CONGRESO MINERO EN COROCORO
Esta fotografía, donde aparecen
algunos de los dirigentes del distrito minero de Siglo XX-Llallagua, que
participaron en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en Corocoro, en mayo
de 1976, lo guardé en el álbum de los recuerdos, hasta que, casi cuatro décadas
después, tuve la posibilidad de retornar a esta población ubicada en la
provincia Pacajes del departamento de La Paz, a una distancia aproximada de 80
kilómetros de la ciudad de El Alto.
El microbús se internó en la
topografía accidentada de la región, que tenía una cadena de cerros
distribuidos a lo largo y ancho del municipio, con la presencia imponente del
Cerro Kumpuku, un mirador natural ubicado aproximadamente a 35 kilómetros de
distancia de Corocoro, y la formación rocosa del Turiturini, que es de interés
turístico y visitado por los pobladores desde la época del incario, porque allí
se daban cita los yatiris para realizar rituales de ofrenda en honor a la
Pachamama.
Resabios de un glorioso pasado
Cuando el microbús arribó a la
parada final y puse mis pies, por segunda vez, en la tierra donde se producía
sulfato de cobre, me asaltó la sensación de que no estaba en el mismo distrito
minero que conocí en 1976. Las casas parecían deshabitadas y hasta tenía la
impresión de estar en una población fantasma, donde eran pocas las personas que
asomaban su rostro a las puertas y muchos los perros que deambulaban por las vacías
calles, al menos si tomamos en cuenta que en estas mismas calles, durante el auge
minero desde principios del siglo XX, estaban ubicadas varias casas comerciales
y centros culturales que fomentaban la presentación de obras teatrales y la
circulación de cuatro periódicos impresos: El
Esfuerzo, El Industrial, La Acción y El Deber; un fenómeno cultural que no se replicaba en otros centros
mineros como Siglo XX, Catavi, Pulacayo o Huanuni. Y, como si fuera poco, en
estas mis tierras bañadas por el color café-rojizo del cobre, vivieron
personalidades importantes del mundo político y cultural del país, como la
poetisa Adela Zamudio, el ex presidente boliviano Ismael Montes Gamboa y el líder sindical Juan Lechín Oquendo, quien, además, nació en esta tierra.
Con todo, Cocoroco no es más la
misma población que aparece en la fotografía desde el D.S. 21060, que el
gobierno de Víctor Paz Estenssoro firmó en 1985; una desastrosa coyuntura
histórica y económica que ocasionó el cierre de las minas nacionalizadas,
provocando una crisis laboral que dejó cesantes a miles de trabajadores y que
relocalizó a las familias mineras, que se marcharon a las ciudades y el campo en
busca de nuevos horizontes de vida y trabajo.
Esta es la razón del porqué
Corocoro quedó abandonada y dejó de brillar con su mejor fulgor, con ese fulgor
que lo identificó como a una población minera por excelencia, gracias a la
explotación de los yacimientos de cobre desde antes de la irrupción del sistema
de explotación capitalista. El movimiento obrero de Corocoro estuvo vinculado
desde siempre al proletariado nacional. No es casual que en estas montañosas tierras,
donde existía un sindicalismo altamente politizado, se protagonizó un
importante motín en 1950, no sólo porque los trabajadores buscaban mejores
condiciones de vida y un incremento salarial, sino también porque querían dejar
constancia de que los corocoreños estaban enfrentados a los intereses de la
oligarquía minero-feudal y las empresas extranjeras, que se adjudicaron los
mejores parajes desde la segunda mitad del siglo XIX.
El escenario del Congreso Minero
Al bajar por sus calles,
recordaba que esta misma población, gracias al compromiso revolucionario del
sindicato de trabajadores, fue el escenario del XVI Congreso Nacional Minero,
donde se dieron cita cientos de dirigentes provenientes de todo el territorio
nacional, junto a la delegación de universitarios, estudiantes de secundaria y
amas de casas.
Durante los días que duró el
congreso, antes y después de las plenarias, las calles se llenaban de gente,
aunque no eran días de Carnaval; los pequeños restaurantes rebalsaban de
comensales y las aulas de las escuelas y colegios fueron habilitadas como
improvisados alojamientos, donde los congresistas no paraban de discutir sobre
las resoluciones políticas y económicas que debían aprobarse en el congreso, de
manera unánime y sin descartar la posibilidad de que la dictadura militar
asumiera medidas represivas para frenar la acción revolucionaria de los
trabajadores y sus aliados naturales de clase.
Una fotografía en el Monumento al Minero
El 2 de mayo, pasado el
mediodía y luego de salir del teatro donde se realizaba el magno congreso, en medio
de un ámbito saturado de aire pesado y bancos de madera atestados de gente en
estado de euforia, un grupo de dirigentes de la población de Llallagua-Siglo
XX, comunicándonos más con los gestos que con palabras, nos dirigimos hacia la
plaza donde está el majestuoso Monumento al Minero. Allí nos abordó un
fotógrafo con la cámara en mano y nos ofreció tomarnos una foto para el
recuerdo. Nosotros lo miramos con el ceño fruncido y, a poco de acordar el
precio, aceptamos su propuesta. Fue así que nos preparamos para perpetuar ese
instante de nuestras vidas en una imagen fotográfica, que sería el mejor
testimonio de nuestro paso por Corocoro.
De pie. Alejandro Lupe, Juvenal Vaizaga, Pablo Rocha, Moya Rodríguez,
Andrés Lora, Cleomedes Colque. De cuclillas. Víctor Montoya, Jaime Lineo,
Ángel Capari, Hilarión Pérez
El fotógrafo nos puso delante
del Monumento al Minero, a unos de pie y a otros de cuclillas, teniendo como
telón de fondo los edificios de la plaza, una calle empinada y un escarpado
cerro recortado contra el azul del cielo. El disparador de la cámara hizo clic y todo estaba listo en fracción de
segundos. Cuando nos fijamos en la fotografía, detrás de nosotros, destacaba el
Monumento al Minero, de más de 2 toneladas de peso y 8 metros de espesor; un
magnífico homenaje a los mineros corocoreños que, una vez fundido en materiales
como el estaño, zinc, plata y cobre, fue instalado en la plaza en 1960.
En esta misma plaza, donde se
pronunciaron atronados discursos en contra de la dictadura militar y en
homenaje al Día Internacional de los Trabajadores, los manifestantes nos concentramos
en una apoteósica asamblea, luego de haber desfilado por las principales
arterias de la Corocoro, la mañana del 1 de mayo de 1976. Todavía recuerdo que,
en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la Provincia
Bustillo del departamento de Potosí, me tocó subirme a la tarima y discursear
después de doña Domitila Chungara, la legítima representante de las amas de
casa del distrito minero de Siglo XX.
La leyenda del cóndor jipiña
Otro día, mientras se
deliberaban los planteamientos sectoriales en las comisiones de asuntos sociales, políticos y económicos, donde participaban
los representantes de las diferentes corrientes ideológicas de la izquierda
boliviana, aproveché para trepar, junto a un grupo de compañeros, por las
escarpadas laderas de uno de los emblemáticos cerros de Corocoro, cuya cumbre
conduce hacia una quebrada situada a un kilómetro de distancia, donde está la
enorme roca que, vista a la distancia y al caer el día con resplandores de
avivado fuego, se asemeja a un cóndor posado en una rama.
Para los lugareños se trata del
cóndor jipiña (posada del cóndor),
cuya fabulosa leyenda cuenta la historia de un viejo cacique, que vivía feliz
con sus dos hijos: un varón y una mujer, hasta el día en que en esas campiñas
apareció un forastero llegado de tierras lejanas. El forastero, que era joven y
apuesto, se enamoró de la hermosa hija del cacique, pero éste se negó a aceptar
la relación, arguyendo que su hija estaba reservada para un mancebo de su
ayllu. Entonces el forastero, ofendido ante la negativa del anciano, se marchó
con rumbo desconocido, no sin antes maldecir su mala suerte y aumentar con sus
lágrimas el caudal del río Jachchallani.
Años después, la hija del
cacique se enamoró del mancebo elegido por su ayllu, con quien, a modo de
pasear y charlar a solas, recorrían por los cerros, sin dejar de contemplar las
quebradas que se perdían más allá de sus pies, hasta que un día, mientras
estaban sentados sobre una piedra, tomándose de las manos bajo el manto azulino
del cielo, la pareja advirtió que un cóndor los acechaba desde las alturas; una
visión que se repitió todas la veces que salían a disfrutar del aire fresco y
la fragancia de las flores del puya, la planta endémica de la provincia de
Pacajes.
La hija del cacique se sentía
atemorizada por la extraña presencia del ave de plumaje negro y pico ganchudo.
De modo que su pretendiente, al verla asustada y temblando como una hoja al
viento, le lanzó al animal una piedra con su honda, provocándole una herida
mortal. El cóndor intentó remontar vuelo, pero se precipitó, a cierta
distancia, transformado en una roca.
En la actualidad, esta figura
lítica, que tiene una altura entre 6 y 8 metros y un peso entre 3 y 4
toneladas, está considerado como uno de los patrimonios naturales, culturales y
turísticos de Corocoro, ya que, según refiere la leyenda, se trata de una roca
que es la representación del mismísimo Kuntur Mallku o el joven forastero
petrificado, el único ser humano capaz de transformarse en un imponente cóndor
de alas plegadas y cabeza erguida.
Las resoluciones del congreso
El XVI Congreso Nacional Minero,
sin lugar a dudas, fue la prolongación de la acción directa de masas, que se
inició con el ascenso revolucionario en 1973 y alcanzó su máxima expresión en
la huelga general de 1976, tras la intervención militar a los distritos y
radioemisoras mineras en junio del mismo año.
Los objetivos del congreso
estaban orientados a poner en pie las organizaciones de base y a plantear al
gobierno un pliego único de peticiones: aumento de sueldos y salarios,
garantizado por la escala móvil; rebaja de las horas de trabajo; vigencia y
libertad del fuero sindical; libertad irrestricta para los presos políticos y
sindicales; retorno de los exiliados y garantías democráticas para los
perseguidos; constitución de amas de casa y la participación efectiva de las
mujeres en los sindicatos; apoyo al campesinado y a los universitarios en sus
reivindicaciones; rechazo al negociado marítimo del fascismo.
En este congreso, como en otros
anteriores desde la aprobación de la Tesis
de Pulacayo en 1946, se hincapié en la necesidad de mantener en toda
circunstancia la independencia ideológica, política y organizativa de la clase
obrera ante cualquier injerencia del gobierno de corte fascista ni subordinarse
a los intereses de las demás clases sociales, debido a que el proletariado
debía convertirse en el caudillo de la nación oprimida, enarbolando las banderas
de la revolución socialista.
Los trabajadores mineros, al
cabo de elaborar su documento antes de la clausura del congreso, dieron a
conocer su pliego de peticiones, respaldado por la unánime decisión de ingresar
a una huelga general indefinida en caso de no ser atendidas sus justas demandas
en el plazo de un mes por la dictadura militar que, por entonces, aplicaba una
política implacable contra toda sombra de resistencia organizada y, sobre todo,
contra el sindicalismo revolucionario que no estaba dispuesto a bajar la
guardia ni dejarse torcer la cerviz.
La danza del ch’uta
Una vez clausurado el congreso,
después de seis días de intensos debates en torno a los temas políticos y
económicos, los delegados se aprestaron a retornar a sus respectivos distritos,
sin haber tenido la oportunidad de conocer algo más de la enorme tradición
cultural de Corocoro; por ejemplo, si el congreso se hubiese realizado en
tiempos del Carnaval, de seguro que hubiésemos tenido la oportunidad de
disfrutar de la danza del ch’uta cholero, disfrazado con traje pintoresco, sombrero
alón, máscara hecha de alambre tejido y tocuyo, y bien acompañado por sus
cholitas vestidas con sus mejores galas; pollera acampanada, jubón ajustado y
sombrero bombín, moviéndose con graciosos contoneos de caderas y una sonrisa
capaz de comerse el corazón de cualquiera.
Desde luego que a mí me hubiera
encantado contemplar la típica danza de los corocoreños, ver cómo las
comparsas, bailando al ritmo de un huayño rápido y saltadito, recorren por las
calles principales de la población, secundadas por una banda de músicos
compuesta por tambores, platilleros y soplalatas, deleitando al público que
luego se concentra en la Plaza 15 de Agosto, donde los ch’utas, con los brazos
enganchados por sus cholitas, coquetean con ojos celestes y labios de amapola,
mientras divierten con sus ocurrencias jocosas y sus pensamientos que,
expresados en aymara y con falsetes, parecen dardos de burla disparándose a
diestra y siniestra.
Desilusiones y esperanzas
Antes de abandonar Corocoro, me
quedé pensando en que una política anti-obrera, como la que se experimentó con el
D.S. 21060, puede causar desilusiones en una urbe cuya fuente de vida y trabajo
giraba en torno a la producción minera. En consecuencia, no es casual que los
obreros y sus familias, tras el cierre de las principales fuentes de trabajo, se
marcharon hacia nuevo derroteros, dejando detrás de sí una reducida población
cuya actividad económica de subsistencia se redujo a la ganadería, la
agricultura y la venta de artesanías textiles, aparte del turismo que, si se lo
proyecta con el apoyo de las instituciones pertinentes, tendría un futuro
prometedor.
Estoy convencido de que
Corocoro es uno de esos centros mineros que, a pesar de las malas rachas en la
vida política y económica que asolaron al país, siempre evoca su glorioso pasado
histórico y proyecta los ideales de su porvenir con bríos de esperanza, aunque
nadie sepa, a ciencia cierta, si el nombre de esta población proviene del
vocablo aymara Kori Kori Pata (Cerro
de Oro) o de ocuroro (oro de baja
ley), aunque por una simple deducción lógica, es más probable que provenga de ocuroro, porque no todo lo que brilla es
oro, como en el caso del cobre, que aun no siendo un metal noble, puede brillar
tanto como el bronce y encontrarse a flor de tierra como el oro.
Cocoroco tiene una larga
historia en el contexto de la minería nacional y un sitial privilegiado en el
contexto de las luchas sociales que caracterizaron al movimiento obrero
boliviano. Por lo tanto, la realización del XVI Congreso Nacional Minero, que
se llevó a cabo en mayo de 1976, fue apenas la cresta de una de las tantas olas
revolucionarias que, en épocas de gobiernos oligárquicos, dictatoriales y
neoliberales, se agitaron con la fuerza de un maremoto desde el seno mismo de
los trabajadores mineros, que se caracterizaban por constituir la clase social
revolucionaria por excelencia, debido al lugar que ocupaban en el sistema de
producción capitalista.