EL ENTORNO VIOLENTO DE LOS ESCOLARES
La violencia en la escuela, al ser un fenómeno
integrado en el contexto social, es una de las expresiones más naturales de una
sociedad violenta. Por eso mismo, son cientos los alumnos que solicitan asistencia
médica a consecuencia de los golpes recibidos en el patio o los corredores de
la escuela; un hecho que, por su magnitud, alarma a los implicados en el
sistema educativo, pero también a quienes, en cumplimiento de su deber de
ciudadanos, están obligados a analizar las causas que motivan este ineludible problema.
Si se parte del principio de que la escuela es
el reflejo de la sociedad y no una institución aislada de ella, entonces la
espiral de violencia en las escuelas es un reflejo de la violencia social. El
niño, como todo individuo, no hace otra cosa que proyectar en la escuela los
conflictos psicosociales que experimenta en su entorno más inmediato como es el
hogar.
La conducta del niño es un barómetro que permite constatar el ambiente
familiar que lo rodea, considerando que las familias más aquejadas por la
violencia corresponden a los sectores excluidos de la sociedad, donde abunda la
desocupación, el alcoholismo y la violencia intrafamiliar; un entorno en el que, según cifras
ofrecidas por los expertos en la materia, se cometen 16 casos de violencia
sexual contra niños, niñas y adolescentes, y que el 90% de estos casos son
cometidos por los propios progenitores.
Cuando la escuela, en uso de sus atribuciones,
no logra resolver los conflictos por sí sola, es lógico que genere un debate
general que cuestiona, en primer lugar, la función formadora de una de las
instituciones más respetadas de la sociedad; peor aún cuando se cree que la
solución de los problemas -tanto pedagógicos como disciplinarios- está en manos
de la policía; una
instancia que no genera recursos para combatir los hechos de violencia y que
cae rendida a los pies de la burocracia y corrupción del poder judicial.
A la pregunta: ¿A qué se debe la violencia en
las escuelas? La respuesta es única y concluyente: la violencia en la escuela
se debe a la violencia social, cuyas causas son diversas y que no pueden ser
resueltas de un modo inmediato, debido a la crisis existente en el poder judicial y el Estado de Derecho que, en lugar de proteger a los ciudadanos más
vulnerables, independientemente de su raza y condición social, actúan bajo el
lema del sálvese quien pueda.
Educación a palos
Siempre que se celebra el
Día del Profesor, cada 6 de junio, en conmemoración a la fundación de la Normal
de Maestros de Sucre en 1917, cabe preguntarse si acaso todos los profesores
tienen el derecho a conmemorar ese día y ser agasajados tanto por los padres de
familia como por los alumnos.
Pienso, sin temor a
equivocarme, que no, pues existen individuos en los establecimientos educativos
que no merecen ni siquiera ostentar el título de profesores, ya que, más que
educadores de hombres libres y democráticos del presente y el futuro, son
verdugos de los seres más indefensos de nuestra colectividad.
No es casual que en algunos
establecimientos educativos existan profesores cuya incompetencia profesional
en el campo psicopedagógico los conviertan en el terror de los niños, acostumbrados
a soportar los castigos bajo las consabidas advertencias: No soy gente si no
rompo cinco palos en un curso. Por lo tanto, no es casual que un niño, que
recibió cinco golpes por haber tenido un ataque de hipo y haber jugado en el
aula, declare textualmente: Me cargó en la espalda de otro compañero y ahí
empezaron los golpes... en el quinto no pude más y lloré. Te has salvado por
llorar, le dijo el profesor, quien tenía previsto darle 15 golpes, como era
costumbre en él a la hora de descargar su desenfrenada furia.
¿Qué hubieran opinado
Georges Ruma, el pedagogo belga, y el venezolano Simón Rodríguez, impulsores de
la educación boliviana, al enterarse de que en la hija predilecta del
Libertador todavía se ejerce la violencia contra los niños?
Los bolivianos seguimos
mal en nuestro sistema educativo, donde hace falta aplicar con mayor rigor la
ley de la justicia para procesar a quienes, sujetos a su conducta autoritaria y
poco tolerante, cometen abusos físicos y psicológicos contra los alumnos.
Los maltratos, que
incluyen las agresiones sexuales, van desde los jalones de orejas, pasando por
las bofetadas y los pellizcos, hasta los golpes con objetos contundentes como
ser monederos y llaveros. Las agresiones psicológicas se manifiestan a través
de los gritos, insultos, amenazas, abusos de autoridad y otros, que se usan
como métodos correctivos.
Cuando se les pregunta a
las víctimas de la violencia: ¿A quiénes recurren para denunciar los maltratos?
La mayoría responde que optan por el silencio en un contexto social donde aún
no se aprendió a respetar ni defender los derechos legítimos de los niños,
niñas y adolescentes, y donde la “educación a palos” está todavía considerada
como un acto disciplinario.
En tales condiciones,
pienso que la frase: El porvenir está en manos del maestro de escuela,
es una verdad a medias, al menos cuando se aplica una política educativa que no
estimula la formación permanente de los profesores, quienes se quejan de sus
salarios de hambre y sus pésimas condiciones de trabajo.
La única garantía para
superar estas deficiencias estriba en consolidar una escuela más democrática,
moderna y equitativa, por un lado, y en concederles un mejor salario y mejores
condiciones de trabajo a los profesores, por el otro. Sólo así se evitará tener
una escuela donde prime la pasividad, apatía y falta de materiales didácticos.
Si se considera que el
porvenir de la patria está en manos del profesor de la escuela, entonces,
cabría preguntarse: ¿Quiénes educaron a los políticos corruptos que tanto
criticamos y a los profesores que hacen de tiranuelos de nuestros niños? La
respuesta la tenemos todos y cada uno de nosotros.
Por lo demás, las
instancias pertinentes de la educación boliviana tienen el deber de dar a
conocer los derechos y las obligaciones de los niños y adolescentes; hacer que
estos derechos sean difundidos por los medios de comunicación a modo de
instrucción y sean respetados por todos los ciudadanos.
Se debe admitir que las
intenciones de mejorar la situación de los alumnos y los preceptos de la
educación boliviana andan por buen camino. Desde el punto de vista pedagógico,
y gracias al empeño por enmendar los errores del pasado y el presente, se están
logrando avances significativos, como haber cuestionado el uso obligatorio del
uniforme escolar y haber aprobado una ley que prohíbe las tareas escolares en
vacaciones, salvo que las actividades fuera del aula sean motivadoras,
variadas, ágiles y adecuadas a las posibilidades del alumno y a su realidad
familiar y social, sin comprometer el descanso que le corresponde.
Una escuela menos autoritaria
La escuela no siempre
va hacia el encuentro de los niños, sino que, por el contrario, son los niños
quienes van hacia el encuentro de la escuela, donde se enfrentan a las normas y
sistemas pedagógicos establecidos por los tecnócratas de la educación. Lo
único que tienen que hacer los niños es adaptarse a las condiciones que le presenta
la institución educativa, cuya única función es la de impartir los
conocimientos establecidos en los programas de educación.
La escuela es
una suerte de máquina clasificadora que exime a los alumnos provenientes de hogares normales, en tanto sucumbe a los alumnos provenientes de hogares
problemáticos. No es casual que la escuela haga más hincapié en los resultados
de las pruebas o exámenes, clasificando a los alumnos en excelentes y deficientes, que en los programas de prevención de los factores
psicosociales.
Los problemas escolares son, asimismo,
consecuencias de la incompetencia profesional y pedagógica de algunos
profesores, quienes, aparte de desconocer los elementos más básicos de la
psicología infantil y juvenil, tropiezan con los alumnos que exigen de él no
sólo los conocimientos que debe impartir, sino también la comprensión y la
tolerancia, en un marco de motivación y respeto mutuo.
Los alumnos saben,
intuitivamente, que el buen profesor es aquel que educa a los alumnos en un
marco democrático, respetando la libertad de opinión y las inquietudes de cada
uno. El profesor, en su función de adulto y educador, es el responsable no
sólo del proceso de enseñanza/aprendizaje, sino el responsable de forjar la
personalidad del educando, con la participación activa de los padres de familia
y los demás profesionales que conforman el tejido social de la escuela
La actitud rebelde de ciertos alumnos suele ser
una respuesta al autoritarismo escolar y a la incompetencia profesional del
profesor que, en la mayoría de los casos, está más centrado en transmitir los
conocimientos que en atender los conflictos sociales existentes en el aula, aun
sabiendo que los alumnos clasificados como deficientes provienen de los
sectores más vulnerables de una sociedad desigual y competitiva.
La experiencia
enseña que un profesor incompetente, sin previos conocimientos pedagógicos y
psicológicos, está destinado a fracasar en una escuela que refleja los
conflictos de una sociedad donde impera la violencia y la inseguridad ciudadana.
En estos casos, como en todo lo concerniente a la crisis estructural del
sistema imperante, no basta con aplicar normas disciplinarias -y menos recurrir
a los registros de la policía-, intentando desalojar la violencia que se metió
en las aulas.
De nada sirve
que la institución escolar se convierta en un reformatorio destinado a imponer
a rajatabla la disciplina y el respeto hacia la autoridad, ya que la ola de
violencia en la escuela no es más que un síntoma del malestar social que sacude
los cimientos de toda la sociedad, donde prevalecen las leyes de los más
fuertes sobre los débiles.
Con todo, para superar los problemas de la
escuela -entre otros, el de la violencia debe cambiarse no sólo la actitud autoritaria de ciertos profesores, sino también ajustar los programas de
enseñanza/aprendizaje a la realidad contextual del alumno. Es decir, a la
realidad social existente fuera de las aulas, puesto que la escuela no puede
-ni debe- mantenerse al margen de una sociedad que requiere de su participación
para resolver los conflictos que, de un modo general, afectan negativamente en
el proceso educativo.