EL GATO ENDEMONIADO
1
Cuando
mi gato llegó a casa, en una jaula y adoptado legalmente, tenía aproximadamente
dos años de vida. Estaba castrado, vacunado y respondía al nombre de Zorro. Lo
recibí en la puerta y, desde el primer instante en que se cruzaron nuestras
miradas, tuve la sensación de que me convertiría en el sustituto de sus padres.
La casa se inundó de una súbita alegría y él se sintió aceptado con júbilo,
pues ni bien salió de la jaula, como un forastero en territorio desconocido, se
me acercó poquito a poco, con una actitud sumisa, la cola alzada y la columna
arqueada. Me puse de cuclillas, alargué la mano sobre su cabeza, le hablé con
dulzura y le alisé el pelambre a tiempo de acariciarle. Él emitió un ruido de
aprobación y me dirigió una mirada tierna, como si quisiera decirme algo, y yo
le devolví la mirada con una sonrisa que me estalló en el rostro.
Mientras
esto sucedía en la antesala, el Tío, sentado en su trono, permanecía hecho una
tumba, sin decir nada ni mover un pelo, pero disgustado de ver cómo le trataba
al gato, adulándolo y hablándole con diminutivos como a un niño mimado. Lo
cierto es que el soberano de los socavones no tenía la costumbre de ser
desplazado por nadie y mucho menos sentirse como un príncipe destronado por un
animal doméstico. Por cuanto no cabía la menor duda de que defendería su
posición privilegiada a cualquier precio, consciente de que más vale ser cabeza de ratón que cola de
león.
El
gato, ajeno a la presencia y los sentimientos del Tío, se metió en cada cuarto,
olfateó por doquier y marcó su territorio, con la firme decisión de quien
quiere ser el nuevo amo y señor de la casa. Le seguí los pasos, observándolo
por los cuatro costados. Así me di cuenta de que no era un purasangre sino un
gato mestizo. Tampoco era bello, pero sí dueño de un alma que se ganaba el
cariño de cualquiera que lo viera; su cuerpo, algo
contrahecho, con las patas posteriores más cortas que las delanteras y la
cabeza gruesa, le daba la apariencia de un minotauro en miniatura o de uno de
esos novillos que levantan pasiones en la corrida de toros. Era de regular
tamaño y pelaje negro, hirsuto y abundante. A causa de alguna mutación
genética, presentaba seis tetillas en el vientre, un ojo de color distinto al
otro y dos pequeños testículos en forma de castañuelas. A simple vista, lucía
los colmillos pronunciados como los de un murciélago, las garras deformadas
como los garfios corvos y puntiagudos de un pirata y, debido a la dura vida que
llevó desde que era una cría abandonada a su suerte, tenía las orejas picadas a
causa de las peleas que sostuvo con otros gatos silvestres. No en vano en su historial, registrado por los
responsables de la institución encargada de criar animales sin hogar, se decía
que sobrevivió en un bosque junto a una colonia de gatos sin dueños,
alimentándose de lo que le proveía la madre naturaleza y enfrentándose a los
peligros de la vida semisalvaje.
El
día que lo encontraron merodeando cerca de un barrio de la ciudad, tenía el
cuerpo infestado de parásitos, desde pulgas hasta garrapatas, que le
transmitieron la enfermedad de Lyme y le causaron ciertas afecciones
respiratorias y musculares, que le hacían ronronear como caldero en ebullición
y temblar como un chihuahua nervioso. Empero,
a pesar de haber sido un gato semisalvaje, que cazaba instintivamente pájaros,
ratones, arañas y otros bichos para alimentarse, atesoraba las virtudes
latentes de un animal sociable y cariñoso, predispuesto a ser el mascota ideal
del primero que le ofreciera un poquito de amor y otro poquito de cuidado.
Bastó
un par de días para darme cuenta de que se trataba de un gato vivísimo y fuera
de lo común. En poco tiempo demostró la capacidad de asimilar algunos
conceptos, comandos y hasta aprendió a manipular algunos mecanismos simples,
como abrir el grifo del lavabo, vaciar el estanque de la taza del baño y
sujetar un vaso de agua con la cola. Cada vez que quería algo,
se subía de un brinco al escritorio y, haciendo uso de un lenguaje corporal, me
pedía que le sirviera la comida, limpiara la arena de su cajón o abriera la
puerta que daba al bosque. Si me veía concentrado en mi oficio de escribano del
diablo, me propinaba cabezazos en la mano derecha, que yo la tenía sobre el
ratón de la computadora, para llamar mi atención y darme a entender que quería
jugar conmigo. Entonces lo tomaba en los
brazos, le acariciaba la nuca y le daba besos en la mejilla, mientras él, a
tiempo de parpadear y refregar su cabeza contra mi pecho, asumía una conducta
de niño mimado, hasta que brincaba al piso y me conducía hacia el living, donde
jugaba con sus cordones, pelotas y peluches, sin dejar de lanzar gemidos,
gruñidos ni maullidos.
Era
natural que mi gato, con más propiedades que la mayoría de los felinos,
demostrara toda su destreza durante el juego. Poseía los reflejos desarrollados
y una extraordinaria agilidad. Aunque tenía las garras deformadas, podía trepar
a los árboles, muebles y otras superficies verticales, lo mismo que podía
atravesar las rendijas más estrechas gracias a la impresionante elasticidad de
su cuerpo. Cuando le lanzaba un juguete al aire, era capaz de saltar más de
tres metros y brincar por encima de la cama doble sin más esfuerzo que contraer
las patas posteriores, como si fueran resortes, para desplegar la energía
necesaria y realizar estas proezas físicas que, bajo las instrucciones de un
domador de fuste, podían haberse convertido en una insólita atracción circense.
Cada
vez que lo veía jugando como a un niño inquieto, no tenía la menor duda de que
el gato, cuyas propiedades lo destacaban como a un felino excepcional, fue el
mejor regalo de mi vida. No tuve problemas para adaptarme a la nueva situación
ni él rechazó su nueva condición de animal doméstico. Aprendió a comer los
alimentos en conservas, que la industria lucrativa destinaba a los animales en
cautiverio. Mas no por eso perdió sus instintos de cazador indomable; seguía
teniendo los ojos alertas y los colmillos listos para el ataque. No
desaprovechaba la ocasión de capturar a las arañas que se movían detrás de los
muebles, las mataba de un zarpazo y se las tragaba como un manjar exquisito.
Estaba comprobado que tenía los sentidos increíblemente desarrollados, pues su
oído era capaz de detectar los pasos de un insecto deslizándose por el piso del
cuarto contiguo y su olfato podía captar el olor de su comida a varios metros
de distancia.
Por
su actitud cariñosa y su fiel compañía, que rompía con la monotonía de mis
horas de escritura, mi amor hacia él fue creciendo como la espuma. A diferencia
de los humanos, me escuchaba callado y nunca contradecía mis opiniones, hasta
que, de pronto, empecé a sentirme como atrapado en sus garras y obligado a concederle
todos sus caprichos. A veces, me daba la sensación de que lo había humanizado
tanto que lo trataba como a un niño pequeño. Así, cuando se quedaba dormido
sobre mi pecho, le cantaba canciones de cuna, mientras le acariciaba y
masajeaba el cuerpo. Otras veces, cuando se quedaba dormido en la cama,
prefería no molestarlo ni despertarlo, hasta que él mismo abriera los ojos,
extendiera las patas y bostezara como el cachorro de una pantera.
Tanto
era mi amor por él que, aparte de servirle la comida en un recipiente limpio de
todo pelo, aseaba su cajón de arena tres veces al día, soportando el olor de
sus heces y su orina; un oficio que asumí primero por obligación y luego por
gusto, aunque jamás limpié el trasero de nadie ni cambié el pañal de mis wawas. ¿Qué tenía el gato para que
hiciera todo esto? No lo sé, lo único cierto es que el animal, que un día entró
por la puerta metido en una jaula, se convirtió, en poco tiempo, en el amo de
la casa, en el niño mimado y en el mascota que me arrebató el cariño que antes
lo tenía reservado sólo para mis seres queridos.
2
Todo
marchaba normal en nuestras vidas, hasta la noche en que me levanté a orinar y,
por casualidad, vi al gato sentado delante de la estatuilla del Tío; tenía las
patas delanteras juntas, las garras cruzadas y los ojos cerrados, como si
estuviese rezando o rindiéndole culto al soberano de los socavones. No hice
nada ni dije nada. Entré en el baño, vacié la vejiga y retorné al dormitorio.
Una vez recostado en la cama, pensé, sin resquicios a equivocarme, que el gato
había sido poseído por el Tío, quien, a manera de ejercer su dominio y poner a
prueba sus poderes mágicos, decidió manejarlo con la mirada y vigilarlo desde
su trono.
A la mañana siguiente, el
gato ya no era el mismo; cambió de hábitos y de conducta, su comportamiento se tornó
extraño y su mirada era de otro mundo. Dejó de
obedecerme, de dormir sobre mi pecho, de comer en su recipiente y de ronronear
para saludarme o pedirme sus alimentos. Cuando quería llamar mi atención, sus
pelos se le erizaban en posición de defensa y transformaba su característico
maullido: miauu o mieaou, en un tenebroso: mkgnao o mrkgnao, que más parecía el rugido de un tigre enfurecido.
Asimismo, como en las películas de Walt Disney, no sólo aprendió a aullar,
gorjear y bufar como ciertos animales, sino también a silbar con los labios
fruncidos, incluso intentó imitar mi voz y hasta el tono de mi carcajada. Y por
si fuera poco, esa misma noche, sus ojos se tornaron verdiazules y echaron
lumbres como los ojos del Tío. Se lo veía hiperactivo y dando vueltas como un
loco sin rumbo. Todo hacía suponer que su temperatura corporal superaba los
cuarenta grados centígrados y su corazón bombeaba a ritmo acelerado.
Más
tarde, en virtud a su naturaleza nocturna, me despertó con un rugido
desgarrador, pidiéndome abrir la puerta que daba al bosque. Así lo hice. Él
desapareció en la oscuridad y, al cabo de un tiempo, retornó con un ratón en el
hocico. Lo increíble del caso es que no lo maltrató ni se lo
comía de un bocado; al contrario, le lamió como si se tratara de otro gato y lo
atrapó entre sus garras para mirarle a los ojos. Después jugó un rato,
correteándolo por los recovecos de los cuartos, hasta que lo llevó hacia la
puerta para dejarlo escapar en estampida. En cambio antes, apenas traía pájaros
y ratones, además de enseñármelos como trofeos de caza, los asfixiaba
comprimiéndoles la cabeza y les asestaba un mordisco hasta romperles el
espinazo con sus largos y afilados colmillos.
Al filo de un nuevo día,
estando en lo más hondo del sueño, me despertaron unos ronquidos que, más que ronquidos,
parecían los chasquidos de una risa diabólica. Me levanté atolondrado y
arrastré los pies hacia el cuarto contiguo, donde el gato estaba retorciéndose
y arrastrándose como un lagarto entre los cojines del sillón. Mi sorpresa fue
grande al constatar que estaba poseído por un espíritu maligno que lo
atormentaba a su regalado gusto. Y ni bien advirtió mi presencia, lo zarandeó en
el aire y lo tumbo sobre su espina dorsal. El gato, los ojos extraviados y
presa de un temblor febril, pataleó como una mosca entre estertores de agonía y
expulsó una espuma verdinegra por el hocico. Parecía un bicho envenenado, pero
no, lo cierto era que su cuerpo estaba habitado por un espíritu capaz de poseer
a las personas y los animales.
En
ese instante, atrapado por un hondo temor y aturdimiento, no supe a dónde
acudir en busca de ayuda. Lo único que se me ocurrió, al no soportar su fatal
padecimiento, fue abalanzarme sobre su cuerpo, cobijándolo entre los brazos y
acariciándolo con todo el amor de mi alma. Se me saltaron las lágrimas y no
supe cómo contener la angustia de verlo sufrir como a un animalito indefenso.
Estaba conmocionado y sentía una impotencia de sólo pensar en que el ente
maligno, que tomó posesión de su cuerpo, era implacable a la hora de retar a
cualquiera que se le pusiera en contra. Así que no hice nada que pudiera
provocarle más enojo y dejé que el gato se relajara poco a poco, hasta quedarse
dormido como un niño cansado de llorar. Y, claro está, en procura de recobrar
la calma, dejé pasar el tiempo, con la esperanza de que el demonio le diera
tregua y le permitiera volver a su estado normal. Pero no pasó nada. Todo
siguió igual, hasta que el gato salió del cuarto y entró en el comedor, donde
se paró delante de mis ojos y se orinó sobre la mesa. Dejé de servirme el
desayuno y procuré controlar los nervios para no obrar de una manera indebida.
Sin embargo, todo llegó al extremo cuando fui a limpiar su cajón de arena en el
baño. Él estaba allí, cagando un mojón del tamaño de una salchicha. No quise
interrumpirle, pero él reaccionó de una forma incongruente; lanzó un maullido
inaudito, giró sobre sí mismo y comió su mierda mientras me miraba con un gesto
de reproche.
Fue
entonces cuando me cargué de coraje y decidí intervenir para poner fin a sus
desmanes. Él intuyó mis intenciones y abandonó inmediatamente el cajón de
arena. Gruñó a manera de intimidarme y, lanzándose en dirección a mi cabeza,
quiso clavarme sus garras en la cara, pero no lo logró porque me hice el quite
a tiempo y lo tiré de un manotazo contra la pared que estaba a mis espaldas. El gato pegó otro salto y salió disparado hacia el
pasillo. Quedé pasmado y me lancé detrás de él sin darme por vencido, como un
gato que corre con celeridad detrás de otro gato, que huye por debajo de los
muebles y de cuarto en cuarto. Así estuvimos por un buen rato, hasta que él se
metió entre los estantes del escritorio; una situación que aproveché para
cerrar la puerta, cortarle el paso y evitar su fuga.
El
gato se adosó contra la pared, replegó las orejas hacia la nuca y arqueó la
espalda con los pelos erizados, como cuando estaba en peligro o tenía algún
impedimento. Lo acorralé poquito a poco, presto a cogerlo de sopetón, pero él
dio un brinco espectacular entre mis manos, clavó sus uñas en el tapete de la
pared y, mientras maullaba como un crío de pecho, trepó hasta el techo con la
facilidad de un mosquito. Después correteó de un lado a otro, cabeza abajo y
burlándose de las leyes de la gravedad.
Yo
lo seguí con la mirada, el corazón golpeándome contra el pecho, la respiración
agitada y los vellos crispados de pavor. No sabía si lo que tenía ante mis ojos
era una pesadilla o una realidad. Parecía una escena arrancada de una película
de terror. Cuando le llamé por su nombre, suplicándole que baje: ¡Zorro!, ¡Zorrito!, él volteó la cabeza, sacó la lengua más larga que la de
un camaleón y me lanzó una mirada fulminante, como si quisiera contestarme
entre maullidos y en latín antiguo: ¡No
me llamo Zorro, sino Felis catus o Felisito silvestris! Es decir, bastó su
mirada para comprender que le gustaba más el nombre original de su especie que
el nombre de un justiciero enmascarado, con sombrero, capa y espada. Por lo
demás, cualquiera que lo hubiera visto cabeza abajo, riéndose como un niño
travieso, echando lumbres por los ojos y chasqueando la lengua, se hubiera
quedado con los pantalones mojados, los pelos de punta y el corazón estrujado.
Al
constatar que no podía hacer nada, absolutamente nada, para persuadirlo a bajar
y volverlo a su estado normal, me resigné a salir del escritorio, pero apenas
abrí la puerta, escuché que una voz ronca pronunció mi nombre a mis espaldas.
Me detuve en el mismo sitio, me volví de inmediato hacia atrás y vi cómo el
gato, que parecía una enorme araña en el techo, se dejó caer a plomo y, tras
dar unas volteretas en el aire, aterrizó en el piso sobre sus cuatro patas, con
gran dominio del equilibro y la flexibilidad. Luego cruzó por entre mis piernas
como una flecha y se metió en el cuarto donde estaba el Tío, quien, como cada
vez que me tomaba el pelo o estaba con ganas de reírse de sus propias
travesuras, soltó una carcajada que hizo vibrar las paredes de la casa. Ésta
fue la prueba más evidente de que el Tío estaba implicado en las diabluras del
gato.
3
Esa
misma noche, revolcándome de un lado a otro en la cama, no pude conciliar el
sueño. A mi mente acudían las ideas más espeluznantes de la Edad Media, una época
en la cual la gente creía no sólo en que tanto las enfermedades del cuerpo como
las enfermedades de la mente eran causadas por demonios de la enfermedad, sino también una época en la cual los
gatos negros eran quemados vivos y arrojados desde lo más alto de una quebrada,
debido a la creencia de que encarnaban el espíritu del Mal y que las brujas los
usaban para hechizar a los hombres y conjurar con el diablo. Quizás por eso mi
abuela, una mujer católica y supersticiosa, cuando un gato negro se le cruzaba
en el camino, se persignaba tres veces y tres veces escupía al suelo.
Así
me la pasé la noche entera, sin pegar pestaña ni dejar de pensar en El gato negro, de Edgar Allan Poe, ni en
el Nuevo Testamento, donde se cuenta
el caso de un hombre poseído, que vivía encadenado y loco en la pocilga de los
cerdos, hasta que apareció Cristo, el mismo que le ordenó al demonio salir del
hombre, pero el demonio le suplicó quedarse al menos encarnado en los cerdos.
Entonces Cristo le contestó que no y, sin concesiones ni contemplaciones, se
metió en la piara y el demonio salió corriendo rumbo a las turbulentas aguas
del río.
Cuando los primeros rayos del sol penetraron por la ventana, y luego de
haberle dado varias vueltas a mi cabeza, creía haber encontrado la solución del
problema que le aquejaba al gato: llevarlo al veterinario para que le hiciera
un chequeo general y lo remitiera a la clínica de un psicólogo especializado en
tratar los trastornos emocionales de los felinos. Ahí nomás, de una manera casi
milagrosa, se me ocurrió la idea de que la solución podría estar en el Tío y
dentro de la casa. Así que, en mi afán de poner fin al martirio del gato,
decidí recurrir a los poderes mágicos del soberano de los socavones, quien
hasta entonces no había lanzado más que una sonora carcajada.
Esa
misma mañana, sin mediar palabras y con el respeto de siempre, le rendí culto y
pleitesía, ofrendándole puñados de coca, botellas de aguardiente y cigarrillos.
Al Tío se le encendieron los ojos, en sus pupilas se reflejaba la viva emoción
de su alma y la sonrisa asomó a sus labios. Cambió de actitud en un santiamén
y, tras comprobar que lo seguía tratando con absoluta devoción, hizo lo que
tenía que hacer: liberó al gato del espíritu negativo y vengativo con una
simple mirada, dejándome entender que él, en su condición de Tío, no estaba
dispuesto a ser un príncipe destronado.
Cuando
el gato volvió en sí, estaba relativamente estresado y tenía ataques de
ansiedad. Parecía un niño maltratado en busca de un rincón donde cobijarse de
las agresiones de su malhechor. No se percató de lo que había pasado, salvo que
yo estaba allí, presto a tomarlo en los brazos y acariciarle su cabecita, en
tanto él hacía rotar una oreja hacia mí, como cada vez que reconocía mi voz a
la distancia y escuchaba atento mis palabras de cariño: mi querido chanchito, chanchito
de papá...
–No
me gustó que le hayas endemoniado al gato –le reproché al Tío, a tiempo de
manifestarle mi sincera preocupación.
–¡Deja
ya de lamentarte! –vociferó enfadado, el rostro bermejo y los ojos encendidos
por un fulgor extraordinario–. Más bien agradece que el caso no pasó a mayores.
Por ejemplo, ¿qué hubieses hecho si el gato hubiera empezado a masturbarse como
un perro excitado contra tu pierna o que una mañana, sin que te dieras cuenta,
hubieses despertado castrado por sus largos y afilados colmillos?
El
gato arrimó su cabeza contra mi pecho y yo le estampé un cálido beso en la
pelambre de su nuca, sin dejar de mirarle al Tío, quien echaba bocanadas de humo,
con los párpados entornados, como si el tabaco le provocara un placer infinito.
En cambio yo, que seguía afectado por el terrible susto que me pegó el gato, no
dejaba de quejarme:
–No
me gustó lo que le hiciste al gato.
–A
mí tampoco –repuso. Luego abrió los ojos, se echó un trago de aguardiente y
prosiguió–: Sé que no es lo mismo estar poseído por un buen espíritu que estar
poseído por el demonio, pero esta vez sólo fue una advertencia, para que sepas,
ahora y siempre, quién es el verdadero amo y señor en esta casa.
No
le dije nada y me retiré con el gato entre los brazos. Al fin y al cabo, lo
importante era que no hizo falta convocar a ningún sacerdote para practicarle
el exorcismo solemne ni conjurar contra el espíritu maligno con las fórmulas precisas
del Statua Ecclesiæ Latinæ. Tampoco
hizo falta echarle agua bendita, enseñarle un crucifijo u otro objeto sagrado
que repelen los demonios, como los gatos repelen el olor de su propia mierda.
Bastó la intervención del Tío para que el gato volviera a ser como antes. Eso
sí, debo reconocer con la mano al pecho que, durante el tiempo que le presté
toda mi atención, me descuidé de mis obligaciones con el dios y diablo de la
mitología andina; me olvidé darle su aguardiente, su coca y sus cigarrillos. El
castigo o, por mejor decir, la advertencia me sirvió para tomar conciencia de
que ambos ocupaban el mismo lugar en mi vida y en mi casa, y que la solución
más sensata era quererlos a los dos por igual.
Desde
entonces han pasado muchos años. Y tanto el Tío como yo vivimos todavía felices
junto al gato, el cual se convirtió en nuestro mascota preferido, en el mejor
compañero de nuestras horas de encierro y en el único animal que nos da tanto a
cambio de tan poco. Al gato nos unen fuertes lazos afectivos y en él
depositamos todo nuestro amor, yo como un padre y el Tío como un hermano. Por
eso le concedemos todos sus caprichos y hasta le permitimos que, de vez en
cuando, nos juegue una mala pasada sacándonos de quicio. Ahora entiendo el
porqué los gatos figuran en los cuentos, mitos y leyendas de todos los tiempos
y todas las culturas. No es casual que, en su condición de animales de
compañía, tengan un lugar privilegiado en la historia de la humanidad y que mi
gato Zorro se haya convertido el personaje principal de este relato.