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sábado, 23 de mayo de 2020


EL PRONTUARIO ESCOLAR

Cierto día, mientras curioseaba algunas rarezas en una feria de libros usados en la ciudad de El Alto, saltó a mi vista una vieja edición del Prontuario Escolar, que tenía las tapas estropeadas y las hojas amarillentas de tanto haber pasado de mano en mano y haber sido usado como la principal fuente de consulta de conocimientos generales. Lo compré a un precio módico, con la idea de conservarlo en mi biblioteca personal, como uno de los pocos libros que leí y releí una infinidad de veces durante mi infancia y adolescencia.
   
Mi reencuentro con el Prontuario Escolar, después de algunas décadas, me provocó la misma sensación que tuve cuando me reencontré con el libro de lectura Alborada, que tuve en el primer año de la escuela primaria (actualmente denominada unidad educativa de nivel primario) y con el que aprendí a leer las primeras palabras de mi vida, aunque no siempre de un modo satisfactorio, debido a que tuve muchas dificultades en cazar las sílabas y formar palabras, como consecuencia de una dislexia más de carácter psicológico que neurológico. A veces, cuando la profesora, señalándome las letras con el dedo índice, me pedía que leyera una palabra, yo no podía leer la palabra silabeando, sino que me fijaba en la imagen que la representaba y fingía que la estaba leyendo correctamente. Este truco me sirvió hasta el día en que la profesora descubrió que aún no había aprendido a leer, a diferencia del resto de mis compañeros de curso, que ya sabían silabear y hasta leer de corrido, sin atufarse ni tartamudear. Este libro de texto, Alborada (lectura y escritura), fue elaborado para el primer curso de primaria por las hermanas Albertina Condarco de Duchén y Laura Condarco de De la Quintana, educadoras orureñas de larga trayectoria en el ámbito de la enseñanza primaria.


Volviendo al Prontuario Escolar, un antiguo libro de texto y de consulta, debo comentarles que, al estilo del Pequeño Larousse Ilustrado u otra publicación compacta, era una suerte de enciclopedia elaborada por los profesores y esposos Isaac Maldonado y Fidelia Ballón de Maldonado, quienes usaron toda su experiencia pedagógica para estructurar este material didáctico, con la intención de que tuviera un uso apropiado en la educación de tercer grado de primaria; pero que, en realidad, se convirtió en un libro de consulta para educadores y educandos en general. A decir verdad, no conocí en mi infancia otro libro que cumpliera la misma función que esta breve enciclopedia, donde estaban compendiados todos los contenidos culturales indispensables para los estudiantes de educación primaria y secundaria; por lo tanto, era también un manual de consulta obligada y útil para los profesores que, más que tener la Biblia como libro de cabecera, tenían al Prontuario Escolar como al principal auxiliar en la preparación de sus lecciones.

El Prontuario Escolar era el libro más solicitado a mediados del siglo XX en las escuelas bolivianas, antes de la proliferación de las bibliotecas públicas y, desde luego, muchísimo antes de que los estudiantes dispusieran de computadoras y empezaran a visitar las bibliotecas virtuales, ingresando a diferentes plataformas de Internet, con la intención de navegar por las redes que conducen, de manera rápida y efectiva, hacia las publicaciones digitales que les proporcionan toda la información que requieren para resolver sus deberes escolares, sin pagar un solo centavo y sin moverse del escritorio, debido a que ahora, a diferencia del pasado, toda la información no está en la mente del profesor, sino en el disco duro de una computadora, aparte de que las modernas tecnologías de información y comunicación nos han puesto al alcance de las principales bibliotecas virtuales del mundo, incluida la gigantesca Enciclopedia Libre Wikipedia, que desde sus inicios ha absorbido las búsquedas de información sobre cualquier tema.


Aunque en casa no teníamos una amplia biblioteca familiar, ni conocía la excelente apreciación de Ralph Waldo Emerson, quien decía: Una biblioteca es como un gabinete mágico, donde están encantados los mejores espíritus de la humanidad, les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los pocos libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina que ella puso, por motivos que desconozco, en una esquina de mi pequeño cuarto; más todavía, si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compraba con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era profesora de educación primaria y secundaria, y una madre, como todas las amas de casa en los centros mineros, con una pila de hijos, que reducían a casi nada su tiempo para dedicarse a la lectura. Pero aun así, a pesar de su ardua labor como madre y profesora, era interesante observarla que, algunas noches, recostada ya en la cama, leía un libro hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía con las páginas abiertas sobre la cara o el pecho.

Yo, a diferencia de mi madre y ante la ausencia de una literatura apropiada para mi edad, sacaba de la vitrina el Prontuario Escolar para mirar las ilustraciones de las páginas donde se describía la anatomía humana, con una curiosidad por saber cómo estaba constituida la parte interior de los seres humanos. Las imágenes, que no eran muy prolijas ni detalladas, estaban dibujadas a plumilla. No eran las más apropiadas para satisfacer la curiosidad de un niño precoz, pero describían de un modo general las funciones de los órganos sexuales masculinos y femeninos; desde luego, todo un mundo desconocido para un niño desinformado y provinciano.

Reitero que los dibujos y gráficos consignados en las páginas del Prontuario Escolar tenían un carácter más ilustrativo que estético; es decir, no eran para reproducirlos en el pizarrón ni en los cuadernos. Y, peor aún, las lustraciones que acompañaban a los textos no eran de buena calidad, como exige un libro destinado a los adolescentes y niños. Sin embargo, considerando que este tipo de publicaciones correspondían a una época en la que no se le daba la suficiente importancia a las imágenes de carácter profesional y a todo color, era natural que no cumplieran con los estándares que se exigen en la actualidad. Quizás por eso, en esa época, los niños y adolescentes leíamos las revistas de serie de Walt Disney y las revistas mexicanas llenas de imágenes. Yo mismo, que fui revistero y fletaba estas publicaciones en la puerta de acceso a los cines Federico Escobar y 31 de Octubre de la población de Siglo XX, sabía que la lectura preferida de los niños eran las revistas con ilustraciones en blanco y negro, y, en el mejor de los casos, a todo color.

Siempre que tenía el Prontuario Escolar entre las manos, me imaginaba que mi madre, que era profesora de lenguaje del ciclo intermedio en el Colegio Primero de Mayo de Llallagua, se fijaba más en la Tercera Parte del libro, que entregaba nociones elementales de nuestro idioma, como la iniciación gramatical para que el alumno logre emplear nuestro lenguaje con claridad, naturalidad, sencillez y en forma correcta, ya que el idioma es uno de los instrumentos básicos que enriquece el aprendizaje del saber humano, poniéndonos en contacto con la cultura y con la convivencia social. En esta parte se incluían las lecciones de concordancia (sintaxis), los nombres de cosas, animales y personas (sustantivos), los reemplazantes del nombre (pronombre), los modificadores del sustantivo (adjetivos), las palabras que indican acción o movimiento (verbos), los modificadores del verbo (adverbio) y demás elementos de la analogía, se desarrollarán con una serie de ejemplos específicos y graduales, mediante oraciones apropiadas y de fácil comprensión.

El Prontuario Escolar, desde un punto de vista práctico, funcionaba como suele funcionar un diccionario de la lengua castellana, donde uno busca el significado de una determinada palabra y el diccionario proporciona su significado, etimología, ortografía y apartados particulares con sinónimos, antónimos, conjugación de verbos y reglas gramaticales en general. Al fin y al cabo, como escribió Pablo Neruda en su Oda al diccionario, dándole realce a este libro elemental para la mejor comprensión del idioma, decía: Diccionario, no eres tumba, sepulcro, féretro, túmulo, mausoleo, sino preservación, fuego escondido, perpetuidad viviente de la esencia, granero del idioma...

Recuerdo que, cuando cursaba el ciclo intermedio, mis compañeros de curso acudían a mi casa, cada vez que los profesores nos llenaban con tareas hasta el pescuezo, para buscar los datos en el Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena o en el Prontuario Escolar, que estaban en la pequeña vitrina de mi cuarto, convertido ocasionalmente en biblioteca sin serlo, no al menos como esas bibliotecas atestadas de libros que han existido desde hace miles de años, precedidas por la más notable biblioteca de la antigüedad que fue la de Alejandría, en el actual Egipto.


Los muchachos, casi sin ningún hábito de lectura, no tenían necesidad de hojear los tomos del Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena, si toda la información que buscaban podían encontrarla en el Prontuario Escolar, un manual práctico desde todo punto de vista. Sin embargo, lo que mis compañeros de colegio desconocían por entonces era que cada uno de los cinco tomos de la Enciclopedia Sopena, aunque pesaba más que la pata de un muerto y no era fácil de manipularlo por su volumen, era no sólo una auténtica joya impresa, sino también como bien lo definía Jorge Luis Borges: el más grato de los géneros literarios, porque en ese laberinto de palabras había de todo, como de todo había en un almacén de abarrotes. Asimismo, recuerdo todavía que esa Enciclopedia, que lucía en la vitrina de mi cuarto como una monumental obra escrita por el Espíritu Santo, estaba editada en Bolivia, encuadernada con tapas verdes, bandas horizontales y letras doradas, bajo licencia del famoso editor español Ramón Sopena.

El Prontuario Escolar, elaborado desde una perspectiva didáctica, era un manual de consulta, donde los educadores y los educandos podían encontrar una información básica sobre ciencias naturales y estudios sociales. Los temas estaban estructurados en forma de lecciones esquemáticas, siguiendo los principales números de las materias que contemplaban los programas escolares graduados de la centuria pasada.

Según la explicación de los mismos autores, el Prontuario Escolar, desde su primera edición en 1948, presentaba una racional distribución de los temas, en cuatro partes generales o libros, que correspondían a: El Libro de la Vida y de la Naturaleza, El Libro del Cálculo, Medidas y Formas, El Libro de Nuestro Idioma y El Libro del Espacio y del Tiempo. Asimismo, los autores subdividieron los libros en capítulos que trataban, sucesivamente, las respectivas asignaturas, como zoología, botánica, nociones físico-químicas y ciencias naturales, entre otras.

El Prontuario Escolar, de tanto que lo usaba para hacer mis tareas, se convirtió en mi mejor compañero durante mucho tiempo. Si no entendía la lección impartida por los profesores en la escuela o en el colegio, recurría a este libro que me enseñaba sin pegarme ni regañarme. Eso sí, como todo alumno más afectivo a las letras que a los números, la parte que menos consultaba era la sección dedicada a los temas del cálculo, medidas y formas, porque no eran temas de mi interés, a pesar de que incluía operaciones fundamentales, instrumentos básicos para la exacta y rápida solución de los problemas numéricos aplicables a las necesidades de la vida cotidiana. Con todo, no hojeaba las páginas donde aparecían los números y las figuras geométricas, aunque en esta parte del libro se explicaba, pasito a paso, el proceso para la solución de los problemas matemáticos: enunciación, razonamiento, operación, prueba, respuesta, generalización, cálculo mental e imprescindibles ejercicios de aplicación de lo concreto a lo abstracto, en suma, de lo fácil a lo difícil.

El Prontuario Escolar, libro pensado para servir como manual de consulta para los profesores, que necesitaban un material auxiliar para salir de apuros a la hora de preparar sus lecciones, conforme a lo establecido por los Programas Oficiales de Enseñanza Primaria y Secundaria, se convirtió, a falta de una literatura escrita exclusivamente para para los adolescentes y niños, en un libro que se leía y releí una y otra vez, debido a que tenía las mismas características de una brevísima enciclopedia ilustrada, de contextura práctica y fácil manejo.

En lo que a mí respecta, atento lector, mi reencuentro con la ya mencionada edición del Prontuario Escolar, con tapas ajadas y hojas amarillentas por el uso y el tiempo, me devolvió a mis años de infancia, refrescándome la memoria entorno a la importancia de mi primer libro de texto, con el que aprendí a leer y escribir, y las enciclopedias y diccionarios ilustrados que contribuyeron en mi formación tanto humana como profesional. Por lo demás, el antiguo Prontuario Escolar, así sea superado por las modernas ediciones en soporte papel y digital, será siempre uno de esos libros destinados a ocupar un sitial privilegiado en el principal estante de mi biblioteca personal.

sábado, 16 de mayo de 2020


CONFESIONES ANTE EL BUSTO DE CÉSAR LORA

Un día de esplendida mañana, mientras contemplaba tu dorado busto sobre el pedestal plantado en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX, se me agolparon una serie de recuerdos que conservaba casi intactos en los meandros de la memoria. Y claro, aunque suene a vanidad, debo confesar que fui uno de los pocos que sintió de cerca tu olor de minero y escuchó tus dulces palabras muy cerquita de los oídos. Tuve el privilegio de haber jugado entre tus brazos, con el corazón alborozado, cada vez que retornabas del trabajo. Recuerdo que me aupabas con un solo resoplido, para acariciarme con la ternura de quien no tuvo hijos propios, pero que tuviste el interés por reconocerme y darme tu apellido; un deseo que, empero, quedó frustrado y nunca se materializó porque se te anticipó la muerte. Recuerdo también que me mordisqueabas el pabellón de la oreja y, entregándome un puñado de monedas o tostados de haba, me suplicabas: ¡Dime papá, Negrito!… ¡Dime papá…!

Yo te jaloneaba de los mostachos, haciéndote gestos y sacándote la lengua, a la vez que, una y otra vez, te repetía: ¡Chino, carajo! ¡Chino, carajo!... Tú me pinchabas con tu barba mal afeitada a la altura del mentón y yo te miraba de cerca, muy de cerca, recorriendo el mapa de tu rostro; tus pelos hirsutos, tus pómulos huesudos, tus ojos sesgados y escrutadores, la sombra de tus bigotes tan negros como el arco de tus cejas y tu boca entreabierta, sonriente, por donde traslucía tu diente de oro.

Tú, César Lora Escóbar, eras el hermano mayor de mi señora madre, quien siempre te manifestó su cariño y respeto, aunque no siempre escuchó tus sabios consejos entorno a los amores imperfectos y las endiabladas relaciones de una pareja. Mi madre se casó dos veces, en cambio tú, remitiéndote a la voz de tu conciencia, nunca formaste familia y te quedaste soltero para siempre. Y si alguna vez te casaste, por voluntad propia y en absoluta libertad, fue con tu actividad político-sindical, una novia que te acompañó en las buenas y en las malas, en las victorias y en las derrotas, hasta el día en que exhalaste tu último hálito de vida.


Todavía recuerdo el día en que llegaste a la casa de mi madre, quien estaba trabajando como profesora en las escuelas de la Comibol y viviendo en el campamento denominado La Revuelta, ubicado en una pendiente rocosa y polvorienta de Siglo XX, entre Cancañiri y La Salvadora, por donde cruzaba una carretera zigzagueante abierta cerca de la ladera del Ch’aki Mayu (Río Seco). Apenas cruzaste la puerta, me encontraste con un insoportable dolor de muela y bañado en un mar de lágrimas. Me acariciaste la cabeza y me consolaste diciéndome que pronto se me pasaría el dolor y que todo estaría otra vez bien.

–¿Y cómo le vas a curar? –te preguntó mi madre, sabiendo que ese día no llevabas en el bolsillo tu botellita de ácido sulfúrico, con el que solías curar el dolor de muelas de los campesinos que trabajaban en la finca de tu padre, y que, ni bien se enteraron de que sanabas el endiablado dolor de muelas, haciéndoles gotear con una pajita el ácido en la cariada muela, hacían fila en la puerta de la casa de hacienda como si fuera la puerta de una clínica dental.

Te quitaste el guardatojo y, lavándote las manos en el bañador de fierro enlozado, contestaste con absoluta serenidad:

–Yo me encargaré de esto…

Mi madre solo atinó a menear la cabeza, mientras yo berreaba y pataleaba de dolor, como si las estrellas del cielo giraran alrededor de mis ojos. Me tomaste entre tus brazos, me tendiste en la cama con cara al techo y pediste que te pasaran la dinamita -ese principal instrumento de trabajo de los mineros-, que se guardaba en una caja junto con los fulminantes y las guías que parecían cordones de calzados. Pellizcaste un poco de masa de la dinamita con la punta del dedo índice y pulgar, y, abriéndome la boca con los dedos de tu otra mano, la aplicaste en el orificio de mi muela, que de seguro parecía el cráter de un volcán o una gruta oscura de la mina.

Al poco rato, como si me hubieras tocado la muela con una mano divina, el dolor desapareció lentamente. Supongo que ya entonces sabías que la masa del cartucho de dinamita, que se metía en la ranura abierta por el taladro de la perforadora para estallar la roca durante las excavaciones de la montaña, servía también para calmar el dolor de muelas, porque ese poderoso explosivo estaba compuesto por una sustancia química conocida como nitroglicerina, que el investigador e industrial sueco Alfred Nobel mezcló en su laboratorio con un material absorbente. Así se inventó la dinamita en 1867, como si fuese un polvo que se podía percutir e, incluso, quemar al aire libre sin que explotara.

Cuando la dinamita empezó a emplearse en la construcción de carreteras, el movimiento de masas rocosas en la minería y la industria armamentística, Alfred Nobel ganó una inconmensurable fortuna, pero que él, como todo filántropo y antes de su solitaria muerte, dejó un testamente escrito de puño y letra en el cual pedía que las ganancias procedentes de la dinamita debían concederse como galardón entre los hombres de ciencia que, con investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables, aportaban al desarrollo de la sociedad; por eso se estableció el Premio Nobel en las diversas ramas del conocimiento humano, que van desde el Premio Nobel de Medicina hasta el Premio Nobel de Literatura, que se entrega cada año en Estocolmo, en una pomposa ceremonia presidida por el rey de Suecia.


Después de curar mi muela, te despediste con un beso y te alejaste por el estrecho callejón del campamento. Detrás de ti no quedó más que un aura que solo poseen los hombres capaces de convertir la tristeza en alegría y las lágrimas en carcajadas. Así fue como el dolor de mi muela, que desapareció por acción de la nitroglicerina de la dinamita, quedó en mi vida como un recuerdo más de mi tierna infancia. 

Todos quienes te conocieron coincidían en señalar que te expresabas con propiedad, cuidando la forma y el fondo del lenguaje, y que eras auténtico hasta en la forma de moverte al caminar. No había dónde perderse; tenías el aspecto de líder carismático, un aire de galán de barrio pobre y vestías con evidente sencillez. Cuando no estabas enfundado en el mameluco comido por las gotas de sílice y las botas de goma jaspeadas por la copajira; algunas veces, lucías con sacos de paño gris y, otras veces, con abrigos de paño grueso, pero siempre indiferente a toda moda temporal o intelectual. Asimismo, cuando no estabas con tu guardatojo, que tenía el ala izquierda desportillada por el tojo, solías usar una gorra al estilo del anarquista italiano Bartolomeo Vanzetti, quien, junto a su compañero Nicola Sacco, también injustamente acusado de un presunto atraco a mano armada y asesinato, fue encarcelado y ejecutado por electrocución el 23 de agosto de 1927 en Massachusetts, Estados Unidos.

Nadie ponía en duda que hubieses sido uno de dirigentes cuyo apellido se utilizaba en diminutivo por el sincero aprecio que la gente te tenía por tu modestia, capacidad y valentía. No había nadie que te haya tratado, ni siquiera tus contrincantes políticos tanto de izquierda como de derecha, con cierto aire de menosprecio, por el temor que infundían tus dichos y hechos. Se contaba que en cierta ocasión, cuando un militantes stalinista osó insultarte sin medir consecuencias, lo detuviste por el cuello en plena calle, cerca del local de Radio La Voz del Minero de Siglo XX, y lo reventaste a puñetazo limpio, hasta dejarlo tendido en una mugrienta cuneta, lamiéndose su sangre como un animal herido. Ese mentado suceso, como suele ocurrir en todo pueblo chico, circuló de boca en boca y con la velocidad de una chispa encendida en el polvorín.

Desde entonces, nadie más se atrevió a dirigirte una mirada desafiante ni a levantarte la voz, mucho menos los jerarcas de la Empresa Minera Catavi, quienes aprendieron a tratarte con mucha consideración y a prudente distancia, aunque te tenían en la trinchera contraria a la suya, como a un revolucionario armado de ideales enfrentados a la gran propiedad privada y al poder de los poderosos, como muchos otros se enfrentaron, antes del estallido de la revolución nacionalista de 1952, contra la explotación extractivista de los Barones del Estaño, convertidos en dientes del engranaje del sistema capitalista mundial.

Pocos dudaban en dar su vida por tu vida, los demás, la inmensa mayoría, se identificaban con tus ideales y hacían suyas tus palabras, casi siempre impregnadas de sabiduría y experiencias vividas en carne propia; es decir, nada pensabas sin conocimiento de causa ni nada hacías al azar. Tus ideas y tus acciones eran recíprocas y se complementaban como el anverso y el reverso de una misma medalla. No había ideas sin acciones ni acciones sin ideas. Ambas eran las almas gemelas de un sentipensante como tú: un ser que sentía y pensaba a la vez.

No pocas veces, tus compañeros de clase, te vieron a la vanguardia de los combates que se libraban contra los enemigos de los trabajadores. Ellos se miraban entre sí, miraban tu actitud revolucionaria, miraban la guía encendida en la dinamita y gritaban al unísono: ¡Viva la clase obrera! Tu ejemplo era decisivo en los momentos de crisis política y tu palabra era la más esperada entre los oradores, porque los mensajes procesados en tu lúcida mente y las consignas que estallaban en tus labios tenían el peso de la ley; no era para menos, tus discursos eran expresivos, contundentes y entusiastas, y nunca perdían fuerza porque no eran leídos sino dichos de manera viva y espontánea, como cuando se escucha la voz de mando a la hora de la asonada definitiva.

Fuiste un genuino defensor de la ideología más auténtica del proletariado nacional, como cuando defendías la independencia política de la clase obrera frente al Estado y los gobiernos de turno. Todos sabían que nunca te prestaste ni alquilaste a los intereses ajenos  a quienes sostenían la economía boliviana sobre sus hombros, dejándose flagelar la vida aun sin tener alma de esclavos.

En los momentos cruciales de la lucha de clases, salías en defensa de los intereses de los mineros, que vivían y trabajaban en condiciones infrahumanas, con salarios de hambre y el cañón de un fusil militar apuntándoles en la nuca. Siempre te mantuviste fiel a tu formación ideológica, con la esperanza de conquistar un mejor destino para el país, un país que, durante tu vida y después de tu muerte, fue manoseado por regímenes despóticos y dictatoriales, que hicieron crujir a sus opositores políticos y sindicales vulnerando los principios más elementales de los Derechos Humanos.


Ya sabemos que los chacales del régimen militar de René Barrientos Ortuño, con el asesoramiento de los agentes de la CIA, te persiguieron por todas partes, rastreando tus huellas y tratando de pisarte los talones, para capturarte más muerto que vivo. Y así fue aquel fatídico 29 de julio de 1965, cuando un grupo de chacales, al mando del capitán-verdugo Zacarías Plaza y un tal Próspero Rojas, te detuvo a orillas del río Toracari, a unas tres leguas de San Pedro de Buena Vista, y te segó la vida, disparándote a quemarropa con tu propio revólver, cuando te encontrabas en compañía de tu fiel amigo, compañero y camarada Isaac Camacho. 

No te salvaste de la muerte, a pesar de que a tus asesinos, como era característica en tu valiente e insobornable personalidad, los trataste a carajazos como se lo merecían esos simples criminales a sueldo, que no conocían otra forma de vida que la de ser perros falderos de los amos del poder, que los armaban hasta los dientes para acabar con los luchadores sociales que jodían más de la cuenta para tumbar una sociedad donde reinaba la discriminación social y racial.

Lo que los chacales no sabían era que te mataron para darte más vida de la que ya tenías, pues en el corazón y la memoria de tus compañeros seguías vivito como una llama encendida, como los caudillos naturales que no pueden morirse así nomás, sin dejar un profundo legado de dignidad y de lucha. Naciste para convertirte en un faro capaz de iluminar el camino que debían tomar los desposeídos para establecer una sociedad más justa, donde todos, lejos de los poderes de dominación, tuvieran los mismos derechos y las mismas responsabilidades.  

Cuando se supo que caíste cerca de San Pedro de Buena Vista, los puños de protesta se alzaron prometiendo vengar tu muerte y un crespón negro ondeó en la bandera del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX. Tus compañeros de lucha jamás te olvidaron; por el contrario, lloraron tu ausencia escuchando el huayño: Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero./ Ese ha sido César Lora/ asesinado en San Pedro…

Más tarde, cuando ya no estabas entre nosotros, me enteré que tus compañeros te admiraban por tu desmedido amor por la gente, por ese calor humano que yo sabía intuir con mi sensibilidad de niño. Todos hablaban maravillas de ti, o, por mejor decir, no conozco a nadie que haya comentado algo negativo o despectivo. Todos te admiraban por su humanismo que se desataba desde el fondo de tu alma.

Cuando cursaba el séptimo grado en el Ciclo Intermedio Junín, ubicado en los campos de María Barzola, todas las tardes, después de clases, me daba una vuelta por el cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse desde una colina hacia el fondo del río. Al llegar a tu tumba, construida con piedras labradas y una rejilla herrumbrosa a manera de puerta, te dirigía palabras de mucha pesadumbre, sin dejar de contemplar esa plaqueta metálica en cuya inscripción se leía: ¡Asesinado por la Bota Militar!, una frase que caló hondo en mi memoria, tan hondo que se me partía el corazón de puro coraje.



También recuerdo que en los días de Todos los Santos y todos los años, sacaba tu busto modelado en yeso por el muralista revolucionario Miguel Alandia Pantoja, que estaba escondido en el sótano de mi cuarto, y lo cargaba hasta el cementerio de Llallagua, para colocarlo, entre ramilletes de flores y guirnaldas de papel seda, encima de tu tumba, que era una de las más visitadas por quienes querían manifestarte, además de su lealtad, su aprecio y admiración, con el corazón en la boca y los sentimientos a flor de piel.

Siempre me imaginé que tu busto de yeso, modelado magistralmente por Miguel Alandia Pantoja, llegó embalado a la población minera de Llallagua, con la finalidad de que tus camaradas, usando todas sus influencias entre los burócratas y jerarcas de la Empresa Minera, mandaran a vaciarlo y fundirlo en bronce en el Ingenio Victoria de Catavi. Desde luego que ese trabajito nunca se llevó a cabo, hasta que el busto, blanquecino como el mármol, desapareció sin dejar rastros del sótano de mi cuarto, poco después de que las fuerzas represivas me arrojaran a las mazmorras de la dictadura militar, tras el fracaso de la huelga nacional minera a mediados de 1976.

Sin embargo, un año antes de que me apresaran, al cumplirse el décimo aniversario de tu asesinato y en pleno período de represión política, cuando el Partido Obrero Revolucionario (POR) se encontraba en la clandestinidad, un mitin obrero desplegó una bandera roja, con la hoz, el martillo y el 4 -en referencia a la Cuarta Internacional trotskista-, y colocó tu segundo busto en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX. Esa mole de granito esculpida por el artista indio Víctor Zapana, que se convirtió en un símbolo dedicado a tu lucha y en un referente de los explotados que hacían flamear las banderas de la revolución proletaria, mientras la leña de la fogata crepitaba en medio de una noche azotada por el viento y el frío. No faltaron los vasos de té con té, los puñados de hojas de coca ni los discursos pronunciados en honor a tu memoria. Todo resultó como se tenía planificado, a pesar de que los esbirros de la dictadura militar no dejaban de merodear como perros de caza por la Plaza del Minero.

Con el correr del tiempo, como corresponde a las leyes de la naturaleza, tus compañeros de lucha se fueron muriendo poco a poco, unos vencidos por la vejez y otros liquidados por las enfermedades propias de los mineros, como son la tuberculosis y la silicosis. De la vieja guardia de los poristas no quedó casi nadie, salvo unos cuantos que sobrevivieron a las adversidades de la minería, a la nefasta relocalización de 1985, a las medidas antinacionales de los gobiernos neoliberales y al proceso de cambio que, durante las dos primeras décadas del siglo XXI, dejó tantas ilusiones como desilusiones en los sectores más desposeídos de la nación, que sigue conservando el estatus quo de una sociedad clasista, donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada.

¡AH!, ¿qué pasaría si volvieras a levantarte de tu tumba y vieras cómo van las cosas? A lo mejor volverías a morirte de solo ver a tus compañeros relocalizados, quienes aprendieron a sobrevivir en territorios extraños y en condiciones desfavorables, luego de haber dejado sus pulmones en los socavones y haber enriquecido con el sudor de su frente a los explotadores; peor aún, si te contara que ya nada es como en tu época, que hasta los más osados tienen miedo de avanzar contra la corriente, que casi todos lloran lágrimas de cocodrilos después de la caída del comunismo real y se mimetizan como camaleones para acomodarse a la nueva realidad impuesta, una vez más, por los eternos dueños del poder político y financiero.

Así están las cosas, las banderas revolucionarias flamean en la misma dirección hacia donde soplan los vientos de la derecha reaccionaria y los dirigentes cooperativistas, aparte de tener más interés por el dinero que por abolir el sistema capitalista, son más amigos de tus enemigos y menos amigos de quienes están dispuestos a seguir tu ejemplo, un ejemplo digno para cualquier ser humano que piensa más en el bienestar de los demás que en el bienestar de su propia vida.  



A tiempo de dejar de contemplar tu busto de granito, bañado en pan de oro bajo la inmensidad añil del cielo, y a la hora de retirarme de la gloriosa Plaza del Minero, no me queda más que añadir que ya no estás solo en tu pedestal, sino acompañado por las plaquetas que nos recuerdan al fundador del P.O.R., José Aguirre Gainsborg; a tu compañero de lucha Julio C. Aguilar; al líder sindical Isaac Camacho, cuya imagen en altorrelieve dignifica el estoicismo minero; al autor de la Tesis de Pulacayo y principal ideólogo del marxismo boliviano Guillermo Lora, quien, con la gorra calada hasta media frente, tiene la mirada tendida en el horizonte, como si más allá de los afamados cerros de Llallagua-Siglo XX estuviesen las anchas alamedas de la revolución proletaria.

viernes, 4 de mayo de 2018


LOS FLAMANTES EDIFICIOS DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL SIGLO XX

El primer día que me encontraba de visita en Catavi, en la antigua Casa Gerencia, me vi sorprendido por unos edificios que se construían entre gritos a voz en cuello y al ritmo de cumbias y bachatas, sin considerar que el estridente bullicio perturbaba la paz de los vecinos. Luego me informé de que estos edificios, parecidos a los que los niños construyen en sus juegos, con palitos de fósforos y ladrillos de lego, formarían parte de la Universidad Nacional Siglo XX, cuyo plantel administrativo, ante la falta de ambientes en las poblaciones aledañas, decidió apostar un considerable presupuesto en la construcción de esta importante infraestructura educativa, que constituiría una suerte de orgullo para los lugareños, quienes jamás dejaron de pensar en que la educación es uno de los caminos que conduce hacia el progreso y la liberación de un pueblo.

A medida que transcurrían los días, pude advertir que estos edificios, mientras se alzaban en dirección al cielo, tenían a los albañiles caminando en las alturas como malabaristas de circo, jugándose la vida a cada instante y desafiando la ley de la gravedad, con los pies en el vacío y desprovistos de indumentaria adecuada. Es decir, trabajaban sin equipos de seguridad laboral ni técnica, ya que no se desplazaban sobre andamios ni llevaban correas ni arneses para evitar un accidente que podía costarles la vida.

En honor a la verdad, sólo algunos usaban cascos de protección, muy parecidos a los que en otrora usaban los técnicos de la Empresa Minera Catavi. Otros, los más intuitivos y precavidos, llevaban a cuestas una bolsa para herramientas que, sujeta a la cintura con un grueso cinturón, les permitía tener a mano las herramientas de construcción, como el martillo, desarmador, pinzas, amarrador, plomada, cincel, espátula, escuadra y flexómetro dividido en centímetros y milímetros, y, como es natural, un cordel para materializar una línea recta sobre una parte de la construcción en curso.

Aun sin tener demasiados conocimientos en materia de arquitectura, entendía que el arquitecto era un profesional que se encargaba de proyectar, diseñar y dirigir la construcción de edificios, junto al maestro de albañilería que, a su vez, dirigía a los peones, dedicados al oficio de la construcción, reforma, renovación y reparación de viviendas y edificios, para cuyo efecto hacían uso de diversos materiales como el cemento, la arena, los ladrillos, la cal y otros, con el único propósito de poner de pie un establecimiento de gran envergadura, como era el caso de la universidad obrera que, al fin y al cabo, sería la expresión de la determinación de los trabajadores y el pueblo, que deseaban tener una institución educativa que representara a una población minera, que tenía una magnífica historia desde que empezaron a explotarse los yacimientos de estaño en las montañas de Llallagua y Siglo XX.

Acercase a esas construcciones, ascendiendo o descendiendo por una sinuosa ladera, era someterse a un inminente peligro; primero, porque la empresa constructora no cumplía con las medidas de seguridad para evitar que sus trabajadores corran el riesgo de perder la vida por un simple descuido y, segundo, porque no se veía por ningún lado retroexcavadoras, grúas ni vallas perimetrales, que separan la construcción de los espacios públicos, para guardar la seguridad de los transeúntes que pasaban y repasaban cerca de las obras en construcción. Sin embargo, se podía advertir la existencia de casetas para los vestuarios y el depósito de herramientas, como mezcladoras, mazos, palas, carretillas, cubos, serruchos, y una oficia para guardar los documentos referentes a la obra, como los planos, cálculos, memorias técnicas, etc.


A pesar de los altibajos y contratiempos, propios en las provincias y ciudades intermedias, los flamantes ambientes de la Universidad Nacional Siglo XX seguían avanzando con la obra gruesa, hasta que llegó el periodo en que se empezó con la obra fina. Entonces, los mismos albañiles, que antes parecían malabaristas de circo, se ocupaban de blanquear con cal y yeso las paredes, como maestros diestros en el manejo de una suerte de paletas triangulares, que utilizaban para extender la pasta sobre las superficies guarnecidas, alisando y comprimiendo la masa con el borde de la herramienta; en tanto otros, con las ropas raídas y manchadas con los materiales de construcción, se encargaban de sujetar los listones, puertas y ventanas, con grapas de metal disparadas por unos instrumentos similares a las pistolas de clavos.

A mi retorno de la ciudad de La Paz, después de un tiempo de ausencia, vi que los edificios estaban en su fase final, al menos aquél donde se exhibía un enorme cartel con la fotografía del rector de la universidad. Daba la sensación de que incluso intervenían otros profesionales encargados de la obra fina; unos ponían las baldosas y tapices, instalaban los lavabos, tazas de baño, puertas y ventanas; mientras otros se hacían cargo de instalar el agua potable, los transformadores de electricidad y los sistemas de seguridad contra incendios.

No cabe duda de que, al finalizar de este costoso y necesario proyecto, la empresa constructora se preguntará si los edificios cumplen con la idoneidad urbanística y la funcionalidad que requiere un establecimiento educativo. Para los demás, que no entendemos mucho sobre las técnicas empleadas en una obra arquitectónica plasmada sobre una superficie terrestre, es suficiente que los edificios, además de que su estructura estética sea digna de admiración y contemplación, cumplan con el propósito de satisfacer las necesidades de los docentes, estudiantes y administrativos de la Universidad Nacional Siglo XX.

lunes, 1 de enero de 2018


CATAVI, GLORIA Y OLVIDO

Llegar a Catavi después de tres décadas de ausencia es como retornar de un largo viaje por tierra y por mar, sobre todo, cuando se tiene la sensación de que uno vuelve al sitio donde tiene anclado una parte de su vida y su pasado. No está por demás referirles que la primera idea que me asaltó a la mente fue la de recorrer por el mismo tramo que había frecuentado en mi infancia y adolescencia, algunas veces bajo los azotes de la lluvia, otras veces bajo el abrasante sol del mediodía y, si recuerdo bien, también entre las corrientes de viento helado, que levantaban nubes de polvo y zarandeaban el follaje de los árboles.

La empresa minera de Simón I. Patiño
 
La población de Catavi, centro administrativo de la empresa minera de Simón I. Patiño en el pasado y submunicipio del gobierno municipal de Llallagua en la actualidad, tiene su propia historia desde mucho antes de que en esta región se construyeran las oficinas administrativas del principal industrial boliviano, quien trajo al país la más avanzada tecnología de explotación minera y contrató a los mejores ingenieros, geólogos y técnicos extranjeros para convertir a su empresa en el centro neurálgico de la producción mundial de estaño.

Simón I. Patiño, como todo hombre de negocios de talla internacional, a medida que fue adquiriendo acciones en las minas de Malasia y Canadá; a medida que invertía en las fundiciones de Inglaterra y Alemania; a medida que creaba oficinas en Nueva York y París, mandó construir, tanto en las márgenes del río como en las laderas de los cerros de Catavi, todo un complejo de edificaciones al servicio de su empresa, donde no faltaban los chalets modernos para sus asesores y empleados, una sede social para el esparcimiento y la vida nocturna, un baño turco con aguas termales, que brotaban de las rocas con propiedades curativas, campos deportivos y el primer y más lujoso teatro de la zona, que todavía lleva su nombre en alto relieve y en la parte superior del frontis.

La compañía Patiño Mines & Enterpreses Consolidated. Inc, ubicada en una llanura polvorienta y pedregosa, fue en la primera mitad de la centuria pasada el bastión de la economía nacional y Simón I. Patiño, que formó parte del superestado minero-feudal, con gobiernos que le servían como perros falderos, amasó fortunas a costa de los trabajadores, quienes sacrificaban sus pulmones para extraer el metal del diablo desde las entrañas de la montaña.


Desde la Gerencia de la Empresa Minera Catavi, rodeada por la pobreza de los campamentos mineros y las comunidades indígenas dispersas, se administró una de las diez empresas más grandes del planeta y se decidió el destino político del país hasta el estallido de la revolución nacionalista de 1952.

En las pampas de Catavi, más conocidas con el nombre de Campos de María Barzola, se ejecutó una masacre minera el 21 de diciembre de 1942, cuando las tropas del ejército, por órdenes expresas del gobierno al servicio de la oligarquía minero-feudal, dispararon sus armas contra una masa de manifestantes que, con las banderas desplegadas y un pliego petitorio en las manos, marchaban rumbo a la Gerencia de Catavi, sin otro propósito que pedir la atención a sus justas demandas.

Las principales calles de la población

Caminar por las calles de Catavi, desde la Plaza Triangular que, los días viernes y a espaldas de los deteriorados campos deportivos, se llena de vecinos y comerciantes minoristas, es volver a revivir la grandeza de un glorioso pasado, pero también una de las peores maldiciones que le tocó vivir a esta población minera: el olvido.

Ya nada es lo mismo desde el DS 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro dictó en 1985, ocasionando que miles de familias abandonaran los campamentos y se marcharan rumbo a otros derroteros, para sobrevivir a la crisis económica que sacudió los cimientos de la nación, tras el descenso de los precios del estaño en el mercado internacional y el inicio de un ciclo de gobiernos neoliberales.

A más de tres décadas de aquel infausto Decreto Supremo, que provocó la muerte estatal de la minería nacionalizada y puso fin al sindicalismo revolucionario, los habitantes que decidieron permanecer en Catavi, contra todo pronóstico y a pesar de todo, viven en algunas casas que, como melladas por el paso inexorable del tiempo, parecen desmoronarse poco a poco. Desde luego que este panorama desolador es diferente al de ese Catavi de antaño que, a diferencia de las poblaciones aledañas, parecía un verdadero vergel, con un clima benigno que permitió el desarrollo de especies forestales, que los técnicos gringos, expertos en minería, se dedicaron a cultivar en un terreno yermo, con la intención de hacer más llevadera y saludable su estadía entre los abruptos cerros del altiplano.


Los chalets y las lujosas viviendas, como la Casa Gerencia, tenían sus propios jardines, ornamentados con una diversidad de flores, como rosas, gladiolos, tulipanes, girasoles y otros. No faltaban los campamentos que contaban con amplios huertos, donde incluso se producían tubérculos, legumbres y hortalizas. Tampoco faltaban las calles donde los transeúntes podían descansar bajo la sombra de los eucaliptos, pinos, abetos y árboles de sauce llorón.

A lo largo de la Avenida Bolívar

Llegar a la calle principal de Catavi, luego de bajar por un caminito serpenteante y asfaltado, es recobrar las esperanzas perdidas, porque se ve mayor movimiento de gente, que da la impresión de que en la población todavía se respira vida, gracias al funcionamiento de algunas de las carreras de la Universidad Nacional Siglo XX, que tiene en marcha la construcción de nuevos edificios, con salones amplios y equipos de última generación, destinados a mejorar las condiciones de trabajo de los docentes y la calidad educativa de los estudiantes.

Sin embargo, en la Avenida principal, bautizada con el nombre del libertador Simón Bolívar, no pueden disimularse, enfrente de las colinas artificiales de lama, levantadas durante décadas con los residuos del concentrado de mineral en el Ingenio Victoria, las desoladas dependencias del antiguo Hospital Minero y el Hospital del Niño Albina Patiño que, en sus épocas de oro, fueron las más grandes y mejor equipadas del país, como lo fue la Escuela de Enfermería. ¡Todo un orgullo de los cataveños!


En la Casa Gerencia, actualmente destinada a albergar los documentos del Archivo Histórico Minero, destacan los pinos y abetos decorando la entrada principal. Ya no es la misma mansión donde vivían, a cuerpo de rey, los gerentes de la compañía Patiño Mines & Enterpreses Consolidated. Inc, a pesar de las restauraciones que se la hicieron con miras a convertirla en el futuro Museo Minero de Catavi.

Al lado de esta mansión, con habitaciones de techos altos, jardín interior y vastos salones, están las deterioradas oficinas de la Gerencia, que desde la nacionalización de las minas en octubre de 1952, sirven a la estatal Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL). En sus locales, tantas veces saqueados y desmantelados, se conserva todavía el escritorio y los principales muebles que usaron los jerarcas de la administración del magnate minero, junto a un antiguo teléfono de cableado, que les permitía comunicarse con La Paz y el puerto de Arica.

El afamado Club Social, que hoy tiene las ventanas con vidrios rotos y las paredes agrietadas, fue uno de los recintos más apreciados de la Empresa Minera Catavi, porque aquí se daba cita la crema y nata de la empresa y se realizaban las fiestas sociales; los hombres asistían ataviados con frac y las mujeres con prendas de lujosa costura. El ingreso de los obreros y empleados de bajo rango estaba terminantemente prohibido por órdenes de los capos. En el exclusivo ambiente del Club Social, que contrastaba con la miserable forma de vida de las familias mineras, desfilaban garzones que servían platillos para los gustos más refinados y un trencito de destilados importados desde Europa, mientras una orquesta contratada para la ocasión amenizaba la fiesta hasta el amanecer.

El Teatro y el Ingenio Victoria

En pleno centro de la Avenida Bolívar, como en un lugar de preferencia, se yergue el portentoso Teatro Simón I. Patiño, que fue construido en piedra labrada, como para que perdurara toda una eternidad. Aunque ahora está descuidada y rodeada de basura, donde merodean los perros hambrientos y pastan las ovejas a su regalado gusto, sigue siendo el monumento que testimonia la grandeza de la Era del Estaño.


A unos pasos más allá, como expuesto sobre una plataforma de mampuesto y argamasa, está el establecimiento del colegio Junín, que antes funcionaba en el primer edificio que se construyó en la pampa María Barzola. Enfrente, donde estaban las instalaciones del Ingenio de tratamiento de minerales Victoria (bautizado con este nombre en honor a una de las reinas de Inglaterra), se lee un letrero que dice: Al infierno no le temo porque sé que en ese infierno se encuentra el anhelo que tanto quiero y por mi patria Bolivia ofrendaré… ¡¡¡Mierda!!! ¡¡¡Carajo!!! En efecto, aquí está acantonada una de las tropas del Regimiento de Infantería Illimani de la población de Uncía, cuyos soldados, que entran y salen por un enorme portón, parecen centinelas custodiando los pocos bienes que quedaron en la Empresa Minera Catavi después del DS 21060; una medida draconiana que provocó el inminente cierre de las minas y una forzosa relocalización, que por poco no dejó a Catavi reducida a una población fantasma cubierta de polvo y arenisca.

De la Cooperativa Multiactiva a la Plaza 6 de Agosto

Caminando en dirección a la Plaza 6 de Agosto, es inevitable no advertir, al costado derecho, la infraestructura de la Cooperativa Multiactiva, antecedida por una caseta de serenería y una valla metálica como puerta de acceso hacia un terreno de producción compartida, donde cientos de trabajadores desarrollan una febril actividad para ganarse el pan del día; al costado izquierdo, sobre una pendiente terrosa y exenta de vegetación, permanece mudas las paredes de la panadería, con sus ventanillas desvencijadas y sus puertas trancadas por dentro y por fuera. De la pulpería, que hasta hace treinta años atrás estaba atestada de gente que acudía a sus almacenes para proveerse de los alimentos de primera necesidad, no queda más que el recuerdo de los tiempos en que Catavi era una población envidiada por otros centros mineros del país.


En la curva cerrada del camino, frente a la puerta de acceso a la Cooperativa Multiactiva, funciona un Garaje de Reparación, donde el visitante es sorprendido por el estridente ruido de los fierros, combos y martillos, que los trabajadores matizan con risas y voces altisonantes. Desde allí es posible divisar el local de Radio 21 de Diciembre, que no dejó de transmitir programas musicales e informativos desde el día de su inauguración, y la plaza principal de Catavi, encuadrada por casitas con paredes de adobe y techos de calaminas de zinc, habitadas por las familias que decidieron permanecer en el lugar, a pesar del cierre de las minas y la relocalización de los trabajadores, que dejó casi en ruinas esta histórica población minera, que constituyó el centro motor de la industria estañífera más sólida y vibrante de América Latina y el mundo.

La piscina y los baños termales

En la parte baja de la Plaza 6 de Agosto, lejos del verdor del parque y venciendo un campamento en ruinas y un edificio destinado a las personas de la tercera edad, están los baños termales de Catavi, al pie de una montaña con formas antropomórficas y antecedidos por la célebre piscina Primero de Mayo, que otrora cobijó a los campeones de la natación nacional e internacional. No son pocos los cataveños que, suspirando con profunda nostalgia y un cierto halo de orgullo, recuerdan a sus mejores nadadores con nombres y señas, como si fueran los héroes de una gloriosa época en la que se defendió con dientes y garras el nombre de esta población minera, situándola con letras de molde en el mapa de Bolivia.


No muy lejos de la piscina, al otro lado de un río que discurre por debajo de un puente, están los balnearios de aguas termales y curativas, que brotan de las rocas volcánicas entre burbujas y soplos de vapor. En los predios de este populoso lugar, concurrido por propios y extraños, y cuyas aguas son aprovechadas al máximo, se ve una hilera de movilidades que transportan a los bañistas que requieren de sus servicios a cualquier hora del día y de la noche.

Aquí, en estos balnearios abrazados por el cauce de dos ríos de aguas turbias, termina el recorrido de cualquier visitante que tiene la curiosidad de conocer las grandezas y miserias de una población minera que, si las autoridades municipales se empeñan en sacarle provecho a su memoria histórica, su multifacética cultura y su singular topografía, puede convertirse en una redituable región turística, junto a las poblaciones vecinas de Uncía, Llallagua, Cancañiri y Siglo XX, donde existen muchas reliquias que ver y un caudal de lecciones que aprender tanto dentro como fuera de los socavones, donde se explotaron las vetas de estaño más ricas del planeta.

Para quien escribe estas líneas, al final de la jornada, un ligero recorrido por Catavi fue suficiente para volver a sentir, como en los tiempos idos, el deseo de quedarse a vivir en estas legendarias tierras del norte de Potosí, donde no todo lo que brilla es plata y mucho menos oro. 

sábado, 14 de octubre de 2017


AÑO NUEVO EN PARÍS

El día que llegué a París, justo cuando iba a ser sepultado el dramaturgo y novelista Samuel Beckett, experimenté un golpe de sensaciones contradictorias, que son el fiel reflejo de la realidad parisina tan bien retratada en las obras de Víctor Hugo y Balzac. La ciudad es, por antonomasia, un abanico de culturas, con hombres que lo tienen todo y hombres que no tienen nada, con castillos, palacios, museos  y suburbios; un París en el cual, alguna vez, todos quisieron poner sus pies, como lo hicieron los escritores, pintores y poetas latinoamericanos. Algunos incluso se establecieron hasta exhalar su último hálito de vida, como es el caso de César Vallejo y Julio Cortázar.

Al filo de recibir un nuevo año, no pude resistir la curiosidad de ir a los predios donde está emplazada la Torre Eiffel, el monumento más visitado de Francia desde 1889. La torre, contemplada a la distancia, parecía laqueada de luces áureas, levantándose en dirección al cielo frío y oscuro; más todavía, cuando la miré desde abajo, con una sensación de vértigo, parecía cayéndose sobre mis ojos, como si me hubiese emborrachado con la botella de champaña, como si todo París se hubiese embriagado conmigo.

Festejar Año Nuevo en París es realmente una sensación maravillosa, ya que es una ciudad que resplandece de vida, bebida y amor, en medio de un incesante bombardeo de juegos artificiales, que estallan en el cielo como ramilletes de flores y consumen ingente cantidad de pólvora. Todos los prados están iluminados por bombillas y las aguas de las fuentes se desparraman en chorros fosforescentes como si dibujaran oleajes de arcoíris.

Recorrer por el Boulevard de Montparnasse, donde está la estatua de Balzac de Rodín, espejo de la sociedad que detestaba el autor de la Comedia humana, y en la plaza, el fálico rascacielos negro, que hasta podría ser una hipérbole de la negritud invasora del barrio. En esta misma avenida están los cafés que frecuentaron los intelectuales parisinos y, por supuesto, los escritores y pintores del mundo, porque París no se acaba nunca, como escribió Ernest Hemingwey, recordando los gloriosos días de su bohemia en una ciudad que nunca bosteza ni duerme.

Hospedarse en un alojamiento del Barrio Latino es estar muy cerca de las turbias aguas del Sena, a un tiro de piedra de Notre Dame y la Rue de la Lappe llena de galerías, restaurantes, bares y anticuarios. Los peatones que deambulan por las aceras se entrecruzan constantemente, se rozan, se tocan, se huelen. Si no son europeos blancos, son árabes, africanos, asiáticos, hispanoamericanos; en fin, un mosaico multicultural de inmigrantes de todos los colores, idiomas, credos y olores.

Cualquiera que camine por las orillas del Sena, el histórico río que atraviesa el corazón de la ciudad, estará respirando el aire en el casco viejo de la Ciudad Luz, constituido por La Cite, la isla más grande circundada por las aguas del Sena. Aquí mismo está el puente más antiguo, que empezó a construirse a finales de 1500, bajo el reinado de Henrik III. Hacia atrás, alejándose del río, se extienden callejuelas, bistrós, librerías, tiendas de anticuarios y un edificio de paredes blancas, de dos pisos, con una placa de mármol que indica que allí vivió Guillaume Apollinaire, una de las figuras legendarias de la vanguardia poética europea.


En la orilla izquierda del Sena, frente a la catedral Notre Dame, retratada por fuera y por dentro en Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, encontré la librería Shakesperare and Company, propiedad del librero estadounidense George Whitman, quien conoció a una infinidad de escritores desde 1951. Cuando le pregunté si alguna vez Cortázar visitó su librería atestada de libros viejos, en varios estantes y diferentes idiomas, me contestó con cierta sorpresa: Sí, pero no sólo visitaba la librería, sino que era mi vecino. Luego, agregó: Él pensaba que esta librería era la más humana en París. Y, en efecto, el envejecido Whitman invitaba a los visitantes una taza de ersatz, ese delicado jarabe con un poco de azúcar quemada y agua, que hervía en una caldera puesta sobre una hornilla desde que abría hasta que cerraba su célebre librería, donde se refugiaban los lectores acostumbrados al buen trato y la buena literatura.

Una semana más tarde, antes de abandonar ese París de mitos, leyendas, misterios y acontecimientos que conmovieron al mundo, como toda metrópoli cultural que tiene a sus estrellas intelectuales brillando en su firmamento -Baudelaire, Bataille, Verlaine, Proust, Rimbaud, Foucault, Stendhal, Sartre, Simone de Beauvoir, Malraux, Camus y Genet, entre muchos otros-, me di tiempo para visitar las tumbas de dos de nuestras celebridades latinoamericanas sepultadas en el cementerio de Montparnasse, en el Inex des Celebrites, donde recordé a Oliveira de la Rayuela de Julio Cortázar, quien, lejos de refugiarse en el anonimato voluntario y la periferia, observaba un caleidoscopio lleno de personajes literarios compuesto por vagabundos, estudiantes, poetas, pintores y músicos, que conformaban un auténtico elenco de la vida bohème de una ciudad cargada de librerías, bodegas de vino y tiendas de tabaco.

En ese mismo camposanto de París, yacen los restos del poeta peruano César Vallejo, quien, a pesar de haber vivido apenado por la pena de los humanos y al borde de una incurable pobreza, prefirió morirse en París y no escaparse. Ya sabemos que Vallejo, despojado del tiempo de su infancia, desterrado de su tierra natal por una falsa acusación de robo, expulsado de Francia por comunista, encarnaba y reencarnaba, de manera excepcional, la conciencia trágica de un escritor lúcido, auténtico y atormentado por un sentimiento de culpa: la culpa de haber nacido pobre y un día en que Dios estuvo enfermo.

Por otro lado, cabe reconocer que París no es sólo la ciudad del arte de la gastronomía y la felicidad, sino también una urbe dura y amarga, que otros latinoamericanos experimentaron entre cuartos glaciales y pulóveres rotos, sin tener que comer ni con qué cubrirse el cuerpo, como García Márquez, quien, cuando fungía como corresponsal del periódico El Espectador, tuvo que escribir El coronel no tiene quien le escriba para olvidar sus angustias cotidianas, ya que él, como el personaje de su novela, aguardaba una carta, un dinero, que nunca llegaba desde Colombia y que no tenía qué comer, hasta que tuvo que mendigar una moneda en el metro y dormir en los escaños, calentándose con el vapor que exhalaban las parrillas del metro y eludiendo a los policías que, en cierta ocasión, se lo cargaron confundiéndolo con un argelino indocumentado.

Todo esto y mucho más es París, y apresarlo en una nota breve es un verdadero desafío contra el tiempo y la distancia. No obstante, aquí se intenta revivir los recuerdos que conserva la memoria, tan frágil y fugaz como el flash de una cámara fotográfica, que no siempre permite captar una imagen en su merecida dimensión.