puerta, cortarle el paso y evitar su fuga.

El gato se adosó contra la pared, replegó las orejas hacia la nuca y arqueó la espalda con los pelos erizados, como cuando estaba en peligro o tenía algún impedimento. Lo acorralé poquito a poco, presto a cogerlo de sopetón, pero él dio un brinco espectacular entre mis manos, clavó sus uñas en el tapete de la pared y, mientras maullaba como un crío de pecho, trepó hasta el techo con la facilidad de un mosquito. Después correteó de un lado a otro, cabeza abajo y burlándose de las leyes de la gravedad.

Yo lo seguí con la mirada, el corazón golpeándome contra el pecho, la respiración agitada y los vellos crispados de pavor. No sabía si lo que tenía ante mis ojos era una pesadilla o una realidad. Parecía una escena arrancada de una película de terror. Cuando le llamé por su nombre, suplicándole que baje: ¡Zorro!, ¡Zorrito!, él volteó la cabeza, sacó la lengua más larga que la de un camaleón y me lanzó una mirada fulminante, como si quisiera contestarme entre maullidos y en latín antiguo: ¡No me llamo Zorro, sino Felis catus o Felisito silvestris! Es decir, bastó su mirada para comprender que le gustaba más el nombre original de su especie que el nombre de un justiciero enmascarado, con sombrero, capa y espada. Por lo demás, cualquiera que lo hubiera visto cabeza abajo, riéndose como un niño travieso, echando lumbres por los ojos y chasqueando la lengua, se hubiera quedado con los pantalones mojados, los pelos de punta y el corazón estrujado.

Al constatar que no podía hacer nada, absolutamente nada, para persuadirlo a bajar y volverlo a su estado normal, me resigné a salir del escritorio, pero apenas abrí la puerta, escuché que una voz ronca pronunció mi nombre a mis espaldas. Me detuve en el mismo sitio, me volví de inmediato hacia atrás y vi cómo el gato, que parecía una enorme araña en el techo, se dejó caer a plomo y, tras dar unas volteretas en el aire, aterrizó en el piso sobre sus cuatro patas, con gran dominio del equilibro y la flexibilidad. Luego cruzó por entre mis piernas como una flecha y se metió en el cuarto donde estaba el Tío, quien, como cada vez que me tomaba el pelo o estaba con ganas de reírse de sus propias travesuras, soltó una carcajada que hizo vibrar las paredes de la casa. Ésta fue la prueba más evidente de que el Tío estaba implicado en las diabluras del gato.

3

Esa misma noche, revolcándome de un lado a otro en la cama, no pude conciliar el sueño. A mi mente acudían las ideas más espeluznantes de la Edad Media, una época en la cual la gente creía no sólo en que tanto las enfermedades del cuerpo como las enfermedades de la mente eran causadas por demonios de la enfermedad, sino también una época en la cual los gatos negros eran quemados vivos y arrojados desde lo más alto de una quebrada, debido a la creencia de que encarnaban el espíritu del Mal y que las brujas los usaban para hechizar a los hombres y conjurar con el diablo. Quizás por eso mi abuela, una mujer católica y supersticiosa, cuando un gato negro se le cruzaba en el camino, se persignaba tres veces y tres veces escupía al suelo.

Así me la pasé la noche entera, sin pegar pestaña ni dejar de pensar en El gato negro, de Edgar Allan Poe, ni en el Nuevo Testamento, donde se cuenta el caso de un hombre poseído, que vivía encadenado y loco en la pocilga de los cerdos, hasta que apareció Cristo, el mismo que le ordenó al demonio salir del hombre, pero el demonio le suplicó quedarse al menos encarnado en los cerdos. Entonces Cristo le contestó que no y, sin concesiones ni contemplaciones, se metió en la piara y el demonio salió corriendo rumbo a las turbulentas aguas del río.


Cuando los primeros rayos del sol penetraron por la ventana, y luego de haberle dado varias vueltas a mi cabeza, creía haber encontrado la solución del problema que le aquejaba al gato: llevarlo al veterinario para que le hiciera un chequeo general y lo remitiera a la clínica de un psicólogo especializado en tratar los trastornos emocionales de los felinos. Ahí nomás, de una manera casi milagrosa, se me ocurrió la idea de que la solución podría estar en el Tío y dentro de la casa. Así que, en mi afán de poner fin al martirio del gato, decidí recurrir a los poderes mágicos del soberano de los socavones, quien hasta entonces no había lanzado más que una sonora carcajada.

Esa misma mañana, sin mediar palabras y con el respeto de siempre, le rendí culto y pleitesía, ofrendándole puñados de coca, botellas de aguardiente y cigarrillos. Al Tío se le encendieron los ojos, en sus pupilas se reflejaba la viva emoción de su alma y la sonrisa asomó a sus labios. Cambió de actitud en un santiamén y, tras comprobar que lo seguía tratando con absoluta devoción, hizo lo que tenía que hacer: liberó al gato del espíritu negativo y vengativo con una simple mirada, dejándome entender que él, en su condición de Tío, no estaba dispuesto a ser un príncipe destronado.

Cuando el gato volvió en sí, estaba relativamente estresado y tenía ataques de ansiedad. Parecía un niño maltratado en busca de un rincón donde cobijarse de las agresiones de su malhechor. No se percató de lo que había pasado, salvo que yo estaba allí, presto a tomarlo en los brazos y acariciarle su cabecita, en tanto él hacía rotar una oreja hacia mí, como cada vez que reconocía mi voz a la distancia y escuchaba atento mis palabras de cariño: mi querido chanchito, chanchito de papá...

–No me gustó que le hayas endemoniado al gato –le reproché al Tío, a tiempo de manifestarle mi sincera preocupación.

–¡Deja ya de lamentarte! –vociferó enfadado, el rostro bermejo y los ojos encendidos por un fulgor extraordinario–. Más bien agradece que el caso no pasó a mayores. Por ejemplo, ¿qué hubieses hecho si el gato hubiera empezado a masturbarse como un perro excitado contra tu pierna o que una mañana, sin que te dieras cuenta, hubieses despertado castrado por sus largos y afilados colmillos?

El gato arrimó su cabeza contra mi pecho y yo le estampé un cálido beso en la pelambre de su nuca, sin dejar de mirarle al Tío, quien echaba bocanadas de humo, con los párpados entornados, como si el tabaco le provocara un placer infinito. En cambio yo, que seguía afectado por el terrible susto que me pegó el gato, no dejaba de quejarme:

–No me gustó lo que le hiciste al gato.

–A mí tampoco –repuso. Luego abrió los ojos, se echó un trago de aguardiente y prosiguió–: Sé que no es lo mismo estar poseído por un buen espíritu que estar poseído por el demonio, pero esta vez sólo fue una advertencia, para que sepas, ahora y siempre, quién es el verdadero amo y señor en esta casa.

No le dije nada y me retiré con el gato entre los brazos. Al fin y al cabo, lo importante era que no hizo falta convocar a ningún sacerdote para practicarle el exorcismo solemne ni conjurar contra el espíritu maligno con las fórmulas precisas del Statua Ecclesiæ Latinæ. Tampoco hizo falta echarle agua bendita, enseñarle un crucifijo u otro objeto sagrado que repelen los demonios, como los gatos repelen el olor de su propia mierda. Bastó la intervención del Tío para que el gato volviera a ser como antes. Eso sí, debo reconocer con la mano al pecho que, durante el tiempo que le presté toda mi atención, me descuidé de mis obligaciones con el dios y diablo de la mitología andina; me olvidé darle su aguardiente, su coca y sus cigarrillos. El castigo o, por mejor decir, la advertencia me sirvió para tomar conciencia de que ambos ocupaban el mismo lugar en mi vida y en mi casa, y que la solución más sensata era quererlos a los dos por igual.

Desde entonces han pasado muchos años. Y tanto el Tío como yo vivimos todavía felices junto al gato, el cual se convirtió en nuestro mascota preferido, en el mejor compañero de nuestras horas de encierro y en el único animal que nos da tanto a cambio de tan poco. Al gato nos unen fuertes lazos afectivos y en él depositamos todo nuestro amor, yo como un padre y el Tío como un hermano. Por eso le concedemos todos sus caprichos y hasta le permitimos que, de vez en cuando, nos juegue una mala pasada sacándonos de quicio. Ahora entiendo el porqué los gatos figuran en los cuentos, mitos y leyendas de todos los tiempos y todas las culturas. No es casual que, en su condición de animales de compañía, tengan un lugar privilegiado en la historia de la humanidad y que mi gato Zorro se haya convertido el personaje principal de este relato.

LLALLAGUA EN LA OBRA DE VÍCTOR MONTOYA

El Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, a través de la Biblioteca, la Secretaria de Desarrollo Humano y la Unidad de Cultura, auspician la conferencia que dictará el escritor Víctor Montoya en torno a la influencia que tuvo la población de Llallagua en la creación de su obra literaria. El acto se realizará en el Salón Rojo del edificio Municipal, el lunes 9 de noviembre, a Hrs. 14:30.

El autor, cuya infancia y adolescencia trascurrió en las poblaciones mineras del norte de Potosí, indicó que uno de los ejes centrales de su literatura gira alrededor de la temática minera, sus experiencias como dirigente estudiantil y la realidad histórica que le tocó vivir durante los años 60 y 70 del pasado siglo, hasta el año en que fue perseguido por la dictadura militar que, acusándolo de activista subversivo, lo lanzó primero a la prisión y luego al exilio.

Víctor Montoya escribió su primer libro de testimonio, Huelga y represión, en las celdas del Panóptico Nacional de San Pedro de la ciudad de La Paz, en 1977. El resto de su obra, actualmente compuesta por novelas, cuentos, crónicas y ensayos, fue escrita en el exilio y publicada fuera del país desde 1979.      

Llallagua, que constituye el escenario en el que se desenvuelven los personajes de su creación literaria, es una población donde se desarrolló la gran industria minera de Bolivia, bajo la administración del magnate minero Simón I. Patiño y, después del triunfo de la revolución nacionalista de 1952, bajo el control obrero de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL); una fase importante de la explotación minera que culminó en 1985, con el nefasto DS 21060, que provocó el cierre de las minas y la relocalización durante el gobierno de Víctor Paz Estenssoro.

El escritor Víctor Montoya, además de haber incursionado en el campo literario del llamado realismo social, ha recreado los mitos, leyendas y consejas del mundo mágico de los mineros, quienes, desde los albores de la época colonial, empezaron a venerar al Tío de la mina, un personaje mitológico, mitad dios y mitad demonio, que reina en los tenebrosos socavones, como dueño de las riquezas minerales y amo de los mineros.

El Tío de la mina, con todas sus características que simbolizan el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre el paganismo ancestral y la religión católica impuesta por los conquistadores, es el personaje central de sus Cuentos de la mina y Conversaciones con el Tío de Potosí; dos obras literarias que han tenido amplia difusión tanto dentro como fuera del país.

Víctor Montoya manifestó que para él tiene una enorme importancia el hecho de que el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, junto a la Biblioteca y otras instituciones culturales, se interese por presentar la obra de un escritor que, desde los inicios de su trayectoria literaria, se identificó con los intereses políticos, sociales, económicos y culturales de una población que no sólo fue la columna vertebral de la economía nacional durante más de un siglo, sino también el laboratorio de la revolución boliviana.

LA NACIONALIZACIÓN DE LAS MINAS

El 31 de octubre, día de la nacionalización de las minas, es un hito histórico que expresa una de las conquistas alcanzadas por el movimiento obrero boliviano. La expresión: ¡Minas al Estado y  tierras al indio!, es una realidad que se plasma en el itinerario de la lucha revolucionaria de un pueblo que, al margen de las concepciones del nacionalismo pequeñoburguesas, lucha con firmeza por conquistar los planteamientos trazados por la Tesis de Pulacayo en 1946.

La nacionalización de las minas, cuyo decreto se firmó en el campo María Barzola de la población de Catavi el 31 de octubre de 1952, no es otra cosa que la manifestación de un movimiento obrero que se siente dueño de las tierras, donde los trabajadores del subsuelo dejan sus pulmones destrozados por la silicosis; es más, las minas explotadas por el grupo Patiño, Hoschild y Aramayo, que jamás beneficiaron al pueblo, fueron instrumentos de la dominación imperialista.

Aunque la Central Obrera Boliviana (COB) se pronunció en favor de una nacionalización de minas sin indemnización y bajo control obrero, el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR),  no cumplió con el mandato de las bases y acabó entregando los recursos naturales a los consorcios transnacionales, que siguen saqueando las materias primas de un país que parece un mendigo sentado en una silla de oro.

Ya sabemos que, por los datos que registra la historia oficial, el 13 de mayo de 1952 se designó la comisión para que estudiara el problema en 120 días. El 2 de julio se decretó el monopolio de la exportación de minerales. El 2 de octubre de 1952 se creó la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), como entidad autónoma y con un directorio de siete personas (dos elegidos de la terna presentada por la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia). Atribuciones: explorar, explotar y beneficiar los minerales de los yacimientos que se le asignen... El 7 de octubre de 1952 se procedió a la intervención de las empresas Patiño, Hoschild y Aramayo, con carácter de control o gestión directa. El 7 de julio de 1956, el gobierno aclara que la nacionalización comprende todos los desmontes, escorias y relaves de las minas que estuvieron en manos de la gran minería.

En la actualidad, la pregunta obligada es saber si el Decreto de la nacionalización de las minas fue una conquista a favor del pueblo. A más de seis décadas de la firma de ese histórico decreto, llegamos a la conclusión de que nosotros teníamos la vaca, pero eran otros los que seguían mamando la leche. Es decir, no nos desprendimos completamente de los látigos del imperialismo, que siguió haciendo uso y abuso de nuestros recursos naturales.

Los escritores, de un modo consciente o inconsciente, nos identificamos con ese proceso histórico, aunque no logramos plasmar en letras de molde la gran novela minera, que refleje los triunfos y las derrotas del proletariado minero que fue, desde principios del siglo XX, la vanguardia de un proceso revolucionario que exigía más justicia social y mejores condiciones de vida.

A más de seis décadas de la nacionalización de las minas, seguimos en las mismas trincheras de lucha, decididos a acabar, de una vez y para siempre, con los consorcios transnacionales que nos tienen atados de pies y manos.  Es obligación del gobierno boliviano, elegido por consenso, reactualizar la nacionalización de las minas, en aras de una nación más digna y dueña de sus riquezas naturales.

Los intelectuales, que nos debemos a un país en vías de desarrollo, estamos en el deber de expresar, a través de nuestras obras, la realidad de un país que pugna por conquistar no sólo su soberanía nacional, sino también el derecho de ser los dueños absolutos de las riquezas minerales que nos provee el vientre de la Pachamama.

Los obreros de las minas, que son los artífices de la nación en vías de cambio, han pagado con sus vidas el alto costo de un país que merece vivir en armonía y justicia social. No fue en vano la masacre de Uncía en 1923, la masacre de Catavi en 1945 y la masacre de la Noche de San Juan en 1967.  Toda esta sangre vertida por los obreros es la expresión de un pueblo que no está dispuesto a someterse a los designios del imperialismo; al contrario, la  sangre de los mineros nos recuerda que no hay justicia social y que todavía se atropellan los derechos más elementales de los humanos.

Los escritores, lejos de las veleidades pequeño burguesas, estamos en el deber ineludible de forjar una literatura anclada en la realidad de los mineros, porque ellos son los grandes personajes que dignifican a una nación eminentemente revolucionaria. Los mineros, a más de sesenta años de la nacionalización de las mimas, siguen iluminando el sendero por donde debe avanzarse para conquistar un país donde reinen los derechos y las responsabilidades.
   
Los escritores, que hemos bebido de las fuentes del movimiento minero para crear nuestras obras, le debemos un agradecimiento eterno a este sector del proletariado nacional que, sin saberlo o sin quererlo, ha sido carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Por nuestras venas creativas circulan las enseñanzas de un proletariado capaz de enfrentarse, con coraje en la voz y dinamitas en la mano, contra los dueños del poder que no respetan su historia ni su legado.

Esperemos que cada conmemoración de la nacionalización de las minas, con sus virtudes y defectos, sea una fecha para reflexionar sobre los avances y los retrocesos de una lucha que el movimiento obrero sostuvo desde la creación de la gran industria minera, que estableció un sistema de producción capitalista y un proletariado dispuesto a conquistar, con alma, vida y corazón, una nación que dignifique a todos los bolivianos y bolivianas.