APOLOGÍA DE LOS MINEROS
Estos hombres, encargados de excavar minas para
extraer el metal del diablo desde las mismísimas entrañas de la Pachamama,
son los forjadores de un país que desde hace siglos fue productor de materias primas,
de esas materias primas que alimentaron a las monarquías europeas durante la
colonia y que, durante la malograda república, hicieron de los barones del
estaño señores de corbata y levita, mientras ellos dejaban sus pulmones
reventados por la silicosis en los inhóspitos socavones.
Los mineros son los arquitectos de un mundo
subterráneo, donde reina el Tío de la mina, guardián de las riquezas minerales,
pero también de las herramientas usadas para taladrar la roca en las galerías
apuntaladas con soportes de callapos para impedir los derrumbes. No cabe duda de que el metal del diablo, en su estado más puro y
salvaje, es un tesoro brillante y negro como el azabache, un tesoro que
enriqueció a unos pocos y llenó la olla de las familias humildes, acostumbradas
a cocinar sus penas y desgracias a fuego lento pero constante.
Contemplar el bostezo de una bocamina en la ladera de
un cerro es lo mismo que enfrentarse a un monstruo dormido a plena luz del día.
En su interior, donde no asoman los rayos del sol ni se respira el aire puro,
el trabajo del minero es duro y riesgoso; rompe la oscuridad casi impenetrable
con la lámpara enganchada al guardatojo y evita las partículas de polvo con
el pulmosan. En algunos casos, aparte del esfuerzo físico que emplea para abrir
los rajos entre penumbra y roca dura, trabaja en posturas forzadas y, como
atrapado en una ratonera, recorre largas distancias, inclinado o de rodillas,
para alcanzar los filones que, por los caprichos geológicos de la naturaleza,
parecen reptiles enraizados en la corteza terrestre.
El minero nunca está libre de los tojos ni derrumbes
que pueden provocarle la muerte por aplastamiento. La muerte no se produce por
el castigo del Tío, como se imaginan los supersticiosos del mundo andino, sino
por la falta de seguridad industrial; más todavía, si el minero no pierde la
vida en un accidente de trabajo, la pierde en vómitos de sangre provocados por
la silicosis, ese maldito mal de mina causado por la inhalación prolongada de
partículas de sílice, gases tóxicos y compuestos químicos, que dificultan la
respiración y hacen estallar los pulmones como tocados por una explosión de
dinamitas.
No es raro suponer que los mineros, a fuerza de
combos, palas y picos, revientan la roca en busca de los filones que les
permita ganarse el sustento de cada día. Trabajaban como topos humanos,
acostumbrados a la oscuridad y el silencio, y desafiando los peligros a cada
instante, mientras el bolo de coca pierde su sabor en la boca y los músculos se
les aflojan como si en sus hombros descansara todo el peso de la montaña.
Apenas empiezan la jornada en el tope del rajo,
armados con taladros y cartuchos de dinamita, el sudor les corre por la espalda
cual gruesos hilos de copajira; pero ellos, convencidos de que la mina es
devoradora de vidas y sepultura de los pobres, se retiran a akullicar en el
paraje del Tío, donde, sentados frente a frente, se comunican más con miradas
que con palabras, como si quisieran decirse que los sueños de un mañana mejor
no están perdidos, que todavía quedan las esperanzas de que un buen día se hará
la luz entre las tinieblas de sus vidas.
Al volver a sus hogares, al seno de sus padres,
esposas, hijos y hermanos, las esperanzas son más clarividentes, porque
constatan que no están solos, que sus familiares y compañeros constituyen los
pilares fundamentales de su ideología revolucionaria, la misma que se proyecta
con precisión política en el programa del partido y en la tesis del sindicato.
Por eso cuando están en asambleas, ampliados y congresos, asumen el compromiso
de seguir luchando por conquistar sus reivindicaciones más elementales,
conscientes de que la
justicia social no puede ser, ni debe ser, un proceso fugaz, sino el principal
objetivo para dignificar a los indignados y construir una sociedad más
equitativa y humanista que la ofrecida por el sistema capitalista, un sistema
que aprovecharon los magnates mineros para explotar despiadadamente y rifar las
riquezas naturales al mejor postor.
A estas alturas de la historia se
sabe que la industria minera es -y fue durante más de un siglo- el corazón
palpitante de un pueblo, que hizo posible el desarrollo económico, social,
político y cultural, aunque los verdaderos artífices de esta hazaña -los
mineros y las palliris- se murieron y se mueren en el anonimato como almas
condenadas al olvido.
De amas de casa a armas de casa
Las palliris, que cambiaron las polleras y vestidos por los pantalones, trabajan
rescatando los residuos de mineral incrustados como chispas en las rocas que,
debido a su impureza, fueron desechadas y acumuladas en las zonas aledañas a
los campamentos y cerca de las bocaminas.
Su
única compañía es su merienda, una botella de té y la bolsita de plástico con
la mágica hoja de coca, tan sagrada para ellas como las bendiciones de la
Virgen del Socavón, que les mitiga el dolor del alma, el cansancio, el hambre y
las enfermedades.
Trabajan
a sol y sombra, en medio de
un paisaje frío y yermo, soportando los vientos y las lluvias, con las
esperanzas de rescatar el metal del diablo entre los restos de los restos
que, a veces, se les esconde debajo de los pies como por arte de magia, sin
lograr rescatar un solo puñado de mineral durante la jornada, que es de diez
horas al día y seis días a la semana.
Sus
ajadas manos, como sus dedos ennegrecidos por la suciedad y el polvo, son la
prueba de que el trabajo que realizan no es de humanos y mucho menos de
mujeres, pero como ellas no usan cremas para manos ni se pintan las uñas con esmalte,
siguen separando, a fuerza de pulmón y martillo, lo puro de lo impuro de las
rocas extraídas del interior de la mina.
Las palliris han trabajado desde siempre en condiciones infrahumanas y a la intemperie, sin tecnología ni
maquinaría, arriesgando
el pellejo a cambio de migajas. Palliris existían en el Cerro Rico de Potosí en la
época de la colonia, cuando los dueños de los yacimientos de plata necesitaban
la mano de obra de las mujeres de los yanaconas, que debían fundir la plata y
trabajar en las canchaminas, picando los trozos de roca para rescatar los
restos del preciado metal.
En la Era
del estaño, la labor de la palliri ha contribuido al aumento de la producción
minera sin contar con tecnología ni maquinaria. Las mujeres mineras, con el
respaldo de las amas de casa, se han organizado en una Asociación de Mujeres Palliris para defenderse del acoso
de propios y extraños, para mejorar su condición de trabajo, para reclamar que
se les conceda el mismo salario y los mismos derechos que a sus compañeros.
Son
madres solteras, novias, viudas o hijas de mineros, que no se rinden ante los
avatares de la vida ni la miseria que azota sus hogares. Cumplen con su rol de amas de casa y, a su vez, con su rol de palliris, ya que cargan la
responsabilidad de mantener a una familia. Son mujeres ejemplares por su
infatigable labor en el hogar y su gran coraje en la lucha; en otras palabras,
más que amas de casa, son admirables armas de casa.
Después
de la relocalización, en 1985, son innumerables las mujeres que, empujadas
por la necesidad y la desesperación, ingresaron a trabajar en interior mina. Y,
aunque muchas veces realizan el mismo trabajo que sus compañeros, ocupan el
último lugar en la jerarquía de la cuadrilla y su salario es inferior por el
simple hecho de ser mujeres. Algunas
veces, como por castigo del Tío, son relegadas a cumplir labores más simples y
marginales, como ser guardianes de las bocaminas para evitar el acceso de desconocidos
a los rajos donde depositan las cargas de mineral.
Las
mujeres que trabajan en interior mina usan medias de lana no sólo para
calentarse, sino también para aliviar los dolores causados por el reumatismo o
la artritis; dolorosas enfermedades que les trepa por los huesos de los pies de
tanto chapotear en las aguas de copajira. Se calzan viejas botas de caucho,
ajustan el pantalón debajo de las polleras, cubren sus hombros con una manta y atan sus trenzas dentro del guardatojo y, poco antes de despuntar el
alba, se marchan rumbo a la mina, donde murió su marido, como antes murió su
padre y su abuelo.
Esta
triste realidad se repite en varias familias, donde todos saben que la hija de
un minero se casa con otro minero, y cuando éstos tienen hijos, se sabe también
que ellos serán mineros como su padre y como el padre de sus padres, y que
probablemente morirán jóvenes, escupiendo sus pulmones después de haber
entregado sus vidas a cambio del desprecio y el olvido.
Antes estaba prohibido
el ingreso de las mujeres a los socavones, debido a la superstición de que la
menstruación y los sollozos hacían desaparecer las vetas. Los mitos cuentan que
una mujer que ingresaba a la mina era seducida por el Tío, provocando así los
celos y la ira de la Pachamama. Ahora su presencia no es sinónimo de mala
suerte y las supersticiones han cedido a la necesidad de ganarse la vida
arañando la montaña para dar de comer a sus hijos, quienes la aguardan sentados o durmiendo en un rincón de su humilde
hogar, donde, a falta de un padre, abrigan las ilusiones de que algún día
cambiarán el destino de sus vidas.
Ésta es la
vida de miles de mujeres que, expuesta a los peligros de la montaña y
machucándose los dedos a combazo limpio, se enfrentan a un trabajo rudo y duro
que las enferma, envejece y mata antes de cumplir los cincuenta años de edad.
El coraje de lucha y resistencia
La dramática historia de las minas y los mineros
está escrita con sangre, pero no sólo con la sangre vertida en las galerías,
sino también con la sangre derramada en los campos de combate y en las masacres
perpetradas por las oligarquías, los gobiernos dictatoriales y neoliberales.
Así es como la historia del movimiento obrero boliviano, que recoge el enorme
caudal de la memoria colectiva, registra en sus páginas la masacre de Uncía
(mayo, 1923); la masacre de la pampa María Barzola (diciembre, 1942); la
masacre de Potosí (enero, 1947); la masacre de Siglo XX (mayo, 1949); la
masacre de Huanuni (enero, 1960); la masacre de Milluni (mayo, 1965); la masacre
de San Juan (junio, 1967); la masacre de Caracoles y Viloco (agosto, 1980); sólo para
citar las más trascendentales y las que
mejor se conservan en la memoria de los vencidos.
Muchos han sido los mártires que, a pesar de haber ofrendado sus vidas a la
causa de los oprimidos, fueron ninguneados por la historia oficial. No
obstante, así sus nombres y apellidos no figuren en las páginas de los libros,
sabemos que a ellos les debemos la democracia actual y los procesos de cambio
que se experimentan en el país, lejos de las dictaduras militares, los
consorcios imperialistas y los gobiernos neoliberales que, una y otra vez,
vulneraron los Derechos Humanos y los principios democráticos, amparados en la
ley de la impunidad impuesta por los dueños del poder, quienes también se
creían dueños de las riquezas naturales.
Después
del Decreto 21060, promulgado por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro en
agosto de 1985, los mineros, echados de sus fuentes de trabajo, se vieron
obligados a deambular por las ciudades en su condición de relocalizados; es
decir, el mismo líder de la revolución nacionalista, que luchó contra la rosca
minero-feudal y nacionalizó las minas, se ocupó de cerrarlas con el pretexto de
la baja en los precios de la cotización del estaño en el mercado internacional y debido a que el ciclo de
la minería había llegado a su punto final, como si los yacimientos de minerales
se hubiesen esfumado por mandato divino o por la maldición del Tío, que es el
único ser mitológico que habita en los tenebrosos socavones, sin alejarse de su
trono ni salir a la luz del día.
Los
campamentos fueron desmantelados, las familias retornaron a sus comunidades
campesinas, pero muchos de los viejos mineros, que conocían los secretos de la
montaña como geólogos empíricos y no sabían hacer otra cosa que explotar
minerales, permanecieron en los
centros mineros, formaron cooperativas y volvieron a meterse en las galerías
abandonadas para extraer el metal del diablo en condiciones lamentables, sin
contar con las garantías técnicas de parte del Estado y sin ningún tipo de
seguridad laboral ni beneficios sociales.
Los
mineros relocalizados de varios distritos, avanzando contra las ráfagas del
viento y batiendo el polvo del camino, invadieron innumerables veces las calles
de La Paz, entonando himnos de lucha, mientras atronaban cachorros de dinamita
en medio de una selva de banderas rojas y pancartas de protesta.
–¡Vivan
los mineros, carajo! –gritaban unos, enseñando el bolo de coca en la abombada
mejilla.
–¡Vivan!
–replicaban otros, con la mano izquierda empuñada y el guardatojo en alto.
Se
concentraban en la Plaza San Francisco, delante de la Catedral, donde
improvisaban carpas con lo que tenían a mano. Decían que llegaban a la sede de
gobierno para protestar contra el decreto 21060 y para reclamar mayor atención
de parte de las autoridades. No era para menos, las cooperativas mineras, que
funcionaban sin dirección técnica ni seguridad laboral, continuaban explotando
los yacimientos de estaño a plan de combo y barreno. Trabajaban a la que te
criaste, con unos puñados de coca para burlar el cansancio, media botella de
alcohol para olvidar las penas y algo de q’oqawi para llenar el estómago acuchillado por el hambre.
En
una de esas marchas, un antiguo minero, que hacía tiempo no bebía alcohol por
temor a despertar los viejos recuerdos que se escondían en los tercos rincones
de su memoria, se dejó vencer por la emoción de sus compañeros y volvió a
sorber un trago amargo del gollete de la botella. Luego lanzó un suspiro y
dijo:
–el
gobierno no escucha nuestras demandas. Se ríe de nosotros y no mueve un dedo
por mejorar nuestras condiciones de vida. Si sobrevivimos es porque el Tío nos protege en las buenas y en
las malas. Nuestras mujeres y guaguas están pasando hambre y nosotros
trabajamos como en los tiempos de la colonia. Así, una vez acumulado el mineral
en los rajos, y a falta de carros metaleros que transporten la carga hacia el
exterior de la mina, tenemos que sacar nosotros en la espalda como los q’epiris en las bolsas o los aguayos
que antes usaban nuestras mujeres para ir a la pulpería...
–Así
nomás es, pues –corroboró su compañero, que hasta entonces estaba pijchando en silencio–. ¡El gobierno
es una mierda! ¡No le importa nuestra suerte! Nosotros nomás nos las arreglamos
como sea, a pesar de los bajos precios del estaño y el paulatino agotamiento de
las vetas. Para el gobierno, en cambio, es una ventaja, porque recibe un
porcentaje de los ingresos de las cooperativas sin gastar nada. Además, no
tiene ya que enfrentarse con los sindicatos mineros, aunque enfrenta el
problema de miles de familias que emigran a las ciudades en busca de trabajo,
mientras otros se dedican a cultivar coca en los Yungas y el Chapare...
Los
mineros, que se concentraban como una multitud enardecida frente a la Catedral
de San Francisco, son los héroes anónimos de un país perforado por la miseria.
Ellos son los únicos que escuchan el clamor de justicia que brota de las
profundidades de la montaña, donde el Tío
no quiere sentirse abandonado en su trono de roca.
En
la actualidad se calcula que existen al menos 175.000 cooperativistas, 17.000
mineros estatales y 13.000 privados, quienes se dedican a extraer, procesar y
exportar el metal del diablo por miles de toneladas. Esto quiere decir que
Bolivia, a pesar del pesimismo manifestado por los gobiernos neoliberales,
sigue dependiendo de la producción minera y que, por eso mismo, se debe mejorar
tanto la productividad como las condiciones de trabajo. No se debe permitir el
trabajo infantil en las minas ni que los topos humanos sigan horadando la roca
con lo que tienen a mano. Los mineros se merecen todas nuestras consideraciones
por haber sido la columna vertebral de la economía nacional desde que Simón I.
Patiño descubrió los filones más ricos de estaño en el norte de Potosí.
Glosario
Akullicar:
Masticar hojas de coca.
Copajira:
Agua mezclada con residuos minerales, de
color amarillo o plomizo, proveniente de los relaves de la mina.
Palliri: Mujer que, a golpes
de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes (depósito de residuos de la
mina considerados estériles, pero que, en realidad, constituyen importantes
reservas por contener estaño).
Pijchando: Masticando hojas de
coca.
Q’epiris: Cargadores de bultos
o equipajes.
Q’oqawi: Merienda.
Relocalizado: Obrero despedido de
su trabajo y en busca de nueva residencia.
Tío: Deidad.
Diablo y dios tutelar de la mitología andina. Habita en el interior de la mina.
Los mineros le temen y rinden pleitesía,
ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.
Tojo: Pedazo de roca que se
desprende de la bóveda en la mina.