ENTREVISTA VIRTUAL A DOSTOIEVSKY
Todo estaba confirmado. Acordamos vernos en un casino
central de San Petersburgo, una tarde en que las calles parecían flotar en
medio de una lluvia intensa y menuda, mientras el cauce del Río Neva atravesaba
como una flecha por el corazón de la ciudad.
Cuando ingresé en el local, que lucía espejos empotrados en
las paredes, arañas de cristales esmerilados y alfombras uzbekistanas, lo
divisé sentado al fondo, tomándose una humeante taza de té. Lo primero que me
sorprendió es que no vestía como Máximo Gorki, con rubashka bordada a mano ni
botas de cuero tosco hasta las rodillas, sino un traje occidental; camisa de
algodón, zapatos de cuero lustroso y un chaquetón algo grande para su talla. En
su aspecto, semejante al del terrible Rasputín, destacaba la barba ligeramente
desgreñada, la frente amplia y la mirada penetrante.
Le tendí la mano y me
presenté. Él se limitó a esbozar una sonrisa afable.
–Dostoievsky, Fiódor Mijáilovich Dostoievsky –dijo luego en
un tono muy fuerte, como golpeándome a los oídos con cada acento
prosódico.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Me invitó a
tomar asiento y preguntó:
–¿Estamos listos para la entrevista?
–Sí –contesté dubitativo, mientras me servía una taza de té
del samovar que relucía en la mesa de mármol alabastrino.
–Entonces te escucho.
–Sé que eres el segundo de siete hijos, pero me gustaría
saber algo más sobre tu familia –dije, aún sin salir del asombro de tener
frente a mí a uno de los escritores más célebres del siglo XIX, cuyas obras,
además de haber influido en los existencialistas como Sartre y Camus,
inspiraron las teorías filosóficas de Kierkegaard,
Nietzsche y La metamorfosis de Kafka.
–Provengo de un hogar de clase media, donde la actitud
omnipresente de mi padre era decisiva en la educación de los hijos. Claro que
su autoritarismo era compensado con el amor y la protección de mi madre, quien,
por desgracias, murió de tuberculosis cuando cumplí dieciséis años. Tras la
muerte de ella, mi padre, que ejercía como médico de pobres, se sumió en la
depresión y el alcoholismo, y, para deshacerse de mí y de mi hermano Mijaíl,
nos mandó a estudiar en la Academia de Ingeniería Militar de esta ciudad, donde
aprendí a vivir con cinco rublos al mes, de los cuales me los gastaba cuatro y
medio apostando al parchís; pero también aquí nació mi interés por la
literatura, estimulado por las obras de Shakespeare, Pascal, Víctor Hugo,
Hoffmann y Friedrich Schiller, entre otros.
–¿Y cómo murió tu padre, el hidalgo de Darovóye?
–Murió ahogado en vodka. Sus propios siervos mancomunados,
en un intento de apaciguarlo en uno de sus arranques de violencia provocados
por el trago y furiosos porque les negó la paga extraordinaria de Navidad, lo
inmovilizaron de pies y manos, le metieron el gollete de la botella en la boca
y lo dejaron morir como a un perro degollado. A mí me dolió mucho su muerte,
aunque a veces, preso de mis instintos de venganza, le deseé la muerte por
déspota y testarudo; con todo, desde ese luctuoso suceso, me sentí acosado por
sentimientos de culpabilidad y viví arrepentido como el detestable Dimitri, el
parricida que asesina a su padre en Los hermanos Karamásov.
Al cabo de estas palabras, pronunciadas con un dejo de
autocompasión, lo noté algo nervioso; crispó las manos, cruzó los pies y cerró
los ojos. Fue entonces cuando aproveché para preguntarle sobre la epilepsia que
padecía desde los nueve años de edad. Él se acarició la barba, suspiró hondo y
contestó:
–Esa enfermedad de mierda, que cada vez se hacía más
convulsiva y frecuente, me sirvió al menos para describir la epilepsia vivida y
sufrida por el príncipe Myshkin en El idiota y la de Smerdyakov en Los
hermanos Karamázov.
No quise entrar en detalles y pasé a la siguiente pregunta:
–Después de culminar tus estudios de ingeniería, con el
grado militar de subteniente, ¿dónde conseguiste trabajo?
–En la Dirección General de Ingenieros de San Petersburgo.
Compaginé mi trabajo de ingeniero con la de jugador de póquer. Tiempo después,
como despreciaba las matemáticas con la misma fuerza con que amaba la
literatura, abandoné el tedioso trabajo con los números para dedicarme al
oficio de las letras, aun sabiendo que de la literatura no se podía vivir
holgadamente, y mucho menos en una época en que existían más pobres que ricos y
más analfabetos que letrados.
–¿De nada sirvió que muy joven te hayas convertido en una
celebridad literaria luego del rotundo éxito de tu novela epistolar Pobres
gentes?
–La celebridad de un autor se desvanece con la misma
facilidad con que se apaga una estrella fugaz, no sólo porque mis posteriores
obras, desde El doble hasta La mujer del otro fueron acribilladas por la
crítica, sino también porque nunca pude comer de la literatura; es más, la
literatura me convirtió en un deudor moroso de cuantos tenderos e hijos de
vecinos se cruzaron en mi camino. A veces no tenía con que pagar el piso, no
disponía de fondos para invertirlos en el casino ni en los tratamientos de mi
enfermedad. Fue en esas circunstancias, de gran necesidad tanto material como
espiritual, que escribí el autoflagelante monólogo de un funcionario frustrado,
un antihéroe enfermizo y vengativo, que constituye Memorias del subsuelo, y
el primer borrador de Crimen y castigo, que es la obra en la cual desahogué
algunos de mis trastornos emocionales producidos por el fallecimiento de dos de
mis seres más allegados.
–A propósito de Crimen y castigo –irrumpí cortándole la
palabra–, me puedes explicar, ¿por qué se le ocurrió al protagonista de la novela,
el pobre estudiante de derecho Raskolnikov, la cruel idea de asesinar a la
anciana Aliona Ivanovna?
–Porque padecía
de delirios de grandeza. Él se sentía, en el plano moral y humano, un ser
supremo a ella, quien, siendo una prestamista próspera, era una vieja usurera;
por eso la mató a sangre fría, porque quería robarle el dinero y porque la
consideraba una escoria social, una cucaracha que sólo merecía el desprecio y
la muerte...
Al poco rato, me miró a los ojos y preguntó:
–¿Tú no hubieras hecho lo mismo que Raskolnikov?
No le contesté ni sí ni no. Y proseguí con la entrevista:
–¿No será que las acciones de Raskolnikov estaban
determinadas por las teorías socialdarwinistas, cuyos principios más aberrantes
sostienen que sólo los más jóvenes y fuertes tienen derecho a la vida?
–No eran esas ideas las que movían las acciones de
Raskolnikov, sino las necesidades existenciales que lo obligaron a obrar de
forma irracional. De ahí que, cuando volvía a su estado racional, se sentía
atormentado por la culpa y, a manera de redimirse espiritualmente, buscó el
castigo por el crimen cometido, entregándose voluntariamente a las autoridades.
–¡Ah! –dije–. Hablando de castigos y condenas, querría
saber, sólo por curiosidad, ¿cómo experimentaste tu
destierro a Siberia en 1849?
Dostoievsky se sirvió otra taza de té, miró en derredor y,
entre sorbo y sorbo, replicó:
–De eso prefiero no hablar. Me
acusaron de pertenecer a una organización clandestina y de conspirar contra el
zar Nicolás I; un personaje que, en honor a la verdad, nunca me interesó por el
poder autocrático que ostentaba ni por la hermosa mujer que tenía a mano; más
todavía, podría afirmar que en esa época tenía más diferencias con los
nihilistas y socialista ateos, que con las ideas aristocráticas del zar.
–Lo peor es que casi pagas con la vida una falsa acusación.
–Así es. Me condujeron a un lugar en que debía ser fusilado
junto a otros prisioneros. Me pusieron frente a un pelotón, maniatado y con los
ojos vendados. Escuché los disparos al aire, pero, por alguna razón hasta hoy
desconocida, mi pena máxima fue conmutada por cinco años de trabajos forzados
en Siberia, donde pasé rodeado de pulgas, cucarachas y silenciado dentro
de un ataúd. La prisión en Siberia era un sitio endemoniado; en verano, encierro intolerable; en invierno,
frío insoportable. Todos los pisos estaban podridos. La suciedad en los pisos
tenía una pulgada de grosor; uno podía resbalar y caer. Éramos apilados como
anillos de un barril. Ni siquiera había lugar para dar la vuelta. Era imposible
no comportarse como cerdos, desde el amanecer hasta el atardecer. Ahora bien,
si quieres saber más detalles sobre la compleja conducta de los humanos en
tales circunstancias, te recomiendo leer Memorias de la casa muerta, donde
analizo el sadismo de los carceleros y las condiciones infrahumanas de los
prisioneros condenados a trabajos forzados en lugares donde el diablo perdió
los cuernos.
–Siguiendo tus
afirmaciones, debo suponer que es menos dolorosa una muerte instantánea que una
condena perpetua, ¿no es así?
–En efecto, es preferible una muerte instantánea que el
sufrimiento de la tortura y el destierro –afirmó seguro de sí mismo. Luego
prosiguió–: No es casual que en El idiota diga que la guillotina se ha
inventado para evitar el sufrimiento del reo. Es menos dolorosa que la tortura
y el destierro. Claro que cuando te anuncian que irás al patíbulo, te invade
una enorme angustia, se te derrumba el mundo y el corazón se te acelera como un
caballo al galope. Aun así, es preferible la muerte en la guillotina, donde lo
terrible se concentra en un solo instante, mientras tienes la cabeza expuesta a
la cuchilla y oyes como ésta se desliza hacia tu cuello...
La frialdad con que describió una decapitación, me provocó
un acceso de tos, seguido por un estremecimiento inevitable. Acto seguido, en
procura de cambiar el tema, le formulé otra pregunta:
–Cuando recobraste
la libertad, se sabe que te reincorporaste al ejército como soldado raso
y que fuiste destinado a una fortaleza en Kazajistán, donde conociste al primer
amor de tu vida. ¿Verdad?
–Ni más ni menos –corroboró con la mirada puesta en una de
las mesas de casino del local–. Allí comenzó mi relación con María Dmítrievna
Isáyeva, quien, antes de meterse en la cama conmigo, fue la esposa y viuda de
un compañero que conocí en Siberia. Con ella contraje matrimonio en febrero de
1857, pero, hablando en pepas, confieso que nunca fui un marido feliz con ella.
–Quizás no sólo porque la llama del amor se apagó entre
ustedes, sino también porque volviste a caer en el embrujo de los juegos de
azar.
–No voy a negar que soy un ser depresivo y un jugador
empedernido de la ruleta, donde he despilfarrado mis rublos entre copas de
vodka y camareras de vida alegre, hasta verme sumergido en graves problemas
financieros, acorralado por las deudas y por una angustia que no lograba
superar ni siquiera con la ayuda de mi esposa.
–¿Y qué hacías para evitar el acoso de tus acreedores?
–Huía al extranjero. Recorrí por varios países de Europa
occidental, donde derroché mucho dinero en los casinos; incluso conocí, en uno
de esos viajes, a la crupier y joven estudiante Paulina Súslova, con quien
mantuve un romance efímero pero apasionado, hasta el día en que ella decidió
abandonarme, según me dijo, debido a mi adicción a los juegos de azar y mis
ideas conservadoras que no eran de su agrado.
–¿Se puede decir que los juegos y las mujeres han sido dos
de los problemas que más atormentaron tu vida?
–No los únicos, pero sí los que más me enseñaron a
comprender que la dicha y la desdicha son hermanas gemelas, que se atraviesan
en nuestras vidas cogidas de la mano. A todo esto hay que añadirle la muerte de
un ser querido. Por ejemplo, cuando mi esposa María Dmítrievna Isáyeva murió en
1864, seguida poco después por la de mi hermano Mijaíl, quien, además de su
viuda, me dejó un montón de deudas y cuatro sobrinos a quienes dar de comer, me
hundí en una profunda depresión y me dedique obsesivamente a jugar en los
casinos. Perdí lo poco que tenía y quedé en la ruina. Para recobrar la dignidad
y saldar mis cuentas, me vi obligado a recurrir al préstamo de un editor poco
escrupuloso, bajo el compromiso de entregarle una nueva novela completa en el
plazo de un año. De modo que contraté los servicios de la mecanógrafa Anna Grigórievna
Snítkina, la misma que me ayudó a transcribir, en el lapso de sólo veintiséis
días, la novela El jugador, basada en mi pasión por la ruleta.
–¿En esos días nació tu romance con Anna, a poco de apostar
con un amigo que, a pesar de tu edad, eras todavía capaz de conquistar a una
jovencita?
–Así es, era una muchacha tierna y encantadora. Con ella me
casé el 15 de febrero de 1867 y alcancé la felicidad plena. Juntos viajamos a
Ginebra, donde nació y murió mi primogénita, como si Dios, que siempre fue muy
cruel conmigo, me la hubiese arrebatado a poco de haber nacido...
Los ojos se le inundaron de lágrimas, la voz se le aflojó y
se sonó la nariz con un pañuelo a rayas.
No supe qué hacer, me puse incómodo y hasta me sentí
culpable de su repentino malestar. No obstante, a manera de reconfortarlo, se
me ocurrió la idea de que podía proponerle otras preguntas ajenas a su vida. Y
dije:
–Ahora que ya hablamos de tu vida, quizás sea oportuno
profundizar sobre el hilo argumental de algunas de tus obras.
–¡Ahora no! –dijo poniéndose de pie–. Ahora se me hizo tarde
y tengo otros compromisos.
Asentí con resignación, disponiéndome a pagar la cuenta del
té.
Dostoievsky hizo chasquear la lengua contra los dientes,
meneó la cabeza y dijo:
–Esta vez invito yo...
Sacó monedas del bolsillo de su chaquetón y los puso sobre
la mesa, con el típico ademán de quien está acostumbrado a apostar y jugar a la
ruleta.
Abandonamos el local justo cuando la lluvia se precipitaba
como por un caño roto. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos, cual
viejos amigos que se reencontraron para revivir tiempos idos. Él se perdió en
la esquina oscura y fría de la ciudad que odiaba y amaba a la vez, mientras yo
me encaminé rumbo al hotel, sin dejar de pensar en que los humanos, aun estando
protegidos por un aura de celebridad, somos simples mortales ante Dios y el
Diablo.