LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE
FILIPPO
¿Qué se puede decir de un
luchador social como Filemón Escóbar? Supongo que son muchos quienes conservan
en su memoria una imagen particular del dirigente político y sindical, con sus
virtudes y defectos, sus encendidas polémicas y sus declaraciones públicas, unas veces, acertadas y, otras, controvertidas, como en cualquier hombre cuya ocupación consistía en analizar la
realidad social, política y económica de un país que no deja de sorprendernos cada
día por su esencia compleja y contradictoria.
Debo confesar que Filippo,
conocido también como el Flaco en el
seno familiar, era en realidad mi tío, el hermano menor de mi señora madre,
Gloria Lora Escóbar. Por eso mismo, me embarga su partida y, al mismo tiempo,
me llena de orgullo el simple hecho de haber sido su pariente; un privilegio
que me permitió conocerlo en algunas de sus facetas menos mentadas entre sus
amigos y enemigos.
El cuarto de los solteros
En cierta ocasión, cuando
alcancé el umbral de la pubertad, me pidió que cuidara el cuarto que disponía
en el campamento II del centro minero de Siglo XX, conocido por sus camaradas
como el cuarto de los solteros, donde
me enfrenté a un ambiente de pesado aire y pocos muebles. Lo primero que me impresionó
fue ver pipas de todos los tamaños, colores y marcas, esparcidas por doquier, y
en el piso un manto de cenizas y tabaco, que él fumaba de manera empedernida.
De ahí que no es casual que el cáncer de pulmón haya sido la enfermedad que le
aceleró la muerte.
Lo que muchos todavía
desconocen es que Filippo, para bien o para mal, era el hermano menor del
ideólogo trotskista Guillermo Lora Escóbar y del caudillo y mártir obrero César
Lora Escóbar. Filippo se inició como dirigente minero en el distrito de Siglo
XX y, en mérito a su lucha por mejorar las condiciones de vida de sus
compañeros de clase, llegó a ser uno de los principales miembros de la
Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia y de la Central Obrera
Boliviana.
Una vida en la clandestinidad
Lo encontré esporádicamente
durante los años de la represión política desencadenada por el régimen
dictatorial de Hugo Banzer Suárez. Aparecía en mi casa por las noches y por las
noches desaparecía, para no despertar sospechas en el vecindario. Estaba
acostumbrado a la dura vida clandestina. Así vivió y sobrevivió durante la
represión del Comando Político del MNR, las dictaduras militares y los
gobiernos neoliberales; era ingenioso para disfrazarse y mimetizarse entre la
gente, sin que nadie advirtiera su presencia ni lo reconociera.
Recuerdo que una vez, ya
entrada la noche, llegó a mi casa, ubicada en la ahora Avenida María Barzola, a
poco de haber burlado el control policial en las trancas de Huanuni y
Llallagua. Cuando le abrí la puerta, no pude reconocerlo porque estaba ataviado
con una indumentaria típica de los hippies de los años 60, con botines de caña
alta, chaqueta de cuero revuelto, peluca hasta los hombros, mostachos largos,
gafas oscuras y gorro con borla en la nuca; desde luego que él usaba gorritas
desde entonces, pero no tanto por seguir la tradición iniciada por su amigo
Liber Forti, sino más bien para disimular su prematura calvicie, que para él no
era nada elegante, quizás por eso admiraba la cabellera cetrina y espesa de
quien la lucía como un tupe en la cabeza.
Una de esas noches, antes de
despedirse y partir con rumbo desconocido, me pidió que le regalara mis juegos
de lego, diciéndome que les serviría a sus hijos, y me pidió mi poncho de
alpaca a cambio de una chamarra de cuero que nunca vi ni llegó a mis manos.
Sólo años más tarde, al experimentar en carne propia las vicisitudes de la
persecución y la clandestinidad, comprendí que el falso compromiso era una de
las tantas formas de sobrevivencia de un clandestino con responsabilidades
familiares.
El amigo de los libros
En esos mismos años de
clandestinidad, despedido de su fuente laboral por su actividad subversiva, se refugió en las ciudades,
donde aprovechó su tiempo para leer y escribir, aunque él solía decir que leía
y escribía sólo en sus ratos de ocio. Sin embargo, lo cierto es que Filippo
tenía siempre un libro a mano; así lo conocieron los dirigentes universitarios
de la UMSA durante el gobierno de Alfredo Ovando Candia, cuando se encontraba
en calidad de huésped-clandestino en el último piso del Monoblock y, más tarde,
cuando un grupo de curas le ofreció cobijo y trabajo como profesor de filosofía
y literatura en un colegio secundario de Cochabamba, donde los alumnos lo
conocían por su nombre ficticio y lo trataban de hermano, creyendo que era un cura más y no un refugiado de la
sañuda persecución banzerista.
Fue en aquella época que
leyó una montonera de libros de literatura y filosofía no sólo porque tenía que
preparar sus lecciones para impartírselas a sus alumnos, sino también porque
tenía la necesidad de completar su bagaje cultural con una lectura que
contribuyera a sus conocimientos de marxismo, leninismo y trotskismo; lecturas
que después, tras el Decreto Supremo 21060 y la relocalización minera en 1985,
le sirvieron para complementar sus teorías en torno a complementariedad de los
opuestos, la ecología medioambientalista y el indigenismo katarista, que lo
llevaron a apartarse definitivamente de las concepciones del marxismo ortodoxo
para declinar hacia las concepciones pluralistas y electoralistas; una
discusión que sostuvimos durante toda una noche en la casa de mi madre,
mientras nos vaciábamos las botellas de vino que mi padrastro añejó en el
depósito de su casa, ubicada en un barrio de la ciudad de Estocolmo.
.
El reencuentro en Suecia
Al cabo de unos años, cuando
nos reencontramos en Suecia, me comentó que el alcalde potosino René Joaquino
era su candidato a la presidencia en las elecciones que se avecinaban, y me
enseñó el programa que recién había elaborado como declaración de principios de
Alianza Social (AS), convencido de que Joaquino sería el mejor contrincante de
Evo Morales en el proceso electoral.
Ese mismo día, mi madre, que
era su hermana mayor por dos años, lo invitó a sentarse a la mesa para
almorzar. Y, a modo de demostrarle el cariño y respeto que se tuvieron desde la
infancia, se esforzó por cocinar platillos con sabor boliviano, y cuando lo
llamó, lo hizo por su apelativo de Flaco,
que ella solía reducirlo al diminutivo de Flaquito.
No era para menos, pues Filippo siempre fue delgado y espigado, probablemente,
porque tenía los genes de su padre de ascendencia palestina, quien nunca le dio
su apellido ni lo reconoció como a su hijo legítimo.
Al término del almuerzo,
recorrió la silla y se puso de pie, se quitó la chompa, la camisa y la camiseta
y, dándose media vuelta, nos mostró la enorme cicatriz que tenía en la espalda,
tras la intervención quirúrgica que le realizaron en Santiago de Chile. Dio
saltos con los brazos en alto y, tocando con los dedos de la mano el cielo raso
del comedor, dijo con gran ahínco: ¡No
tengo nada! ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!... Aunque todos sabíamos que le
quitaron medio pulmón y que el cáncer no era como la gripe que se iba del
cuerpo.
Él volvió a sentarse a la
mesa y, como es natural, conversamos de manera larga y tendida sobre la vida
política del país; un tema que a él le apasionaba tanto como tomarse café,
fumarse cigarrillos o leer las publicaciones que caían en sus manos. No es
casual que, mientras recordábamos su pasado como militante del Partido Obrero
Revolucionario (POR), me clavó su mirada escudriñadora y dijo: Lo único que tengo que agradecerle a
Guillermo (Lora) es mi gusto por la lectura. Él me inculcó el hábito de la
lectura.
Todos tenemos que morir de algo
Todos sabíamos que, por
prescripción médica, estaba terminantemente prohibido de que volviera a fumar,
pero él, de manera obstinada, seguía queriendo pitar, al menos para aplacar un instante su adicción crónica al
tabaco. Mi tía Olga lo acechaba de cerca, intentando evitar que Filippo se
llevara la hebra del cigarrillo a la boca. Así fue como una tarde, apenas
salimos al patio para tomarnos un baño de sol, lo sorprendió pitando. Ella se plantó delante de él y,
en tono de reproche, le dijo: ¡Eres el
colmo, Flaco, no puedes seguir fumando! A lo que él, con una mirada de
sorna y echando una bocanada de humo, le replicó: ¡Va, que importa, oye! ¡No molestes, oye!¡Todos tenemos que morirnos de
algo!
Para entonces, Filippo había
sido excluido del Movimiento Al Socialismo (MAS), acusado de haber recibido
dineros de la embajada norteamericana para darles cancha libre a los mercenarios de la DEA. Él juraba que esas
acusaciones eran patrañas montadas por los asesores cubanos del gobierno,
porque nunca recibió un solo centavo de nadie y mucho menos de los gringos
interesado por erradicar las plantaciones de coca en el Chapare; más todavía,
estaba convencido de que las falsas acusaciones eran los mismos métodos estalinistas, que se usaron en
la Unión Soviética durante los años de purga
contra los trotskistas y críticos de la burocracia del Kremlin.
Un obrero intelectual
Un día, después del
almuerzo, salíamos de la casa de mi madre y nos fuimos a dar unas vueltas por
los bosques de Tyresö, donde aprovechamos para conversar sobre diversos temas
que eran de su dominio. Fue entonces que me di cuenta de que Filippo, a
diferencia de la mayoría de los mineros, era un obrero intelectual, un autodidacta que no sólo leía, sino que
también escribía con la misma pasión con que se dedicaba a sus quehaceres de
dirigente político y sindical.
Conocía la realidad de los
mineros desde el interior de la mina y se relacionó con los dirigentes
legendarios del sindicalismo nacional. Por cuanto no es casual que en su libro Semblanzas, que es un magnificó
testimonio personal y colectivo, aparezcan bosquejadas las biografías de varios
de ellos, como Juan Lechín Oquendo, Simón Reyes, César Lora, Isaac Camacho,
Federico Escóbar, Irineo Pimentel y Domitila Barrios de Chungara, sin dejar de
lado a otros personajes de la política nacional y a un par de gerentes de la
Empresa Minera Catavi.
No cabe duda de que Filippo
era uno de los pocos obreros
intelectuales, gracias a su inteligencia natural y sus ganas de saber cada
vez más, más y más, como quien quiere superarse a sí mismo en su condición de
persona sentipensante. No es nada
raro que, entre la variada gama de dirigentes mineros de todos los tiempos,
haya sido el único o casi el único que tenía la facultad de metamorfosearse de
su condición de topo en ratón de biblioteca.
De llok’allas y mangueros
Cualquiera que conversaba
con Filippo, se daba cuenta de que este hombre, de recio temple y actitud
impulsiva, que estaba acostumbrado a llamar las cosas por su verdadero nombre;
al blanco, blanco y al negro, negro, era una piedra en el zapato de los
gobernantes, a quienes, sin consideraciones ni pelos en la lengua, los trataba
de carajitos, cojudos y llok’allas. En
cierta ocasión, cuando le hice notar que sus expresiones eran peyorativas y
rayaban en el menosprecio y la discriminación, me contestó que no tenía otra
forma de referirse a los traidores del pueblo, a los mangueros del gobierno y a los tránsfugas que nunca lucharon contra
las dictaduras militares para recuperar la democracia cautiva, que no sabían lo
que eran las cárceles, las torturas ni el exilio; pero que, sin embargo, se
treparon al poder para desvirtuar los principios del programa que él mismo
elaboró antes de que se fundara el MAS, con una sigla que le compraron a un
falangista cruceño.
Lo interesante es que
Filippo, antes y después de su participación en el parlamento boliviano, donde
se hizo conocido por agarrarles a t’ajllazos
(sopapos) a sus adversarios políticos, no podía estar sin leer ni hacer apuntes
de su experiencia, con la convicción de que todo esto le serviría para escribir
sus libros que, con el apoyo de sus amigos y dineros de su propio bolsillo, se
publicaron uno a uno. De los cinco libros que conozco, De la revolución al Pachakuti es el que mejor refleja los
triunfos y las derrotas en su vida, desde su infancia encerrada en un
orfelinato para huérfanos de la Guerra del Chaco, su formación como dirigente
sindical, su participación en las dos cámaras del parlamento boliviano y sus
posteriores roces con el poder político; un poder que se le esfumó de su
control y de sus manos, porque tuvo la mala suerte de haber sido estrangulado
por el mismo Frankestein que él
intentó crear a su imagen y semejanza.
A mi retorno a Bolivia,
cuando me encontraba de paso por Cochabamba, me llamó por teléfono para
invitarme a su cumpleaños. Le agradecí por el cometido, pero le expliqué que no
podía asistir porque tenía previsto, desde hacía mucho tiempo, una reunión importante
con unos amigos. Él subió el tono de su voz y, casi gritándome desde el otro
cabo del teléfono, me dijo: ¡Qué reunión
importante ni qué ocho cuartos. En este país no hay otro tipo más importante
que yo, así que tienes que venir nomás, oye… Si no vienes, te voy a cortar los
huevos, carajo! Con amenazas y todo, no pude deshacerme de mi compromiso ni
pude asistir a celebrar su cumpleaños. Desde ese día, no volvimos a hablarnos
ni a fundirnos en un afectuoso abrazo entre un tío y un sobrino.
El legado de un carismático hombre
Ahora que Filippo no está ya
con nosotros, sólo nos queda su legado de lucha, sus libros con experiencias
vividas y sufridas, sus malas palabras,
sus actitudes irreverentes contra los poderes de dominación y sus sabias
enseñanzas que nos harán falta a todos, a los que estaban con él y a los que
estaban en contra, porque Filippo correspondía a esa categoría de hombres que,
a pesar de su partida, permanecerá en la memoria histórica del pueblo y
brillará con luz propia en la constelación de los mejores líderes políticos y
sindicales que parió el movimiento obrero boliviano.
Asimismo, el Filippo
humanista, revolucionario y contestatario, seguirá siendo mi tío Flaco, con quien tenía coincidencias y
discrepancias, pero también con quien tuve la fortuna de compartir inolvidables
momentos tanto dentro como fuera del país, y a quien siempre lo recordaré con
un profundo cariño y respeto, porque de él aprendí mucho, como de un maestro
armado de conocimientos, aunque él nunca tuvo la intención de enseñarme nada, atenido
a la idea de que un escritor, como me lo dijo en una de nuestras charlas, es una persona que aprende más de los libros
que de las conversaciones que se las lleva el viento.
Siempre será recordado
El Filippo de los ojos
grandes y claros, la piel algo picada por el acné de la adolescencia y la voz
con inflexiones de mando, el Filippo con la pinta del playboy minero y la risa amigable que, cuando estaba de buen humor,
podía estallar en una sonora carcajada, será siempre recordado por esa llama
interior que lo convertía en un personaje ineludible y carismático. De su
inteligencia natural y su fecunda verba, que despertaba la admiración de los
suyos y la furia de sus enemigos, no hay nada que hablar, salvo que sus ideas,
transformadas en palabras, se le disparaban como dardos por la boca, unas veces
para defender sus principios ideológicos y otras veces para ofender a sus
adversarios.
Con todo, el Filippo
intelectual será el que permanecerá entre nosotros a través de sus obras,
puesto que no necesitó de intermediarios ni plumas prestadas para escribir, con
su puño y letra, algunas de las tesis políticas fundamentales del movimiento
obrero boliviano, como no necesitó de voces prestadas ni correctores de pruebas
para escribir su historia personal, desde Testimonio
de un militante obrero hasta su libro Semblanzas
que, con sus aciertos y desaciertos, resultó ser la historia de todo un pueblo.
En esto radicaba, probablemente, la importancia de llamarse FILIPPO, con
mayúsculas.
Imágenes
Filippo con su infaltable bolsa de coca
Filippo en su biblioteca
Filemón Escóbar, Víctor Montoya y Olga Vásquez
Interviene en un ampliado minero en su juventud