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domingo, 9 de agosto de 2020

EL RELOCALIZADO

                                                                                    I

Cuando Marcelino Colque era todavía un chambón en el laboreo minero, tenía miedo al silencio y la oscuridad. El simple hecho de estar encerrado en el vientre de la montaña, le causaba desesperación y angustia de solo pensar que, quizás, nunca más volvería a contemplar la luz del día ni a ver las maravillas del mundo exterior.

Los obreros más viejos le contaron que la oscuridad, lejos de la luz del día, era el reino del Tío, quien, aun siendo el depositario de las esperanzas de las familias mineras, se apoderaba de la vida y el alma de los más jóvenes de la cuadrilla.

Marcelino Colque, cuya formación emocional estaba cimentada en las supersticiones propias de la cultura quechua, sentía un miedo acosador apenas se internaba en las penumbras de la bocamina, donde escuchaba el ¡ploc!, ¡ploc!, de la ch’aq’a y sentía la mordedura del frío en la piel, hasta que muy pronto comprendió que sus compañeros, a modo de contrarrestar el miedo, hablaban a gritos y reían a mandíbula suelta, mientras alguien contaba un chiste colorado o, amparándose en la oscuridad, lanzaba un chascarrillo contra otro compañero de la cuadrilla.

–¡¿Qué dice tu hermanita, cuñado?!... –gritaba alguien.

Las risas estallaban entre comentarios a media voz, pero la respuesta, más subida de tono, no se dejaba esperar: 

–¡Cornudo, carajo! ¡Cuando no estás en tu casa, yo me meto en la cama con tu chola!...

Las risas volvían a estallar, estrellándose contra las rocas apenas iluminadas por la mortecina luz de la lámpara enganchada al guardatojo.

Así aprendió Marcelino Colque que el campesino proletarizado, de mentalidad cerrada y actitud arisca, no era ajeno al sentido del humor, que se destilaba en el mundo telúrico de interior mina. Aprendió también que las bromas y risas de sus compañeros eran formas de burlarse de los peligros y la muerte.

II

Desde que Marcelino Colque ingresó a trabajar y contrajo matrimonio con una moza de su ayllu, pensó en mejorar su condición de vida, aparte de que se llenaría de una numerosa prole debido a que, al no disponer de televisor ni otras diversiones en sus tiempos libres, se dedicaría a seducir a su esposa para estar con ella antes y después del trabajo.

Pasaron los años y nada resultó como había pensado; no mejoró su condición de vida, su esposa falleció aquejada por una enfermedad desconocida y sin concebir un solo hijo. Después volvió a juntarse con la viuda de otro minero, quien la dejó con una tracalada de hijos y sin más herencia que una cuantiosa deuda a los tenderos del pueblo.

Cuando Marcelino Colque ascendió al cargo de perforista, a fuerza de trabajar duro y parejo, se granjeó la admiración de sus compañeros de cuadrilla, ante quienes representaba la gran personalidad del minero hecho de disciplina, responsabilidad y fortaleza física. Todos le saludaban con el mismo respeto que le profesaban al Tío. No pasaba una sola jornada sin que sus compañeros requirieran de sus consejos y prescindieran de su amplia experiencia en el trabajo. Cada vez que se lo pedían con palabras de afecto y respeto, Marcelino Colque accedía sin hacer preguntas ni poner peros. Acallaba el ruido enervante de la perforadora y, lavándose las manos con su orín, acudía al paraje donde se lo requería con urgencia.

Algunas veces, a pesar de las precauciones que asumía con responsabilidad, se enfrentaba cara a cara con la muerte, como cuando le ayudaba al lamero a descolgar la carga que se atascaba en el buzón. La última vez que trepó con mucho cuidado por las rocas, ajustó la dinamita en una grieta de la carga, la cubrió con barro, chispeó la guía y comenzó a descender a toda prisa, mientras alertaba a sus compañeros:

–¡Tirooo! ¡Tirooo!...

Los trabajadores abandonaron el lugar y, tras unos minutos de espera, la roca estalló en un aluvión de estaño y polvo, llenándose en la galería en un santiamén, como cuando la espesa bruma tendía su manto sobre la montaña hasta cubrirla de tope a tope. La carga se precipitó con un fragoroso ruido y el polvo comenzó a disiparse paulatinamente. Tiempo después, los trabajadores se dieron cuenta de que Marcelino Colque no estaba entre ellos y que había sido arrastrado por la carga.

Entonces, lanzando gritos de desesperación, se dirigieron adonde Marcelino Colque estaba atrapado por la carga. Cuando lo ubicaron, con el cuerpo enterrado hasta el cuello, se movilizaron saltando de un lado a otro, hasta que lo rescataron cogiéndolo por las manos y los brazos. Marcelino Colque, notablemente malogrado por el inesperado accidente, se puso de pie y les agradeció por haberle salvado la vida arriesgando sus propias vidas.

III

Durante muchos años, pensó que la cuadrilla era su familia, el paraje de trabajo su barrio, la mina su ayllu y el campamento la razón de su vida. Todo lo que dejó atrás, en el campo donde nació y creció, correspondía a su pasado; su presente, desde que ingresó a trabajar en interior mina, dependía del Tío; pero su futuro, que era incierto y dependía de factores ajenos a su voluntad, estaba en manos de Dios.

Cuando el gobierno cerró las minas nacionalizadas y se produjo la relocalización de los trabajadores, él tenía ya tercer grado de silicosis, una familia numerosa y un futuro tan oscuro como el socavón. 

La Empresa Minera le extendió su papeleta de retiro y lo abandonó a su maldita suerte. Desde ese día, Marcelino Colque pasó a ser relocalizado, un extrabajador minero que dio su vida por el progreso económico del país, sin imaginarse que un día se cerrarían las minas y que él, como miles de obreros, terminaría en la calle y con los pulmones reventados por la silicosis.      

Un mañana, mientras caminaba por una de las calles del pueblo, se encontró por casualidad con su amigo de infancia, a quien le fue mejor en la vida, como comerciante de coca, alcohol y dinamitas.

–¿Cómo te va, hermanito? –le preguntó saludándole efusivamente y dándole la mano.

–Estoy jodido –contestó Marcelino Colque, con el semblante escuálido y mirándole por debajo del espeso arco de sus cejas.

–¿Por qué? ¿Qué pasó?

–Han cerrado la mina –contestó–. Primero nos quitaron la pulpería y ahora el derecho a trabajar. ¿Qué haremos ahora? Yo me vine aquí con la ilusión de que la mina estaba siempre abierta para quienes querían trabajar con dedicación y sacrificio…

Su compañero de infancia lo miró con infinita tristeza, le puso la mano sobre el hombro e intentó consolarlo:

–No te aflijas tanto, hermanito. La solución está en que te busques otra peguita en otro lugar. Si hubieras seguido en la mina, te hubieras muerto como todos los mineros, sin tener ni siquiera dónde caerte muerto...

–No sé si podré encontrar otra peguita –dijo entre accesos de tos seca–. Tengo mal de mina y estoy jodido de los pulmones.

IV

Lo cierto era que desde que cerraron las minas, miles de trabajadores quedaron cesantes y fueron relocalizados. Se marcharon al campo o a las ciudades en busca de nuevos horizontes de vida. La coyuntura política y económica por la que atravesaba el país provocó una diáspora que no se vivió desde la fundación de la república.  

Los trabajadores como Marcelino Colque, al no contar con el apoyo de nadie, se hundieron en la desilusión y desalojaron los campamentos mineros para dejar detrás de sí una población que, con el paso del tiempo, acabaría en ruinas, con campamentos desmantelados y polvorientos, donde moriría todo atisbo de vida y donde los perros hambrientos serían los únicos deambulando calle arriba y calle abajo, sin encontrar consuelo ni hueso que roer.

Marcelino Colque, abatido por las necesidades cotidianas de su familia, no sabía cómo resolver su situación económica. Así que todos los días, para no ver las lágrimas de su mujer ni la cara de hambre de sus hijastros, salía a dar vueltas por la plaza.

Una tarde, mientras caminaba arrastrando la mirada por el suelo, volvió a encontrarse con su amigo de infancia, quien, ni bien lo reconoció a la distancia, le llamó por su nombre y, mirándolo de pies a cabeza, le preguntó:    

–¿Cómo va todo, hermanito?

Marcelino Colque le dio un fuerte apretón de manos y contestó:

–Todo va de mal en peor. Algunos de mis compañeros, desde que se convirtieron en relocalizados, están deambulando por las calles como fantasmas sin rumbo.

–Ahora entiendo por qué estás jodido.

–Ya sé que estoy jodido –repuso Marcelino Colque–. De nada me ha servido que, para evitar la muerte y la desocupación, le haya rendido pleitesía al Tío, con fe y pleitesía, y le haya entregado ofrendas, incluso quitándoles el pan de la boca de mis hijastros.

–A veces, la vida es así, hermanito –y, a modo de aplacarle su pena, añadió–: El Tío no puede hacer casi nada cuando el Gobierno decide cerrar las minas.

El minero sabía que cuando se cerraba la mina, el Tío se quedaba solo en las galerías, a pesar de que no había Tío sin mineros ni mineros sin Tío.

–¿Ahora qué harás? ¿Con qué darás de comer a tu familia?    

Marcelino Colque pensó un instante y llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que abandonar el campamento minero y retornar a su ayllu, donde le esperaba el arado para ganarse la vida labrando la tierra como lo hizo su padre y también el padre de su padre.

–¿En qué piensas? –le preguntó su amigo, al verlo cabizbajo y reflexivo.

–En la decisión que he tomado.

–¿Qué decisión?

–Le diré a mi mujer que aliste a las wawas y empaque nuestras miserables pertenencias. Nos iremos por el camino que Dios nos señale en su misericordia. No nos queda otra alternativa que abandonar este infierno para rehacer nuestras vidas en el campo.

–Eso será lo mejor, hermanito –le dijo, hundiéndose en un hondo suspiro–. A veces es bueno alejarnos del Tío y entregarnos a Dios…

Marcelino Colque se abalanzó a los brazos de su viejo amigo, como un niño aferrándose a cualquier cosa para no moverse de un lugar, pero igual llegó el instante en que tuvo que despedirse y dirigir sus pasos de relocalizado hacia un futuro que lo esperaba en el campo, al otro lado de las rugosas montañas de mineral, sangre y dolor.

domingo, 2 de agosto de 2020


LA CREACIÓN

Cuando el Tío me vio entrar en el cuarto, con las Sagradas Escrituras bajo el brazo, me miró sorprendido y carraspeó como cada vez que un símbolo religioso invadía su territorio. Dejó que me sentara delante de él y pusiera la Biblia sobre la mesa llena de tabaco, coca, copas y botellas.

–Estás leyendo el libro de los libros –comentó.

–Así es –le dije–. Estoy leyendo el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana, el relato del Génesis, que no tiene nada que envidiar a los cuentos y novelas del denominado realismo mágico.

El Tío se apoltronó en su trono, encendió el cigarro con la chispa de sus ojos y se sirvió un vaso de singani de la botella que le dejé el día en que los mineros, en vísperas del Carnaval, ch’allan las galerías de la mina, donde las réplicas de su imagen son motivos de culto y veneración.
 
–Ahora que has leído las supuestas palabras de Dios. ¿Eres capaz de relatarme el mito de la creación del mundo con tus propias palabras?

Yo me incomodé como un alumno que tiene pésima memoria y que todo lo que lee entiende mal, por no decir al revés. Pero como se trataba de la Biblia, acepté su reto. Me acomodé mejor en la silla, respiré de manera serena y, como inspirado por el Espíritu Santo, desembuché lo poco que sabía:

–En el principio, según refiere el libro del Génesis, todo era vacío y las tinieblas cubrían el abismo. Entonces Dios, abriéndose paso en medio del caos, creó el cielo y la tierra con la potencia de su palabra. Que exista la luz, dijo. Y la luz se separó de las tinieblas. Que existan astros y estrellas en el firmamento para distinguir el día de la noche, dijo. Y los astros y las estrellas se encendieron como luciérnagas en la noche. 

–¿Y qué más? –preguntó el Tío.

–Después separa las aguas de la tierra. Que las aguas se llenen de seres vivientes, deslizándose en ellas, y que los pájaros vuelen esparciéndose en el cielo, dijo. Y así se hizo. Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, dijo. Y así se hizo. Al final, al ver que todo eso era bueno, los bendijo diciéndoles: Sean fecundos y multiplíquense.

El Tío miró hacia un lado y hacia otro, como si no supiera qué decir. Daba la impresión de que el relato del principio de los principios y la presencia de un ser Supremo, que con su sola palabra podía hacer aparecer las cosas como un mago de circo, lo tenía encandilado como cuando le contaba una historia de ciencia-ficción.

–Antes de crear al hombre, Dios escogió una pequeña parte de la tierra para convertirla en un paraíso llamado Jardín del Edén y en medio del jardín hizo brotar el árbol de la ciencia del Bien y del Mal.

–Es impresionante cómo alguien puede hacer aparecer todo lo que le da la gana solo con la fuerza de su palabra –dijo el Tío, con cierto escepticismo y reclinándose en el respaldo de su trono.

Yo puse mi mano sobre la cubierta del libro sagrado y, acariciándolo como el lomo de un gato, seguí relatando las maravillas de la creación:
  
–En el séptimo día del Génesis, Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y procedió a formar al hombre con un montoncito de tierra y polvo, dotándole vida con el soplo de su divino aliento.

El Tío me miró como dudando de mis palabras que, en realidad, no eran mis palabras, sino las palabras de Dios. Se puso el cigarrillo entre los labios y pidió una copa de singani purito, sin limón ni gaseosa. 

–Ahora viene otra parte interesante –le dije, volviéndome a acomodar en la silla–. Como Dios vio que no era bueno que el hombre estuviese solo en el Jardín del Edén, se le ocurrió crear a una mujer idónea para que sea su compañera de vida...

–¿La formó también con un montoncito de tierra? –indagó de manera capciosa.

–No –contesté de inmediato–. Dios hizo que el hombre caiga en un sopor profundo y, mientras dormía como una wawa en mullida cuna, tomó una de sus costillas, rellenó el vacío con carne y de la costilla formó a la mujer. Cuando la puso delante del hombre, éste abrió los ojos, miró maravillado el desnudo cuerpo de su compañera y exclamó: ¡Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne! Así los creó; macho y hembra los creó. A él le llamó Adán y a ella Eva.

–No cabe duda de que ese Dios era un ser Todo Poderoso, capaz de hacer brotar el árbol del Bien y el Mal como un jardinero, de quitar la costilla de Adán como un cirujano y modelar a Eva como un alfarero… ¡Qué increíble! ¡Simplemente, increíble!...

En el cuarto se hizo un repentino silencio, no se escuchaba el ruido de la respiración ni el vuelo de una mosca, hasta que el Tío lanzó una fétida flatulencia y preguntó: 

–¿Y por qué no le quitó otro hueso de otra parte?

–No le quitó un hueso de los pies para que no sea su esclava, ni de su cabeza para que no sea la cabeza de la casa, sino de la costilla, del medio de su cuerpo, para que sea respetada como él mismo y, además, para que tenga los mismos derechos y las mismas responsabilidades.

–¿Qué más?

–Una vez que terminó la obra de su creación, Dios los puso delante de sus ojos y les ordenó: Sean fecundos y multiplíquense, Labren la tierra y sométanla. Y, a continuación, les dijo: Yo les doy todas las plantas que producen semilla sobre la tierra, y todos los árboles que dan frutos con semilla: ellos les servirán de alimento. Y a todas las fieras de la tierra, a todos los pájaros del cielo y a todos los vivientes que reptan por el suelo, les doy como alimento el pasto verde.

–¿Eso es todo lo que les dijo? –preguntó el Tío.

Yo me incomodé con su pregunta, recordé qué más había leído en esa parte de la creación y, luego de un ligero repaso mental, llegué a la cuenta de que me estaba olvidando lo más importante.

–¡Ah, se me olvidaba lo más importante! –exclamé, tomándome la cabeza con las manos–. Les dijo: “Pueden comer los frutos de cualquier árbol del jardín, menos de este, y, señalándoles el manzano, cuya frondosidad era acariciada por el viento, les advirtió: No comerán de él, ni lo tocarán, so pena de muerte. Si comen de él, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del Bien y del Mal.

–¿Así que en el manzano crecía la fruta prohibida?

–Sí –contesté–. La manzana era la fruta del pecado…

El Tío se relamió los labios y se limitó a escuchar lo que yo tenía por decirle.

–Al cabo de ordenarles lo que debían hacer y no hacer –continué–, Dios los dejó en el Jardín del Edén, donde Adán y Eva fueron felices mientras comían los deliciosos frutos de su cuerpo, hasta que un día se apareció el lacayo del diablo, quien, transformándose en una serpiente, se convirtió en el tentador de Eva. La serpiente adquirió el don de la palabra y aprendió a caminar sobre la punta de la cola. Se le acercó a Eva, le habló con palabras dulces, incitándola a comer la fruta prohibida del árbol del saber del Bien y del Mal. Ella le obedeció como mujer sumisa, estiró la mano hacia la rama del manzano y cogió la apetecible fruta. Le hincó los dientes y comió para lograr sabiduría. La serpiente, tras cumplir la misión encomendada por el diablo, se despidió de Eva y se alejó del lugar. Eva, ni corta ni perezosa, le dio de comer la fruta prohibida a Adán, llevándolo a cometer un acto que lo apartaría de su Creador.

El Tío se remeció en su trono, se acarició la barbilla y enseñó una sonrisa diabólica.

–Qué interesante –dijo, enseñándome sus ojos color violeta como rayos láser.

–No te rías –le increpé en tono molesto–. Fuiste tú quien hizo pecar a los primeros padres de la humanidad, ¿verdad? La serpiente, debido a su papel en la introducción del pecado, llegó a ser la bestia más odiada y temida por el género humano. Como tal, muchas veces, la serpiente ha sido asociada con el diablo, con Satán y… ¡Contigo!

–¡No me hables en ese tono, carajo! –reaccionó el Tío, mientras sorbía otro trago–. Yo no tengo nada que ver con ese diablo y mucho menos con la serpiente…A mí no me metas en esa sopa. No tengo nada que ver con la ingesta de la manzana ni con el pecado que cometió esa tal Eva, que más parecía un animal dominado por la sensualidad y el pecado carnal. Y, por si te quedan dudas, a mí no me han creado ni Dios ni el Diablo, sino los mineros, quienes me hicieron a su imagen y semejanza…

–Dicen también que la serpiente, una criatura dotada del don de la palabra y capaz de expresar sus pensamientos con deslumbrante lucidez, le convenció a Eva para que le diera de comer el fruto prohibido a Adán, ya que si ambos comían del árbol de la sabiduría, de lo Bueno y lo Malo, no morirían, como les dejó dicho Dios, sino que se les abrirían los ojos y oídos, y serían como su Creador. Así fue como nuestros primeros padres, incitados por la serpiente y desobedeciendo el mandamiento divino, introdujeron el pecado y la muerte en este mundo.

–¿Y por qué tuvo que haber sido la serpiente la tentadora y no otro animal? –preguntó el Tío.

–Porque dicen que la serpiente es, o al menos era, la más astuta entre todos los animales que Dios puso sobre la faz de la Tierra.

–La serpiente, ¿la más astuta? –cuestionó el Tío–. Que yo sepa, en las fábulas de la tradición popular, el zorro es el animal más astuto entre los astutos… ¿O no has leído las fábulas y los cuentos de la tradición oral boliviana, como las aventuras del Atoj Antonio y el cumpa Conejo de don Antonio Paredes Candia?

Yo puse cara de no lo sé. Lo miré de frente y él me devolvió la mirada con todo el peso de su autoridad. Se metió otro trago puro y lanzó sobre mi cara un fuerte tufo a tabaco y alcohol.

–Bueno, bueno –dijo–. Lo que me interesa por ahora es saber cómo Dios se dio cuenta de que las criaturas de su creación comieron del árbol del saber del Bien y del Mal.

–Dios los buscó en el Jardín del Edén, pero no los encontró. Entonces gritó: ¡¿Dónde te has metido, Adán?! Él salió de entre unos arbustos y contestó: Te oí andar por el jardín y me dio vergüenza, porque estoy desnudo; por eso me escondí. Dios no tardó en preguntarle: “¿Quién te ha hecho ver que estás desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer? Adán bajó la cabeza y, mirándose el apéndice que le colgaba como lombriz entre las piernas, contestó: “La mujer que me diste por compañera, por insinuación de la serpiente, me dio la fruta del árbol prohibido y comí… ¿Y dónde está ella?, le preguntó el Creador. Está conversando con la serpiente cerca del manzano, respondió.

–¿Qué pasó después? –preguntó el Tío, como si desconociera ese pasaje bíblico.

–Dios fue hasta allí y creó una enemistad irreconciliable entre la serpiente y la mujer. A la serpiente le dijo: Maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre caminarás y polvo comerás todos los días de tu vida. A la mujer le dijo: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos. Con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará. Dicho esto, Dios volvió a acercarse a Adán, lo miró con infinita furia y, barriéndole el rostro con su divino aliento, le sentenció antes de echarlo del Jardín del Edén: Por haber escuchado la voz de tu mujer, como varón domado, y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu culpa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que la muerte reduzca a polvo tu cuerpo; porque del polvo vienes y  al polvo volverás.

–Después se desataron los males y las desgracias como si Adán y Eva hubiesen abierto el ánfora de Pandora.

–Así es –asentí con la cabeza–. Todo se jodió desde que nuestros primeros padres desobedecieron el mandamiento divino e introdujeron el pecado y la muerte en el mundo.

El Tío fumó el cigarrillo, se metió otro trago, se relamió los labios y, para demostrarme que él también conocía el libro del Génesis, relató el desenlace, pero no de acuerdo al texto original, sino a su manera:

–Qué padre más estricto y malvado –dijo–. Pobrecitos de sus hijos, quienes, por desobedecer deliberadamente la ley divina y tragarse el fruto del árbol de la sabiduría, fueron expulsados del Jardín del Edén, perdiéndose así, por su culpa, por su maldita culpa, el paraíso que Dios creo sobre la faz de la Tierra. Desde entonces tuvieron que vagar sin rumbo, como cuando los padres de Hansel y Gretel, que no tenían qué darles de comer, los abandonaron en medio del bosque, al menos según el cuento de la tradición oral recogida por los hermanos Grimm. ¿Conoces ese cuento?

–No –le dije, aguardando que concluyera el relato sobre el mito de la creación del mundo y la especie humana.

–Y como los primeros padres de las humanidad estaban avergonzados de la desnudes de su cuerpo –dijo en un tono sarcástico, como burlándose del nacimiento de la tragedia humana–, antes de seguir su camino como nómadas, se cosieron hojas de higuera y se las pusieron como taparrabos, hasta que más tarde, para cubrir mejor sus vergüenzas, se fabricaron túnicas con la piel de animales silvestres.

Cuando dejó de hablar y se hizo otro silencio, me miró con el ceño fruncido y los colmillos descubiertos por una sonrisa socarrona que, en lugar de amainar la tensión de mis nervios, me provocó un malestar interior, como precipitándome, largado de la mano de Dios, hacia un abismo de caos y tinieblas.

–¿Tienes algo más que decir? –preguntó.

Yo negué con la cabeza y, como no estaba en condiciones de seguir con la conversación, levanté la Biblia, la puse bajo el brazo y me alisté para salir. En eso nomás escuché la metálica voz del Tío:

–Me olvidaba preguntarte, ¿Quién es el autor de ese libro?

–No tiene autor conocido –contesté–, pero todos dicen que todo lo que está escrito en este libro es la palabra de Dios.

–¡Ah, carajo! –reaccionó el Tío–. Yo pensé que era una compilación de diversas historias basadas en las tradiciones orales del II milenio, mucho antes del nacimiento de Cristo, y no las palabas dictadas por un ser Supremo a un solo autor, como yo te dicto a ti mis ocurrencias y aventuras cada vez que se me ocurren. Todo hace pensar que el libro fue escrito, a lo largo de muchos siglos, por varios religiosos, en diferentes momentos y lugares. Además, los primeros capítulos del Génesis debemos tomarlos como escritos simbólicos y no como historias reales, pues son narraciones que tienen mucho de ficción, como la parte donde se explica la creación del mundo y la genealogía de la humanidad desde el comienzo de los tiempos.

No supe qué contestar. Me levanté de la silla, me paré detrás del respaldo y, más avergonzado por mi ignorancia que por mi falta de mayor fe en la fe religiosa, decidí despedirme del Tío, quien se quedó en la oscuridad del cuarto, sin dejar de fumar ni beber sus tragos de aguardiente. 

jueves, 18 de junio de 2020


EL TÍO DE LA MINA NO ES EL DIABLO BÍBLICO

Uno de los objetivos fundamentales de la colonización de las civilizaciones originarias en el llamado Nuevo Mundo fue la difusión de la religión católica. La monarquía española y la jerarquía eclesiástica, desde la creación de los virreinatos, impulsó la labor de profesar el catolicismo y catequizar a los indígenas en un profundo espíritu religioso.

El proceso de catequización estaba destinado a dar a conocer el mensaje de Jesucristo, contenido en los cuatro Evangelios, invitando a hombres y mujeres a adherirse a la fe y sumarse a la comunidad cristiana. Para cumplir este objetivo debían utilizarse los mismos materiales de enseñanza y adoctrinamiento en todas las colonias, y el mejor método para evangelizar a los indígenas era a través de sus propias lenguas nativas o dialectos, como las denominaban los españoles.

La cruzada estaba trazada desde el siglo XVI: imponer los evangelios con la cruz y la espada en las tierras conquistadas, como si el mismísimo Mesías les hubiese encomendado cumplir con sus mandatos, diciéndoles: Vayan  y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado.

Al mismo tiempo, y lejos de toda contemplación cristiana, debían destruirse las reliquias incaicas, quemando momias y descubriendo llamas destinadas a un sacrificio entre las andas de los santos. Fue entonces que el intento de extirpación de idolatrías se hizo más riguroso. Los misioneros destruyeron todo objeto incaico considerado hereje, se obligó a los indígenas a asistir a misa bajo pena de azote y a bautizar a sus hijos con nombres cristianos, con el pretexto de que los creyentes ingresaban en la vida de la Iglesia Católica por medio del bautismo.

El proceso de catequización en tierras conquistadas estuvo centrado en la extirpación de idolatrías asociadas con el diablo. En un comienzo se consideró que las creencias paganas de las civilizaciones precolombinas eran manifestaciones demoniacas y una potencial amenaza contra la religión judeocristiana. Así que, desde un comienzo, la catequesis fue violenta con la destrucción de los ídolos indígenas, habida cuenta de que la misión de los fieles no solo consistía en expandir territorios sino en extender la fe católica en las tierras conquistadas.

En el proceso de cristianización de los mitayos, se explicó que los ídolos ancestrales, como el Tío de la mina, a quienes los indígenas rendían tributo considerándolo deidad del subsuelo según la cosmovisión andina, era un ídolo maligno y su culto una práctica satánica, aun sabiendo que, al menos en el contexto boliviano, no hay Tío sin mineros ni mineros sin Tío.


Los catequizadores, aferrados a su eurocentrismo y su religión monoteísta, confundieron al Tío con el diablo bíblico y con los personajes malignos de otras creencias de allende los mares y, por lo tanto, se empeñaron en extirparlo de la mente y la vida de los mitayos. Sin embargo, todo esfuerzo por abolir al dios del ukhupacha (mundo subterráneo), al Supay (diablo bondadoso) de la cosmogonía andina, fue una cruzada inútil, ya que este personaje de arraigo ancestral logró sobrevivir a los embates de la colonización y se mantuvo vigente a través del sincretismo religioso entre lo profano y lo sagrado durante la colonia, como si se tratara de una suerte de simbiosis de lo místico y lo cristiano.

La extirpación de idolatrías en las culturas ancestrales obligó a los indígenas a cubrir a sus deidades con rostros cristianos; de lo contario, corrían el riesgo de ser juzgados como herejes y ser sometidos a terribles suplicios. No en vano el Tribunal de la Santa Inquisición del virreinato peruano, cuya misión consistía en combatir la herejía, hechicería, bigamia y blasfemia, fue implacable como la Santa Inquisición de la época medieval europea, incluso se condenó a la hoguera a varios apóstatas que cuestionaban la fe cristiana.

En la concepción de los mineros contemporáneos –y de los mitayos de la época colonial–, el Tío, además de ser un dios nativo de las profundidades; es, en el fondo de sus creencias, el único dueño de los yacimientos minerales y el protector de sus vidas. De él depende el éxito o fracaso de las labores en el subsuelo. Su creencia en este ser sobrenatural, sumada a su fe cristiana, les impulsó a imaginarlo mitad humano y mitad demonio. Su efigie moldearon en barro y cuarzo los mismos mineros, y la colocaron en un paraje especial de la galería, para sentir su presencia y  rendirle pleitesía, ofrendándole hojas de coca, aguardiente y cigarrillos. Algo más, en determinadas fechas, de acuerdo al calendario minero, le ofrecen banquetes como una forma de agradecimiento por los favores recibidos, sacrificando una llama blanca en un ritual conocido como la wilancha, y ch’allando (rociando con aguardiente) las rocas minerales, con invocaciones, libaciones de bebidas espirituosas y hasta con bailes acompañados con bandas de músicos.

No olvidemos que el Carnaval, aparte de ser una manifestación cultural y folklórica de gran trascendencia tanto a nivel nacional como internacional, es una celebración tradicional de reciprocidad entre el hombre y las deidades andinas. Los mineros, el viernes antes del sábado de Entrada del Carnaval, tienen la costumbre de rendirle culto y venerarle al Tío (Wari o Supay) con un convite, sobre todo, en los departamentos de Oruro y Potosí. Le dan de fumar, pijchar, beber y comer (preferentemente una llamita blanca). Asimismo, adornan su cuerpo envolviéndole con serpentinas multicolores y echándole con mixturas y confetis. ¡Todo un acto ritual milenario en el ámbito minero!


Por otro lado, debe destacarse que la diablada del Carnaval, desde sus orígenes, es una danza de ascendencia minera, que representa la lucha entre el Bien y el Mal. El Bien simbolizado por el personaje del Arcángel Miguel y el Mal por los diablos comandados por Lucifer, quien, en el imaginario popular, es el personaje que representa al Tío de la mina.

Es probable que el aspecto demoniaco del Tío sea el resultado del proceso de catequización, ya que los misioneros, a tiempo de inculcarles a los indígenas los conceptos del Bien y del Mal, les referían el relato bíblico que cuenta la derrota de Luzbel después de una batalla sostenida contra el Arcángel Miguel. Como es bien conocido, Luzbel, que al principio era un ángel perfecto y vivía en el reino de los cielos, al hacerse vanidoso y querer recibir la adoración que por derecho le correspondía a Dios, fue expulsado del reino celestial junto a su séquito de ángeles rebeldes que llegaron a encarnar los siete pecados capitales. Luzbel perdió su belleza entre las llamas del infierno, que según la creencia popular se encuentra en el subsuelo, y renació como Lucifer, como el señor de las penumbras y el príncipe de las tinieblas, como el diablo que, a poco de romper las cadenas que lo sujetaban en un profundo abismo del infierno, vagó por el mundo desafiando la fe de los humanos y poniendo en jaque a la religión. Así nació la eterna disputa entre Dios y el diablo, entre el Bien y el Mal. De modo que el Tío de la mina, al ser una deidad subterránea, fue confundido con el demonio europeo, con el diablo o Satán del mundo bíblico.

Si bien es cierto que el proletario moderno, empleado en un sistema de producción capitalista, no es el arquetipo del mitayo de la época colonial, obligado a trabajar en la mina contra su voluntad, es cierto también que reproduce algunas de sus características, como sus mitos y leyendas, que se transmitieron de generación en generación y por medio de la tradición oral, donde el sincretismo religioso y el mestizaje se manifiestan por medio de los ritos, creencias, costumbres y modus vivendi, que identifican la esencia de las tradiciones ancestrales de las culturas originarias, que constituyen el soporte esencial de la identidad del indígena que, aunque abandona su vida campestre y se proletariza en la mina, sigue conservando su mentalidad proclive a las supersticiones y, desde luego, sigue conservando su creencia en el Tío de la mina, que en su vida es tan importante como cualquiera de los personajes de la religión católica, traídos por los conquistadores ibéricos al continente Abya Yala, donde existían civilizaciones que profesaban otras religiones y tenían otros dioses que, como el Tío de la mina, sobrevivieron en una suerte de simbiosis donde lo sagrado y lo profano se funden en la mente y el corazón de los creyentes.

viernes, 13 de septiembre de 2019


EL DISFRAZ DEL TÍO


Fue un sueño que yo soñé.
Un ser que vivió,
porque yo deseaba que viviera.
Sigurd Christiansen

Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello que tenía ante mis ojos era solo un sueño. Entonces volví a cerrar los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado en la víspera. En ese instante sentí como si estuviese despierto y plantado en uno de los ángulos de un suntuoso salón en cuyo ámbito se respiraba un aliento a demonios; del techo pendía una lámpara de cristales y del piso se levantaba una tupida alfombra persa, las ventanas estaban cubiertas con cortinas bordadas con hilos de oro y la enorme puerta de cobre, que más parecía un espléndido pórtico de columnas romanas, parecía tan pesada que era preciso varios hombres para hacerla girar sobre sus goznes.

Lo más  extraño de todo era el hecho de que allí mismo, en el centro de la sala, había un individuo de cuerpo contrahecho, espalda ancha, desnudo, piernas separadas y cabeza ladeada hacia el hombro derecho.

–¿Quién eres? –le pregunté.

El hombre se volvió y quedó quieto, mirándome de frente. Era él, el mismo Tío de la mina, tan feo como el mismísimo demonio. No lo vi muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia, como la de todo monstruo subterráneo, inspiraba una suerte de espanto. Para ser más preciso, les diré que tenía la nariz promitente, con las fosas nasales dilatadas, el rostro con los pómulos rojizos como la lumbre y las cejas tupidas que daban sombra a sus encendidos ojos, que parecían darle un aire de potestad y sabiduría. Lucía la barbilla hirsuta y el labio inferior caído como la jeta de un moreno. Su cabeza estaba sostenida por un cuello de toro y su cabellera negra y desgreñada se precipitaba por encima de sus hombros, mientras su miembro viril le pendía como una cachiporra entre los muslos.

–¿Cómo estás Tío? –le dije en medio del silencio que parecía flotar en el ámbito.

Él entornó los ojos y asumió una repentina actitud de desinterés por mis palabras, como si quisiera esquivar mi presencia con un mutismo casi hermético. Se puso firme, se deslizó por encima de la alfombra y se encaminó con paso pesado hacia una pequeña puerta que daba acceso a un angosto pasadizo, donde había un baúl de nogal, con dos llaves y asentado sobre cuatro pies en forma de patas de león. La cubierta, además de estar reforzada con placas de bronce esmaltado, tenía dos serpientes repujadas a modo de decoración medieval.

El Tío sujetó el baúl por las manillas y lo levantó como si nada. Luego volvió a la sala y lo puso delante de mi atenta mirada. Levantó la cubierta y del interior del mueble emergió un humo con olor a azufre. Yo me tapé la nariz con los dedos y me arrimé contra la pared; en tanto el Tío, que parecía reírse de mis gestos de aversión, inclinó su cuerpo hacia el baúl, que no era una caja cualquiera, sino el sitio donde él guardaba su disfraz de Lucifer para bailar en el Carnaval, donde deslumbraba a los espectadores con la danza de la diablada.

–¿Te disfrazarás de Lucifer? –le pregunté.

Él desoyó mis palabras y procedió a sacar sus prendas una por una. Su disfraz de Lucifer, sin lugar a dudas, era una indumentaria impresionante y de gran valor artístico. Se puso una apretada blusa y sobre ella se ajustó la pechera bordada elegantemente con hilos de oro y plata, y cuyas lentejuelas podían reflejar los dorados destellos del sol. Se puso un bombacho carmesí, un brilloso pollerón terminado en flecos y se los ciñó a la cintura con una faja llena de tintineantes monedas de oro, en tanto sus pezuñas se hundían en unas botas de lona, decoradas con elementos de la mitología de los urus; en la bota izquierda llevaba una espuela plateada, que sonaba ¡chischás!, ¡chischás!, a tiempo de que daba pasos en el mismo lugar.

Metió las manos dentro del baúl y sacó una capa ornamentada con piedras preciosas que, dispuestas en alto relieve, formaban las imágenes de las cuatro plagas: las hormigas, la serpiente, el sapo y el lagarto que, más que lagarto, parecían un dragón lanzando llamas por las fauces abierta a la luz y el aire. La capa, con un cuello alto y amarrado con un cordón alrededor del cuello, le caía como una catarata de luces desde los hombros hasta las pantorrillas Se amarró también pañoletas rojas al cuello y las muñecas, antes de ponerse en las manos, de enormes garras en la punta de los dedos, unos guantes con manguetes de cuero, debidamente acicalados con arácnidos y otras alimañas.

Al final, como quien se disfraza con satisfacción y alegría, se puso una máscara de dimensiones impresionantes; la máscara, hecha de cartón prensado y hojalata, tenía las facciones más horribles y feroces que su propio rostro. Aun así, por sus decoraciones y dimensiones que superaban el metro de altura, era una verdadera obra de arte, con cuernos retorcidos y alucinantes adornos de animales; en la frente llevaba un lagarto hasta de cinco cabezas; los ojos, grandes y saltones, eran de focos y las cejas eran de pedazos de termo; las demás facciones estaban hechas de yeso, plástico, metal y vidrio.

Una vez que estuvo disfrazado, moviéndose con garbo y supremacía, pude comprender que la nieve podía arder en sus ojos, el viento helado templarse en su aliento y la noche encenderse con las luces de su disfraz de Lucifer.

–Ahora estás listo para ir a bailar en el Carnaval, nada menos que en honor de la Virgencita del Socavón –le comenté.

Él me miró con su cara de Lucifer y, mientras sujetaba una víbora serpenteante en la mano derecha y un cetro de mando en la izquierda, me dirigió la palabra por primera vez:

–Y tú, ¿qué me ves? ¿Por qué me jodes tanto?...

–Solo quería saber si te disfrazaste de Lucifer para ir a bailar en el Carnaval.

–Ya lo has dicho. Iré a bailar en el Carnaval, pero no en honor de la Virgen del Socavón, sino para cargármelo a los calderos del infierno al arcángel San Miguel, a ese saltimbanqui que lleva yelmo de hierro y espada desenfundada, comandando a un séquito de ángeles de color celestial, como corresponde al firmamento; en cambio yo, ataviado con mi disfraz de luces y máscara de horror y espanto, no solo represento al Mal de los Males, sino que comando a una legión de diablos que encarnan los siete pecados capitales y hacen ondear pañoletas coloradas en alegoría a las llamas del infierno.

–¿Así que a San Miguel te lo cargarás como si fuese un pecador más, un condenado cualquiera?

–Claro que sí –contestó con tanta frialdad, que hasta el infierno tuvo que haberse congelado–. Lo cogeré por las patas y me lo cargaré como leña para avivar las llamas del infierno, para escarmentarlo por ser un siervo de Dios. Al fin y al cabo, qué diablos se ha creído ese zonzo del arcángel, disfrazado con su disfraz de mariposita blanca…

–¿Entonces no lo temes? –le pregunté–. Quizás debías hacerlo. Él cuenta con el apoyo y la potestad de Dios…

–¡No hables macanas! –vociferó el Tío–. ¡No hay quien me infunda temor, ni siquiera todas las Vírgenes ni todos los Dioses juntos! Menos cuando sé que soy el soberano del reino que está hecho de suplicios y dolores físicos. Allí no sobrevive nadie ni siquiera el arcángel San Miguel, ese jefecito de un ejército de ángeles celestiales y guardián del reino de los cielos. Además, como bien dice el sabio proverbio: Mas sabe el diablo en su casa que el arcángel en casa ajena.

Desde luego que a mí, cada vez que él se refería al infierno, se me achinaba la piel y se me hacía chuño el corazón. No obstante, como estaba mordido por una curiosidad infinita, no dejé de preguntarle cómo era ese sitio donde iban a dar los humanos después de la muerte, dependiendo de los pecados y faltas que cometieron en vida. Se suponía que aquellos que no estaban destinados a gozar del paraíso, estaban condenas a bajar a una inmensa habitación llamada sheol, donde la oscuridad era permanente y el hedor a azufre era insoportable.

–La posibilidad de arder eternamente en el infierno es un castigo absolutamente terrible –le dije por decirle algo, con una voz temblorosa como cuando estaba estremecido de pavor.

–Así es –asintió balanceando su espectacular mascara sobre los hombros–. El Infierno es un lugar de dolor y horror. Nadie sabe exactamente lo que es infierno, porque nadie ha retornado de allá para contárselos a los vivos, ni si quiera los teólogos, que lo único que saben es que hay un algo en el más allá, a lo que ellos llaman infierno, y que es el reino subterráneo dominado por el diablo, un territorio diferente al reino dominado por Dios. Allí los pecadores son atormentados con terribles castigos, que van de menos a más. Unos son lanzados en cavernas y fosos de tortura, mientras otros, los más pecadores, son lanzados a un lago de fuego, donde el alma no muere ni el fuego se apaga. Son hornos capaces de reducirlo todo a cenizas, que provocan quemaduras que causan dolores indecibles y que atormentan por los siglos de los siglos.

–Eso quiere decir que los castigos son peores que todos los que experimentó la humanidad a lo largo de su historia.

–Sí –dijo explícito–. A pesar de eso, mis subalternos, que están prestos a terminar en el infierno y sufrir lo indecible, no se arrepienten ni buscan a Dios para consagrarse a la vida eterna; por el contrario, blasfeman contra Él y se postran a mis pies rindiéndome respeto y pleitesía; es más, debo aclararte que el infierno no es un castigo inventado por Dios, porque de ser así, Él sería un ser cruel y despiadado, un ser sádico deseoso de vengarse de los humanos que lo desobedecieron y no pudieron enmendar sus pecados en vida...

Yo, de sólo escuchar su voz y su descripción apocalíptica del infierno, sentí que se me aflojaban las piernas y la respiración se me entrecortaba en la garganta, como a cualquier cobarde que quería huir horrorizado de un escenario de terror.

–¡Oh, mierdas! –exclamó de pronto el Tío, cuando vio que la serpiente se le deslizó de la mano y cayó como una bufanda alrededor de sus pies.

–¿Por qué llevas esa serpiente en la mano? –le pregunté–. ¿Acaso simboliza al demonio que tentó a Eva y Adán en el jardín de Edén?

–No digas zonceras –contestó desde detrás de los colmillos de su máscara de Lucifer–. La serpiente es una pobre bestia. No es la más astuta entre todos los animales del campo. Tampoco tiene habla ni tiene nada que ver con la tentación al pecado, pero que, sin embargo, Dios la acusó de ser maligna, la castigó a respetar sobre su pecho y a comer polvo todos los días de su vida…

Yo miré a la serpiente retorciéndose en el aire, hasta que el Tío, viendo que lo estaba mirando con mucho temor, dijo:

–A propósito de esta serpiente que estás mirando como opa, tengo que contarte que el dragón de siete cabezas y diez cuernos, cuerpo de leopardo, patas de oso y fauces de león, y otros animales cornudos y feroces, capaces de arrastrar con su cola la tercera parte de las estrellas del firmamento, no está en los mares ni en los océanos, como dicen los relatos del Antiguo Testamento, sino en los lagos de fuego del infierno, donde estos monstruos matan y devoran a los condenados, porque en lugar de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, se ocupan de vigilar las corrientes de magma y lava de los purgatorios y sus calderos en constante ebullición.

Yo estaba espantado y en mi imaginación veía el infierno como un territorio habitado por todas las bestias que desaparecieron como consecuencia de un gigantesco asteroide que impactó contra la Tierra hace 66 millones de años, provocando un desastre ecológico, que aniquiló a los dinosaurios y otras mastodontes criaturas. El impacto del asteroide generó millones de toneladas de polvo y ceniza, que incrementó la toxicidad del aire y el agua, oscureció el sol, provocó un enfriamiento global y llevó a la pérdida generalizada de la vegetación. A esto se sumaron las actividades volcánicas masivas durante la Era Cretácica. Lo que me hacía suponer que las prehistóricas bestias fueron a dar, probablemente, en esos calderos subterráneos que ahora se conoce con el nombre genérico de averno, pero como no estaba del todo seguro, preferí preguntárselo al Tío disfrazado de Lucifer.

–Un viaje al infierno no es lo mismo que las aventuras que imaginó Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino y el Viaje al centro de la Tierra, ¿verdad?

–Nada que ver con la ciencia-ficción de la literatura –repuso el Tío–, El viaje al infierno no es una simple odiosea, sino una larga travesía sin retorno; es como introducirse en la chimenea de un volcán activo y deslizarse hasta tocar el fondo del cráter, donde existen monstruos nunca avistados por la humanidad.

Yo estaba completamente inmóvil y absorto, con las espadas arrimadas contra la pared, con el rostro iluminado por las luces provenientes del disfraz de Lucifer y la mente llena de dudas e interrogantes, pero como no podía quedarme con la lengua amarrada, me animé a decirle que no hacía falta que él se disfrazara de príncipe de las tinieblas, porque su aspecto natural era más asombroso y espectacular que todos los disfraces que se exhibían en el Carnaval. 

El Tío, cansado de mi majadería y blandiendo su cetro delante de mis ojos, como un símbolo de potestad y bastón de mando, me señaló la puerta, me echó del cuarto y, estremeciéndose de furia, me gritó entre escupitajos:

–¡Vete al carajo! ¡Y no me vuelvas hasta cuando te haya llamado!...

Como es natural, sentí sus palabras más fuertes que los golpes de un combo en el tímpano de los oídos.

Luego lanzó un gemido bestial y me detuvo de golpe.

–¡Un momento! Espera que yo salga primero. Cuando tú lo hagas, aseguras bien la puerta.

–La puerta parece demasiado pesada para abrirla o cerrarla –le dije.

–¡¿Y qué diablos quieres que haga?!

Me quedé enmudecido, al mirar que me miraba con una severidad incuestionable, sin dejar de pensar en lo que alguna vez le escuché decir a un cura con cara de bobo: Abre tu corazón a Dios y quebranta el poder del enemigo representado por Satanás. Dios es el bien supremo y el demonio es el mal por antonomasia. Cuando llegue el diluvio, Cristo será el arca de la salvación y en el arca se salvarán todos los que en él depositaron su fe…

El Tío se miró de cuerpo entero en un espejo empotrado en la pared, se arregló las pañoletas del cuello y se ajustó la máscara a la altura del mentón. Yo le escruté desde la punta de las botas hasta la punta de los cuernos y, al saber que los mineros le rendían pleitesía como al absoluto soberano de las entrañas de la tierra, recordé uno de los Diez Mandamientos que, según el Antiguo Testamento, Dios escribió con el dedo en dos tablas de piedra y se las entregó a Moisés en el Monte Sinaí: No harás esculturas de otros dioses delante de mí y mucho menos de personajes malignos. No te postrarás ante ellos ni les rendirás culto. Yo soy Yahveh, el único Dios, fuerte y celoso. Así como hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos, castigo a los que me odian y desafían…

Cuando salí de mis reflexiones, cegado por las luces del disfraz de Lucifer que, para bien o para mal, escondía el verdadero aspecto del Tío, le pregunté:

–¿Qué opinión te merecen los Diez Mandamientos de Dios?

–¡Pero tú eres zonzo o qué! –graznó en voz alta–. A mí qué diablos me importan los Diez Mandamientos. Ya te he repetido las mil y una veces que a mí sólo me importa mi propio decálogo… Cuándo vas a entender que no es lo mismo decir: en el invierno hace frío, que decir: en el infierno hace frío. Además, si el profeta Moisés recibió las Tablas de la Ley de Dios en el monte Sinaí, en esa península desértica y montañosa de Egipto, yo recibí las Tablas de mis Leyes, por decirlo de alguna manera, en las montañas de Llallagua, en esa población minera del norte de Potosí. 

–¿Entonces a ti sólo te importa todo lo que sucede en el infierno?

–No sólo en el infierno –replicó–. Me importa también todo lo que sucede sobre la faz de la Tierra. Pero si tú y los evangelistas me siguen jodiendo más de la cuenta, usaré mis poderes malignos y haré añicos todo lo que Dios creó en las aguas, los aires y la tierra; por ejemplo, haré que se desate un granizo de gran magnitud, que los vientos soplen como vendavales de otras dimensiones y que las islas sucumban bajo la furia de los mares. Lo que es peor, provocaré un temblor de mil demonios. Los montes se desmoronarán y los valles se levantarán. Todas las ciudades y aldeas serán reducidas a polvo. Los humanos perderán la razón por el pánico y acabarán vagando sin conciencia ni voluntad. Los peces del mar, las aves de los cielos, las bestias del campo y todos los animales se hundirán como gusanos en las grietas que se abrirán en la tierra. ¿Qué te parece? ¿Qué te parece el castigo que le tengo reservado a la humanidad?

No supe qué decir. Sus palabras sentí como puñales clavándoseme entre los huesos de mi pecho. Estaba acongojado y un frío sudor, como para aplacar las llamas del infierno, me bañó el cuerpo entero.

El Tío escondió su máscara de Lucifer debajo de su capa de luces, abrió la enorme puerta con un soplido y, haciendo sonar, ¡chischás!, ¡chischás!, la espuela de plata que llevaba en la bota izquierda, salió del cuarto rumbo al Carnaval, mientras mi absorta mirada seguía sus pasos que se perdieron más allá de la puerta, hasta que me quedé solo, hundido en una tupida oscuridad y con una sensación de miedo oprimiéndome el pecho, como cuando se ve de cerca la cara del diablo, igual que en una aparición fantasmagórica, que luego se desvanece como el humo de un cigarrillo.

Cuando desperté del sueño, con la cara vuelta hacia la pared y la mente todavía atravesada por la imagen del Tío disfrazado de Lucifer, vi aparecer las luces de la mañana filtrándose por las ventanas de mi cuarto. ¡Qué mierda!, me dije, el Tío no me dejará en paz ni de noche ni de día, ni cuando esté despierto ni cuando esté dormido. 

martes, 1 de enero de 2019


LOS OBSCENOS GUSTOS DEL TÍO

Conociendo la irrefrenable lujuria del Tío, cada vez que lo veía disfrazado de Lucifer en los Carnavales, rodeado siempre por hermosas Chinasupay, lo imaginaba como a un perro en carnicería, como a un gato en ratonera. Por eso mismo, a tiempo de lanzarle un comentario sobre sus eximios dones de conquistador, le dije:

–Sé que te gustan las mujeres y que eres un Don Juan, capaz de seducir a cualquiera con el fulgor de tu mirada…

El Tío levantó la cabeza y cambió la expresión de su rostro. No abrió la boca, pero se quedó atento a lo que iba a decirle, como quien aguarda una noticia del más allá. Entonces proseguí:

–Con esa pinta puedes conquistar incluso a la princesa Madeleine de Suecia, de cuya belleza no has dejado de hablarme desde cuando la viste en la tele, luciéndose en un acto protocolar que se llevaba a cabo en el Palacio Real, donde el rey y la reina se hacían los despistados cada vez que los fotógrafos dirigían los oculares hacia esa hermosura que, más que ser una mujer hecha de sangre y hueso, parece una de esas princesitas escapadas de los cuentos de hadas...

El Tío echó chispas por los ojos, chasqueó la lengua y soltó una risa que lo sacudió en su trono. No era en vano, pues aun siendo un ser todopoderoso, acostumbrado al trato respetuoso y cariñoso, tenía debilidades que lo acercaban más a los humanos que a los dioses; una de esas debilidades era su gusto por las mujeres de cuerpos despampanantes y deseos ardientes. No ocultaba su preferencia por quienes, hermosas como las valquirias del Walhalla, estaban dispuestas a conducirlo, en las blancas colinas de sus blancos cuerpos, hasta las puertas de la muerte y retornarlo a la vida convertido en experto en las artes de amar. La desventaja era que todas eran más altas que él, quien apenas les llegaba a la altura de los senos.

–¿Por qué te atraen las mujeres altas? –le pregunté–. Si con una de tu estatura estarías mejor servido en la cama y en la mesa.

–Es cierto que soy de estatura baja –reconoció–, pero me seducen las mujeres que tienen todo en exceso, tanto arriba como abajo. Entre una chatita y una altota, prefiero a una mujer de buen porte, ojos color de cielo despejado y pelo rubio como el de la Chinasupay. Si me gustan las altotas es porque tienen las piernas largas y lucen sus abundancias como las waka-wakas, pero también me atraen las chatitas que tienen la ley del tordo: patitas cortas y culito gordo...

No era la primera vez que lo escuchaba hablar de ese modo. Empero, fue tanta mi sorpresa que lo miré de pies a cabeza y, haciéndome el listo sin serlo, le espeté un comentario puntilloso, como París disparó su lanza contra el talón de Aquiles:

–Con una gringa altota, te verías como una garrapata trepando por la cola de una elefante...

El Tío, apenas se dio cuenta de la capciosa intención de mis palabras, disimuló una sonrisa y dijo:  

–Eso es relativo, como en el caso de un minero que conocí. Él tenía una voz delgadita, como la de los espíritus celestiales, pero todo lo demás lo tenía grueso. Por lo que a mí respecta, no te preocupes por eso de mi estatura, ¿o has olvidado que poseo poderes mágicos? Si la necesidad me obliga, no tendría problemas para transformarme en un mamut de Siberia, con la trompa larga, gruesa y rugosa, y, como si fuera poco, con los colmillos más puntiagudos que mis cuernos.

Me quedé boquiabierto y con la mirada clavada en sus cuernos. Al poco rato, en mi afán de herirlo a como dé lugar, le disparé otra pregunta más puntillosa:

–¿Y a la Chinasupay le gustan también los altos?

–Quién sabe –contestó–. Eso no lo sabe ni Dios. Sobre gustos nadie ha escrito, ni siquiera tú que tienes una mujer que, cada vez que se cabrea con tus miradas de ojo alegre, te repite que a ella le gustan los hombres altos, robustos, musculosos, encachados, guapos, chulos, papitos... 

–¡Déjate de joder, Tío! –supliqué enfadado–. ¡No estamos hablando de mí sino de ti!

–Ya te dije que no tengo los menudos problemas que aquejan a los mortales. Es cuestión de que una mujer me dé un beso y, zas-zas, me convierto en el ser más bello del universo, como el sapo, la bestia y el monstruo encantados por la bruja en los cuentos de hadas. No en vano la Chinasupay y la China Morena me prodigan su alma, corazón y vida, así tenga el aspecto de un ser infernal y la estatura de un ek’eko. Además, ¿quién te ha hecho creer que la estatura es un impedimento para amar y conquistar a las mujeres? El amor es ciego y no ve los defectos, aunque a simple vista una pareja, por la diferencia de edades y estaturas, parezca más una dispareja que una oveja con su pareja.

Lo escuché atento, hasta que, al comprobar que tenía una autoestima más grande que la de Narciso, cambié el tema de la conversación, consciente de que el Tío, dotado de una suprema inteligencia, tenía una respuesta para cada pregunta.

–A todo esto, Tiíto –le dije en un tono de adulación–. ¿El tamaño de un hombre tiene alguna importancia?

–¡¿El tamaño de qué?! –preguntó elevando la voz y con una celeridad admirable.

–En este caso, no me refiero a la estatura, sino al tamaño de la trompeta que nos tocan las mujeres…

–¡Ah! Te refieres a ese ridículo apéndice masculino –dijo de manera socarrona–. Pues no faltan las comparaciones para admirar al mejor dotado o para burlarse del menos favorecido, aunque en los tejemanejes del sexo, más vale la maña que el tamaño de la trompeta.

–Claro que para ti es muy fácil decirlo –retruqué–, sabiendo que el tamaño sí tiene importancia y que no basta con tener más maña que uno bien puesto. Al menos, el exceso sirve para impresionarlas, ¿no es así?

–¡No es así! –contestó meneando la cabeza–. Los excesos no solo las impresiona, sino que las espanta. La realidad es que el exceso resulta innecesario cuando la zona más sensible de la mujer se encuentra en las afueras de su infiernito, donde uno quiere meter su diablito; de modo que no hace falta tener uno reverendo como el mío, sino solo seis centímetros para rozarle el piquito y elevarla al infinito.


–¿Entonces no es cierto que a ciertas mujeres les gusta que el hombre sea inteligente de la cintura para arriba y burro de la cintura para abajo?

–Ya te dije que eso es relativo, muy relativo, como todo lo demás en este mundo –replicó levantando las cejas y agitando las manos–. Lo único cierto es la sabiduría popular que enseña: La mujer es fuego, el hombre estepa, viene el diablo y sopla, pero, ¡ojo!, solo sopla por un tiempo, ya que el fuego de la lujuria se apaga un buen día, como se apaga la luz del día cuando llega la noche. Nada es eterno en la vida, excepto la muerte y el infierno. En la juventud se goza de la carne, del apetito sexual, pero luego uno se cansa y lo deja. En los ardides del amor, hasta el diablo, harto de carne, se mete de fraile…

El Tío, sentado como siempre en su trono, inclinó la cabeza, echó una ligera mirada a su respetable dimensión, meditó un instante y, como si hubiese hallado la solución de una pregunta sin respuestas, profirió con voz altisonante:

–¡La sexualidad es una necesidad fisiológica, como beber y comer son cosas que hay que hacer! El sexo no solo sirve para reproducirse, sino también para gozar de las misk’i (dulce) cositas, que la naturaleza nos puso entre las piernas –dijo con los labios alargados, como si fuese a darme un beso–. Eso sí, te recuerdo que en la relación entre un hombre y una mujer no se puede forzar nada. Si ella no quiere, no quiere; pero si quiere, te dice que sí, pero no te dice ni cuándo, ni dónde, ni cómo. Al fin y al cabo, en una relación de pareja, el hombre propone y la mujer dispone.

–De todos modos, la sexualidad es uno de los pilares del templo del amor, ¿verdad?

–Así es –corroboró el Tío–. El amor sirve para alimentar el alma como la comida sirve para alimentar el cuerpo; por lo tanto, elegir entre amar y comer, es lo mismo que elegir entre mear y escribir, pues supongo que ambas cosas tienes que hacerlas por necesidad y no por puro gusto, ¿no es así?


Me quedé callado, cojudo, como cada vez que me daba una magistral lecciones sobre la vida, las necesidades humanas y las artes de amar. Sin embargo, como estaba convencido de que era un ser erudito, que lo sabía todo y podía todo de todo, aproveché para preguntarle qué importancia tenía el beso a la hora de dar rienda suelta a las pasiones.

–En el arte del amor todo comienza con un beso profundo y electrizante –contestó–, que es una muestra de amor y erotismo, una sensación húmeda que nada tiene que ver con el beso que Judas le dio a Cristo.

Yo paré las orejas y seguí con la mirada los gestos que hacía mientras abordaba el tema, como cada vez que se ponía eufórico al hablar de Dios y del príncipe de las tinieblas, pues los ojos se le encendían como chispas y las palabras le revoloteaban como mariposas en los labios. Hablaba tan lindo que parecía estar leyendo un libreto preparado de antemano. Por lo demás, de todas sus cualidades, la más original y característica era el desparpajo con que inventaba un término cuando el verdadero no acudía con la debida oportunidad a sus labios. Yo nunca pude contra su ingenio ni su verbo, así que lo dejé hablar a sus anchas.

–Es natural que cuando dos personas se aman, se coman a besos a toda hora y en cualquier lugar –dijo–. El beso es el primer paso en el camino al amor y es el vínculo indispensable de una pareja, además que da cierto toque mágico a una relación y hace sentir una pasión tan grande, que surge el deseo de poseer a la persona amada, aparte de que un beso dice más que mil palabras y es el preludio a la entrega total. 

–Supongo que cuando tú la besas a la Chinasupay, no solo intercambias saliva en señal de confianza y deseo ardiente, sino también la envuelves en tu aliento con olor a azufre y…


–¡Me estás mamando o qué! –bramó con los ojos desorbitados, cortándome la palabra de ipso facto–. Para empezar, a ti no te importa cómo la beso, lo único que debes saber son dos cosas: Primero, para dar un beso no hay técnicas, ni recetas, ni regla alguna; lo esencial es que se dé con pasión y con todas las fuerzas del amor, sobre todo, si el amor es tan fuerte como la muerte. Segundo, que el beso sea devorador, que te deje sin aliento, que te erice la piel y te entren ganas de fundirte en el cuerpo de la persona amada.

–¿Y cómo saber que un beso es un buen beso?


–Eso es muy difícil de saber, pero, por si las moscas, te paso un dato curioso: se dice que si logras hacer un nudo en el tallo de la cereza con la lengua, sin tocarlo con las manos, significa que sabes besar a las mil maravillas.

Como ya estuvimos hablando de besos, solo faltaba un cachito para hablar más distendidamente del sexo, pero como no quería meterme, como en otras oportunidades, en una jungla de dimes y diretes, preferí que me dijera qué es lo que más miraba y admiraba en las mujeres.

–El culo –contestó como siempre, sin pelos en la lengua–. El culo, como la comida, se come también con la mirada. Unas nalgas perfectamente esféricas y sensuales levantan el ánimo de cualquiera. El culo es la parte del cuerpo que más sinónimos ha generado en todas las lenguas. Solo en español se lo conoce como cola, posaderas, trasero, traste, asentaderas, poto, ancas, cachas, glúteos, grupa, colina, pandero, tortas, amortiguador, manzana, pompis…

Después me miró mis humildes posaderas, quién sabe con qué intención, y prosiguió:

–Los hombres a tu edad han pedido la atracción y no tienen más que una raya allí donde termina el casto nombre de la espalda. Una pena por tu doña, a quien también le gusta mirar el trasero bien formado y musculoso de un hombre, que es un poderoso centro de atracción de muchas, pero de muchísimas miradas femeninas.

Le creí en redondo. No cabía duda de que el Tío, que tenía la facultad de ver con facilidad asombrosa a través de las ropas, vio más nalgas que ninguno en este mundo. Él sabía valorarlas por su forma, consistencia y tamaño.

–Una cosita más –dijo, despejándome las dudas–. Las nalgas, aunque nos parezcan zonas sin mayor importancia, son motivos de gustos y disgustos. Puede que al hombre le resulte difícil mirarse el trasero, pero la mujer, apenas voltea la cabeza, debe mirarse su protuberancia como una iguana se mira la cola y, si tiene un poquito de son y otro poquito de gracia, debe también menearla como la China Morena menea su cola más voluminosa que la cola de saurio del Achachi Moreno.

A esas alturas de la charla, el Tío tenía los ojos encendidos como brasas. Se relamió los labios, se frotó las manos, separó las piernas y, tras inflar el pecho como un toro en plaza taurina, prosiguió:

–En algunos países existe una natural fascinación por los traseros. En África, por ejemplo, una mujer sin culo es lo mismo que una mujer pobre, así esté nadando en dinero. En el mundo occidental, las nalgas están consideradas como zonas que estimulan la excitación sexual. En la India las nalgas forman parte de los ritos sagrados, llegando al extremo de que si una bailarina hindú no tiene un trasero prominente, debe recurrir a glúteos postizos o prótesis de silicona. Ni para qué hablar de Brasil y Cuba, donde existe un verdadero culto al trasero. Las mujeres lo exhiben en tanga o ropas ajustadas. La idea es mostrarlo y moverlo al ritmo de las caderas, como la popa y la proa de un barco en medio de la tempestad.

Al ver que el Tío estaba al borde de entrar en un delirio sexual, tosí como un minero con silicosis, en procura de volverlo en sí y no dejarlo escapar en las alas de la fantasía. Cuando logré mi objetivo, y a modo de devolverlo a la realidad, le dije que toda mujer debe amar y estimar cada una de sus redondeces y debe aprender, indistintamente de su tamaño, a  sacarles provecho en el juego sexual, porque el tamaño de un trasero, acéptese o no, no es más importante que la capacidad de menearlo a la hora de entregarse sin condiciones y de en un modo total.

El Tío se reacomodó en su trono, cruzó los brazos y se quedó mirándome fijamente, como todo un experto en las artes de amar. Yo le devolví la mirada y, fingiendo ser un experto en el tema sin serlo, le dije:

–La atracción que provocan las protuberancias femeninas en los hombres es tan importante que se ha llegado a establecer una división entre unos que prefieren los pechos y otros que prefieren las nalgas.

–¡Ah!, a propósito –asintió–. Los expertos refieren que las mujeres con abundantes pechos, besan mejor y son sexualmente más ardientes.

–Esas son puras especulaciones –repliqué–. Se dicen tantas cosas que ya no sé ni en qué creer. Si a unos les gustan las pechugonas, a mí me encantan las minitetas, porque de solo mirar sus bonitas formas, su balanceo gracioso, la leve insinuación de sus pezones, me resultan mucho más atractivas y eróticas que las tetas voluminosos que, en estos tiempos, están infladas con prótesis de silicona. Además, y en esto sí soy categórico, pienso que el sexo está dentro de la cabeza y no entre las piernas ni entre las tetas….

El Tío, mostrándose aburrido con mi cháchara parecida a una divagación sin son ni ton, me paró el coche y se vino al grano:

–Y a ti, ¿por qué te interesan tanto estos temas? Pareces un perro ladrador, pero poco mordedor. Ya sabemos que te falta estatura, que no eres el mejor dotado, pero que, como toda ley de compensación, te sobran las mañas y artimañas para conquistar a cuanta mujeres se te antoja, ¿sí o sí? Por otro lado, eres como cualquier otro hombre; tienes dos piernas, dos brazos y una cabezota que vale por todas las demás. Como bien decía tu mamá, eres un ser inteligente al que solo le falta un pelo para ser adivino. ¿No es eso lo que te decía tu mamá? Que te faltaba un pelo para ser adivino, ¿sí o no?

No contesté ni sí ni no, preferí despedirme de mi irreverente interlocutor, para no seguir con un tema que era de nunca acabar. Me volví y avancé en dirección a la puerta, pero cuando estaba a punto de salir del cuarto, el Tío lanzó un gemido bestial y me detuvo de golpe.

–¡Un momento!

–¿Qué quieres? –pregunté sin voltear la cabeza.

El Tío redujo la voz a un murmullo y dijo:

–Que tu doña no se dé cuenta de que te gustan las mujeres con todos los atributos que a ella no tiene. Aun así, ella sabe cómo avivar el fuego de tu pasión y satisfacer tus fantasías más perversas; es más, ella confirma la regla: Lo que no puede el diablo, lo puede la mujer.

Cerré la puerta y me alejé rumbo al dormitorio, donde mi mujer estaba ya recostada sobre la cama, luciéndose con una sensual lencería que, de solo remarcarle sus misk’i cositas, despertó mis deseos de amante erótico y mis instintos de animal carnívoro.