LA
TUMBA DE CÉSAR VALLEJO
La
mañana que tomé el metro en París, rumbo a la estación Raspail, cuya salida
conduce a una de las entradas del famoso cementerio Montparnasse, la
muchedumbre se apiñó en el andén para meterse en cualquiera de los vagones,
como si huyeran de un incendio que devoraba a la Ciudad Luz.
Me
apeé en la estación de mi destino y dirigí mis pasos hacia el cementerio
Montparnasse, ubicado en un barrio de la bohemia parisina, en el número 3 del
boulevard Edgar Quinet; un camposanto abierto en 1824, que ocupa alrededor de
19 hectáreas y alberga unas 35.000 tumbas.
Hace
tiempo que tenía curiosidad por visitar la tumba de César Vallejo (Santiago de
Chuco, Perú, 1892 – París, Francia, 1938), quien fue uno de los mayores innovadores
de la poesía del siglo XX y el máximo exponente de las letras
hispanoamericanas; un revolucionario en las ideas y las palabras. No en vano
transitó por todos los niveles del lenguaje, pulverizando las normas estéticas
y retóricas de la poesía convencional. Su interés por la innovación poética lo
llevó a crear un nuevo lenguaje a través de una gramática de deslexicalización
del mismo, con una sintaxis, ortografía y semántica muy personal e
inconfundible, al puro estilo estético de los movimientos dadaístas y
surrealistas de su época.
Cuando
ingresé en el cementerio, donde descansan los restos de muchos personajes
célebres, tanto franceses como extranjeros, me vi perdido como en un laberinto
de nunca acabar. Después de una agotadora caminata y tras haber leído en las
lápidas los nombres grabados de hombres y mujeres que, con sus vidas y obras,
iluminaron nuestra mente y llenaron nuestro corazón, me dirigí hacia donde
yacían los restos de vate peruano bajo un sol que ardía en las alturas.
Cuando
llegué al lugar, me sorprendió ver que la tumba de César Vallejo, poeta
comunista y revolucionario, estuviese rodeada por lápidas de personas con
apellidos notables o títulos respetables. Pero mayor fue mi sorpresa al
constatar que el sepulcro, que parecía hecho de dolor y soledad, recibía
innumerables visitas y lucía flores rojas como la sangre.
Estar
al lado de su tumba era suficiente motivo para pensar que Su cadáver estaba lleno de muerto e imaginarlo tal cual aparece en
esa famosa fotografía captada por Juan Domingo Córdoba y fechada en 1929, donde
está sentado en una grada de los jardines de Versalles, con un aspecto de poeta
dandi: camisa blanca, traje oscuro impecable y zapatos brillantes como su
cabellera peinada hacia atrás como las alas de un cuervo. La foto revela
también a un hombre taciturno, con el rostro de líneas angulosas, el ceño
fruncido y la mirada perdida en el horizonte, como si estuviera inmerso en una
profunda meditación; tiene una nudosa mano sosteniendo su huesudo mentón, y la
otra, en la que luce un impresionante anillo, sujetando la empuñadura de su
bastón. Al lado de él está sentada su esposa Georgette Marie Philippart Tavers,
quien aparece sosteniéndole, probablemente por solicitud del poeta, su sombrero
gris con cinta negra.
Al
ver esta fotografía cuesta hacerse una idea de que este poeta, que fue
retratado de cuerpo entero, hubiese tenido penurias de orden económico y
existencial, hasta que escarbamos en las investigaciones de sus biógrafos, que
no dudaron en echar luces sobre las penumbras de un inmigrante que se movía al
borde de un precipicio social; una situación que experimentó Vallejo desde que
llegó a París, donde vivió -sobrevivió-, deambulando de pensión en pensión y de
alojamiento en alojamiento, sin que faltaran las veces en que, por falta de
recursos económicos, se viera obligado a pasar la noche en la intemperie.
Sin
embargo, el poeta no se dio por vencido y siguió buscando un asidero en una
ciudad multifacética y cosmopolita, sin dejar de dedicarse con pasión a la literatura.
Incluso trabó contacto con Juan Larrea, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y
Tristan Tzara, con quienes compartía el sueño de colaborar en publicaciones que
difundieran su obra escrita tanto en verso como en prosa. Con Larrea fundó la
revista Favorables París Poema, y con
Pablo Abril de Vivero el semanario La
Semana Parisién, publicaciones que, a pesar de su importancia, tuvieron
efímera vida.
Aunque
sabía que se reunía con sus amigos en tertulias y reuniones informales, incluso
en sesiones de espiritismo en las que se convocaba el alma de un mercenario
ruso para enviarlo a España, con la misión de acabar con la vida del dictador
Francisco Franco, me preguntaba si alguna vez estuvo en una brasserie,
como La Coupole, degustando del menú,
tomándose cervezas frías y vinos añejos de Château Mont-Redon, o en un ambiente más relajado e
intelectual, como el café Flore de Saint
Germain, donde se reunían Albert Camus, Simone de Beauvoir, Boris Vian y
Jean-Paul Sartre, junto a otros intelectuales y bohemios que, entre copa y
copa, intercambiar noticias literarias, confrontar principios filosóficos o,
simple y llanamente, repetían los versos de Rimbaud o Verlaine entre humos de
cigarrillo.
Con
todo, cabe recordar que Vallejo encontró dos amores que le encendieron el
corazón y tuvo épocas en las que consiguió trabajos eventuales como periodista
y profesor de Lengua y Literatura, hasta que en marzo de 1938, sufrió de
agotamiento físico y fue internado en el hospital por una enfermedad
desconocida. No se trataba de la misma hemorragia intestinal, de la que fue
operado en 1924 y de la que se restableció favorablemente, sino de otra que
comprometía seriamente su salud. Los galenos hicieron todo lo que estuvo a su
alcance, pero César Vallejo, a pesar de los esfuerzos que hizo por aferrarse al
amor y la vida, falleció el 15 de abril, que no fue un día jueves, como él
vaticinó en su poema «Piedra negra sobre una piedra blanca», sino un viernes
santo, sin aguacero y sin que los médicos supieran diagnosticar la causa exacta de su enfermedad.
Su
cuerpo embalsamado fue velado en la Mansión de la Cultura, su elogio fúnebre
estuvo a cargo del escritor francés Louis Aragon y su entierro se realizó en el
cementerio Montrouge (Monte Rojo), donde reposó hasta el 3 de abril de 1970;
año en que sus restos, por voluntad de su viuda Georgette, fueron trasladados
al cementerio Montparnasse (Monte Parnaso), donde fue enterrado por segunda vez
en una tumba ubicada en la doceava división, cuarta Línea del Norte, número 7.
Sobre
el grueso y reluciente mármol, donde está grabado su nombre, la fecha de su
nacimiento y muerte, se lee el siguiente epitafio: J'ai tant neigé pour que tu dormes (He nevado tanto, para que
duermas), que su viuda Georgette le dedicó al poeta, quien, por su vida llena
de angustias, orfandad, violencia y dolor, hubiera cambiado el epitafio por
otro que lo definiera mejor, quizás hubiese elegido esos versos suyos que
dicen: Hay golpes en la vida tan
fuertes... ¡Yo no sé! o Yo nací un día/
que Dios estuvo enfermo.
A
la hora de despedirme y alejarme de la tumba, no dejaba de pensar en el
invalorable legado literario de este gigante de las letras hispanoamericanas,
de este magnífico autor de los poemarios Los
heraldos negros (1918), Trilce
(1922) y Poemas humanos (1939); las
novelas Fabla salvaje (1923) y El Tungsteno (1931); los relatos Escalas (1923), Paco Yunque (1931); los ensayos Rusia
1931. Reflexiones al pie del Kremlin (1931) y España, aparta de mi este cáliz (1939).
Estando
ya fuera del cementerio Montparnasse, con la mirada tendida en las anchas
avenidas de asfalto y los enormes edificios de acero y vidrio hormigón de una
ciudad que nunca dejó de evocar su glorioso pasado ni dejó de proyectar las
ilusiones de su porvenir, seguía con la imagen de César Vallejo atravesada en
la memoria, sobre todo, con la imagen de esa tumba donde yacen sus restos
después de tantos años de vida difícil, miserable, acosado por enfermedades,
desdichas económicas y, en cierto modo, desilusionado de un París que no
siempre acogía bien a sus hijos adoptivos, quienes llegaron de otras tierras
tras la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Aun así, el poeta oriundo de
Santiago de Chuco, el niño a quien le daban duro con palo y con guasca,
prefirió morirse en París, mientras se repetía a sí mismo: Me moriré en París con aguacero,/ Un día del cual tengo ya el
recuerdo./ Me moriré en París –y no me corro–/ Tal vez un jueves, como es hoy,
de otoño…