EN LAS MONTAÑAS DE LLALLAGUA
Llegar
a Llallagua desde Huanuni, por un tramo que ahora está asfaltado, implica
cruzar por una topografía accidentada, con zonas ecológicamente semiáridas,
cañadones vertiginosos y ríos caudalosos en épocas de crecida. En algunos
sitios, contemplados desde la ventanilla de la flota, el panorama de la meseta
andina presenta terrenos con ausencia de agua, serranías, cuencas y quebradas
sin atisbos de vida. A ratos, cuando la flota avanza por caminos que parecen
víboras reptando por las laderas de los cerros, donde la paja brava y los
arbustos silvestres son mecidos por el viento, se tiene la sensación de estar
ingresando en un mundo dominado sólo por el frío y la naturaleza salvaje.
En la tranca de Llallagua, cerca del Campamento Uno y
los desmontes, un Cristo de mármol, con los brazos abiertos y la mirada
impertérrita, da la bienvenida a los pasajeros que arriban en autos
particulares, flotas y minibuses desde Oruro, tras ganar la distancia en una
flamante carretera que el gobierno hizo construir como símbolo de progreso.
La población civil, que se vislumbra desde la tranca,
como arrinconada contra las montañas, parece descolgarse hacia una pendiente.
Sus principales calles, angostas y serpenteantes, están atestadas de gente y
ostentan con orgullo tiendas, farmacias, alojamientos, pensiones, taxis,
puestos de chucherías y hasta uno que otro karaoke para divertirse y pasar la
noche entre trago y trago, salvo los días miércoles en que se aplica la Ley
Seca, que las autoridades municipales determinaron para evitar el consumo
excesivo de bebidas alcohólicas entre los universitarios.
La población de Llallagua, desde que la dejé hace 34
años atrás, ha crecido en lo demográfico, a pesar de la relocalización de las
familias mineras tras el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz
Estenssoro lanzó en 1985. Las plazas presentan una vegetación pintoresca y las
empinadas calles lucen construcciones de arquitectura avanzada, como si el
resplandor de otros tiempos hubiese vuelto a instalarse en esta tierra hecha de
mineros y minerales.
En la Calle Linares, donde se hunde el terrero como un
tobogán y por cuyo pequeño puente cruza el Ch’aquimayu (Río Seco), se
encuentra la frontera entre el campamento minero de Siglo XX y la población
civil de Llallagua, en cuyos bares y bazares zumba, a todo volumen y desde los
parlantes instalados en plena acera, la música chicha y los wayños del norte de
Potosí.
Caminar
por esta calle, que antes me parecía más ancha y larga, me trajo un tumulto de
ideas que se me agolparon en la mente. Lo mismo experimenté cuando estaba en la
Plaza 6 de Agosto y en la Plaza del Minero de Siglo XX, delante del estoico
monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar y el busto de César Lora;
dos grandes luchadores obreros que ofrendaron su vida a la causa de la
revolución proletaria.
Mirar
el balcón del Sindicato Mixto de Trabajadores, que ahora me parecía también más
pequeño que entonces, me evocó la nostalgia del pasado, aquellos años en que,
en mi adolescencia turbulenta y en mi condición de representante de los
estudiantes del Colegio Primero de Mayo, hablaba ante una muchedumbre que
colmaba la plaza cada vez que se trataba de pedir la libertad del fuero
sindical, el retiro de las tropas militares acantonadas en los balnearios de
Uncía o protestar contras las injusticias sociales.
En
lo alto de las montañas de Llallagua, donde me paré con la mirada tendida en el
horizonte, una serie de recuerdos desfilaron por mi mente, como los campamentos esparcidos alrededor de la
pulpería, la estación de trenes en Cancañiri, el ulular de la sirena del
Sindicato, los balnearios termales de Catavi, los teatros construidos en piedra
labrada y en cuyas salas nunca se repetía la misma película dos veces.
Los campamentos están
habitados por cooperativistas mineros y estudiantes de la
Universidad Nacional Siglo XX. Lo mismo ocurre en Cancañiri, campamento ubicado en la parte alta de Siglo XX, abierta entre los años de
1902 y 1905 para los trabajadores de la mina llamada Bocamina Cancañiri, que
fue abandonada tras el Decreto Supremo 21060. Las casas fueron desmanteladas
por el paso del tiempo y algunas hileras del antiguo campamento quedaron
reducidas al ras del suelo, aunque algunos aseveran que, con la conformación de
las cooperativas mineras, tienen nuevamente el aspecto de un pueblo pequeño. Yo
no me lo creo, porque en este lugar, donde había una pulpería, una cancha de basquetbol,
una botica, una estación de ferrocarril, un cine y una escuela, hoy no queda
más que escombros a lo largo de un camino accidentado y pedregoso.
De todos modos, la historia de esta población minera, cuyas calles escupen polvo y los vientos
silban como condenados entre las quebradas de un río que arrastra copajira, comienza
y termina en la cima de estos cerros enclavados en la cordillera andina, desde
donde se puede divisar, bajo el color añil del cielo, una cadena de montañas
que se pierden a lo lejos como las crestas de un mar embravecido.
La leyenda cuenta que los nativos del altiplano, antes
de consumada la conquista en estas tierras agrestes, bautizaron a uno de los
cerros con el nombre de Llallagua o Llallawa, en honor a un espíritu benigno
que, como el Ekeko de joroba prominente y apéndice fálico, trae abundancia en las cosechas de la papa, sobre todo, cuando la
Pachamama se regocija concediéndoles a sus hijos un tubérculo más grandes de lo
normal y en forma de dos papas unidas entres sí, como si fuesen siameses unidos
por el vientre.
Como se trataba de abundancia y prosperidad, se cuenta
que en estas escarpadas cumbres, parecidas a las jorobas de dromedarios en
reposo, se escondían las riquezas minerales en las profundidades de la
Pachamama, a la espera de que los topos humanos hirieran la roca a fuerza de
combo, barreta y pico, y penetraran hasta sus más recónditas oquedades para
explotar las vetas de estaño entre rituales, ch’allas y explosiones de
dinamitas.
Asimismo, se cuenta que Juan del Valle, uno de los conquistadores que
llegó a estas tierras en el siglo XVI, fue el primero en pisar estas cumbres en
1564 y el primero en escarbar el cerro en un intento por encontrar las mismos
yacimientos de plata que sus coterráneos explotaban a manos llenas en el Cerro
Rico de Potosí; mas una vez frustrado en sus propósitos, el conquistador,
embestido en armaduras de hierro y montado a horcajadas sobre el lomo de un
caballo, abandonó el lugar y desapareció para siempre en la noche de los
tiempos, sin dejar más huellas que el cristiano nombre de Espíritu Santo, con
el que rebautizó a estos cerros de Llallagua.
Siglos
después, en estas mismas montañas, ubicadas a 4.675 metros sobre
el nivel del mar, pletóricas de estaño y sedientas de vidas humanas, amasaron
fortunas el chuquisaqueño Pastor Sainz, el inglés John B. Minchin, hasta que
apareció el cochabambino Simón I. Patiño, el cuarto y último dueño de estas tierras
que dieron tantas riquezas al mundo a cambio de pobreza. Los biógrafos de Patiño
refieren que este hombre, de estatura mediana, espaldas anchas, rostro cuadrangular y bigote espeso, presentía desde un principio que el cerro
estaba a punto de hacerle una gran revelación. Compró la mina La Salvadora a
mediados de 1897 y dispuso todos sus ahorros en abrir los rajos de una mina con
la ayuda de varios peones, hasta que al filo del siglo XX, tras la detonación de una descarga de dinamitas, se hizo el milagro de
Llallagua. Los trozos del metal del diablo esparcidos por doquier eran de
altísima ley y no necesitaban ser triturados en una chancadora a mano ni ser
procesados antes de ser transportados a lomos de mula y llama hasta el puerto
de Antofagasta y de allí, por alta mar, a los hornos de fundición de la Williams
Harvey & Co. en Liverpool.
En los siguientes años, emborrachado por las ganancias que
parecían lloverle desde el cielo como por gracia divina, adquirió otras minas y
su fortuna se multiplicó de una manera asombrosa. Entonces cambió a las mulas y
llamas por el Ferrocarril Machacamarca-Uncía, que hizo construir en 1911, para
transportar las cargas de mineral directamente desde la bocamina hasta las
costas chilenas. En julio de 1924 consolidó sus intereses en la Patiño Mines
and Enterprises Consolidated, tras aliarse con accionista norteamericanos para
asegurar sus propiedades, compuestas fundamentalmente por la Compañía
Estanífera Llallagua y La Salvadora. En 1940, según reveló una revista de
Nueva York, Patiño se encontraba entre los diez hombres más ricos del mundo y
fue llamado Rey del Estaño.
La fortaleza de Patiño estaba ubicada en Miraflores, aledaña
al cerro de Llallagua y sólo separada por unos kilómetros, donde estableció su
vivienda, una planta eléctrica y un ingenio de minerales. Su vivienda, que
actualmente es un Museo de fachada deteriorada, fue un regalo a su mujer Albina
Rodríguez Ocampo, quien lo apostó todo por la suerte de su marido en las malas
y en las buenas. Quizás por eso Patiño, en recompensa por todo lo que ella hizo
desde un principio, la llevó a vivir como a una reina en París, mandó a
construir en su nombre el Palacio Portales en Cochabamba y la Villa Albina, una
vivienda señorial en Pairumani, donde el inmueble, desde el piso hasta el
techo, fue importado en trasatlánticos desde el Viejo Mundo.
Llallagua, desde fines del siglo XIX, se constituyó en
el centro neurálgico de la economía nacional y la vida republicana. Aquí se organizó la primera
industria moderna de Bolivia, aquí nació el sindicalismo minero y fue el
escenario principal de los partidos políticos de la izquierda tradicional, que
impulsaron a los trabajadores a luchar, a brazo partido y la frente altiva,
para conquistar sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas. Aquí se ganó la reducción de la jornada de trabajo a 8 horas y
aquí hicieron gran fortuna los pioneros del capitalismo minero.
Las riquezas extraídas del vientre de estas montañas
han puesto y depuesto a presidentes de la república. Entre estas mismas
laderas, en las cuales se vertió sangre obrera, se firmó la nacionalización de
las minas después del triunfo de la revolución nacionalista del 9 de abril de
1952, cuyo principal objetivo fue sepultar al Estado oligárquico, representado
por los magnates mineros Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Carlos Víctor
Aramayo, conocidos también como los barones del estaño.
Las laderas y las pampas de estas poblaciones mineras,
dignas de ser registrada en los anales de la memoria histórica, están teñidas con
sangre obrera. Baste citar la masacre minera de Uncía, en 1923; la masacre de
Catavi, en la pampa María Barzola, en 1942; la masacre de Siglo XX, en 1949; la
masacre en la noche de San Juan, en 1967. Empero, es probable que la peor
masacre de todos los tiempos haya sido el Decreto Supremo 21060, que el
gobierno de Víctor Paz Estenssoro promulgó el 29 de agosto de 1985, provocando
el despido masivo o la relocalización de miles de trabajadores, quienes
abandonaron sus fuentes de trabajo para buscarse otras formas de sustento fuera
de los campamentos mineros que, poquito a poco, fueron ocupados por los
estudiantes llegados del interior y por los “cooperativistas”, que empezaron a
trabajar, sin seguridad laboral alguna, los residuos que dejó la bonanza minera
de principios de 1900.
En la bocamina de Siglo XX -ahora rodeada por despojos
y rieles oxidados, vagones metaleros en desuso, ruinas de inmensas estructuras
que un día fueron ingenios, andariveles, barracas-, lo único que ha quedado en
el dintel de la bocamina es la estatuilla de la Virgen de la Asunción y en el
interior de mina la estatuilla diabólica del Tío.
Quién creería que al pie de estos cerros, que en el
periodo Devónico fueron volcanes en erupción, se levantaron a unos 4.400 metros sobre el nivel
del mar los campamentos mineros de Siglo XX y la población
civil de Llallagua, y existieron socavones que, convertidos en tragaderos de
vidas humanas, manaron alrededor de 30 mil toneladas métricas de estaño fino
por más de medio siglo, desde la época en que Patiño descubrió la veta más rica
del mundo en el Cerro Juan del Valle, hasta el estallido de la revolución
nacionalista de 1952.
En la actualidad, en este pueblo acunado por quechuas
y aymaras, donde todavía sobreviven las tradiciones ancestrales y se dio un
mestizaje cultural sin precedentes tras el arribo de los conquistadores
ibéricos, la actividad económica más significativa en el área rural es la agricultura y la
ganadería, en tanto que en el área urbana la actividad principal es la administración
pública, el comercio artesanal y la explotación del estaño. Todo esto secundado
por la actividad universitaria, que le devolvió vida a la población civil que
se resiste a sucumbir en los polvos del olvido. No en
vano el himno compuesto por Liborio Salvatierra, nos habla en sus versos del
valor y la fuerza que caracteriza a los hombres de esta tierra: …De estirpe morena
Llallagua bendita/ Bañada de gloria estaño y sudor/ Un
pueblo pujante con paso triunfante/ Marcha
altivo con fuerza y valor/ Tu nombre por siempre retumbara/ El
mundo entero escuchara/ De valientes mineros la gloria/ Que
han escrito con sangre la historia…
Volver a dejar Llallagua, quién sabe por cuánto
tiempo, es como sentir una estocada en el alma, mientras el corazón palpita
como el eco de las explosiones de dinamitas en el interior de la mina. Con
todo, sujeto a la nostalgia de quien abandona su terruño amado, no queda más
que abrazarse a la idea de que esta población minera, ubicada en la
provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí, fue, es y será para
siempre la tierra de mis primeros amores, el baluarte que forjó mis ideales y
el ámbito en el cual contextualicé una buena parte de mi obra literaria.