EL TABLERO DE LA MUERTE
Atahuallpa está tendido de bruces en un rincón de su fortaleza convertida
en prisión. Tiene cadenas en los pies, las manos y el cuello, y lleva un manto
tejido por las vírgenes del Sol.
El Inca alza su rostro, mira las paredes de granito y el techo de paja. Se
levanta con el chirrido de las cadenas y arrastra los pies en dirección a la
puerta. En el patio, los soldados encargados de su custodia hacen rodar los
dados sobre la piel de los tambores, mientras Hernando de Soto y Riquelme
juegan al ajedrez en un tablero pintado sobre una mesa, con piezas hechas de
barro y cocidas al horno.
El Inca contempla la partida de ajedrez desde el quicio de la puerta y
recuerda el ocaso de su Imperio:
El día que acudí al encuentro de este puñado de ladrones salidos de la mar,
con mentiras en la lengua y en el alma, llegué a la plaza amurallada de
Cajamarca, sentado en una litera empenachada con plumas. Llevaba mis vestiduras
más suntuosas, una diadema de diamantes y un cetro mitad oro, mitad madera.
Junto a mí estaba la comitiva de nobles, portando joyas en las orejas, collares
de esmeraldas y conchas marinas. Atrás venían mis concubinas de túnicas
flotantes y un ejército de guerreros armados de hondas, mazas, lanzas, arcos y
flechas.
Al caer la noche, precedida por ventarrones aullantes, aguardé la llegada
de los hombres de caras blancas y barbas luengas que, según versiones del
chasqui, no eran dioses sino mortales, que iban embutidos en cascos y túnicas
metálicas, montados en animales más veloces que las llamas y cargando fierros
que sonaban como truenos.
Al otro día, el capitán de barba prieta, que escondió a sus soldados detrás
de los muros, advirtiéndoles arrancar de su corazón todo temor como mala
hierba, ordenó a Hernando de Soto venir a mi encuentro en compañía del
lengüilla Felipillo y de un grupo de diestros jinetes. Los caballos galoparon
abriéndose paso entre mis guerreros y concubinas, quienes, al ver esos
monstruos de cuatro patas y dos cabezas, quedaron con el alma en vilo; algunas
se desplomaron y otras se desbandaron al son de relinchos y cascabeles.
Cuando Hernando de Soto se acercó a mi litera, tiró de las riendas con todo
el furor de sus fuerzas y el caballo se alzó sobre sus patas traseras,
esparciendo babas sobre mi manto sagrado. Permanecí impertérrito, con la mirada
clavada en el suelo. El conquistador se apeó de un brinco y, por intermedio de
Felipillo, me transmitió el mensaje de Francisco Pizarro. Levanté la cabeza, le
toqué la coraza y me herí los dedos con la espada. De Soto volvió a montar en
el caballo y desapareció entre remolinos de polvo.
En ese instante, Atahuallpa escucha la palabra jaque y una algarabía
de voces y gritos. Después retira la mirada del tablero y retoma el hilo de su
recuerdo:
En la plaza se hizo un gran silencio; callaron los tambores, enmudecieron los
cantores y pararon las bailarinas. Era tan grande el silencio, que ni las hojas
de los árboles se mecían, ni los pájaros remontaban el vuelo. De la puerta del
centro salió una figura ataviada con túnicas negras, dos palos cruzados sobre
el pecho y un objeto extraño en la mano. Se llamaba Vicente Valverde y su
misión era conquistar nuestras tierras y nuestros corazones.
–Éste es el Dios verdadero, el breviario –dijo, entregándome ese objeto
extraño.
Lo tomé en la mano, lo agité contra la oreja y, al comprobar que no tenía
voz, lo arrojé lejos de mí. Valverde se ofendió, retrocedió a paso lento y
exclamó: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! Pizarro desenvainó la espada y ordenó
abrir fuego. Así empezó el ataque; los caballos hicieron retumbar sus cascos,
las ballestas sembraron el pánico y los estampidos de los arcabuces sacudieron
mi litera como si flotara en alta mar. Al cabo de media hora, todo estaba
consumado. Pizarro se apoderó de mi litera, y los soldados, encadenándome las
manos y el cuello, me condujeron a la Casa de la Serpiente, en cuyo patio, los
capitanes empezaron a jugar al ajedrez, apostando esmeraldas y mariposas áureas
que de un soplo se elevaban del suelo.
A dos días de mi cautiverio les ofrecí a los capitanes un fabuloso rescate
a cambio de mi libertad. Les propuse llenar una habitación de oro y dos de
plata. Me empiné y alcé mi brazo en alto. Un soldado marcó con tinta el lugar
por mí señalado y un notario redactó el convenio.
A lo largo de tres meses, caravanas de indígenas acudieron con los tesoros
de todo el Imperio. Desde el Cuzco venían las láminas de oro que fueron
arrancadas del Recinto Dorado: leñadores con árboles de algarrobo, un niño
tendido en una hamaca, discos con cabezas humanas y cuerpos de animales
salvajes, copas con piedras preciosas que sonaban como matracas, una araña que
paría perlas y una vasija en forma de concha de caracol, cinturones con cabezas
de jaguar, coronas engastadas de rubíes y diamantes, un jardín con frutos de
oro macizo y una fauna de plata y turquesa.
Yo cumplí con mi palabra.
Pizarro se convirtió en el hombre más rico de la historia y un soldado hizo
plañir la trompeta, para que los orfebres fundieran en nuevas fraguas las obras
de su creación. El horno engulló dioses y adornos, y vomitó lingotes de oro y plata.
Al precipitarse el sol tras el hilo tenso del horizonte, Hernando de Soto y
Riquelme hacen los últimos movimientos sobre el tablero de ajedrez. En la
frente les perla el sudor y en el pecho les galopa salvajemente el corazón.
Cuando de Soto se dispone a mover un caballo, el Inca le toca el hombro y dice:
No, capitán. La torre, mejor la torre. Hernando de Soto sigue el consejo
y hace jaque mate a Riquelme. Ambos se miran asombrados al comprobar que el
Inca había aprendido todos los movimientos y trucos del juego, simplemente
observando lo que hacían los jugadores. Mas de nada le sirve al Inca su
habilidad y el fabuloso rescate pagado a cambio de su libertad, puesto que la
imprudencia de inmiscuirse en lo ajeno, lo llevaría a perder el Imperio y la vida.
Al otro día, Francisco Pizarro, sentado en el trono de Atahuallpa, le
anuncia que habían resuelto condenarlo a morir en la hoguera. El Inca se agarra
la cabeza y contesta: No me digas burlas. ¿Qué hice yo para merecer este
castigo? Pizarro se retira y desaparece.
Cuatro soldados conducen al Inca hacia la hoguera, pero como él no quiere
desaparecer del mundo como ceniza, sino seguir reinando momificado en una
chullpa, acepta su conversión al cristianismo para cambiar el tormento de la
hoguera por el privilegio de la muerte por estrangulamiento.
El Inca avanza hacia el patíbulo con la cabeza gacha y besando la cruz. Se
sienta en una burda silla de madera, apoya la espalda contra un poste y el
torniquete de hierro le parte la nuca.