viernes, 6 de enero de 2017


LA CASA DE JAIME MENDOZA EN UNCÍA

La primera vez que leí la novela En las tierras del Potosí, siendo aún estudiante de secundaria, me llamó la atención el saber que su autor había vivido en las poblaciones mineras de Llallagua y Uncía, ubicadas en la Tercera Sección Municipal de la Provincia Rafael Bustillo del Departamento de Potosí. No podía imaginarme que un escritor chuquisaqueño, médico de profesión y literato de vocación, hubiera decidido asentarse en las tierras de lo que antes fuera el emporio del magnate minero Simón I. Patiño, en cuyos hospitales, tras egresar de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier de Chuquisaca en 1901, con su tesis de grado titulada La tuberculosis en Sucre, prestó sus servicios para atender a los mineros aquejados de silicosis y a sus familias necesitadas de atención médica.
   
Tuvieron que pasar muchos años, casi cuatro décadas, para que me animara a viajar a Uncía para conocer la casa donde vivió este precursor del realismo social minero en la literatura boliviana. Así fue como una mañana, mientras el sol caía a plomo sobre las montañas jaspeadas de diversos colores y matices espectaculares de Llallagua, abordé un taxi en la Plaza 6 de Agosto -cerca de la Escuela Jaime Mendoza, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir entre tirones de patilla y reglazos en la palma de las manos-, con destino al municipio de Uncía, donde se encuentra la fortaleza que Patiño regaló a su esposa Albina, como lugar de residencia y prueba de su amor. En la actualidad, este portentoso palacio, con arcos barrocos, estructura canteada con pilares y detalles arquitectónicos de estilo francés e inglés, es el Museo Histórico Simón I. Patiño.

En esta misma urbe están el Museo Etnográfico Ayllus del Norte de Potosí; la Planta generadora de energía a Diesel, los motores traídos desde Alemania en 1901, el Ingenio Miraflores, los hornos de tostación de minerales y otras instalaciones metalúrgicas de la entonces próspera empresa La Salvadora. Aunque ya no existen los campamentos mineros ni funciona la estación del ferrocarril Uncía-Machacamarca, que empezó a construirse en 1912, este patrimonio histórico de la edad dorada de la minería boliviana, enclavado cerca de los cerros Espíritu Santo y Juan del Valle, sigue teniendo un fuerte poder de atracción para los turistas nacionales y extranjeros.

No es para menos, si se piensa que fue en uno de estos cerros, donde Juan del Valle, prospector de la Corona Española, rastreó en 1564, a 4.516 msnm, los mismos yacimientos que sus coterráneos explotaban en el Cerro Rico de Potosí, pero la suerte no estuvo de su parte. Entonces se dirigió a sus huestes, que lo seguían a lomo de mulas y caballos, y les dijo: ¡Esto es una Uncía! (moneda romana de ínfimo valor), y, sin haber logrado su ambicioso cometido, dio marcha atrás, heredándole su nombre al cerro que, tres siglos y medio después, se convertiría en la región más próspera de la nación, ya que en las faldas del cerro Juan del Valle, abiertas a fuerza de combos, barretas y dinamitas, Simón I. Patiño encontró la veta más rica de estaño del mundo. Así fue como el Metal del diablo, despreciado por el prospector de la Corona Española, convirtió a Patiño en el Rey del Estaño y a Uncía en el imán de los cazadores de fortuna.

Un recorrido entre cerros y pampas

Durante el recorrido por la carretera diagonal Jaime Mendoza, actualmente asfaltada, no dejaba de contemplar los cerros ni las áridas pampas que, en mi infancia y adolescencia, recorrí una infinidad de veces a pie o en camioneta, para asistir al Cine Municipal, los balnearios de aguas termales, la festividad patronal de San Miguel, los encuentros deportivos entre el Colegio Primero de Mayo y el Colegio Rafael Bustillo, y cada  vez que transportaba el estaño escondido en los bolsillos de una faja amarrada alrededor de mi magra cintura que, debidos a los barquinazos de la camioneta en los baches del tortuoso camino, me dejaba sin aliento y con las caderas adoloridas. Además, aún sin haber cumplido los diez años de edad y por órdenes categóricas de mi abuelo, tenía que regresar a preguntar el porcentaje de la ley del mineral, que se había entregado en las oficinas de la COMIBOL en Uncía.

La tranca, ubicada en las afueras del pueblo, donde antes se requisaba a los rescatiris, que vivían del negocio ilícito de los minerales, ahora daba la bienvenida a los visitantes interesados en conocer la historia de esta población que, junto al auge de la industria minera de principios del siglo XX, fue el escenario donde se organizó el primer sindicato minero del país, al amparo de las corrientes ideológicas del anarquismo, marxismo y nacionalismo revolucionario. De modo que no es casual que en estas tierras se haya protagonizado también la primera huelga en la Empresa Patiño, el 29 de abril de 1918, reclamando la jornada de ocho horas y el aumento salarial, y se haya perpetrado la primera masacre minera en 1923.


Al cabo de vencer los siete kilómetros desde Llallagua, el taxi paró en la Plaza 6 de Agosto de la Capital Folklórica del Departamento de Potosí; una urbe que sobrevive gracias a la agricultura, la ganadería y el comercio, como sujeta a una economía informal que nada tiene que ver con la época de esplendor de la empresa La Salvadora, que Simón I. Patiño compró a una compañía chilena en 1897, para así tener bajo su control la mayor producción de estaño en el país. Lo cierto es que Uncía perdió su importancia económica, social y política desde que la industria minera se desplazó hacia la población de Llallagua, que desde las primeras décadas del pasado siglo se transformó en el nuevo epicentro de las actividades que antes florecieron en Uncía.  

En la plaza de los recuerdos

Al bajar del taxi, miré en derredor, como quien retorna después de una larga travesía al lugar añorado en la lejanía, y encontré, a primera vista, varias referencias que quedaron fijadas en mi memoria, remontándome a mis años de pubertad y adolescencia, a esos años en los que solía viajar de Llallagua a Uncía, los días domingos y pasado el mediodía, en una camioneta que levantaba polvareda a lo largo del camino pedregoso y accidentado. No quería perderme la función de matiné en el Cine Municipal, en cuya sala de asientos cómodos y paredes elegantes, vi las mejores películas de cowboy, como El bueno, el feo y el malo, Por un puñado de dólares y Por unos dólares más, protagonizadas por el legendario pistolero Clint Eastwood.

Pero todo eso fue en otra época, porque ahora, la fachada del Cine Municipal de estilo francés, que funcionaba como tal desde los años 40 de la centuria pasada, se estaba desmoronando como un castillo de arena ante la mirada indiferente de sus habitantes y autoridades ediles. A mí no me quedó más remedio que mirarlo con sublime nostalgia, pues no podía entender cómo un importante edificio, que significó tanto para urbanización de Uncía, tenía las paredes a punto de caerse contra las aceras de las calles Chayanta y Potosí.

En esta plaza, en otrora dominada por los inmigrantes croatas, a quienes mi abuelo los llamada despectivamente tikllosos (sin color ni gracia), sorbí los helados batidos a mano y comí las tawa-tawas (masitas parecidas al churro español) más sabrosas que vendían las señoras de mantas y polleras. Eso sí, nunca llegué a saber el porqué mi abuelo los llamaba tikllosos a los croata-yugoslavos, salvo el hecho de que llegó a conocerlos muy bien en los pleitos que sostuvo con más de uno de ellos por cuestiones de minas y linderos de terreno, habida cuenta de que mi abuelo, en su condición de inmigrante chuquisaqueño y buscador de fortunas, se avecindó en este pueblo, donde compró sus mejores revólveres y caballos, y donde incluso nació mi madre un 26 de mayo de 1932. Pero el sobrenombre de tikllosos, que a mí me sonaba como a una rara enfermedad llegada de allende los mares, fue un secreto que mi abuelo se llevó hasta la tumba. 

Algunos de los inmigrantes, que llegaron a estas serranías con la ilusión de hacer Las Américas, levantaron los edificios más emblemáticos del casco antiguo del municipio, como el Hotel Uncía, construido en la última década del siglo XIX por el croata Jorge Granic. Desde entonces, el Hotel pasó por manos de varios propietarios y administradores, comenzando por el comerciante Gregorio Luksic, quien fue socio y empleado de su coterráneo Granic. Lo penoso es que este Hotel de dos plantas, cuya categoría era de tres estrellas para su época, pasó a ser la Caja Nacional de Seguridad Social tras la revolución de 1952 y, con el paso del tiempo, se redujo a una estructura vieja, que fue demolida sin pena ni gloria, como otras construcciones que quedaron reducidas a escombros, como en las ciudades bombardeadas o abandonadas a su suerte.

Espero que esto no suceda con la casa construida por Pedro Versalovic en 1895, en plena esquina de la Plaza 6 de Agosto, que constituye una verdadera joya arquitectónica que debe conservarse para la posteridad, convirtiéndola en el Palacio Municipal de Artes de la Capital de la Provincia Bustillo. Ya sé que muchos han pensado en demolerla con afanes comerciales y de lucro, olvidándose de que los edificios son también reliquias del pasado histórico de un pueblo, un patrimonio que debe conservarse contra viento y marea, para evitar que la historia de Uncía no se pierda entre las brumas del olvido. 

Rumbo a la casa del escritor

Al cabo de un tiempo en la Plaza 6 de Agosto, recordé la principal razón por la que viajé a Uncía y, sin perder más tiempo, me dirigí bajo un sol ardiente hacia la casa donde vivió el ilustre médico y escritor Jaime Mendoza, un hombre consagrado al estudio metódico y enemigo del ocio mundano.

Luego de caminar por la calle Villazón y atravesar por la Plaza Alonso de Ibáñez (más conocida como la Plaza del Minero), que son testigos mudos del grandioso pasado de este pueblo que, tras la caída estrepitosa de la industria minera, pareciera desmoronarse por dentro y por fuera, poquito a poco y sin resistirse al inexorable paso del tiempo, avisté la casa de Jaime Mendoza, ubicada en la zona 2 de la antigua calle Libertad (hoy calle 9 de Abril).


La pequeña  vivienda, con techo de calamina y una ventana de un metro por un metro y medio, no parece tener otro atractivo que el de haber sido la residencia del escritor de la primera novela minera en Bolivia. La fachada, de color blanco y café, está relativamente conservada, probablemente, gracias a las numerosas refacciones que sufrió o, probablemente, porque las autoridades decidieron en algún momento de lucidez mental conservarla como una suerte de atractivo turístico, a pesar de que el escritor no recibió en vida ningún reconocimiento oficial de parte de las autoridades uncieñas.

La casa que habitó Jaime Mendoza, con su esposa y sus hijos Martha y Gunnar, tiene sobre la puerta el Nro. 39 y en la parte superior tres plaquetas recordatorias; dos de ellas dedicadas al escritor; una de 1989 y otra de 2003. En esta misma casa nació en 1914 su hijo Gunnar, quien, estimulado por la actividad intelectual de su padre, realizó desde su juventud una prolífica labor como historiador, bibliógrafo y archivista tanto en la Casa de la Moneda en Potosí como en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia en Sucre. No en vano el rectorado de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier de Chuquisaca, en representación de algunas facultades, colocó una plaqueta en su memoria y en cuya inscripción se lee: Hace cien años en esta casa nació el eminente historiador, bibliógrafo y archivista don: Gunnar Mendoza Loza… Eterna gratitud a su vida y obra por la cultura boliviana. Uncía, 3 de septiembre del 2014.

De la Guerra del Acre a Llallagua

Por sus antecedentes biográficos se sabe que antes de establecerse en esta casa, donde escribió las primeras obras de su vasta producción científica y literaria, partió junto a una tropa de soldados con destino a la Guerra del Acre, un conflicto limítrofe y bélico entre Bolivia y Brasil (1903 - 1905), en el que ambas naciones se disputaron un territorio rico en árboles de caucho y yacimientos auríferos. Jaime Mendoza ofició como médico de soldados y siringueros (trabajadores encargados de extraer la goma de las siringas); una valiosa experiencia que le sirvió para reflexionar sobre la geopolítica boliviana y escribir su novela Páginas bárbaras.

Se sabe, asimismo, que al término de la Guerra del Acre, retornó a la población de Llallagua en 1905. Todo hace pensar que no sólo lo hizo porque amaba estas tierras del emporio estannífero de la empresa de Simón I. Patino, sino también porque en estas tierras había encontrado al amor de su vida en Matilde Loza, una joven apuesta y oriunda de Chayanta, población que por entonces tenía más habitantes que Uncía y Llallagua. El mismo Jaime Mendoza, refiriéndose a su retorno en uno de sus escritos, apuntó: No había olvidado las tierras y gentes entre las cuales inicié mi carrera (…) Apenas libre después de la expedición al Acre y cuando bien pude escoger otras mejores situaciones que se me ofrecían, preferí regresar modestamente a Llallagua, a seguir trabajando entre seres anónimos y desheredados (Mendoza, J., 2014, p. 23).

Cuesta imaginarse que el médico y escritor Jaime Mendoza, nacido en Sucre el 25 de julio de 1874, se haya establecido por voluntad propia en este pueblo de contrastes sociales y raciales, donde unos tenían todo y otros no tenían nada. Esta realidad, sin embargo, hizo aflorar su vena humanista y su faceta de filántropo. En su cuento Muerte de un chileno en Llallagua (1906), se advierte su actitud de buen samaritano, pues aparte de solidarizarse con la trágica situación de un extranjero, que jamás dejó de abrigar las esperanzas de retornar a su país, una vez hecho realidad el sueño de un rápido enriquecimiento, lo atendió de un tifus que melló su salud física y mental, como si fuese su médico de cabecera y durmiendo en una cama adicional que hizo disponer en la misma habitación, hasta que el joven chileno, agonizante entre delirios, fiebres y accesos de tos, falleció entre sus brazos. Según Jaime Mendoza, el santiaguino Bernardo Cifuentes, aficionado a la poesía y el teatro, se extinguió junto con el último cabo de vela que iluminaba el triste escenario de este drama en que se aunaban la enfermedad, el desamparo, la lejanía del hogar y el truncamiento de una vida en flor (Poppe, R., 1983, p. 24).

Esta dramática experiencia y muchas otra más que vivió como médico de la Compañía Estannífera de Llallagua, le llevaron a asumir una postura más humana ante las tragedias que enlutaban a las familias mineras. Por cuanto es lógico afirmar que la filosofía médica de Jaime Mendoza era consecuente con su personalidad humanista, ya que no dudaba en combinar el aspecto social con el científico, consciente de que un médico no podía ni debía olvidarse del sufrimiento del paciente y de las consecuencias psicológicas que la enfermedad podía causar en éste y su entorno familiar.

En 1906 viajó a Chile, donde conoció al escritor cruceño Gabriel René Moreno, quien, al saber que Mendoza escribió versos desde los nueve años de edad, lo estimuló a seguir en su actividad literaria.
Encuentro con Alcides Arguedas en París
Jaime Mendoza, después de haber trabajado por años en los centros mineros de Uncía y Llallagua, donde varios jóvenes citadinos fueron a parar como el personaje de su novela, atraídos por la fascinación de que se ganaba el dinero a manos llenas, se ausentó por un tiempo a la Ciudad Luz, en esa metrópoli que, a principios del siglo XX, fue la meca de los intelectuales latinoamericanos. En París cursó estudios de especialización y asistió a tertulias literarias; circunstancias en las que conoció a Alcides Arguedas, quien, a tiempo de sugerirle que cambiara el título de su novela, de Martín Martínez a En las tierras del Potosí, escribió un elogioso prólogo para la primera edición.

Una vez publicado el libro en una imprenta de Barcelona en 1911, Jaime Mendoza fue considerado uno de los precursores de la corriente del llamado realismo social, no sólo porque abogaba a favor de los oprimidos, sino también porque describía la realidad minera con un asombroso naturalismo, como lo hicieron otros autores latinoamericanos, que incursionaron en la temática indígena y proletaria. No en vano el poeta nicaragüense Rubén Darío, refiriéndose a la temática de su novela, lo llamó el Gorki americano.

El autor de Raza de bronce y Pueblo enfermo, que entabló una buena amistad con Jaime Mendoza en París, lo recordó muchos años después de la siguiente manera: En tarde de canícula, se nos presentó en una caverna de los bulevares, donde tenemos costumbre de reunirnos algunos paisanos a beber cerveza, uno de ellos, acompañado de un hombrecito menudo, y nos lo presentó con gesto displicente.

El doctor Mendoza, compatriota nuestro.

Era éste un hombre de pequeña talla, endeble, lampiño casi, pálido, de aspecto tímido, de edad indefinible, porque a simple vista parece pasar de los treinta, y su prematura calvicie y sus arrugas hacen pensar en los cuarenta. Iba vestido muy simplemente de negro y hablaba con voz queda, embarazada y aún tropezando; pero no daba, ni de lejos, la impresión de pertenecer a esa categoría de gente que viven en nuestros pobres y desmantelados poblachos la oscura vida de los seres sin cultura y sin ideales, absorbidos sólo con la preocupación del dinero… No hace al caso decir, ni yo me acordaría exactamente, lo que en la mencionada tarde hablamos con el desconocido paisano quien seguía con ojos indolentes el curiosos espectáculo del bulevar; y probablemente olvidara su nombre pasado este ocasional encuentro si días después no se repitiese éste, y tras breve charla no me preguntase con tono indiferente y sonriendo no sin cierta malicia:

Usted qué… (aquí algunos cumplimientos)… querría me hiciese el favor de decirme si me sería fácil editar un libro.

Lo miré no sin cierta sorpresa.

¡Cómo! ¿Tiene usted un libro para publicar?

Sí, señor.

E inclinó la cabeza, enrojeciendo levemente.

¿Y qué clase de libro es?

Entonces mi paisano, con voz algo tímida, habló:

Un pequeño libro que he compuesto en mis ratos de ocio… Soy médico, he vivido algunos años entre los mineros y he visto que esa vida es un poco triste. En las minas de nuestro país hay ciertas costumbres que van modificándose gradualmente y que acaso acabarán por desaparecer del todo; y antes de que tal suceda, creo que se debe hacer obras que en cierta manera fijen esas costumbres dentro del tiempo… Además, yo le tengo cariño a esa tierra, allí he pasado parte de mi juventud y ganando el pan que como, y es en mí una deuda de gratitud, con esas gentes humildes y desgraciadas contar algo de su vida.

¿Podría usted leerme su libro? le pregunté repentinamente, interesado por su hablar simple y cuerdo.

¡Por qué no!

Y me lo leyó una tarde, y como la impresión que dejase en mí fue profunda, híceme su amigo, y desde entonces, ya en su casa o en la mía, no cesábamos de estar juntos y de cambiar pareceres y opiniones, hasta el día en que, tras breve conocimiento, lo despedí en la estación de un ferrocarril... (Montoya, V., 1991, p. 31).

Jaime Mendoza, a diferencia de Alcides Arguedas, tenía una personalidad introspectiva y un amor desmedido por el terruño que lo vio nacer. Nunca vio en la colectividad boliviana a un pueblo enfermo, tampoco compartió la tesis de que los indios y cholos eran leones sin melena o batracios gigantes; por el contrario, en su libro El macizo boliviano, afirmó: El medio hace al hombre y que, al margen de considerar a la montaña como factor importante en la creación de Bolivia, estaba convencido de que el espíritu del hombre andino era semejante a la grandeza de su paisaje y, por eso mismo, una poderosa fuerza llamada a cambiar el curso de la historia.

El argumento de la novela

En las tierras del Potosí narra los avatares de Martín Martínez, chuquisaqueño y estudiante de leyes, quien decide marcharse a las minas de Llallagua, donde se asegura que hay abundante riqueza. No obstante, una vez en el lugar, tras un largo recorrido a lomo de mula, encuentra una vida dura, llena de accidentes, enfermedades, injusticias sociales, borracheras desenfrenadas y frustraciones sentimentales. Según Alcides Arguedas, quien fue el primero en leer el manuscrito que le proporcionó el autor, se trata de una novela objetiva, cuyo vigor y realismo social no fueron superados por ninguna otra novela hispanoamericana.


La novela incluye varios personajes remarcables, como Lucas, un mozuelo que roba estaño y lo revende para ayudar a los pobres; Claudina, una atractiva mujer de pollera dedicada como palliri al lavado del mineral, con quien Martín tiene un amorío, hasta el día en que ella lo traiciona y huye con su amante; el médico de las minas, quien, por sus razonamientos y observaciones de la dantesca realidad de los mineros -expuestos durante largas jornadas a trabajar en ambientes insalubres y condiciones precarias, sin seguridad laboral, beneficios sociales ni maquinarias apropiadas para explotar las vetas-, pareciera proyectar los valores humanos y principios ideológicos del autor de En las tierras del Potosí.

La novela, dividida en quince capítulos, tiene la clara intención de denunciar abiertamente la explotación despiadada de los mineros, quienes son sometidos a trabajos inhumanos sin pagas decentes ni garantías laborales. La obra, desde el año de su publicación, ha iniciado el ciclo de la llamada literatura minera y ha servido para abogar a favor de la causa de los trabajadores del subsuelo. Por eso mismo, y con legítimo derecho, se lo considera uno de los documentos histórico-literarios más fidedignos que se han escrito jamás acerca de los mineros bolivianos.

Jaime Mendoza, aparte de lo expuesto En las tierras de Potosí, mostró su preocupación por otros aspectos concernientes a la situación social de los obreros, registrados en varias de sus obras. Su hijo Gunnar, tras una minuciosa investigación, nos recuerda: Entre su numerosa producción bibliográfica al respecto hay que mencionar sus conferencias ´Por los obreros`, estudio, inédito, de los dos ejemplares típicos del proletariado boliviano, el minero y el siringuero; ´El comunismo` y ´Temas sociales bolivianos`, sobre los problemas emergentes de la crisis minera de 1928 y 1929 en Bolivia; más todavía, Jaime Mendoza, preocupado por el bienestar social de los habitantes de Llallagua y Uncía, impulsó la fundación de los primeros hospitales y escuelas, las primeras sociedades mutuales de trabajadores, de beneficencia y de deportes.

El furor de las críticas

Como en todo análisis de una obra literaria no faltaron las controversias y las críticas correspondientes. Una de las más importantes es la que se refiere a la perspectiva desde la cual fueron contempladas las costumbres de las familias mineras, que no son retratadas en su verdadera dimensión, debido a que fueron observadas por un médico de clase media que, por mucho que lo intentó una y otra vez, no logró penetrar en el espíritu más profundo del indígena que se proletarizó tras irrumpir la gran industria minera en el norte de Potosí, con todas las características que implica un sistema de producción capitalista. Es decir, el proletario percibe un salario a cambio de su fuerza de trabajo y adquiere una conciencia de clase, se organiza en sindicatos revolucionarios que no sólo defienden los intereses socioeconómicos de los obreros, sino que, a su vez, representa una amenaza para los intereses de la oligarquía minera y los consorcios imperialistas interesados en saquear los recursos naturales en las montañas de Llallagua y Uncía.

No faltaron los críticos que compararon la novela de Jaime Mendoza con La Vorágine, del escritor colombiano José Eustaquio Rivera, tanto por la temática social como por la intensidad dramática, pero no así por la emoción y la altura estética. El historiador Enrique Finot consideró la obra como mediocre, aunque con fuerza y realismo. Asimismo, afirmó que tenía un «título antiliterario pero lleno de sugestión». El escritor Fernando Díez de Medina, coincidiendo con la opinión vertida por otros críticos literarios, se refirió a la obra como extraída de la realidad y a su estilo como enérgico y directo, pero poco artístico.

Guillermo Lora, uncieño de nacimiento, en La frustración del novelista Jaime Mendoza, texto insertado en su libro Ausencia de la gran novela minera, afirmó que la obra de Mendoza adolecía de muchos errores, que reflejaban la incapacidad creativa del autor y su desconocimiento del mundo minero. Por ejemplo, apuntó que en la novela no se escribe sobre las afamadas montañas de Llallagua y Uncía, cuyas extrañas manaron ingentes cantidades de estaño, convirtiendo en ricos a unos pocos y en pobres a los mineros, quienes pagaban con sus vidas la codicia de los barones del estaño. Tampoco se describe al minero en su ambiente natural: el interior de la mina, donde los trabajadores, antes de empezar a horadar la roca, le rinden tributo al Tío, que es el salvador de vidas y el celoso guardián de los minerales, y, lo que es peor, no se presenta a la clase obrera en función a su rol histórico-social, armada con un alto grado de conciencia política y capaz de acaudillar la revolución proletaria.

En síntesis, Guillermo Lora, quien redactó la Tesis de Pulacayo en una de las casas de Uncía, opina que no puede existir una novela minera sin montaña ni mineros, sobre todo, si se considera que la montaña, cuyos socavones se han tragado miles de pulmones desde que se abrieron como enorme bostezos de hambre, debe constituirse en el escenario natural de la historia relatada y los mineros deben ser los principales protagonistas de la novela; dos elementos sustanciales que están ausentes En las tierras del Potosí. Por lo tanto, en palabras de Lora: es una novela frustrada porque no alcanza la vida, la tragedia y el heroísmo de los mineros y menos los estremecimientos dolorosos del proletariado de parte de la arruinada clase obrera (Lora, G., 1979,  p. 130).

Otras facetas del autor

Jaime Mendoza, después de la publicación de En las tierras del Potosí, intensificó su labor como escritor e investigador, incursionando en varios géneros literarios que, con el correr de los años, lo convirtieron en uno de los autores imprescindibles en la constelación de las letras bolivianas.

Aparte de las novelas Páginas bárbaras, Los malos pensamientos y El lago enigmático, tiene en su haber una cuantiosa obra dedicada al campo de la investigación científica e histórica, como El macizo boliviano, Una historia clínica, Apuntes de un médico, El factor geográfico en la nacionalidad boliviana y La tragedia del Chaco, entre otras.

Este hombre de hábitos sencillos y corazón noble, que en lugar de haber sido abogado o sacerdote, optó por ser médico y escritor desde su adolescencia, vivió en Uncía por más de una década, hasta su restitución a Sucre en 1915. Fue entonces que deslumbró a propios y extraños con otras facetas de su personalidad. Ejerció importantes cargos públicos en la arena política, llegó a ser rector de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier y Senador por el departamento de Chuquisaca, entre  1931-36. Terminada su gestión parlamentaria, fue designado  Director del Manicomio Nacional Pacheco en Sucre. Los estudiantes le asignaron el título de Maestro de la Juventud; un título que le colmó de orgullo, pero que no le dio ninguna compensación monetaria, quizás, porque tuvo la desgracia de vivir en una época en que la actividad intelectual era menos valorada que en la actualidad.
   
Ahí tenemos a su coterráneo Tristán Marof, cuyo verdadero nombre era Gustavo Adolfo Navarro, quien no sólo fundó en Uncía el primer Partido Socialista de Bolivia y lanzó la consigna: Minas al Estado y Tierras al Indio, sino que también tuvo toda la razón cuando dijo: En los pueblos poco desarrollados, el escritor es una especie de faquir que lo sabe todo, y por saber demasiado muere de hambre. Éste, probablemente, fue el caso de Jaime Mendoza, ya que él, como la mayoría de los escritores bolivianos, conoció la pobreza y la pobreza lo acompañó hasta la muerte, aun cuando tenía un salario como médico, catedrático y funcionario público, que en ocasiones le permitió gozar de una modesta comodidad tanto en Uncía como en su ciudad natal, pero sin haber logrado amasar la misma fortuna que los magnates del estaño, ni haber recibido el reconocimiento oficial de parte del Estado nacional por su intensa actividad literaria y sus aportes en el campo de las ciencias humanas.

Con todo, lo importante es que Jaime Mendoza nunca se arrepintió de los pasos que dio ni de las decisiones que tomó en su vida, ya que de todas ellas sacó experiencias que le sirvieron para elaborar sus obras, como cuando escribió En las tierras del Potosí, donde plasmó en letras de molde las vivencias y los recuerdos de su juventud en Uncía y Llallagua, recuerdos que permanecieron para siempre en su memoria.

Su hijo, el historiador y archivista Gunnar Mendoza Loza (1914-1994), en una evocación a su padre, escribió sobre los años juveniles del novelista, ya postrado en su lecho de muerte a los 65 años de edad: Jaime Mendoza conservaba intactos los recuerdos de antaño, como el derrocamiento de Arce, la Guerra Federal, las minas de Llallagua en manos de chilenos, sus juergas en hoteles y chicherías de Uncía junto a obreros y comerciantes sirios, eslavos, italianos, administradores de las empresas, y sus amigos de Colquechaca y Chayanta (Arratia, Beltrán, Salinas, Barrón, etc.) que habitaban Uncía por entonces (Mendoza, G., 2014, p. 7).

A modo de reflexión y colofón

Al alejarme de la casa de Jaime Mendoza, con la idea fija de retornar en otra ocasión, tuve la extraña sensación de haber retrocedido en el tiempo y haberme ubicado en el preciso lugar donde se escribió la primera novela del realismo social minero, En las tierras del Potosí, una obra que leí en mi adolescencia, más por obligación que por iniciativa propia, como parte de la asignatura de literatura correspondiente al ciclo medio de educación secundaria.


Después de haber visto la casa de nuestro Gorki americano, que hoy está catalogada como una atracción turística en la población de Uncía, pude comprender que la grandeza de este autor, que no se separó del papel ni del lápiz hasta la hora de su muerte, acaecida el 26 de enero de 1939, radicaba en su genuina humildad y en su profunda sensibilidad para percibir las injusticas sociales, que para él eran las peores lacras de una sociedad hecha a golpes de egoísmo e insensatez. No es casual que este escritor, como muy pocos autores bolivianos de su época, hizo del niño un tema en su creación literaria, reflejándolos en cuentos y composiciones poéticas; ahí tenemos, por ejemplo, su poema El huérfano (1915) y su novela Los héroes anónimos, sobre un niño que hizo la campaña del Acre contra el Brasil, así como sus canciones infantiles (música y letra, que permanecen aún inéditas).

Ahora bien, lo que no atino a entender es el porqué Jaime Mendoza, ya postrado en el lecho y antes de exhalar el último suspiro, pidió que el epitafio grabado en su tumba fuera una estrofa de su poema La muerte, que dice: Y tal es mi sola ambición/ mi solo anhelo de gloria/ de vivir no en la memoria/ pero sí en el corazón (Mendoza, G., 2014, p. 7), cuando todos sabemos que este encumbrado escritor, a casi un siglo de su deceso, está tan vivo en el corazón como en la memoria de quienes vivimos en las poblaciones mineras del norte de Potosí, donde fue ambientada su primera novela que, a pesar de las críticas habidas y por haber, contribuyó decisivamente en el conocimiento de la realidad minera de principios del siglo XX.

Por lo demás, cabe sugerir que el gobierno autónomo municipal de la Capital Folklórica del Departamento de Potosí, en uso de sus específicas atribuciones, se preocupe mucho más en conservar la casa de Jaime Mendoza y, al mismo tiempo, en promocionarla como un auténtico patrimonio histórico y cultural de la población de Uncía, donde actualmente tiene más visitas la Chicharronería de doña Marujita en la calle Sucre, que la casa del célebre escritor de En las tierras del Potosí en la calle 9 de Abril.

Bibliografía:

Lora, Guillermo: Ausencia de la gran novela minera, Ed. El Amauta, La Paz, 1979, pp. 254.

Mendoza, Gunnar; Muerte de Jaime Mendoza, Ed. La Patria, Cultural El Duende, Oruro, 2/ 02/ 2014, pp. 12.

Mendoza, Jaime: Resumen biográfico , Ed. Piedra de Agua, Revista bimestral de la Fundación del Banco Central de Bolivia, Año 2, Nr. 6, La Paz, mayo y junio de 2014, pp. 62.

domingo, 25 de diciembre de 2016


EL MONSTRUO DE LA MINA

En el paraje más profundo y alejado de la mina, donde se detuvo el tiempo en un tiempo sin tiempo, habita un monstruo de dos cabezas, cuatro piernas y cuatro brazos.

Los mineros que lo vieron de lejos, entre la pálida luz de las lámparas y las cortinas de la oscuridad impenetrable, cuentan que el monstruo se alimenta con el cadáver de quienes perdieron la vida en los buzones de la galería.

Dicen también que el monstruo, de cuernos retorcidos y ojos rutilantes, llora como un niño abandonado y da vueltas sobre sí mismo, mordiéndose la cola que a veces restalla como un látigo de fuego.

Los mineros, conocedores de los secretos escondidos en el seno de la montaña, aseveran que el monstruo es la criatura que el Tío tuvo con una chola, a quien le quitó el honor y la embarazó en un solo acto de amor.

El monstruo de la mina, hijo legítimo del Tío y heredero único de las riquezas minerales, se les aparece sólo a los mineros que pierden la razón de tanto haber pijchado y bebido.

jueves, 15 de diciembre de 2016


MASACRE EN LA PAMPA MARÍA BARZOLA

Siempre que se conmemora el Día del Minero Boliviano, cada 21 de diciembre, recuerdo el año en que mi madre me inscribió como alumno en el nuevo Colegio Junín de Catavi, que se construyó en la pampa María Barzola, al otro lado del cementerio y cruzando un río caudaloso en épocas de crecida.

Lo que desconocía por entonces era que el colegio, donde los hijos de los mineros asistíamos por las tardes, porque el turno de las mañanas estaba reservado exclusivamente para los hijos de los técnicos de la Empresa, se construyó en el mismo lugar donde se perpetró la masacre minera en diciembre de 1942. Tampoco sabía que el nombre de Catavi provenía del vocablo aymara q’atawi, que significa yacimiento de cal, debido a que esta región de topografía escarpada, clima variable y ubicada aproximadamente a 10 Km. de Uncía y a 5 Km. de LLallagua, está flanqueada por empinados cerros que fueron volcanes activos durante la Era cuaternaria en la historia del planeta.

Sólo años más tarde, cuando empecé a leer la historia de las masacres obreras, me enteré de que esta pampa, por cuyo zigzagueante camino, pedregoso y polvoriento, anduve y desanduve con la carpeta a cuestas, estaba regada con la sangre de las familias mineras. Me enteré también que la masacre de Catavi, como todas las registradas en la historia del movimiento sindical boliviano, fue protagonizada por las fuerzas represivas del Estado minero-feudal, controladas por los barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Félix Avelino Aramayo), quienes, desde principios del siglo XX y en el marco de un sistema de explotación capitalista, trazaron el rumbo de la vida económica y política del país, teniendo como aliado a la cúpula castrense, cuyo principal objetivo, más que defender la soberanía nacional, consistía en sofocar los brotes de protesta de los obreros politizados y sindicalizados.

La masacre de Catavi se produjo cuando el presidente Enrique Peñaranda (1940-1943), lacayo de los barones del estaño, dispuso suministrar estaño barato a Estados Unidos e Inglaterra a cambio de la pobreza de los mineros bolivianos, que arrojaban sus pulmones en los tenebrosos socavones para que otros vivan mejor. Los barones del estaño disfrutaban de sus riquezas en el exterior, mientras los trabajadores de las minas se morían antes de cumplir cuarenta años de edad, reventados por la explotación y la silicosis.

El 30 de septiembre de 1942, el único sindicato que conservaba la legalidad, el de Oficios Varios de Catavi, planteó un pliego petitorio a las autoridades de la compañía Patiño Mines and Enterprises Consolidated, consistente en dos puntos fundamentales: 1). Aumento de sueldos y salarios, y 2). Mantenimiento de los precios de los artículos de primera necesidad en las pulperías.

Simón I. Patiño, por intermedio del gerente de su empresa, rechazó rotundamente el pliego petitorio y solicitó al gobierno declarar estado de sitio, poner orden en los campamentos y actuar, en caso de ser necesario, con el lenguaje de las armas contra la conducta beligerante de los huelguistas que, exigiendo mejores condiciones de vida y de trabajo, se mantuvieron incólumes desde los primeros días de diciembre.

El gobierno movilizó al regimiento Ingavi, al mando del coronel Luis Cuenca, con destino a Catavi, declaró a los distritos mineros de Uncía y Llallagua bajo jurisdicción militar y ordenó que el comandante de la Región Militar Nro. 3, con sede en Oruro, se traslade a Llallagua para tomar la jefatura de las tropas acantonadas en la zona y de otras que se enviarían posteriormente, asumiendo las responsabilidades de mantener el orden social y evitar la huelga minera a cualquier precio, con el justificativo de que era necesario garantizar la continuidad de la producción para seguir suministrando estaño a los países aliados en la guerra.

El 13 de diciembre, los oficiales y soldados del ejército, acantonados en Catavi desde el mes de noviembre, procedieron a la detención de los principales dirigentes sindicales. Los obreros y sus familias, como es natural, reaccionaron de manera instintiva e inmediata, se declararon en huelga y se movilizaron para exigir su libertad.


Los jerarcas de la Empresa Minera Catavi, con el respaldo de las fuerzas represivas del gobierno, ordenaron cerrar la pulpería, suspender el pago de salarios, cortar el suministro de agua y presionar a los obreros para que retornen a sus fuentes de trabajo, con el ultimátum de que los huelguistas serían retirados sin contemplaciones y sin derecho a sus beneficios sociales.

El lunes 21 de diciembre, en horas de la mañana, los mineros, decididos a defender sus derechos laborales y conquistar sus reivindicaciones económicas, se reunieron en Uncía, Siglo XX y Cancañiri. Poco más tarde, los manifestantes, que partieron desde Siglo XX, con el pliego de peticiones en sus manos, tomaron la carretera de acceso a Catavi. Hicieron un alto a la altura del cementerio y esperaron a sus compañeros de Uncía en el empalme de los caminos.

La muchedumbre, una vez reunida en un total de 7.000 a 8.000 personas, prosiguió la marcha en tres columnas hacia Catavi. En las primeras filas habían mujeres y niños junto a los mineros de vanguardia que, portando banderas rojas y aferrados a la firme decisión de reclamar el pago de sus salarios, que la empresa dejó en suspenso por órdenes del gobierno, marcharon atronando cartuchos de dinamita y levantado polvareda bajo el sol que inundaba la mañana.

Los tres oficiales del regimiento Ingavi y los 200 efectivos militares, apostados en la parte superior de Catavi, con las ametralladoras emplazadas en la llanura, tenían órdenes de disparar al aire para amedrentar y dispersar a los manifestantes. Así lo hicieron, las primeras descargas fueron disparadas en dirección al cielo, pero después, al constatar que la multitud seguía la marcha rumbo a la gerencia de la Empresa Minera Catavi, descargaron la artillería, a mansalva y sangre fría, contra el cuerpo de quienes avanzaban agitándose entre banderas y pancartas polvorientas.

De pronto, entre el alarido de las mujeres y el grito de protesta de los hombres, cayó una lluvia de plomo y fuego que hizo vibrar la pampa como el lomo de un caballo al galope. La palliri María Barzola, que estaba en la fila de vanguardia, haciendo flamear la bandera tricolor y arengando contra las tropas dispuestas a convertir la pampa en un baño de sangre, fue la primera en caer abatida por las balas, envuelta en la bandera nacional y la mirada perdida en el horizonte. Los demás cuerpos cayeron entre ayes de dolor y los heridos se arrastraron entre las piedras y los arbustos.

Los sobrevivientes se desbandaron en estampida y, entre el pánico y el dolor, buscaron refugio en las quebradas del río, mientras otros se replegaban hacia la población de Llallagua. Los disparos comenzaron a las diez de la mañana y se prolongaron hasta las tres de la tarde; un tiempo suficiente como para dejar constancia de que la oligarquía minera tenía la fuerza y la razón. Al término de la masacre, en la pampa quedó un reguero de muertos y de heridos, incluyendo a mujeres y niños.


El saldo oficial de la masacre fue de más de veinte muertos y el doble de heridos. Sin embargo, un testigo ocular afirmó que al menos cuarenta cadáveres fueron acarreados en la carrocería de los camiones y enterrados en una fosa común en el cementerio de Llallagua, donde actualmente no hay ni una sola cruz en su memoria.

Todo lo relatado, como ustedes supondrán, forma parte de la historia del movimiento obrero boliviano, pero lo que no logro entender hasta ahora es por qué a este establecimiento educativo, donde cursé un año del ciclo intermedio, le pusieron el nombre de Colegio Junín y no el nombre de María Barzola, en justo homenaje a la mujer que entregó su vida a la causa de los mineros, quienes pugnaban por liberarse de los látigos del imperialismo, conscientes de que era posible construir una sociedad más justa y democrática.

Lo peor es que, cuando retorné a la pampa María Barzola, después de más de treinta años de ausencia, me enteré de que el edifico del Colegio Junín pasó a depender de la Universidad Nacional Siglo XX, donde actualmente funcionan algunas de sus carreras. Sin embargo, no sé si los estudiantes universitarios, quienes serán los futuros profesionales del país, saben que en este mismo lugar, donde la oligarquía minera perpetró la funesta masacre, se firmó también el decreto de la Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952.

Con todo, me consuela la idea de saber que esta pampa árida y pedregosa pasó a los anales de la historia como el Campo de María Barzola y que el 21 de diciembre de cada año se conmemora el Día del Minero Boliviano en honor y memoria a los caídos en la masacre de Catavi, una población ubicada en la provincia Bustillo de Potosí y a 3.764 m. sobre el nivel del mar, donde los mineros, las amas de casa y los hijos de los mineros aprendimos a tomar conciencia de que la justicia social no es un regalo de nadie, sino una conquista que está escrita con sangre obrera. 

miércoles, 14 de diciembre de 2016


LA PEDAGOGÍA NEGRA EN STRUWWELPETER

Heinrich Hoffmann (Frankfurt, 1809-1894) fue prestigioso pediatra y personalidad activa en el ámbito sociopolítico. Después de la revolución de 1848 se identificó con los ideales del liberalismo democrático y en 1851 fue designado director de un instituto para dementes, que en la actualidad forma parte de la clínica neurológica dependiente de la Universidad de Frankfurt.

Heinrich Hoffmann, como muchos otros académicos de su época, tuvo aspiraciones literarias. Escribió piezas de teatro, poesías y compendios de divulgación científica. El libro que le dio renombre internacional fue Struwwelpeter (Peter asqueroso), cuyas ilustraciones y textos los concibió mientras ejercía como pediatra. Se cuenta que para tranquilizar a sus pequeños pacientes, quienes se mostraban inquietos y nerviosos a la hora de ser auscultados, Hoffmann solía contarles historias y enseñarles figuras divertidas que, de cuando en cuando, arrancaban la sonrisa inocente de los niños. Entre los dibujos de su preferencia había uno que representaba la imagen de un niño con faldellín rojo y polainas verdes, las piernas y los brazos abiertos, las uñas crecidas como púas y, sobre todo, con una masa compacta de pelos desgreñados, donde parecía no haber entrado jamás un peine. A esta figura siniestra lo llamó Struwwelpeter que, en el dialecto alemán de Frankfurt, significa Peter asqueroso o Peter desgreñado.

Discriminación racial

Heinrich Hoffmann, en diciembre de 1838, recorrió por todas las librerías en busca de un regalo para su hijo de tres años. Y, al no encontrar un solo libro apropiado para esa edad, se limitó a comprar un cuadernillo empastado, donde empezó a escribir las mismas historias que contaba a sus pacientes. La primera de ellas, referida al personaje que más le seducía, decía en su versión original: ¡Ven y mira esto!/ Así era Struwwelpeter,/ quien durante el año,/ los pelos no se peinó,/ ni sus uñas se cortó./ La tijera y el peine,/ el siempre evitó./ No era peligroso,/ pero sí estúpido y sucio,/ sin agua ni jabón,/ como un gato sucio./ Los niños no jugaban con él,/ se le acercaban y le insultaban:/ ¡ Struwwelpeter, así de feo eres tú!


Este cuadernillo de historias, que Hoffmann entregó a su hijo como regalo de Navidad, tuvo una inmediata acogida entre los miembros de su familia y entre los niños que asistían a su clínica. Como por entonces tenía ya inquietudes literarias y varios contactos en el ámbito cultural, decidió enseñar el cuadernillo al Dr. Loening, quien junto a su amigo J. Rötten, dueño de una casa editorial, quedaron maravillados con las historias e ilustraciones, y no dudaron en publicarlo, pero sin firmar ningún contrato.

Al cabo de un tiempo se imprimieron 1.500 ejemplares bajo la supervisión del propio Hoffmann, quien eligió el formato del libro y la calidad del papel. Después se expuso en las librerías y, a las cuatro semanas, se agotó la edición. De modo que el editor, al comprobar que tenía en sus manos un libro de éxito, firmó un contrato formal con el autor.

La primera edición de Struwwelpeter (1845), que apareció con el seudónimo de Reimerich Vinderlieb, contenía una introducción y seis historias escritas en verso. Para la quinta edición (1847) se incluyeron cuatro historias nuevas y se cambió el seudónimo por el verdadero nombre del autor. Desde entonces, el libro ha conocido centenares de reediciones tanto en alemán como en otros idiomas.

Censura ético-moral

Las historias escritas por Hoffmann reflejan los cánones morales y éticos propios de la Alemania del siglo XIX, y hacen referencia a las consecuencias dramáticas de la desobediencia infantil, con una mezcla de ironía y humor negro, pero también con las preceptivas de una educación marcada por la violencia y el autoritarismo.

Hasta mediados del siglo XX, sin resquicios para la duda, ningún niño estaba eximido del castigo físico o psíquico, ni aun habiendo nacido en el seno de una clase social privilegiada, pues los objetivos centrales de la educación estaban orientados a forjar individuos que acataran disciplinadamente las normas establecidas por la Iglesia y el Estado.

Los niños carecían de derechos y consideraciones. No podían obrar a su manera ni participar en las decisiones de su propio destino. En el hogar, la iglesia y la escuela, se los educaba con autoritarismo y severidad, premiando a los sumisos y castigando a los desobedientes.

Todos estaban conscientes de que el castigo era el mejor método para corregir los hábitos indeseados e inculcar los que se consideraban más apropiados para la vida social, sin que nadie advirtiera que las secuelas físicas y psíquicas determinaban el futuro de los niños, llevándolos a reproducir más tarde, con sus propios hijos, la misma violencia de la cual fueron objetos en su infancia. En consecuencia, la mentalidad imperante en la sociedad alemana del siglo XIX imprimió su sello en la educación en general y en la literatura infantil en particular.

Instrumento didáctico

Los libros de la época, más que recrear y estimular la fantasía de los niños, servían como instrumentos didácticos, mediante los cuales se impartían normas éticas y morales. Por lo tanto, jugar con fuego, rechazar la comida, exigir un capricho, comportarse mal en la mesa, llevarse el dedo a la boca, eran conductas comparadas con los delitos cometidos contra la institución eclesiástica o estatal, y, consiguientemente, eran castigados con la mayor severidad.

Los padres y educadores pensaban que Struwwelpeter constituía un auténtico paradigma de lo que debían ser los buenos libros infantiles, puesto que el niño, a través de sus textos e ilustraciones, podía internalizar las normas vigentes en la sociedad alemana, cuyos cánones de vida eran más autoritarios que democráticos, aun sabiendo que los niños sienten respeto por la autoridad de los adultos (poder y castigo), pero ningún respeto por el razonamiento lógico de ellos.


Si los niños no quieren ser víctimas del castigo, entonces no tienen otra alternativa que obedecer las reglas impuestas por los mayores, pues incluso dentro de nuestra cultura, la educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos de afuera (...) Para elegir un ejemplo al azar, una de las formas más tempranas de represión de ‘sentimientos’ se refiere a la hostilidad y la aversión. Muchos niños manifiestan un cierto grado de hostilidad y rebeldía como consecuencia de sus conflictos con el mundo circundante, que ahoga su expansión, y frente al cual, siendo más débiles, deben ceder generalmente. Uno de los propósitos esenciales del proceso educativo es el de eliminar esta reacción de antagonismo. Los métodos son distintos: varían desde las amenazas y los castigos, que aterrorizan al niño, hasta los métodos más sutiles de soborno o de ‘expiación’, que lo conducen e inducen a hacer abandono de su hostilidad. El niño empieza así a eliminar la expresión de sus sentimientos, y con el tiempo llega a eliminarlos del todo (Fromm, Erich., El miedo a la libertad, 1982, pp. 267-68).

Mentalidad fascista

Recién a mediados del siglo XX, los psicólogos y pedagogos cuestionaron el contenido de Struwwelpeter, considerándolo violento y espantoso; más todavía, tras los crímenes cometidos por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, se ha prohibido su circulación entre los niños, debido a que algunos de sus personajes evocaban la mentalidad fascista de un Hitler o un Mussolini; una mentalidad que no sólo fue producto de un determinado período del desarrollo histórico-social de las relaciones de producción de tipo capitalista, sino de ciertos mecanismos psicológicos al interior de las masas, como ser el sado-masoquismo, la debilidad y la apología del superhombre. Pero, además, porque el fascismo es un fenómeno social latente, presto a despertar y materializarse en un general golpista, en el autoritarismo irracional de golpear a un niño, una mujer, un anciano o un ser indefenso, como forma de legitimar la violencia en la debilidad de las víctimas.

Entre los estudios realizados en torno a la literatura infantil alemana, Struwwelpeter ha sido analizado de un modo superficial, y, lo que es peor, algunos han recomendado su lectura, como es el caso de la psicóloga Charlotte Bühler, quien se valió de Struwwelpeter para escribir su libro: Das Märchen und die Phantasie des Kindes (El cuento y la fantasía del niño), en el cual, aparte de desarrollar la tesis de que el desarrollo intelectual del niño determina las características que debe reunir un libro infantil, asevera que la obra de Heinrich Hoffmann, por corresponder a la clasificación de los llamados libros de imágenes, es un manual ideal para educar y entretener a los niños.

Es cierto que nadie pone en tela de juicio el hecho de que el primer libro de los niños sea el de las imágenes, y que los libros infantiles puedan clasificarse de acuerdo a su forma y contenido. Pero lo que no se puede admitir, bajo ningún pretexto, es el hecho de que cualquier libro de imágenes sea apto para los niños; peor aún, si éstos encierran mensajes fascistas que amenazan su integridad física y psicológica.

Cinco argumentos de la crítica

Culminada la Segunda Guerra Mundial, todos los analistas coincidieron en señalar que Struwwelpeter es un libro nocivo para los niños, debido a las siguientes consideraciones:

1. Una de las historias dice: El pequeño Kasper gozaba de buena salud/ Era como un balón, gordo y redondo/ Hasta que un día se puso a chillar: ¡Bah! ¡Bah!/ ¡No quiero comer más sopa!. El segundo día estaba ya flaco y seguía gritando: ¡No quiero ver la sopa!/ ¡Levanten eso, no la quiero ver!/ ¡No quiero comer más sopa!. El tercer día, ya demasiado débil, seguía gritando: ¡Yo no quiero comer más sopa!. El cuarto día, Kasper se puso delgado como un hilo y no pudo sobrevivir, hasta que el quinto día fue sepultado, con una sopera y una cruz sobre su tumba...


Esta historia es la que más se contaba a la hora de las comidas, como un instrumento de intimidación para obligar a comer a los niños, sin incumbirles los factores que hacen mella en los hábitos alimenticios. Por suerte, en la actualidad, la pediatría moderna nos ayuda a comprender que -una vez descartado todo origen orgánico o funcional- los problemas con la comida son casi siempre desencadenados por factores de tipo emocional y afectivo de mayor o menor grado.

Si un niño se escabulle, patalea, muerde o pone su cuerpo en tensión para resistirse a comer, debe interpretarse como un síntoma de que tiene fobia o pérdida de apetito, y que, en vez de amenazas y castigos, necesita comprensión y afecto de parte de los suyos. También se recomienda al adulto no manipular con los sentimientos del niño durante las comidas. Actitudes tales como decirle: Si no comes te volverás feo y morirás como Kasper, si no comes, mamá no te va a querer o papá se irá de casa, son maniobras nefastas que, en lugar de ayudarle a superar su fobia y recobrar su confianza en el amor de sus padres, le someten a una mayor angustia y confirman la falta de afecto. Por consiguiente, referirle la historia de Kasper, implica martirizarlo y amedrentarlo, sin considerar que el niño no sólo tiene necesidades fisiológicas, sino también emocionales.

2. A los niños que se succionan el dedo pulgar, por angustia o ansiedad, les puede ocurrir como a Conrad, a quien su madre le advierte: Debo ausentarme un momento/ Quédate en silencio y pórtate bien/ Pero, ante todo, te recomiendo:/ ¡No chuparte el dedo!/ Porque si no vendrá el sastre, con tijera grande/ Y te cortará el dedo... En efecto, ni bien se va la madre y Conrad se lleva el dedo a la boca, viene el sastre con una tijera grande y le corta los pulgares.


La historia sobre Conrad tiene una tendencia sádica que, además de ocasionar traumas en el niño, está al margen de toda consideración psicológica y pedagógica del porqué los infantes adquieren el hábito de succionarse el dedo. Según la psicología evolutiva, la boca, en el primer estadio del desarrollo del niño, es un órgano sensorial que le pone en contacto con el pecho materno y su mundo cognoscitivo. Pero, asimismo, la estimulación de la membrana bucal, que se produce a consecuencia de la succión, le proporciona una sensación placentera.

Luego del destete (interrupción simbiótica) es común que el niño se sujete a objetos transicionales o de sublimación, como ser el chupón, el dedo pulgar u otro objeto, que actúan de mediadores entre su sentimiento y la realidad externa, y que le son necesarios para sobrellevar la ansiedad o angustia provocada por la ausencia o separación de la madre. Si el chupón, el pulgar u otro objeto transicional, es una representación simbólica y un sustituto del pecho materno, entonces es lógico que se le permita al niño mantener relaciones especiales con los objetos de su preferencia, y hacer que las guarderías infantiles revisen sus normas higiénicas que, a veces, impiden que el niño lleve consigo su objeto preferido. Por ejemplo, si el niño está aferrado a un trapito sucio, que simboliza la ausencia de la madre, es probable que no quiera aceptar en modo alguno un trapito pasado por la lavadora, y menos aún uno nuevo.

Por otro lado, el hábito de succionarse el pulgar obedece a varios factores, entre otros, a que el niño no haya experimentado un destete positivo o se encuentre en un período regresivo a su fase oral, en la cual fue interrumpida la simbiosis con la madre. Consiguientemente, si el niño succiona su pulgar a causa de una frustración habida en su primera infancia, resulta contraproducente obligarlo, mediante el castigo o la amenaza, a prescindir de él, puesto que él mismo lo hará una vez que alcance una mejor estabilidad emocional.

3. En Struwwelpeter, como en cualquier otro libro que parte de la base de que el hombre blanco es sinónimo de superioridad e inteligencia, se cuenta la historia de un niño negro, que dice así: Pasando por un camino iba/ Un moro color resina/ Cuando el sol le quemaba el cuerpo/ Abría su parasol/ Después llegaba Ludving corriendo/ Llevaba su pequeño banderín. ¡Ven! ¡Ven!.../ Y Kaspar salía también, comiendo una rosquilla/ También llegaba Vilhem/ Llevando un arco en la mano/ Después vociferaban los tres, burlándose del moro:/ Eres negro como tinta, ¡he!, ¡he!, ¡he!...

Esta historia, escrita en una época en que Europa tenía todavía colonias en África, Asia y América, plantea el tema de la discriminación contra razas y culturas ajenas a Occidente. No se debe olvidar que los fundamentos del racismo nórdico-germano, en su lucha contra los judíos, gitanos y negros, estaban cimentados en la exaltación del hombre blanco -ojos azules, pelo lacio, labios delgados, nariz recta y físico atlético-, a quien se lo consideraba el creador de la civilización, pero también el ideal de belleza y la base de la nueva estética racial.

Los nazis estaban convencidos de que los valores creativos de Occidente se habían forjado en Alemania y que, por lo tanto, la extinción o mezcla de la raza aria con otras implicaría la desaparición de la civilización occidental. Los nazis no sólo se servían de las teorías socialdarwinistas para explicar la supremacía de su raza -como la más apta para dominar el mundo-, sino también del libro Struwwelpeter, cuyos menajes dirigidos contra la raza negra y su amplia difusión entre los niños y jóvenes, les servía como un poderoso instrumento en su lucha antisemita.

El hombre negro descrito en Struwwelpeter, aparte de ser negro como el hollín, es moro. Es decir, un árabe cuya imagen estereotipada todavía está llena de prejuicios en Occidente. La misma palabra árabe se asocia a la imagen de los beduinos que habitan en el desierto, durmiendo en tiendas, desplazándose en camellos y peleándose por los pozos de agua. Las mujeres visten prendas adecuadas para ejecutar la danza del vientre y los hombres, bestiales, corruptos, obesos, sedientos de joyas y riquezas, compran esclavas en las tiendas de los mercaderes. Esta discriminación contra el negro y el árabe, como contra los gitanos y los indígenas, no tiene otra intención que la de legitimar el desprecio del fuerte contra el débil o la supuesta supremacía de la raza blanca; una mentira universal que los dominantes inculcaron durante siglos en las colonias.

4. Si se parte del criterio de que el niño aprende a internalizar los conocimientos por medio de su actividad sensorio-motriz, experimentando y manipulando los objetos de su entorno, entonces la trágica historia de Emma, la niña que queda reducida a un montón de cenizas por jugar con una caja de fósforos, no sirve como ejemplo para censurar las travesuras de los niños. Además, sostener la idea de que los niños asimilan mejor los conocimientos estando quietos y callados, y no mediante una actividad lúdica, es tan erróneo como creer que los niños pueden internalizar las reglas y comportarse conforme a ellas antes de los 6 ó 7 años.

La psicología y pedagogía modernas aconsejan que incluso el entorno del niño debe estar modelado conforme a su tamaño y su capacidad cognoscitiva. Los muebles y los objetos con los cuales va a jugar deben ser apropiados para su edad. No se le puede entregar herramientas de trabajo hechos de hierro intentando enseñarle qué es una pala y una carretilla, y cuál es la función que éstos tienen en el trabajo del hombre. Lo mejor será que la pala y la carretilla sean de un material que no le haga daño al niño, sobre todo, que sean herramientas hechas de acuerdo a su edad y su fuerza física. Los objetos de su entorno deben ser como sus ropas, apropiados para su contextura física, al menos si se considera que se encuentra en una edad en la que necesita jugar y moverse activamente.

5. Otra historia en Struwwelpeter está referida a las desobediencias de Oscar, quien, por balancearse en la silla del comedor, cae de espaldas y con el mantel encima. Y, al romperse los platos, la sopera, los vasos y la botella, su padre le propina una paliza para enseñarle a permanecer quieto mientras come en la mesa. Lo que el padre de Oscar desconoce es que ningún niño, por muy educado que sea, puede permanecer callado y sin moverse durante las comidas o las lecciones en la clase, ya que ni su capacidad intelectual ni su sistema motriz se lo permiten.

Otras interpretaciones erróneas

La falta de conocimientos o las interpretaciones erróneas acerca del desarrollo psicológico, intelectual y lingüístico del niño, hacen que muchos padres no entiendan debidamente la conducta de sus hijos. Por ejemplo, cuando el adulto escucha una mala palabra en boca de un niño, se siente indignado y sorprendido, y lo primero que hace es prohibirle o censurarle, porque cree que el niño está consciente de la connotación semántica de la palabra, y no de que ésta ha sido incorporada en su léxico como una simple imitación del lenguaje adulto, así como el loro repite las palabras que escucha en su entorno.

Otro error frecuente es creer que el niño que aprende a leer y escribir a temprana edad, tendrá mayores éxitos en la escuela y en la vida profesional, comparados con quienes no aprendieron o demoraron demasiado en hacerlo; cuando en realidad, forzar el desarrollo intelectual del niño, obligándolo a asimilar un cierto tipo de conocimientos impuestos -al margen de su interés y capacidad-, puede tener consecuencias contraproducentes en su vida futura, como eso de sentir rechazo por la escuela, la lectura o la adquisición de nuevos conocimientos. Muchos de los niños que llegan al bachillerato asfixiados por la gramática, la historia, las matemáticas, etc., son productos genuinos de una psicología y pedagogía mal aplicadas, cuyos principios comparten el mismo error: pensar que el niño se parece más al adulto en su pensamiento que en su sentimiento, y no a la inversa.

Los estudios realizados en el nivel preescolar demuestran que cualquier educación forzada o superprecoz puede destruir los propios procesos de desarrollo armónico de la personalidad humana, interfiriendo con la formación de procesos más valiosos que se producen en el momento en que el desarrollo encuentra las condiciones más favorables en un determinado período de edad. Es decir, lo que el niño necesita durante el proceso de aprendizaje no es una enseñanza precoz y rápida, sino tiempo y más tiempo, y una serie de elementos didácticos que lo mantengan motivado.

En síntesis, el libro de Heinrich Hoffmann, más que ser una literatura que contribuye al desarrollo armónico del niño, es un manual apto para quienes creen todavía en el autoritarismo de la pedagogía negra. 

domingo, 4 de diciembre de 2016


LOS PERROS ANDARIEGOS DE LA CIUDAD

Algunas noches, mientras contemplo desde la ventana la Avenida del Policía, no es raro que escuche el ¡guau, guau, guau! de los perros andariegos, que viven lejos de sus casas y sin el control de sus dueños, como si fueran los hijos desamparados de la ciudad de El Alto.
  
Entre estos animales vagabundos, por descuido o por decisión de sus propietarios, hay varios que me llaman la atención por su aspecto y su bravura; unos tienen los pelos apelmazados por la mugre y los dientes clavados en la noche, mientras otros presentan el rostro lleno de costras y los ojos legañosos y colorados. No faltan los canes que, por su forma de moverse y ubicarse a la cabeza de la hambrienta manada, irradian la sensación de ser los más inteligentes y dominantes, como si tuvieran los instintos más desarrollados y la experiencia de sobrevivir en las calles a prueba de balas.

Algunas veces, cuando la manada corretea calle arriba y calle abajo, el perrito negro del vecino de enfrente se suma al alboroto. Aunque es un animal pequeño y flaco, que parece estar hecho sólo de piel y hueso, no deja de corretear detrás de una hembra en celo, acosándola, olfateándola y disputándose la presa con sus rivales, que se agitan excitados alrededor de la perra, que se defiende a dentelladas y con la cola metida entre las patas.
  
Este perrito negro, en cuyos ojos se refleja la tristeza de su alma, gruñe y muestra los colmillos al primero que cruza por la puerta de su casa, como si desde cachorro hubiese sido entrenado para ser, más que la mascota de la familia, el candado de la vivienda. Cuando llueve o hace frío, araña la puerta como buscando el calor en el seno del hogar, pero nadie le hace caso ni le abre la puerta. Es como si su dueño sólo lo necesitara por las noches para que sea el guardián y candado de la casa. No faltan las noches en que, después de sacudirse la suciedad de la pelambre, se echa sobre el pavimentado, acurrucado contra la puerta, y duerme como un ovillo de lana, hasta que su amo lo despierta de un grito o de un puntapié entre sus costillas.

Los perros andariegos, que no tienen collera ni nadie que los quiera, se aglomeran en torno a las bolsas de basura, que los vecinos inescrupulosos y caraduras, amparándose en las penumbras de la noche, tiran en cualquier esquina de la Avenida del Policía. Los perros, con sus patas y hocicos, escarban la basura en procura de encontrar restos de comida. Y si alguno encuentra un trozo de hueso, que sabe a esquicito manjar, lo roe un instante y se lo traga en un tris. Luego se relame el hocico como diciéndose para sus adentros: Soy el mejor amigo del hombre, aunque no siempre el hombre es el mejor amigo del perro.

El perrito del vecino de enfrente, que tiene los sentimientos más nobles que los de su amo, quien lo trata sin piedad y lo maltrata con la punta del zapato, actúa como una fiera salvaje, como si estuviera armado de impotencia y de rabia, ladra a los peatones que cruzan temerosos por la calle y asusta a los niños que van y vienen de la escuela. Todos le temen, a pesar de su aspecto esquelético y su alzada de menos de medio metro, pero nadie puede amainar su contenida furia, porque aun siendo un animal doméstico, que actúa por instintos y estímulos condicionados, tiene derecho a gozar de la protección y el cariño de sus dueños. Sin embargo, así esté prohibido el maltrato animal, como prohibido está que deambulen por las calles y los mercados, no se aplican ni se cumplen las ordenanzas municipales.

El Alto está lleno de perros andariegos y nadie hace nada por ellos. Vagan como pandilleros sin ley, comen los restos que encuentran en las bolsas de basura y duermen donde mejor pueden, expuestos a los múltiples peligros de la intemperie y al desprecio de los humanos, que los tratan y maltratan peor que a los bichos inmundos de la ciudad. 

sábado, 19 de noviembre de 2016


EL ESTÍMULO DE LA LECTURA EN LA FAMILIA

¿Cuál es la literatura apropiada para las primeras edades? La respuesta no es simple; primero, no existen recetas exactas para cada niño ni edad; y, segundo, esto depende de otros factores en los que intervienen la educación de los padres, las posibilidades económicas y los criterios respecto a lo que es buena o mala literatura.

Si se parte del principio de que los niños necesitan un acercamiento gradual y sin premuras hacia la palabra escrita, entonces es lógico recomendar, de un modo general, una literatura que reúna ciertos requisitos indispensables: textos comprensibles, ilustraciones a colores y temas que sirvan como fuentes de goce estético, diversión y juego.

Sin embargo, a pesar de las recomendaciones vertidas por los especialistas, algunos padres compran libros para sus hijos a partir de su criterio personal y no a partir del interés del niño, por cuanto es frecuente escuchar comentarios que contradicen la opinión de los niños: No, hijo, este libro no es bueno porque tiene muchos dibujitos y tampoco aquel otro porque tiene puras letras.

La elección de un libro para los hijos también depende de la economía de los padres. Si el libro es muy caro, no es raro escuchar: Este libro es muy voluminoso. Y si es el libro es muy barato, no dudan en cuestionar: Este libro debe ser muy malo, el precio lo dice todo. Entonces, como si la librería y las ferias del libro fuesen una suerte de mercados de abarrotes, se compran libros que mejor se ajustan al grosor de la billetera.


No digo que la elección que hacen los padres a la hora de adquirir un libro sea disparatada, sino que, a veces, se compran libros sin considerar el verdadero interés de los niños y sin preguntarles cuál sería el libro que a ellos les gustaría leer, independientemente del volumen o el precio.

La mayoría de los padres -y desde luego también algunos profesores-, consideran que un libro infantil debe ser instructivo; es decir, debe impartir conocimientos científicos y positivos para mejorar las notas escolares del niño, ya que un libro de aventuras y fantasías no le aporta nada y, para lo peor, hasta puede inculcarle valores negativos y de mala conducta.

Estos padres no advierten que, con los libros elegidos a su criterio y sin previa consulta a los hijos, están poniendo en riesgo el estímulo que necesitan los niños para adquirir el hábito de la lectura. Los niños que leen libros por obligación -o son sometidos a lecturas que no les interesa-, tienden a convertirse en personas reacias a la lectura; en cambio, los niños que leen libros que estimulan su fantasía y abordan temas que son de su interés, tienden a gozar con la literatura y asumen la lectura como una parte de sus vidas.

En contraste con los ejemplos citados, existen padres que se acomodan al interés lector de sus hijos y que, guiados por su intuición, les compran libros que los impactan tanto por su formato como por su contenido. No es casual que estos padres, apenas un hijo les enseña un libro de su interés, exclamen: ¡Qué bien, hijo! ¡Qué libro tan maravilloso! ¡Seguro que te va a gustar!; es más, le sugieren que escoja otro libro más que le gustaría leer.


Después están los padres a quienes poco o nada les interesan los libros destinados a los niños, no tanto porque tienen escasos recursos, sino porque carecen de conocimientos o, como suele ocurrir en nuestro medio, porque ellos mismos no tuvieron padres que estimularan su hábito de la lectura. Por lo tanto, es normal escucharles decir: No vale la pena invertir dinero en libros que sólo divierten y no enseñan nada. Además, para qué gastar en libros, si igual se divierten mirando la tele.

Se sobreentiende que con este tipo de padres es muy difícil razonar en torno a la importancia de la literatura infantil en la formación integral del niño, en vista de que ellos mismo, debido a razones socioeconómicas, no tuvieron acceso al maravilloso mundo de la literaria infantil durante su infancia, siendo que la familia es el principal agente mediador entre los niños y los libros.

La familia, junto con la escuela, es el entorno inmediato en el cual se debe fomentar el hábito de la lectura. En un hogar donde existen personas que leen de manera habitual, los niños no ven los libros como objetos raros, sino como materiales donde unos buscan el entretenimiento en sus ratos de ocio, en tanto otros buscan los conocimientos que necesitan en su vida personal o profesional.

La familia y la escuela son imprescindibles para formar buenos lectores desde la infancia, no sólo porque los padres y profesores son los principales modelos de los niños, sino también porque los adultos son los encargados de guiarlos en sus primeros pasos hacia la conquista de los cofres literarios, donde están los tesoros de la literatura infantil.

Si los niños ven que los adultos disfrutan con la lectura, entonces comprenden que una de las mejores maneras de matar el tedio es refugiándose en las páginas de los libros, aunque mirar la televisión o pasar el tiempo con los videojuegos sean también otras de las tentaciones que los acechan a diario.

La familia es el ámbito ideal para que los niños descubran la palabra a través de la narración oral o la lectura de un libro. Una madre que suele contar cuentos a sus hijos cuando éstos se acuestan o un padre que les lee libros en los momentos lúdicos, aun sin saberlo, están cumpliendo una función de mediadores entre los niños y la literatura infantil. Cuando esto se convierte en una costumbre familiar, es muy probable que estos niños, cuando sean padres, repitan el mismo hábito con sus hijos, ya que existen costumbres que se transmiten de padres a hijos y de generación en generación.

La familia, en el mejor de los casos, debe disponer de una pequeña biblioteca, dejando al alcance de los niños los libros que pueden despertar su curiosidad y, consiguientemente, su interés por leerlos sin que nadie los obligue. Los libros tienen que ser asequibles, como las frutas apetecibles puestas en un frutero. El niño primero los contempla, después los hojea y, si están con mucho apetito de lectura, los toman como si fuesen frutas, los leen y los disfrutan.

  
La familia y la escuela son centros de recursos para la enseñanza y el aprendizaje, pero para poder cumplir a cabalidad este objetivo, aunque parezca una mera aspiración idealista, es necesario que en el hogar exista una pequeña biblioteca familiar y en la unidad educativa una biblioteca escolar dotada de materiales que sean del interés de los niños, puesto que la biblioteca es un recinto de entretenimiento y aprendizaje, pero también un reino que cobija a los interesados en adentrarse en los mundos imaginarios de la literatura infantil.

En síntesis, valga considerar tres aspectos fundamentales en la interrelación habida entre familia, escuela y literatura: 1). La familia y la escuela sirven como intermediarios entre los niños y los libros; 2). Los niños dan sus primeros pasos y comienzan su contacto con la palabra, hecha cuento y poesía, entre los brazos de sus padres y entre las cuatro paredes del hogar; 3). La literatura infantil contribuye al enriquecimiento de las facultades cognitivas del niño, que necesita mejorar permanentemente su destreza lingüística y social, como necesita desarrollar su capacidad intelectual y emocional.

miércoles, 16 de noviembre de 2016


LA VECINA DE LA BASURA

La vecina de la casa de la izquierda, hasta no hace mucho, fue una vieja jorobada, achacosa y solitaria. Su esposo, un minero relocalizado, llegó a la ciudad de El Alto cuando el gobierno del Víctor Paz Estenssoro decretó el cierre de las minas. Nadie conocía el pasado de esta anciana ataviada con mantas y polleras, salvo el hecho de que era gruñona a carta cabal y que tiraba la basura por doquier, sea de noche o sea de día, creyéndose dueña y señora de la Avenida del Policía, sobre todo, del tramo donde estaba ubicada su casa. 

Por las mañanas, sentada sobre una pequeña silla de madera, tomaba baños de sol con la espalda arrimada contra la pared, mientras sus diminutos ojos miraban a diestra y siniestra, como el águila que acecha a su presa antes de atraparla entre sus garras; en realidad, los vecinos que la  trataron desde siempre, en las buenas y en las malas, cuentan que se trataba de una abuelita curiosa, deslenguada y chismosa.

Por las tardes, antes de caer el rosado resplandor del ocaso, sacudía sus ropas y alfombras en plena calle, y alimentaba a los perros callejeros con restos de comida, que ella sacaba en una olla de arcilla y la vaciaba sobre el pasto de la jardinera, que en la visión de ella, acostumbrada a convivir con la basura hasta las orejas, era un vertedero cualquiera.

Unos dicen que era una vieja tacaña, que no comía huevos por no tirar las cáscaras, y que tenía una lengua sin pelos cuando debía insultar al primero que se le interponía en su camino o le llamaba la atención por tirar la basura en la calle. No cabe duda de que era una vieja chocha y de carácter insoportable, por eso nadie la tenía en estima ni nadie le dirigía el saludo.

Otros cuentan que, desde que murió su marido con mal de mina, ella empezó a tratar mal a sus hijos; razón por la que éstos, apenas conocieron al primer amor de su vida, se marcharon de casa, dejándola abandonada entre sus porquerías y cachivaches. Cuando se murió rodeada de ratas y piojos, nadie acudió a su velorio y mucho menos a su sepelio. En ella, más que en nadie, se cumplió el refrán: Seis emes matan a las viejas como a mi vecina: mugre, más mugre y mucho más mugre.

Así es como esta vieja, que provocaba focos de infección allí donde arrojaba la basura, no pensaba en la salud de los niños ni en el bienestar de los perros callejeros. Lo más grave es que murió sola, como sola llegó al mundo, con una mano por delante y otra por atrás. Nadie se explica cómo vivió hasta mascar agua, si toda su conducta contradecía el refrán que dice: Lávate bien el pellejo, si quieres llegar a viejo. Ella no se lavó el pellejo, pero llegó a la vejez como si nada. 

En los últimos días de su vida, todavía echando la basura delante de su casa, se la vio caminando apenas, con la joroba como caparazón de tortuga, las trenzas desgreñadas y los pies arrastrándose sobre el asfaltado de la calle, hasta que, como se tenía previsto, murió en la más absoluta soledad, sin que le ladraran ni siquiera los perros callejeros.

Según cuentan los testigos, su deceso se produjo a poco de verter la basura sobre el pasto de la jardinera. Cuando ingresó en su casa, con la olla de arcilla vacía, le sobrevino un colapso y, con el corazón fundido por un ataque cardíaco, se desplomó de cara contra el piso, donde días después, una de sus hijas, que llegó a visitarla desde Cochabamba, la encontró tendida sobre sus heces fecales y en estado de putrefacción. Sólo entonces se confirmó: Quien viene de la mugre, a la mugre se va…

Yo llegué a conocerla en la etapa final de su vida. Y no faltaron las veces en que, asomándome a la ventana, le gritaba a voz en cuello: ¡Prohibido echar la basura en la calle, señora! Ella volteaba la cabeza y me disparaba una furibunda mirada, mientras movía los labios como maldiciéndome por mi atrevimiento. Cómo iba a decirle que no echara la basura, si ella era la dueña de la Avenida del Policía, o, al menos, eso es lo que ella creía desde que se estableció en esa casa del Plan 361de la ciudad satélite de El Alto.