EL MUNDO FANTÁSTICO
EN LA LITERATURA INFANTIL(*)
Como todo ser humano, desde que el mundo es mundo, desde la
noche de los tiempos, he vivido atrapado por los mitos, las leyendas y los
cuentos provenientes de la tradición oral; por esas historias que, remontadas
en las alas de la imaginación popular, se han transmitido de generación en
generación y de boca en boca.
Aún recuerdo que mi abuela, una chola oriunda de una pequeña
provincia del norte de Potosí, haciendo gala de un lenguaje salpicado por
vocablos quechuas, me refería las aleccionadoras aventuras del Atoj Antoño y el
Cumpa Conejo; mientras mi abuelo, un chuquisaqueño de armas llevar, que cató
minas con la intención de convertirse en otro Simón I. Patiño, pero quien
después de la revolución de 1952 y al final de sus años no encontró más que la
desilusión y la pobreza, me introdujo en los estremecedores laberintos de los
cuentos de espanto y aparecidos. Así fue como un día, al notar que no podía
conciliar el sueño por el temor que le tenía a la noche, escuché en sus labios
la leyenda del Tío: Dicen que el diablo llegó a las minas una noche de
tormenta, dijo, mientras afuera el cielo se vaciaba en relámpagos y
aguacero. Desde entonces no he dejado de pensar en la imagen diabólica de ese
personaje que habita en los socavones de Bolivia ni en las consejas mineras que
adquirían una dimensión particular en la mente de mi abuelo, quien, aparte de
ser un narrador jocundo y carismático, era capaz de embelesar a cualquiera con
sus historias fantásticas. Sabía gesticular con emoción y cambiar las
inflexiones de la voz, a la vez que los ojos se le iluminaban como lamparitas
de acetileno y las palabras le brotaban fluidamente, como si todo el tiempo
estuviese contando un viejo cuento de magia y de misterio. Así era mi abuelo,
conocedor de la mina y sus secretos; un hombre de ideas liberales que,
tomándome de la mano, me enseñó a conocer el realismo social y el mudo secreto
de los mineros, con quienes compartí y conviví desde mi infancia. Conozco las
necesidades de sus hogares, el drama de sus luchas y la tragedia de sus vidas,
más trágicas todavía cuando se sabe que estos hombres mueren con los pulmones
reventados por la silicosis y a cuatro mil metros sobre el nivel de la miseria.
Debo reconocer que, debido a la falta de medios materiales y
a la realidad que me tocó vivir, no tenía la menor idea de la existencia de una
literatura infantil, con libros profusamente ilustrados a todo color y con
autores que se dedicaban a cultivar apasionadamente este género literario, sino
hasta cuando salí de Bolivia, exiliado por una dictadura militar, y fui a dar
en el techo del mundo, sin más equipaje que los recuerdos, porque los agentes
del gobierno me sacaron directamente de la cárcel y me embarcaron en el
aeropuerto de El Alto rumbo a Suecia, un país que, por cierto, me acogió con
los brazos abiertos y me enseñó a valorar el verdadero significado del respeto
a los Derechos de los Niños, haciendo hincapié en que uno de esos derechos es
su acceso libre y gratuito a la literatura.
Cuando empecé a trabajar en una Biblioteca de Niños en
Estocolmo, me quedé maravillado, por primera vez, ante un cofre literario lleno
de joyas destinadas a los pequeños
lectores, pues hasta entonces vivía aferrado a la idea de que los cuentos
infantiles existían sólo en la tradición oral y la memoria colectiva, y no en
los libros impresos con fascinantes ilustraciones que, además de despertar la
sensibilidad estética de los niños, eran varitas mágicas que estimulaban su
fantasía.
Ésta fue una experiencia magnífica para quien como yo, que
cursó la educación primaria y secundaria en la población minera de Llallagua,
estaba acostumbrado a leer sólo por obligación los cuentos y poemas que,
a manera de materiales auxiliares de lectura, se incluían en los libros de
texto; en esos manuales didácticos, engorrosos y aburridos, cuyo objetivo
principal estaba orientado a impartir las complicadas reglas gramaticales, que
a mí, como a la mayoría de los alumnos, me parecían más complicadas que las
operaciones matemáticas.
La Biblioteca de Niños, contrariamente a lo que relata Jorge
Luis Borges en La Biblioteca de Babel, no era la metáfora del universo ni la
esfera de Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en
ninguna; tampoco tenía galerías hexagonales ni espejos que duplicaban las
apariencias.
La Biblioteca de Niños no era como la Biblioteca de Babel,
un laberinto caótico donde se escondía el libro análogo a Dios, que Jorge Luis Borges
buscaba enloquecido entre dialectos pretéritos y remotos, sino un local exento
de leyes divinas, donde los libros eran accesibles a la inteligencia humana y
ninguno estaba escrito en dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con
inflexiones de árabe clásico; tampoco existía un libro que fuese la “cifra y
el compendio perfecto de todos los demás”, o un simple laberinto de letras,
puesto que buscar un relato coherente en una sopa de letras es lo mismo que
querer encontrar una aguja en el pajar.
En la Biblioteca de Niños, nadie necesitaba más tiempo de lo
debido para hallar el libro deseado, pues los anaqueles estaban ordenados en
base a un sistema riguroso de computación, que registraba el nombre del autor,
la fecha y el lugar de edición, el título y el género de la obra. En La
Biblioteca de Babel, en cambio, todo era impenetrable. Para localizar el libro
A, primero se debía consultar el libro B, y para localizar el libro B,
consultar el libro C, y así sucesivamente.
La Biblioteca de Niños, donde yo trabajé como si cada día
asistiera a un jardín infantil, era el más concurrido y atractivo de cuanto he
conocido; las paredes lucían imágenes arrancadas de los cuentos de hadas,
mientras del techo, tan alto como puedan imaginarse, pendía un magnífico
aerostato, representando La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne, a la vez que el mobiliario estaba hecho según
las recomendaciones pedagógicas de María Montessori. De modo que el
bibliotecario parecía Gulliver en Liliput y la bibliotecaria Alicia en el país
de las maravillas.
Los niños iban y venían explorando tesoros escondidos en los
anaqueles y haciendo chirriar mesas y sillas. Al detenerse de súbito, con la
mirada encendida por la emoción, alargaban el brazo y tomaban el libro próximo
a sus manos. Luego lo contemplaban de arriba a abajo, de anverso y reverso, y,
cuando abrían las tapas, quedaban absorbidos en un mundo de aventuras y
desventuras, apenas oían las voces de los personajes que poblaban sus sueños.
De las páginas saltaban, uno a uno, Caperucita y el lobo,
Aladino y su lámpara maravillosa, Cenicienta y su madrastra perversa,
Blancanieves y los siete enanitos, la Bella Durmiente y el príncipe azul que la
despierta, la Bella y la Bestia, Pippi Calzaslargas y Nils Holgersson, quien,
montado a horcajadas sobre el lomo de un ganso, invitaba al lector a un viaje
maravilloso a través de Suecia, para enseñarle la historia, la geografía y las
costumbres de este país escandinavo, donde yo mismo recorrí de sur a norte en
compañía de la obra de Selma Lagerlöf.
La Biblioteca de Niños, hecho de calor y cariño, me sirvió
no sólo para refugiarme en el reino fantástico de los cuentos infantiles, sino
también para reflexionar que, en el país que me vio nacer, existen todavía
quienes viven y mueren sin aprender a leer ni escribir, y cientos de miles de
niños y jóvenes que no tienen acceso a una sola joya de la literatura infantil
y juvenil.
Por lo demás, si La Biblioteca de Babel era el resumen del
caos del universo, la Biblioteca de Niños era un plácido jardín, donde los
libros parecían flores y los niños mariposas.
Así pues, la biblioteca comunal de Tyresö, donde trabajé a
principios de los años 80, me permitió retornar a mi pasado y rescatar al niño
que habita dentro de mí, y a quien, acaso sin saberlo o sin quererlo, lo
rechacé durante mucho tiempo, hasta que volví a repetir:Desde adentro, desde adentro,/ Desde el fondo de un abismo,/ Viene
corriendo a mi encuentro,/ Un niño que soy yo mismo... Estos versos de
Óscar Alfaro es un auténtico Viaje al
pasado, a esa infancia que es un tesoro que debemos guardar celosamente y
no perderlo nunca, pues ese niño o niña que habita en nuestro fuero interno,
manteniéndose latente y negándose a morir, se manifiesta de manera espontánea
cuando la lógica del razonamiento adulto es vencida por la fuerza del
subconsciente, donde gobierna ese niño o niña que constituye el cimiento sobre
el cual edificamos nuestra personalidad. No en vano reza el sabio proverbio
inglés: El niño es el padre del hombre.
Por eso mismo, me llaman la atención los versos de añoranza
de Pablo Neruda, quien, con su mirada de infancia, irremediablemente perdida,
decía: ...Y a veces recordamos/ al que
vivió en nosotros/ y le pedimos algo, tal vez que nos recuerde/ que sepa por lo
menos que fuimos él,/ que hablamos con su lengua,/ pero desde las horas
consumidas/ aquél nos mira y no nos reconoce... Es decir, El niño perdido de Pablo Neruda, además
de causarme angustia, me provoca una rara sensación de algo que no quisiera
experimentar en carne propia, pues lo que yo quiero, sin vacilar un solo
instante, es que mi niño me acompañe hasta la muerte, y no porque tenga miedo a
hacerme viejo, ni llevar a cuestas el peso de la experiencia y la apariencia
física, sino, sencillamente, porque así me siento entero, con el anverso y el
reverso de mi vida y de mi tiempo.
Ser viejo en lo físico no es lo mismo que ser viejo en lo
psíquico. Einstein, por ejemplo, tenía el pelo blanco, pero era un niño por
dentro; era sabio, pero tenía el corazón y la imaginación de un genio de quince
años, aunque a la edad de los 25 se situó en la cúspide de los titanes del
pensamiento humano, como Copérnico o Newton, tras descubrir la relatividad del
tiempo, de nuestro tiempo. Por lo tanto, debo constatar que no soy el único
adulto que posee alma de niño, sino un adulto más en quien perdura el peso de
la infancia, con una pureza similar a la leche de la bondad humana.
Si todavía no se pusieron a pensar, valga recordarles que
las obras de los poetas, músicos, pintores y científicos, nacen del juego de
ese niño eterno que se esconde dentro de ellos; de ese niño que nunca pierde la
capacidad de entusiasmarse, preguntarse, reinventarse o maravillarse. De no
estar presente ese niño juguetón en cada artista, en cada uno de nosotros,
sería más grave la vida y menos llevadera la existencia. Por suerte, la
fantasía de un niño se prolonga hasta la muerte, aunque algunos lo desconozcan
por temor a perder su autoridad de adultos o porque, sujetos a las normas
lógicas y racionales de su entorno, se avergüenzan de sus fantasías, como si
fuesen propias del infantilismo pueril e impropio de la edad adulta.
Sigmund Freud, en su estudio sobre el poeta y la fantasía,
se preguntaba: ¿No habremos de buscar ya
en el niño las primeras huellas de la actividad poética? Sin duda, la
preocupación favorita e intensa del niño es el juego, actividad lúdica a través
de la cual se conduce como un poeta, creándose un mundo propio o, más exactamente,
situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. El poeta hace lo mismo que el niño que juega
-dice el padre del psicoanálisis-: crea
un mundo fantástico y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente
ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad.
Incluso el hombre que cree haber dejado de ser niño y haber dejado de jugar, no
hace más que prescindir de todo apoyo en objetos reales y, en lugar de jugar,
fantasea. Hace castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o
sueños diurnos, aunque a veces se avergüenza y oculta sus fantasías ante los
demás. Con todo, si el poeta, al igual que el niño, es un hombre que sueña
despierto, entonces la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el
sustituto de los juegos infantiles, así como los instintos insatisfechos son la fuerza impulsora de las fantasías, y
cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad
insatisfecha.
Sin la fantasía no seríamos lo que somos ni tendríamos lo
que tenemos. La actividad de la fantasía se expresa en la creación artística.
Gracias al poder de la fantasía, incubada desde la infancia y mimada hasta la
muerte, se han creado los instrumentos de los cuales disponemos en la
actualidad. Sin la fantasía no hubiera existido un Leonardo da Vinci ni un
Julio Verne, ese científico apresurado que, en su vida y en su obra, fue un
niño-viejo, como lo fue Jonathan Swift en los Viajes de Gulliver, J.R.R.Tolkien en la fantástica epopeya de El señor de los anillos, Lewis Carroll
en Alicia en el país de las maravillas,
los hermanos Grimm en sus cuentos
de hadas, Hans Christian
Andersen en sus cuentos fantásticos y
J.K. Rowling en las aventuras de Harry Potter. También Michael Ende
-otro de mis escritores favoritos- reivindicó la infancia como la etapa más
noble del ser humano, una etapa mágica en la que todo es posible, incluso
escribir la Historia interminable,
una larga correría por la fantasía, sin saber luego cómo salir de ella para
retornar a la realidad externa, donde muchos viven atrapados en las redes de un
mundo lógico y enteramente racional. Él mismo, con su aspecto de científico
bueno y la pipa en los labios, manifestó: Desde
la escuela han hecho sentirme diferente, éste es un mundo en el que no se ama a
los soñadores. Pero, por otra parte, nunca creí que los otros fueran como se comportaban. Siempre he
pensado que en el fondo, los otros son como yo, sólo que no lo saben. Otro
niño-viejo fue James M. Barrie, el periodista escocés y aspirante a escritor,
quien creó un personaje universal llamado Peter Pan, el niño eterno que se negó a crecer.
Sin embargo, así como los adultos se empeñan en hacerse
mayores y en esconder el Peter Pan
que los habita, yo me empeñé, como les iba contando, en estrangular al niño que
llevo en mi interior, sin entender que él también tenía derecho a vivir como el
adulto que intentó desalojarlo. Pero fue una misión imposible, porque el niño
que me habita se armó de coraje y, al igual que Peter Pan -el pequeño gran
héroe que podía volar como un pájaro y resistir los embates del temible capitán
Hook-, decidió enfrentarse a mi ser adulto y defender el lugar que le
corresponde en mi vida.
Desde entonces me ha sido más fácil identificarme con los
personajes del maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, con Pulgarcito de Charles Perrault, El Principito de Antoine de
Saint-Exupéry, Nalle Puh de Alan
Alexander Milne y Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren, cuyas aventuras de desobediencia y desacato a la autoridad
de los adultos me fascinan de manera especial, puesto que la picardía del
Lazarillo de Tormes, la ternura de Mary
Poppins y las aventuras de Peter
Pan, son elementos integrantes de la fantasía tanto de los niños como de
los adultos, así éstos últimos se nieguen a reconocerlo porque han olvidado su
infancia o porque se hacen de ella una idea casi artificial, como cuando se
niega obstinadamente la conocida frase de Nietzsche: En aquel hombre hay oculto un niño que quiere jugar.
Ya dije que, por mucho tiempo, negué al niño que habita en
mí. Es decir, había domesticado y reprimido mi fantasía, había supeditado mi
mundo interior al exterior, hasta que un día, por esos azares que no se pueden
explicar, lo fantástico encontró la manera de vengarse y de emerger, como ese
actor frustrado que por mucho tiempo permaneció maniatado en las catacumbas del
subconsciente. De ese desfogue nació el escritor que me tomó la delantera,
consciente de que uno de los grandes filones de la literatura es la historia
protagonizada por las niñas y los niños insatisfechos, quienes buscan refugio
en la fantasía para escapar de una realidad insoportable o, simple y
llanamente, aburrida y desastrosa. Quizás por eso, los niños de mis cuentos
suelen ser imaginativos y solitarios, que a veces hablan poco y lloran sus
penas en secreto, niños que viven una doble vida: la cotidiana y la de su
propio mundo fantástico.
Ahora bien, para quienes en el silencio, y a estas alturas
de mi intervención, se estén preguntando cuáles son los libros de literatura
infantil que escribí a lo largo de mi vida, la respuesta es única y
concluyente: no escribo libros para los niños ni las niñas, sino ensayos sobre
la literatura infantil, por la sencilla razón de que a los niños, en estos
vericuetos de la literatura, no se les puede meter gato por liebre. Por eso
mismo admiro a quienes, entre borbotones de ternura y deslumbrante ingenio,
dedican todo su tiempo y talento a escribir con la pasión del alma libros
destinados a los pequeños lectores, sin más pretensiones que crear obras hechas
de encantos y espantos, luego de haberse zambullido en los pensamientos y
sentimientos de sus protagonistas, en sus conflictos emocionales, en sus
actividades lúdicas y, sobre todo, en su lenguaje, que es el eslabón más
importante de la moderna literatura infantil y juvenil.
Ahora que he retornado a esta hermosa tierra que me vio
nacer, después de más de treinta años de ausencia, me empaparé de su realidad
desmesurada y contradictoria, en un intento por seguir las huellas de nuestros
precursores como Óscar Alfaro, Hugo Molina Viaña, Yolanda Bedregal, Beatriz
Shulze Arana, Rosa Fernández de Carrasco, Gastón Suárez, Paz Nery Nava, Elda de
Cárdenas, Alberto Guerra Gutiérrez y Antonio Paredes-Candia, para luego
descubrir y redescubrir la obra del medio centenar de escritoras y escritores
que están registrados en la Academia, donde algunos, con más bríos que otros,
brillan con luz propia en la constelación de una de las literaturas que mejor
estimula el hábito de la lectura en quienes mañana serán los grandes lectores
de la gran literatura universal.
Y para terminar este mi cuento, sólo cabe manifestarles que
me siento muy, pero muy feliz de ingresar como miembro honorario a la Academia
Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, una institución forjada por
personas honorables, que se dedican a cultivar el noble oficio de las letras,
en medio de un grupo selecto de colegas que, a partir de este memorable acto,
vivirán para siempre en el corazón humilde de este escritor que, ande por donde
ande, jamás dejará de ser un niño boliviano.
* Discurso de Víctor Montoya
cuando ingresó a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, La
Paz, julio de 2011