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lunes, 3 de julio de 2017


UNA VISIÓN INSÓLITA DE LA TORTURA

En una exposición fotográfica realizada en el Museo de la Edad Media en Estocolmo sobre el tema del castigo y la tortura medieval, me impactó la imagen de una mujer desnuda, quien, las manos y los pies atados debajo de las rodillas, yacía en posición fetal en el fondo de un recipiente de cristal, donde el agua parecía moverse como en un nivel, mientras ella sostenía el último atisbo de vida, los ojos y los labios apretados de pavor.

La imagen, que tenía el aspecto de una piltrafa humana conservada en formalina, representaba a una mujer acusada por el Santo Oficio de sostener pactos con el demonio y practicar actos de brujería, y, por eso mismo, condenada a una muerte lenta y atroz.

La Inquisición, cuyas bases fueron sentadas en el concilio de Verona en 1183, representó no sólo la concreción de una mentalidad retrógrada que impregnó la historia medieval, sino también a una maquinaria que hizo posible la proliferación de torturas y quemas de supuestos herejes, como todas las ejecuciones que seguían a los autos de fe, con sus hogueras y sus víctimas ataviadas con sambenitos
.
Las mujeres, acusadas de brujería, eran conducidas a las cámaras de tormento, donde los verdugos doblegaban la voluntad más firme. Se las mandaba a poner en potro, se les ligaba los brazos, las piernas y el cuerpo. Las torturaban hasta el suplicio y las hacían arder como antorchas en la hoguera. Para demostrar si una mujer era o no bruja, le pinchaban con espinas en las partes sensibles del cuerpo o la lanzaban a un caudaloso río, con las manos y los pies atados para dificultar el nado. Si la acusada era más liviana que el agua, si flotaba y no se hundía como una roca, estaba comprobado de que era bruja; pero si, por el contrario, no flotaba y se ahogaba, era absuelta de las acusaciones y se le daba cristiana sepultura.

Algunas sufrieron el dolor del empalamiento, que era todo un arte de tortura durante la Inquisición. Consistía en atravesar una estaca por el ano y sacarla por la boca. La estaca debía ser lo suficiente sólida para sostener el peso del cuerpo. Primero se redondeaba la punta y luego se la untaba con aceite, con el fin de procurar la muerte lenta de la víctima. Cuando se había introducido la estaca en el ano, la infortunada era levantada para que se hundiera gradualmente hasta quedar ensartada.

A las madres solteras las despeñaban de una montaña o las fondeaban en el lago, entretanto a las adúlteras, encadenadas de pies y manos, las paseaban por las calles y las desvestían en público, delante de los verdugos que hacían chasquear el látigo contra la piel.

La tortura más cruel, sin lugar a dudas, era la prueba del agua, que consistía en sumergir a la acusada en un recipiente, como en esa fotografía que me despertó los recuerdos del pasado, pues quien haya sufrido el tormento en carne propia, sabe que ese acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido. Me refiero al submarino, a ese método de tortura al que fui sometido durante la dictadura militar de Hugo Banzer, y que consiste en sumergir al preso, colgado de los pies, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente de aguas servidas.

¿Qué hizo tan temible a la Inquisición? Pienso que ese despotismo draconiano cuyos métodos se repitieron durante el nazismo y la Operación Cóndor: la represión sistemática, la censura y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de las dictaduras militares, del mismo modo como les ocurrió a quienes cuestionaron la función arbitraria de la Iglesia Católica durante la Inquisición, que desató una ola de persecución contra miles de llamados herejes, quienes acabaron sus días en la prisión, la tortura y la hoguera.

La Inquisición fue abolida en 1834, pero la tortura y la mentalidad que la alentó supo sobrevivirla. De ahí que en América Latina, por citar un caso de esta historia letal, sobran los dedos para contar las naciones cuyos gobiernos se abstuvieron de aplicar la tortura como instrumento de escarmiento y humillación.

Por otro lado, en medio de la violencia provocada por el terrorismo de Estado, han sido miles, quizás millones, quienes fueron sometidos al suplicio. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Stroessner, en Chile la palabra tortura pasó a ser parte del lenguaje coloquial y en Argentina, donde innumerables presos desaparecieron en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la subversión por medio de la tortura y el terror institucionalizado.    

Es suficiente pensar que la tortura, esta práctica atroz vigente en todo el mundo, sigue siendo el instrumento más eficaz para lograr la información requerida, para amordazar conciencias y sembrar el pánico entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de dominación. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

En todo caso, para cualquiera que haya sufrido las secuelas de la tortura, contemplar la imagen de una mujer asida y sumergida en el agua, no sólo es un golpe a la razón, sino también una suerte de radiografía de uno mismo, al menos cuando la fotografía tiene la fuerza de reproducir ese trauma personal que habita en el pozo de la memoria.   

viernes, 5 de mayo de 2017


EL AUTOCARRIL AL CAPONE DE PATIÑO

Este autocarril de antaño, que los ferroviarios vieron pasar y repasar delante de sus ojos, con la boca abierta y el aliento sostenido en la garganta, se encuentra en el Museo Ferroviario del Municipio de Machacamarca, a unos 30 km. al sur sobre la carretera interdepartamental Oruro-Potosí, donde se exhiben algunas reliquias de la época dorada de la historia del ferrocarril y el auge de la minería en Bolivia.

Un oasis en pleno altiplano

La población de Machacamarca, ubicada en la provincia Pantaleón Dalence, parece tener más árboles que habitantes, es una suerte de oasis en pleno altiplano, con numerosos árboles frutales flanqueados por álamos, sauces, pinos y cipreses que, además de ornamentar las adoquinadas calles, cobijan el trino de distintas aves que arrullan y revolotean entre sus ramas.

Está claro que los empleados alemanes, estadounidenses e ingleses de la Empresa Minera de Simón I. Patiño, para hacer más llevadera su prolongada estadía en estas inhóspitas tierras, llenas de polvo, grava y viento, se dieron a la tarea de arborizar la meseta, que en otrora parecía un territorio desolado como un desierto. Incluso se cuenta que los pobladores, en su mayoría de ascendencia indígena, se hacían regalar gajos para plantarlos en sus patios, con la esperanza de que un día tuvieran una exuberante vegetación y la sensación de estar viviendo en una zona subtropical, asediados por el rebalse de las aguas del río Desaguadero y la laguna Uru-Uru.


No cabe duda de que la antigua estación de trenes de Machacamarca, emplazada en la llanura desde 1913 a 1921, contribuyó al transporte de las cargas de mineral, a falta de buenas carreteras para el tráfico vehicular, entre los centros mineros del norte de Potosí y la capital del folklore boliviano.

En la actualidad, en la misma estación donde antes funcionaba la maestranza del ferrocarril, atravesada por un laberinto de rieles que se pierden en el horizonte, se encuentra el Museo Ferroviario en una especie de galpón de techo alto y paredes forradas con calamina, que abrió sus puertas al público el 13 de julio de 2005.

Las reliquias del Museo Ferroviario

El Museo, actualmente administrado por la Alcaldía Municipal, es una verdadera atracción turística, capaz de transportarnos, a través de una interesante colección de piezas de incalculable valor histórico, hacia el memorable pasado de la industria minera del país, que tuvo su mayor apogeo durante las primeras décadas del siglo XX.

En el Museo Ferroviario, no muy lejos de los árboles de frondoso follaje y herrumbrosos desechos olvidados sobre los rieles, se exponen locomotoras de diferentes modelos y tamaños, unos vagones que, durante la Guerra del Chaco, sirvieron también para transportar a los soldados bolivianos hacia los frentes de batalla, una maestranza donde se realizaban trabajos de mantenimiento de la empresa ferroviaria, con torno, martillo eléctrico mecánico, prensa y otras herramientas muy bien conservadas y, para rematar el recorrido por sus ambientes colmados de maquinarias y recuerdos, una muestra de fotografías antiguas que reflejan la memoria de los trabajadores y sus familias.


Aquí mismo, entre el legado histórico del ferrocarril boliviano, se encuentra estacionada la primera locomotora alemana que arribó a la ciudad de Oruro (1912), la locomotora a vapor No. 12 (1944), la locomotora Sulzer No. 20 (1956) y, entre estas imponentes bestias forjadas en hierro, lo que más llama la atención del visitante es el lujoso autocarril Al Capone, que perteneció al barón del estaño Simón I. Patiño.

El autocarril del magnate minero

El motorizado Buick modelo 1938, que fue importado desde Estados Unidos hasta Machacamarca en 1940, debía cumplir la función de transportar al magnate minero hacia las localidades de Uncía y Llallagua, donde las minas de estaño lo habían convertido de un muerto de hambre en un hombre de negocios a escala mundial.

El autocarril, que se desplazaba como una periquita por las pampas y faldas de los cerros, atravesando por puentes y túneles construidos a base de alta ingeniería, fue bautizado con el nombre de Al Capone, por la semejanza con el automóvil que usaba el capo de los gánsteres de Chicago, con la diferencia de que el vehículo adquirido por Patiño fue adaptado para su desplazamiento sobre rieles y no sobre ruedas de caucho.

El autocarril Al Capone, adquirido por Simón I. Patiño para viajar hacia las minas que lo entronaron como al Rey del Estaño, fue devuelto por Ferrocarril Andina (FCA) a las autoridades del Municipio de Machacamarca, para que fuera expuesto como una reliquia en el Museo, junto a una rigurosa documentación que registraba los siguientes datos: Fabricante Buick, tipo Sedan, año de construcción 1938, procedencia alemana, fue puesto en servicio sobre cuatro ruedas de fierro en 1940, su peso es de 3.69 toneladas, velocidad máxima de 80 kilómetros por hora, está hecho de acero y con asientos de cuero.

Este portento de la creación humana, digno de ser exhibido en cualquier museo del mundo, para el deleite de los curiosos que desean conocer los curiosos gustos de un hombre forrado de dinero, está compuesto de una carrocería Fisher Body Corp. Job No. 8630, Body No. 355; dos faroles delanteros, un asiento delantero, un asiento trasero, dos asientos auxiliares, cuatro puertas, un tablero de control y un miriñaque. El motor es a gasolina 8L (8 cilindros), sistema de arranque, sistema de admisión de aire, sistema de escape, sistema de alimentación, sistema de refrigeración, sistema eléctrico. La transmisión cuenta con una caja de velocidad automática, una corona, un cardan, frenos, bogue delantero y eje trasero. Todo lo demás, está hecho sólo para mirar y no tocar.

El Cadillac de Al Capone

Estando al lado de este fabuloso coche, en cuyo laqueado uno puede reflejarse de cuerpo entero como en un límpido espejo, es difícil no pensar en el mítico gánster estadounidense Alphonse Gabriel Capone, más conocido como Al Capone o Scarface (Cara cortada), apodo que recibió debido a la cicatriz provocada en una riña por faldas en la que su rival le cortó tres veces la cara con una navaja de resplandeciente filo.


En los años 20 de la pasada centuria, Al Capone, convertido en el Rey del Hampa, puso bajo su dominio los negocios ilícitos de la ciudad de Chicago, como eran el tráfico de bebidas alcohólicas, el manejo de casas de citas y salones de juegos de azar. De modo que en 1927, burlado el control policial y generando temor entre sus adversarios de los bajos fondos, amasó una fortuna que ascendió a los cien millones de dólares, una ganancia ilícita que le permitió, entre otras cosas, adquirir un Cadillac Town Sedan V8 en 1928.

Desde entonces, la historia del coche de Al Capone se hizo extensa debido a que era uno de los primeros blindados que se camuflaba entre los automóviles de la policía y algunos ejecutivos por su inconfundible color, pintado en verde con los pasos de rueda en negro, igual que otros 85 autos del Departamento de la Policía de Chicago.

El coche blindado a prueba de balas, perteneciente al mafioso más mentado del crimen organizado, se deslizaba sobre sus ruedas con una potencia de 90 caballos de fuerza y una caja de trasmisión manual de tres velocidades. Entre sus puntos fuertes del Cadillac estaban los vidrios antibala, con una pulgada de espesor; tenía sirenas y emisoras; sus cuatro frenos eran de tambor y la suspensión trasera de ballestas semielípticas; en la parrilla delantera llevaba ocultas un par de luces rojas intermitentes y en la ventanilla trasera tenía un orificio para sacar el cañón de una ametralladora liviana y disparar ráfagas a diestra y siniestra

Cuando Al Capone fue detenido por la policía en 1931, acusado por evasión de impuestos y posteriormente condenado a pasar el resto de sus días en la prisión de mayor seguridad llamada Alcatraz, el coche fue confiscado y pasó de mano en mano, paseándose por las carreteras de diferentes países. No faltan quienes aseveran que incluso el expresidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, llegó a usar el famoso Cadillac del gánster más famoso de todos los tiempos.

Un extravagante deseo

Desde luego que ese Cadillac, que tenía blindajes con planchas de acero en el interior y vidrios de una pulgada de espesor, no fue el que llegó a manos del barón del estaño, sino otro que intentaba replicar el modelo del original. Por cuanto el autocarril de Simón I. Patiño no estaba equipado como el Cadillac de Al Capone, no tenía el mismo peso ni el mismo color.

Se sobreentiende que el carrocero alemán fabricó esta maravilla para concretizar una de las extravagantes ilusiones del potentado minero, quien, embobado de ver que sus ganancias se multiplicaban en los tableros de la bolsa de valores de los bancos europeos y norteamericanos, no sabía en qué dilapidar su dinero. Así que un buen día, se le ocurrió la idea de darse el gustito de comprar un autocarril para que pudiera recorrer, como deslizándose por una autopista continental, por las pampas y laderas de los cerros del altiplano, cuyos yacimientos de estaño lo convirtieron en uno de los diez multimillonarios del mundo.


Al contemplar el autocarril Al Capone de Simón I. Patiño, que es una de las piezas más apreciadas del Museo Ferroviario, es posible imaginarse que cuando el Rey del Estaño ocupaba el asiento del conductor, lo primero que hacía era aferrarse al volante y manipular la palanca de la caja de cambios, al menos para tener la sensación de que era él quien conducía y determinaba la dirección del coche, aunque éste se movía casi por si solo sobre las paralelas instaladas de manera fija entre una estación y otra.

Si algunos se preguntan por qué el magnate minero mandó a fabricar un coche parecido al Cadillac de Al Capone, lo más probable es que las respuestas sean tantas como tantos son los visitantes del Museo, aunque yo me quedo con sospecha de que este autocarril, cuyos principales atributos eran la elegancia y la velocidad, le fascinó a Simón I. Patiño desde que se enteró que con este coche, diseñado al mejor estilo de los mafiosos norteamericanos, no sólo le serviría para huir de la pobreza como una fugaz liebre, sino también porque él sería el único en lucir este formidable objeto en un país que bostezaba de hambre.

lunes, 9 de mayo de 2016


EL PODER Y LA CAÍDA DEL DICTADOR

El 11 de septiembre de 1973, en Chile, el país más largo y angosto de Suramérica, se produjo un sangriento golpe de Estado, protagonizado por el general Augusto Pinochet, quien, tras el asesinato del presidente constitucional Salvador Allende, se autoproclamó jefe supremo de la nación. Desde entonces, el general de ascendencia francesa, que de niño solía jugar con tambores y trompetas, que fue pésimo estudiante en la escuela y un militar mediocre en el Ejército, se convirtió en uno de los dictadores más abominables de la historia contemporánea.

Pinochet, estando en la cúspide del poder, usó todos los medios para acallar la protesta popular y borrar la imagen de Salvador Allende, cuyo legado está más vivo que nunca entre los desposeídos de esta tierra, donde la memoria colectiva, más poderosa que la resignación y la amnesia, no conoce barrotes que la encierren ni balas que la maten.

Todos recuerdan aún el día en que fue bombardeada La Moneda y la actitud heroica del presidente mártir, quien decidió no entregarse vivo a sus captores ni abandonar su puesto de combate, hasta que una bala lo desplomó cerca de una de las ventanas del palacio reducido a escombros, donde sus guardaespaldas lo encontraron tumbado en un sillón, la parte derecha del cráneo roto, la masa encefálica desparramada, el casco caído y la metralleta sobre las piernas. Pero nada pudo contra esa muerte, y menos el general golpista, pues los hombres fieles a su causa no sólo son glorificados por la historia, sino que permanecen vivos en el corazón de la gente.

Pinochet, acostumbrado a mandar al pueblo como en un cuartel, implantó una dictadura que, durante diecisiete años, cometió atropellos de lesa humanidad. Se prohibió los derechos civiles y los partidos políticos de izquierda, mientras el río Mapocho se llenaba de cadáveres, las cárceles de presos y los terrenos baldíos de desaparecidos.

Nadie que conociera al dictador, de cerca o de lejos, podía dudar de su carácter volcánico y sus instintos de criminal. Basta mirar el retrato donde aparece malencarado, con gafas oscuras, bigotes cursis y brazos cruzados, en medio de un ruedo de oficiales de estilo prusiano y miradas salvajes. Es fácil suponer que estos oficiales, dotados de una mentalidad tan autoritaria como la del general, aprendieron a la perfección la disciplina de la subordinación y constancia, bajo los lemas: Lealtad al jefe. Lealtad a la institución. Lealtad a la patria.

Cuando el dictador estaba malhumorado, los oficiales andaban en puntas, las nalgas prietas y los dientes apretados. La sola presencia del general les inspiraba silencio, respeto y temor. No me llenen las cachimbas, les advertía al menor disgusto, enseñando el puño y frunciendo el ceño. Entonces, los oficiales, teniéndolo por implacable, hacían lo que ordenaba el general, quizás no tanto por el cumplimiento del deber como por el agradecimiento de haber obtenido ventajas que jamás tuvieron.

El pinochetismo no tiene la simplicidad brutal y clásica del régimen del Tirano Banderas. Es un fenómeno más complicado, más moderno, quizás más pavoroso, escribió Jorge Edwards. En efecto, el pinochetismo no sólo fue la apología de dictadores y tiranuelos que, enfundados en vistosos uniformes militares, usaron como pretexto de sus golpes de Estado la lucha contra la subversión y el comunismo, sino también como un móvil para amasar fortunas a costa del pueblo.

El exdictador, además haber sido un devoto de la Virgen del Carmen y un sagitario que lucía un anillo con su signo, creía que su buena suerte está ligada al número cinco: nació un día terminado en cinco (1915) y en 1945 tuvo sus primeras visiones antimarxistas, en el Ejército se lo destinó al regimiento de infantería número cinco. Se casó con doña Lucía (cinco letras), quien le dio cinco hijos. El general ascendió a mayor un día quince y ocupó la quinta planta del Ministerio de Defensa cuando Allende lo designó Comandante en Jefe del Ejército. Cuando llegó a ser dictador, fue proclamado Capitán General del Ejército y, desde entonces, exhibía cinco estrellas en las charreteras, ostentaba el quinto dan de kárate y la gorra más alta del ejército, exactamente cinco centímetros más alta que la de sus subordinados.

Pinochet, quien afirmó en 1975: Me voy a morir y elecciones no habrán, no cumplió con su sueño de perpetuarse como emperador, porque el pueblo chileno, consciente de que no hay dictaduras que duren cien años, lo desalojó de La Moneda, donde entró a sangre y fuego en septiembre de 1973 y de donde salió empujado por la voluntad popular en 1990, convencido de que no hay dictadura que ponga una lápida sobre la democracia ni balas que maten la libertad, pues todos los dictadores que un día asumen el poder violentando los Derechos Humanos, otro día conocen su estrepitosa caída.

martes, 9 de junio de 2015


ALICIA EN EL PAÍS DE LA FOTOGRAFÍA

Ésta es la fotografía de Alicia Pleasance Liddell, la segunda hija del rector de la Christ Church College de Oxford, donde Lewis Carroll ejerció la cátedra de matemáticas y lógica, a poco de haber cursado estudios de teología y ciencias exactas en una de las instituciones más prestigiosas de Inglaterra.

La fotografía, que revela a Alicia disfrazada de niña mendiga, fue tomada hacia 1860, época en la cual nuestro afamado escritor, cuyo verdadero nombre era Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), dio muestras de poseer una inteligencia capaz de romper con la lógica formal y penetrar en el mundo fantástico de la imaginación infantil, donde él mismo se sentía como un niño grande y juguetón, cargado de una cámara fotográfica que le permitía trabajar en condiciones análogas a la de los pintores, no sólo porque empleaba trípodes para fijar las imágenes, sino también porque jugaba con la luz y la sombra en procura de atrapar la imagen en su punto más preciso.

De la serie de fotografías de niñas que hizo Lewis Carroll, probablemente ésta sea la más sugerente, la que mejor nos acerca a la protagonista principal de sus cuentos, pues nos muestra a una Alicia modelo, posando ante la cámara que la registra entera, con el pie izquierdo apoyado en la tapia y enseñando un objeto esférico en el cuenco de la mano. La niña está apoyada contra la pared ligeramente desconchada y en medio de las trepadoras habidas en el patio de la casa donde vivía la familia Lideell.  Alicia, al igual que los niños mendigos en las novelas de Charles Dickens, lleva un vestido precipitándose en jirones, mientras las hilachas se le desparraman a la altura de las rodillas. No obstante, a pesar de su aspecto de niña pobre, luce los ojos serenos y transparentes, cuya mirada dulce irradia un aura de inocencia sobre su rostro angelical.

¿Qué pensaría Lewis Carroll? ¿Qué Alicia era un personaje arrancado del mundo de la ficción o la abstracción onírica de un amor platónico? Nunca se llegará a saber, salvo el hecho de que este matemático de espíritu infantil, que mostró el asedio tenaz de su rigurosa sobriedad intelectual, es el autor de dos de los libros más famosos de la literatura universal.

Los biógrafos cuentan que este pastor anglicano, solterón y retraído, tenía una profunda sensibilidad humana y un gran interés por los niños y niñas, quienes lo aceptaban como un compañero más en el laberinto de sus juegos, a condición de que les encantara con sus cuentos de Nuncanunca, mientras trazaba extrañas figuras sobre el papel, a modo de ilustrar las ocurrencias de su fantasía; un talento de cuentista y dibujante que se plasmó definitivamente aquella tarde soleada y gloriosa -según los meteorólogos fría y lluviosa-, de un 4 de julio de 1862, en que salió a dar un paseo en barca por el río Támesis, desde Oxford hasta Goldstow, en compañía de Alicia Liddell y las dos hermanas de ésta. Fue entonces, en un Londres de aire húmedo y cielo gris, cuando nació el cuento de Alicia en el país de las maravillas, como nacen las obras maestras tras una larga meditación

Recuerde el lector que todo comienza cuando Alicia, según la representación onírica de Lewis Carroll, está a punto de quedarse dormida bajo la copa de un árbol. De súbito, oye una voz: ¡Oh, señor, va a llegar tarde! Alicia abre los ojos y divisa a un conejo blanco llevando un reloj con leontina en el chaleco, guantes de cabritilla en una mano y un abanico en la otra. Alicia, quien jamás ha visto un conejo que habla y viste como la gente, lo sigue hasta una madriguera, donde ella se hunde bruscamente sobre un montón de ramas y hojas secas; claro está, la madriguera está hecha de magia y fantasía, porque mientras Alicia bebe el contenido de una botella, que lleva una etiqueta con la palabra: bébeme, decrece tanto que siente apagarse como una vela. Cuando come un pastel, cuya etiqueta dice: cómeme,  crece con desmesura y siente que el cuello se le alarga como el mayor telescopio del mundo.

Así se suceden las aventuras en el país de las maravillas, sin que Alicia esté impresionada por las relaciones extrañas que mantienen los animales, las plantas y las cosas, hasta que por fin sale del sueño para meterse en otro a través del espejo. Es aquí, en el país del espejo, donde Alicia hace de reina encantada, queriendo cruzar los escaques de un gigante tablero de ajedrez, donde aparece el caballero blanco, montado sobre un corcel ataviado con arreos de guerra, dispuesto a defenderla de las amenazas del caballero rojo, quien quiere hacerla prisionera. Pero como el caballero blanco, que representa a Lewis Carroll, no está resignado a perder a su reina, se enfrenta al caballero rojo en un feroz combate, hasta que Alicia, en medio del relincho de los caballos y el choque estridente de las lanzas y armaduras de hierro, celebra la victoria del caballero blanco, quien le salva la vida y la hace su reina por el resto de sus días.

Lewis Carroll descarga su tensión en el mundo de los sueños y juega con las dimensiones de sus figuras, inspirado en sus conocimientos de matemáticas y lógica formal. Otro elemento lúdico manejado con maestría es el lenguaje, un lenguaje que relativiza hasta los aspectos más sólidos de la realidad, que se escamotea por medio de sinónimos, homónimos, seudónimos, curiosidades y paradojas científicas, un juego lingüístico que lo sitúa entre los precursores del dadaísmo y el surrealismo. A pesar de todo, el gran valor de Lewis Carroll estriba en que no escribió manuales de historia ni zoología, sino libros que recrean la imaginación de los niños, sobre la base de un mundo ficticio donde se confunden la realidad y la fantasía.

Lewis Carroll fue el artista de la palabra, del dibujo y la fotografía, en tanto Alicia, la hermosa y tierna Alicia, fue la musa que lo inspiró. Sin ella, probablemente sin esta niña en blanco y negro, nunca hubiésemos tenido la oportunidad de conocer esas magníficas obras tituladas: Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, dos joyas literarias que se destilaron en la mente de quien, además de dominar las leyes abstractas de las matemáticas, el álgebra y la geometría, sabía encandilar la fantasía de los niños con cuentos que sólo él podía inventar a las mil maravillas.

Hasta aquí todo parece estar revelado, excepto el misterio que encierra esta imagen captada en el país de la fotografía.

martes, 7 de octubre de 2014


EL COLONIALISMO EN TINTÍN

La edición de Tintín en el Congo es un excelente motivo para abordar el tema del racismo en los llamados cómics, donde los negros representan el subdesarrollo y los blancos la expansión imperialista, una imagen que nos persigue como fantasma en el subconsciente colectivo. Si anudamos los cabos sueltos de la historia universal, advertiremos que el racismo tiene sus primeros antecedentes en el pasado colonial de las culturas no occidentales, donde los conquistadores europeos, a diferencia de los asiáticos, negros o indios, impusieron su voluntad a sangre y fuego.

En este contexto, la serie creada por Georges Rémy, quien usó el seudónimo de Hergé desde 1929, cuenta la versión oficial de los vencedores, con una fuerte dosis de racismo y una visión retorcida de la realidad del llamado Tercer Mundo. Y, sin embargo, su personaje principal, aparecido por primera vez en el suplemento juvenil de un periódico belga, es una de las figuras más aclamadas por los lectores desprevenidos y el personaje de ficción más cotizado en el reino de los cómics.

Los periplos de Tintín, traducido a medio centenar de idiomas, se han publicado en más de 100 países y el número de ejemplares vendidos ha superado los 150 millones en todo el mundo; lo suficiente como para difundir masivamente una ideología que atenta contra las razas y culturas, que hace tiempo ya se independizaron de los colonizadores europeos.

Desde su primera aventura, Tintín en el país de los soviets, hasta la muerte de su creador, en 1983, este periodista intrépido y curioso, de inamovible tupé y acompañado por su fiel fox terrier Milú, ha llegado a la Luna y ha recorrido un largo itinerario en la Tierra, desde Rusia hasta África colonial. Tintín es el Superman belga, pues ha cruzado los mares para pelear con los indios en las praderas norteamericanas, ha escalado las cimas de los Andes y el Himalaya, ha luchado contra las fieras salvajes de la jungla en la India y Suramérica, y, al mejor estilo de Indiana Jones, ha presenciado los acontecimientos de la historia contemporánea, como fue la guerra chino-japonesa, la revolución bolchevique y los diversos golpes de Estado en las más exóticas repúblicas bananeras, cuyos habitantes son sinónimos de incivilización y barbarie. 

Ahí tenemos el caso de Tintín en el Congo, donde el protagonista blanco, sentado en una litera, es llevado a cuestas por cuatro figuras grotescas, que tienen los ojos saltones, los labios desproporcionados y la piel negra como el ébano. La imagen parece inspirada en la clasificación racial hecha por el naturalista sueco Carl von Linné (1707-78), quien caracterizó a los africanos en los siguientes términos: negro, flemático, de cabellos negros y crespos, laxo, nariz roma, labios abultados, astuto, negligente, perezoso, y se rige por el arbitrio. En cambio el de raza aria es: blanco, musculoso, sanguíneo, ojos azules, cabellos rubios y ondulados, agudo, industrioso, versátil, y se rige por leyes.


Esta imagen, enraizada en la mentalidad colonialista de Occidente, induce a pensar que los angoleños son una suerte de esclavos postrados ante los pies del hombre blanco, al cual adoran y convierten en jefe supremo de sus tribus, dando lugar, de este modo, al sentido de dominación de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra, de una raza sobre otra.

No se debe olvidar que este país del oeste  africano, que primero fue colonia portuguesa y después belga, sufrió el desprecio y la expoliación de Occidente. Así, entre el siglo XVI y XIX, fue uno de los centros principales del comercio de esclavos, quienes fueron vendidos y transportados al continente americano, mientras en el siglo XX, a consecuencia de la expansión y el saqueo imperialista, las empresas transnacionales intensificaron la explotación de sus recursos naturales, que hizo florecer el comercio de diamantes, cobre, oro, plata, cinc y otros.

Tintín, visto desde esta perspectiva, es el representante de una cultura y, por lo tanto, de una mentalidad que, desde la época del colonialismo europeo, ha intentado perpetuar la supremacía del hombre blanco. En las series basadas en las teorías del social-darwinismo, que legitiman la existencia de razas superiores y razas inferiores, los negros, asiáticos e indios, representan a los malhechores oscuros de la sociedad, en tanto los blancos, buenos, bellos e inteligentes, son los héroes de las historietas, donde se cumplen los sueños de quienes defienden la supremacía del hombre blanco, así el racismo sea una utopía como la especulación del social-darwinismo. Basta revisar la historia de las diversas culturas para comprobar que las razas y los pueblos se han turnado en la vanguardia de la civilización, siendo así que pueblos que conocieron antes un deslumbrante esplendor, aparecen en la actualidad postergados en relación a otros que sufrieron un vertiginoso desarrollo en los últimos tiempos.

Las aventuras de Tintín, al menos en su viaje al Congo (ahora República de Zaire), tienen una clara intención racista, que es preciso aclarar para que no se siga creyendo en el mito de que el negro nació para ser esclavo y el blanco para dominarlo por mandato divino.

martes, 15 de julio de 2014


TARJETA POSTAL CHINA

En el Hotel Xinqiao de Pekín, buscando tarjetas postales para enviar a los amigos, encontré ésta que me impactó a primera vista, tanto por su carácter documental como por el motivo que representa.

Cuando le pregunté al catedrático de Estudios Sociales de Yiking, Yuang Zhonglin, quiénes eran estas mujeres que cargaban la tabla de reo alrededor del cuello, me miró sorprendido y contestó: Son prisioneras condenadas a la pena capital por delitos graves. Las paseaban por las calles y las exhibían en las plazas, con el fin de castigarlas en público y establecer un escarmiento en medio de una muchedumbre que las repudiaba a gritos. Después eran subidas a carretas tiradas por caballos y transportadas al desierto de Mongolia, donde les esperaba una muerte lenta pero segura.

Guardé la tarjeta en el bolsillo y, sin lograr salir de mi asombro, pensé en el destino fatal de estas mujeres que, abandonadas entre las dunas arremolinadas por el viento, no encontraban un horizonte que ponga fin a su calvario, hasta que la sed, el hambre y el calor terminaban por arrojarlas en los brazos de la muerte, que se encargaba de esparcir los huesos bajo el asfixiante sol del desierto, como únicas señas de que por allí vagaron alguna vez almas vivientes.

Cuando retorné a Estocolmo, con la tarjeta metida entre las páginas de un libro, seguí pensando en estas mujeres, cuyos delitos fueron penados de la manera más drástica por las leyes aprobadas por la dinastía china y su séquito de tiranos; un código penal que por suerte se derogó en 1911, tras la caída del último emperador y la instauración de la República.

Hace unos días atrás, al volver a mirar la tarjeta que cayó del libro como hoja suelta, se me ocurrió la idea de reconstruir los hechos.

*

La mujer de la izquierda era prostituta. Los guardias del orden público, sujetos a sus atribuciones de autoridades y en atención a las denuncias de los vecinos, la detuvieron en una calle céntrica y, cogiéndola por los brazos y sin darle mayores explicaciones, la llevaron hacia instancias superiores para que recibiera su castigo como cualquier mujer de dudosa virtud.

Aunque algunos la confundían con esos seres que pasaban las noches en la misma calle, donde establecían un simulacro de vida doméstica, era una de esas mujeres que abandonó el ámbito rural para ganarse la vida en los vericuetos de la ciudad. Mas al quedar embarazada con un hombre que desapareció nueve meses más tarde, justo cuando ella había roto aguas y sufría los dolores del parto, buscó refugio entre los seres marginales que habitaban en los submundos, amparados en la delincuencia y el alcohol. En ese antro nació su hijo y allí empezó a ejercer la profesión más antigua de la historia, ofreciendo la dignidad de su cuerpo al mejor postor; motivo suficiente para que le aplicaran la pena máxima, sin considerar que no lo hacía por gusto, ni por vicio, sino por llevar el pan diario a la boca de su hijo.

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La mujer del centro era adúltera. Se entregó a un amor prohibido y rompió con los cánones de las buenas costumbres conyugales, pues no supo medir a tiempo las consecuencias de sus deseos ardientes.

Todo comenzó con una frustración por la impotencia de su marido, quien tenía la misma edad que su padre y desprendía un olor repugnante que se impregnaba hasta en los muebles. De modo que, aprovechando las ausencias de su marido, se enganchó a un amante joven, quien la sedujo con lisonjas y fuerza viril. Ella sabía que un hombre en la plenitud de su vida era el único que podía reavivar las llamas de su amor incontenible y cumplir con las obligaciones sentimentales de su pareja.

Cierto día, según se supo después por boca de los vecinos, el destino le tendió una emboscada, ya que su marido, director de una construcción en una cuadra cercana, regresó del trabajo más temprano que nunca, con la misma ilusión de encontrarla sentada en la cocina. Mas su sorpresa fue mayor, cuando la encontró desnuda y haciendo el amor en la cama. La mujer se cubrió las vergüenzas con la manta de seda y su amante salió raudo y veloz, golpeándose los hombros en los marcos de la puerta.

El marido, con el rubor en la cara y el llanto en los ojos, dio parte a los guardias del orden público para que procedieran en el asunto, consciente de que el adulterio, a excepción del homicidio, era el mayor pecado que una mujer podía cometer en una cultura patriarcal, donde sólo el emperador tenía derecho a disfrutar de una esposa y varias concubinas.

La esposa infiel, cuyo matrimonio no estaba basado en el amor sino en las tradiciones familiares de la época, se entregó a las autoridades sin el menor arrepentimiento y convencida de que los sentimientos van por un lado y las leyes de la justicia por el otro.

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La mujer de la derecha, que tiene la mirada clavada en el suelo y el corazón encogido de angustia y dolor, cometió un horrendo crimen, opuesto a toda ley natural, divina y humana.

El hecho sangriento, superando con creces a la tragedia de Medea, se registró en el seno de un hogar donde el esposo, según los testigos y alegatos, celaba constantemente a su mujer, a quien acusaba de meterle cuernos con unos y con otros, hasta que un día, al cabo de protagonizar una trifulca de pareja, el esposo le gritó que la niña no era su hija. Entonces la mujer, ajena de sí misma y dominada por una furia salvaje, enterró el machete en el frágil esternón de la infanta, quitándole la vida de manera fría y brutal.

Su esposo, sobrecogido por la visión implacable, alarmó a los guardias y aseguró que el móvil del asesinato no fue sus celos ni sus constantes calumnias, sino la propia conducta desvariada de su esposa, quien hablaba por las noches como poseída por el demonio.

Entretanto ella, presa del pánico, envolvió el cadáver en frazadas y otros envoltorios, y lo acomodó en posición fetal dentro de un canasto de bambú. Roció la casa con combustible y le prendió fuego, dejando que las llamas devoraran la vivienda. Cuando los guardias llegaron al lugar de los hechos, se enfrentaron al cuerpo carbonizado de la niña, quien yacía entre los escombros, y a una mujer que, arrancándose los cabellos de cuajo, lloraba en medio de la calle.

La parricida, con el aspecto de quien ha perdido la razón, fue detenida y conducida hacia los tribunales, cuyos magistrados, al constatar que se trataba de uno de los crímenes más crueles cometidos durante el último emperador chino, le aplicaron la pena capital sin contemplaciones y con todas las agravantes del delito.

miércoles, 25 de junio de 2014


LOS PIES Y EL FÚTBOL

Los pies, no devastados por lesiones ni ulceraciones, son fabulosos instrumentos. Sirven no sólo para caminar de un lugar a otro, pasito a paso, sino también para amasar fortuna en un deporte convertido en una religión más allá de toda lógica y razón, pues las figuras emblemáticas del fútbol, que aprendieron a chutar la pelota de trapo en los barrios periféricos de las grandes urbes, se han hecho millonarios gracias a sus pies, cuya destreza es una suerte de imán que atrae la atención de millones de espectadores que, sentados en las tribunas donde todo parece levitar en un estado de euforia y éxtasis, estallan en una algarabía de voces y gritos cada vez que el arquero se lanza al aire sin despejar el balón con la punta de los dedos.

Al grito desenfrenado de: ¡Goooool...!, como es natural, los pies del goleador son los únicos gemelos que atrapan la mirada de los espectadores en un partido de fútbol; tal vez por eso, la fotógrafa norteamericana Annie Leibovitz, famosa como los personajes que retrató, concibió la idea de hacer un retrato de Pelé, pero no uno más de su colección sino otro diferente. Así, guiada por mito del Rey del Fútbol, se limitó a fotografiarle los pies, en Nueva York, en 1981.

Como comprenderá el lector, no se tratan de dos pies cualquiera, con olor a queso manchego y aprisionados en el fondo de los zapatos, sino de los pies de uno de los astros que cautivó a multitudes; dos extremidades de color petróleo -oro negro-, que ostentan el empeine cuajado de venas y cicatrices, y cuyos dedos cortos y nudosos dan la sensación de estar hechos para tirar un chutazo en el trasero de su adversario y hacer maravillas con la pelota, ya sea de trapo o de cuero.

Jorge Amado, escritor brasileño, dedicaba sus tiempos libres a mirar los partidos de fútbol. Eduardo Galeano, en su libro El fútbol a sol y sombra, interpreta políticamente los negociados del balompié, mientras Vargas Llosa habla de la riqueza lingüística que los comentaristas deportivos manejan como gambetas delante de los micrófonos, explayando una pirotecnia verbal tan efectiva como la de los mejores oradores de la historia. Pero eso sí, no se sabe a ciencia cierta si alguna vez los pies de Pelé serán amputados, embalsamados y conservados en un museo, para que los hinchas del fútbol sepan que esos trofeos naturales pertenecían a uno de los mitos brasileños más afamados de todos los tiempos.

Como fuere, a cualquiera que tenga los pies deformes, con el arco plantar cóncavo y los dedos flexionados hacia arriba como los espolones de un gallo, no le queda más remedio que vivir apoltronado delante de una pantalla, limitado a jugar el fútbol con los ojos y añorando las gambetas y los goles de Pelé, quien durante años hizo soñar que el mundo es también un balón suspendido en el universo de un puntapié.

El pie tiene un esqueleto formado por 26 huesos pequeños reunidos en el tarso, metatarso y las falanges digitales. Es la base sobre la cual está asentado todo el peso del cuerpo y una de las zonas más sensibles y sensuales del organismo. No en vano los pies enanos de una mujer eran símbolo de belleza en la China, como no es casual que los hombres del mundo occidental se postren de rodillas para besar los pies de la mujer amada.  

A propósito de los pies deformes, recuerdo el caso de un amigo de infancia que jamás tocó una pelota de fútbol en su vida, precisamente porque tenía el pie cavo, algo opuesto al pie plano llamado también de atleta, y cuya característica es la excesiva excavación de la bóveda plantar; un defecto que no lo dejaba desplazarse con la agilidad de un Michael Jonson o un Carl Lewis. De modo que, desde su infancia, vivió convencido de que todos, incluso los atletas de anatomía aparentemente perfecta, tenían algún defecto físico -congénito o adquirido-, pues nadie es obra de la geometría, sino de la naturaleza humana, como bien dice Cristopher Lichtenberg: Me cuesta creer que se llegue a demostrar un día que somos obra de un Ser supremo y no, como parece, de un ser muy imperfecto que nos ha fabricado a modo de pasatiempo.

Los problemas en los pies, además de tener causas hereditarias, son castigos de la civilización moderna, donde la moda, la vanidad y el aspecto estético, determinan el diseño de los zapatos cada vez más extravagantes e inapropiados. Ahí tenemos a las supermodelos que, estropeando la belleza anatómica de sus pies, lucen calzados con tacón en alfiler y puntera en cono, como si la calle fuese una pasarela y no un terreno que exige zapatos cómodos, que permitan la libertad de los dedos y no causen molestias al andar.

Cuando el dolor de los pies se irradia hasta la punta de los vellos, no queda otro remedio que asistir a la clínica de un cirujano ortopedista, quien se encarga de aplicar sus conocimientos y los instrumentos del quirófano en la parte afectada de los pies planos, los dedos en martillo y los pies en garra; lo mismo que para aliviar el dolor provocado por las uñas encarnadas, los callos y las ampollas, cuyas molestias no pueden disimularse ni teniendo los pies metidos en un par de zapatos.


 Volviendo al fútbol, les decía que mi amigo de infancia nunca correteó como un loco detrás de la pelota, por la maldita suerte de haber nacido con los pies deformes y no con los cachos de oro del pibe Maradona, a quien lo admira por haber subido al firmamento como una estrella y haber caído a los bajos fondos como quien no soporta el peso de la fama y la fortuna. A pesar de todo, según me confesó hace poco, lo respeta por ser el amigo declarado de Fidel Castro, de los gobiernos progresistas y porque alguna vez tuvo la osadía de decir: Argentina tiene el culo mirando al Norte...

domingo, 22 de junio de 2014


LA CHISPA DEL HUMOR FOLKLÓRICO

Mientras escribo esta crónica y miro el dibujo de Raúl Gil Valdez (sed. Rulo Vali), publicado en una revista boliviana, donde solían incluir una o más caricaturas en su sección de opinión, me pongo a pensar en los efectos que tiene el sentido del humor, con cuya ironía sutilísima, aparte de resaltar el lado cómico, risueño y ridículo de un personaje o situación determinada, se explayan aspectos exagerados pero siempre dentro de la verdad.

La caricatura es un dibujo que exagera la apariencia física de una persona, pero que es fácilmente identificable por los rasgos que le caracterizan, a pesar de la distorsión humorística y el aspecto grotesco al que es sometido por el caricaturista, quien tiende a ampliar o simplificar ciertos rasgos faciales, con el fin de representar un defecto ético o moral del personaje en cuestión. Por lo tanto, la caricatura, con muy pocas palabras o sin ninguna, es un verdadero chiste visual que nos arranca una sonrisa, quizás, porque una imagen dice más que mil palabras.

Es interesante constatar cómo el hombre, a pesar de los múltiples problemas que lo aquejan, puede darse tiempo y modos de burlarse y reírse de sí mismo y de los demás, con los elementos sencillos que le proporciona su propio acervo cultural, como en el caso de este folkhumor, de Rulo Vali, que me provocó una risa a flor de labios. Desde luego, cómo no reírse del falso orgullo de una hermosa China Morena y de la pinta loca de un diablito que la persigue enamorado, luciendo unos bigotes mefistofélicos, una capa de conde Drácula y unas botas puntiagudas como sus cachos y su cola.

Este humor, típicamente boliviano, me confirma la idea de que un diablito puede también sentirse atraído por una China Morena, quien, además de lucir bonita cara y bonitas piernas, arrastra detrás de sí una cola más voluminosa que la de un saurio. Por eso el diablito, tentado por ese hermoso atributo que ella tiene allá donde se le inflan las mini-polleras, se pone trinche en ristre, sin importarle los qué dirán, pues parece estar convencido de que es chiquito pero cumplidor.

El humor funciona como instrumento de comunicación para transmitir pensamientos y sentimientos. No es casual que, desde la más remota antigüedad, todas las culturas tuvieron sus cuenteros y bufones que expresaban, con rodeos, perífrasis o segundas, lo que los demás ciudadanos no se atrevían a expresar en público. Por otro lado, no cabe duda de que el humor es una de las expresiones más sublimes de la inteligencia humana, ya que a través de las bromas y los chistes se revelan algunas verdades secretas.
   
El humor es una forma de presentar, enjuiciar, comentar o retratar la realidad. Los esclavos lo usaron como arma para ridiculizar o criticar a sus amos, pero también para manifestar sutilmente lo que no estaba admitido oficialmente por la llamada buena urbanidad y por las buenas costumbres sexuales. Es decir, nunca faltaron quienes inventaban una serie de imágenes y palabras referentes al tema de la sexualidad.

La China Morena, por ejemplo, creyendo todavía en el mito de que la fuerza física de un negro equivale a la de cuatro indios juntos, prefiere siempre a un Caporal o Rey Moreno, como quien sabe que más vale hombre conocido que cientos por conocer. En cambio el diablito, cansado ya de los encantos de la Chinasupay, no cesa en su afán por seducir a la China Morena y probar lo que Dios le pone en su camino, consciente de que él, en su condición de diablo, conoce las tentaciones de la fruta prohibida más por viejo que por diablo.

Los caricaturistas, al estilo folklórico y tradicional de Rulo Vali, saben que el diablito representa la picardía masculina; el diablito simboliza la sexualidad reprimida y el subconsciente que enciende los instintos primarios, incitándonos a cometer el pecado carnal; más todavía, el humor es un excelente instrumento para manifestar las ideas reprimidas o censuradas, ya sea por la Iglesia o el Estado.

Así ocurrió desde las épocas en que el humor de carácter sexual era considerado promiscuo. Los humoristas se refugiaban en las tabernas, bares y cantinas, donde no se admitía el ingreso de quienes creían que los chistes colorados y obscenos eran tan peligrosos para las buenas costumbres, como lo fue la sodomía y felación en la antigua Babilonia. Asimismo, justo en las culturas donde se reprimió las fantasías sexuales, floreció el humor erótico que, aparte de deleitar a hombres y mujeres, se dio modos de llegar incluso hasta los oídos del Sumo Pontífice, como una prueba de que la fantasía y el humor no conocen destierros ni fronteras.

El humor, incluso en las situaciones más adversas de la vida, es un antídoto contra la tristeza y la tragedia, porque trata de buscar la parte cómica del dolor para reírse de ella en lugar de llorar. No en vano Nietzsche dijo: El hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa.

La risa, por su propia naturaleza, es una de las pocas facultades que diferencia a los seres humanos del resto de las criaturas del reino animal. Los etólogos no se equivocan en señalar que la risa es un rictus que aparece en los labios de los primates y se muestra cuando éstos enseñan los dientes para enfrentar situaciones para ellos absurdas o incomprensibles. Además, el mundo sin humor sería un infierno. Quizás por eso, cuando un periodista le preguntó a Walter David Santalla Barrientos: ¿Cómo crees que sería la vida sin humor? Éste contestó: Sería como querer beber arena para quitarse la sed.

El manantial del ingenio humano está en el sentido del humor, quizás no en la broma pesada, pero sí en los chistes. Los expertos añaden que los chistes influyen de manera positiva en el estado anímico de las personas, incluso en aquéllas que padecen una enfermedad terminal. Se ha comprobado que un chiste puede quitarnos la amargura y el dolor, al menos por un instante, y que la felicidad puede hacernos más positivos y saludables.

Cuando nos reímos, pareciera ser que todos los problemas y preocupaciones fueron superados. Este fenómeno ha llevado a varios científicos a estudiar los efectos de esta reacción hilarante en el organismo humano, teniendo como premisa que algo tan placentero podría acarrear beneficios a nivel corporal, ya que la risa puede disparar la producción de endorfinas por parte del cuerpo, en vista de que actúan como analgésicos para el cerebro. Se afirma también que la risa puede regular el ritmo cardíaco y bajar la presión arterial.

En la sociedad boliviana, relativamente conservadora y muy dada a las bromas, el humor es un elemento indispensable en las reuniones sociales y en los momentos de juerga, en los cuales se reúnen los amigos para disfrutar de un repertorio humorístico, que se divide por temas y grados de mayor o menor mordacidad, dependiendo de la desvergüenza y la amoralidad. Algunas expresiones picarescas rayan en el extremo de lo irreverente, sin tomar en cuenta la dignidad ni el estado civil, político o social de la persona; mientras otras, hábilmente entremezcladas con expresiones moderadas, rozan en las insinuaciones y alusiones de doble sentido.

Si el humor irónico tiene una clara intención revanchista y vengativa, destinada a ridiculizar y desprestigiar, el humor erótico tiene la fuerza de revelar una zona sagrada, usando un lenguaje de substantivación vulgar de los órganos y las relaciones sexuales. Y, lo que es más importante, nadie se salva del chascarrillo picante, el chiste sarcástico o la picardía del humor, donde los dibujantes y caricaturistas han encontrado los temas de su preferencia.

El chiste siempre gusta más cuando, por medio de palabras, gestos o dibujos, desacraliza lo sagrado y enaltece lo vulgar. Uno se ríe de cosas absurdas que reconoce en su entorno inmediato y de los temas que, siendo en apariencia demasiado serios, esconden un lado cómico que provoca la risa; por eso los dichos y hechos de los políticos, que se prestan a las parodias y paradojas, son valiosas fuentes de inspiración para los caricaturistas y comediantes. La caricatura política, a veces disparada como una saeta, es un sistema de lucha dirigido con virulencia contra personajes de la vida pública, con el ánimo de ridiculizarlos resaltando sus errores y metidas de pata.

El humor, aunque desempeña una función catártica semejante al de las lágrimas, causa efectos diferentes según la edad de los individuos y de acuerdo a los parámetros culturales de una época y sociedad determinadas; por eso mismo, los niños, que no entienden la sutileza de la sátira, el sarcasmo ni la ironía, debido a su escasa capacidad lingüística y falta de razonamiento lógico, se ríen mucho más de los hechos concretos como las caídas y los tropiezos.

Las diferencias culturales pueden hacer que lo que resulta divertido en un contexto carezca de gracia en otro. No es lo mismo reírse de un chiste mexicano en los países hispanoamericanos, que reírse de un chiste que corresponde a la realidad y mentalidad anglosajonas, a pesar de que las redes sociales, el cine y el mundo del espectáculo están cada vez en un proceso de convertir al mundo en una aldea global. Y, como consecuencia de estos avances, ojalá un día el humor sea materia obligatoria en las escuelas y cátedra en las universidades.

Por lo demás, sólo nos queda disfrutar de la comicidad y el ingenio de estos artistas que, con una simple imagen y economía de palabras, nos revelan las travesuras de la imaginación y nos arrancan una sonrisa irresistible, como ocurre con este genial dibujo de Rulo Vali, donde la China Morena, de actitud atildada y figura espléndida, le dice al pobre Satanás: No insistas, Satuco..., sabes nomás que yo prefiero un Moreno del Gran Poder... 

martes, 3 de junio de 2014


EN UNA PLAZA DE COPENHAGUE

Esta instantánea no fue captada por una fotógrafa profesional, sino por una compañera entrañable que, sin ser experta en el arte de componer la luz y la sombra, fijó esta escena insólita más como un recuerdo de viaje que como una imagen documental.

Si volteamos la mirada sobre la fotografía, podremos advertir que la realidad tiene la fuerza de transmitirnos un acontecimiento callejero apenas percibido por su cotidianidad. Pero si nos detenemos un instante y observamos atentamente nuestro entorno, casi siempre en movimiento sobre un fondo estático, constataremos que la realidad no sólo está llena de sorpresas, sino que muchas veces supera a la fantasía, ya que tiene una magia hecha de espontaneidad y tiempo concentrado.

Así, en esta fotografía, captada en una plaza de Copenhague, no se perciben los bares expuestos a cielo abierto ni las avenidas inundadas por el sol, pero sí la inquietante figura de un policía que, rodeado por un tumulto de curiosos y miradas absortas, se enfrenta a un faquir tragafuegos, quien deja de echar llamas por la boca más por obedecer órdenes superiores que por haber concluido su espectáculo callejero.

Los daneses, en medio del sentido del humor, que los diferencia del resto de los escandinavos, escuchan con atención las palabras que se cruzan en el cálido aire, mientras el policía y el faquir se miran frente a frente, retándose como gallos de pelea ante un hombre embriagado que, plantado delante de los dos, parece haberse asignado el rol de árbitro.

Por la expresión de los rostros y la parábola del incidente, se tiene la sensación de que ninguno está dispuesto a ceder en sus posiciones, salvo que se aplique la ley del más fuerte, donde entran en juego el sentido de autoridad y el prestigio profesional; una disputa en la que siempre suele llevarse el trofeo quien porta un uniforme de policía, como si fuese una armadura de protección contra los ataques de su adversario.      

Del faquir, plantado con las manos a la espalda, posiblemente nunca lleguemos a conocer su identidad: nombre, edad, estado civil y lugar de residencia. Pero eso sí, en nuestra retina quedará estampado su aspecto de artista mundano y extravagante. Y, quizás, con esto baste para recordar a este hombre de cabellera en cola, torso descubierto, pantalones jeans, zapatos deportivos, pañoleta en la cabeza y barba montaraz.

Del policía de brazos cruzados, que luce chaqueta y gorra como todos los uniformados responsables de hacer prevalecer el orden público y la seguridad ciudadana, todos tendrán una opinión particular según su propia experiencia. Además, como es natural, a nadie le interesa la identidad de un guardián que vive en el anonimato, aparte de saber que la autoridad de un policía pende sobre el cuello del libre albedrío como la espada de Damocles.

Esta imagen callejera, capaz de poner en movimiento las aspas de la imaginación, evoca en cierto modo algunas escenas de las ingeniosas películas de Chaplin, quien no deja de enfrentarse al policía que, porra en mano y pito en boca, lo persigue como el gato al ratón por burlarse de la ley y del orden establecido. Una prueba de fuerzas en la cual el espectador, de manera consciente o inconsciente, toma más partido por el transgresor del orden que por el guardián de las leyes impuestas por los poderes de dominación.

Esta insólita fotografía, cuyo mensaje refleja una realidad escindida entre la autoridad y la anarquía, es una válvula de escapa para los amantes de la libertad absoluta y un balde de agua fría para quienes están acostumbrados al orden y la disciplina; dos conceptos de vida que se inculcan desde la cuna hasta la tumba, ya sea por las buenas o por las malas.

No hay nada más que añadir sobre esta elocuente imagen, captada en los años 80 del siglo XX por una cámara fotográfica de bolsillo, que fue disparada en un precioso momento y lugar; de lo contario, jamás se hubiese escrito esta crónica, que no tiene otra intención que la de expresar con palabras las emociones atrapadas en una fotografía, cuyas figuras estáticas parecen pequeñas pinturas que combinan colores, formas, tamaños y posiciones, como en el telón de fondo de un teatro, donde la tragedia y la comedia se dan la mano.