EL RELOCALIZADO
I
Cuando Marcelino Colque era todavía un chambón
en el laboreo minero, tenía miedo al silencio y la oscuridad. El simple hecho
de estar encerrado en el vientre de la montaña, le causaba desesperación y
angustia de solo pensar que, quizás, nunca más volvería a contemplar la luz del
día ni a ver las maravillas del mundo exterior.
Los obreros más viejos le contaron que la oscuridad,
lejos de la luz del día, era el reino del Tío, quien, aun siendo el depositario
de las esperanzas de las familias mineras, se apoderaba de la vida y el alma de
los más jóvenes de la cuadrilla.
Marcelino Colque, cuya formación emocional estaba
cimentada en las supersticiones propias de la cultura quechua, sentía un miedo
acosador apenas se internaba en las penumbras de la bocamina, donde escuchaba
el ¡ploc!, ¡ploc!, de la ch’aq’a y
sentía la mordedura del frío en la piel, hasta que muy pronto comprendió que
sus compañeros, a modo de contrarrestar el miedo, hablaban a gritos y reían a
mandíbula suelta, mientras alguien contaba un chiste colorado o, amparándose en
la oscuridad, lanzaba un chascarrillo contra otro compañero de la cuadrilla.
–¡¿Qué dice tu hermanita, cuñado?!... –gritaba alguien.
Las risas estallaban entre comentarios a media voz, pero
la respuesta, más subida de tono, no se dejaba esperar:
–¡Cornudo, carajo! ¡Cuando no estás en tu casa, yo me
meto en la cama con tu chola!...
Las risas volvían a estallar, estrellándose contra las
rocas apenas iluminadas por la mortecina luz de la lámpara enganchada al guardatojo.
Así aprendió Marcelino Colque que el campesino
proletarizado, de mentalidad cerrada y actitud arisca, no era ajeno al sentido
del humor, que se destilaba en el mundo telúrico de interior mina. Aprendió
también que las bromas y risas de sus compañeros eran formas de burlarse de los
peligros y la muerte.
II
Desde que Marcelino Colque ingresó a trabajar y contrajo
matrimonio con una moza de su ayllu,
pensó en mejorar su condición de vida, aparte de que se llenaría de una
numerosa prole debido a que, al no disponer de televisor ni otras diversiones
en sus tiempos libres, se dedicaría a seducir a su esposa para estar con ella
antes y después del trabajo.
Pasaron los años y nada resultó como había pensado; no
mejoró su condición de vida, su esposa falleció aquejada por una enfermedad
desconocida y sin concebir un solo hijo. Después volvió a juntarse con la viuda
de otro minero, quien la dejó con una tracalada de hijos y sin más herencia que
una cuantiosa deuda a los tenderos del pueblo.
Cuando Marcelino Colque ascendió al cargo de perforista,
a fuerza de trabajar duro y parejo, se granjeó la admiración de sus compañeros
de cuadrilla, ante quienes
representaba la gran personalidad del minero hecho de disciplina,
responsabilidad y fortaleza física. Todos le saludaban con el mismo respeto que
le profesaban al Tío. No pasaba una sola jornada sin que sus compañeros
requirieran de sus consejos y prescindieran de su amplia experiencia en el
trabajo. Cada vez que se lo pedían con palabras de afecto y respeto, Marcelino
Colque accedía sin hacer preguntas ni poner peros.
Acallaba el ruido enervante de la perforadora y, lavándose las manos con su
orín, acudía al paraje donde se lo requería con urgencia.
Algunas veces, a pesar de las precauciones que asumía con
responsabilidad, se enfrentaba cara a cara con la muerte, como cuando le ayudaba
al lamero a descolgar la carga que se atascaba en el buzón. La última vez que trepó con mucho
cuidado por las rocas, ajustó la dinamita en una grieta de la carga, la cubrió con barro, chispeó la
guía y comenzó a descender a toda prisa, mientras alertaba a sus compañeros:
–¡Tirooo! ¡Tirooo!...
Los trabajadores abandonaron el lugar y, tras unos
minutos de espera, la roca estalló en un aluvión de estaño y polvo, llenándose
en la galería en un santiamén, como cuando la espesa bruma tendía su manto
sobre la montaña hasta cubrirla de tope a tope. La carga se precipitó con un fragoroso ruido y el polvo comenzó a
disiparse paulatinamente. Tiempo después, los trabajadores se dieron cuenta de
que Marcelino Colque no estaba entre ellos y que había sido arrastrado por la carga.
Entonces, lanzando gritos de desesperación, se dirigieron
adonde Marcelino Colque estaba atrapado por la carga. Cuando lo ubicaron, con el cuerpo enterrado hasta el cuello,
se movilizaron saltando de un lado a otro, hasta que lo rescataron cogiéndolo
por las manos y los brazos. Marcelino Colque, notablemente malogrado por el
inesperado accidente, se puso de pie y les agradeció por haberle salvado la
vida arriesgando sus propias vidas.
III
Durante muchos años, pensó que la cuadrilla era su familia, el paraje
de trabajo su barrio, la mina su ayllu
y el campamento la razón de su vida. Todo lo que dejó atrás, en el campo donde
nació y creció, correspondía a su pasado; su presente, desde que ingresó a
trabajar en interior mina, dependía del Tío; pero su futuro, que era incierto y
dependía de factores ajenos a su voluntad, estaba en manos de Dios.
Cuando el gobierno cerró las minas nacionalizadas y se
produjo la relocalización de los trabajadores, él tenía ya tercer grado de
silicosis, una familia numerosa y un futuro tan oscuro como el socavón.
La Empresa Minera le extendió su papeleta de retiro y lo
abandonó a su maldita suerte. Desde ese día, Marcelino Colque pasó a ser
relocalizado, un extrabajador minero que dio su vida por el progreso económico
del país, sin imaginarse que un día se cerrarían las minas y que él, como miles
de obreros, terminaría en la calle y con los pulmones reventados por la
silicosis.
Un mañana, mientras caminaba por una de las calles del
pueblo, se encontró por casualidad con su amigo de infancia, a quien le fue
mejor en la vida, como comerciante de coca, alcohol y dinamitas.
–¿Cómo te va, hermanito? –le preguntó saludándole
efusivamente y dándole la mano.
–Estoy jodido –contestó Marcelino Colque, con el
semblante escuálido y mirándole por debajo del espeso arco de sus cejas.
–¿Por qué? ¿Qué pasó?
–Han cerrado la mina –contestó–. Primero nos quitaron la pulpería y ahora el derecho a trabajar.
¿Qué haremos ahora? Yo me vine aquí con la ilusión de que la mina estaba
siempre abierta para quienes querían trabajar con dedicación y sacrificio…
Su compañero de infancia lo miró con infinita tristeza,
le puso la mano sobre el hombro e intentó consolarlo:
–No te aflijas tanto, hermanito. La solución está en que
te busques otra peguita en otro
lugar. Si hubieras seguido en la mina, te hubieras muerto como todos los
mineros, sin tener ni siquiera dónde caerte muerto...
–No sé si podré encontrar otra peguita –dijo entre accesos de tos seca–. Tengo mal de mina y estoy jodido de los
pulmones.
IV
Lo cierto era que desde que cerraron las minas, miles de
trabajadores quedaron cesantes y fueron relocalizados. Se marcharon al campo o
a las ciudades en busca de nuevos horizontes de vida. La coyuntura política y
económica por la que atravesaba el país provocó una diáspora que no se vivió
desde la fundación de la república.
Los trabajadores como Marcelino Colque, al no contar con
el apoyo de nadie, se hundieron en la desilusión y desalojaron los campamentos
mineros para dejar detrás de sí una población que, con el paso del tiempo,
acabaría en ruinas, con campamentos desmantelados y polvorientos, donde moriría
todo atisbo de vida y donde los perros hambrientos serían los únicos
deambulando calle arriba y calle abajo, sin encontrar consuelo ni hueso que
roer.
Marcelino Colque, abatido por las necesidades cotidianas
de su familia, no sabía cómo resolver su situación económica. Así que todos los
días, para no ver las lágrimas de su mujer ni la cara de hambre de sus
hijastros, salía a dar vueltas por la plaza.
Una tarde, mientras caminaba arrastrando la mirada por el
suelo, volvió a encontrarse con su amigo de infancia, quien, ni bien lo
reconoció a la distancia, le llamó por su nombre y, mirándolo de pies a cabeza,
le preguntó:
–¿Cómo va todo, hermanito?
Marcelino Colque le dio un fuerte apretón de manos y
contestó:
–Todo va de mal en peor. Algunos de mis compañeros, desde
que se convirtieron en relocalizados, están deambulando por las calles como
fantasmas sin rumbo.
–Ahora entiendo por qué estás jodido.
–Ya sé que estoy jodido –repuso Marcelino Colque–. De
nada me ha servido que, para evitar la muerte y la desocupación, le haya
rendido pleitesía al Tío, con fe y pleitesía, y le haya entregado ofrendas,
incluso quitándoles el pan de la boca de mis hijastros.
–A veces, la vida es así, hermanito –y, a modo de
aplacarle su pena, añadió–: El Tío no puede hacer casi nada cuando el Gobierno decide
cerrar las minas.
El minero sabía que cuando se cerraba la mina, el Tío se
quedaba solo en las galerías, a pesar de que no había Tío sin mineros ni
mineros sin Tío.
–¿Ahora qué harás? ¿Con qué darás de comer a tu
familia?
Marcelino Colque pensó un instante y llegó a la
conclusión de que no le quedaba más remedio que abandonar el campamento minero
y retornar a su ayllu, donde le
esperaba el arado para ganarse la vida labrando la tierra como lo hizo su padre
y también el padre de su padre.
–¿En qué piensas? –le preguntó su amigo, al verlo
cabizbajo y reflexivo.
–En la decisión que he tomado.
–¿Qué decisión?
–Le diré a mi mujer que aliste a las wawas y empaque nuestras miserables pertenencias. Nos iremos por el
camino que Dios nos señale en su misericordia. No nos queda otra alternativa
que abandonar este infierno para rehacer nuestras vidas en el campo.
–Eso será lo mejor, hermanito –le dijo, hundiéndose en un
hondo suspiro–. A veces es bueno alejarnos del Tío y entregarnos a Dios…
Marcelino Colque se abalanzó a los brazos de su viejo
amigo, como un niño aferrándose a cualquier cosa para no moverse de un lugar,
pero igual llegó el instante en que tuvo que despedirse y dirigir sus pasos de
relocalizado hacia un futuro que lo esperaba en el campo, al otro lado de las
rugosas montañas de mineral, sangre y dolor.