EL FORASTERO
En el pueblo,
desparramado en la ladera de una montaña árida y pedregosa, no había otra seña
de identidad que una bocamina siempre negra y abierta que, vista a lo lejos y
bajo los rayos del sol, parecía las fauces de un monstruo queriendo tragarse a
los habitantes, cuya única esperanza estaba depositada en los buenos propósitos
de un forastero que un día llegó montado en un caballo alazán, con la promesa
de devolverle vida al pueblo, donde hacía mucho que el yacimiento de estaño se
agotó como la leche en la teta de una mujer entrada en años.
Los habitantes
asistieron a la asamblea organizada en la única y pequeña plaza, para discutir
la propuesta del forastero, cuyo nombre extranjero era de difícil pronunciación
y cuyo país estaba ubicado, según él mismo relató, en las remotas tierras de
allende los mares.
El forastero tenía el
pelo cobrizo, un ojo color de esmeralda y otro color de ébano, unos bigotes
espesos y revueltos, como los que se ven en las películas sobre la vida de Búfalo
Bill. Su estatura era imponente, sus ropas eran de cuero brilloso y en sus
musculosos brazos resaltaban tatuajes parecidos a los que exhibían los
marineros más avezados y forajidos de ultramar.
La asamblea
transcurrió en orden, con la debida calma y mesura, y, por votación unánime, se
resolvió que la mina volvería a reactivarse bajo la dirección del forastero,
quien se comprometió a invertir todo el dinero que hiciera falta en la explotación
de los yacimientos incrustados en la corteza terrestre.
Como es de suponer, el
desprendimiento desinteresado de este hombre de aspecto extravagante, que a
unos les caía simpático y les inspiraba confianza, no dejaba de intrigar a otros
que, intuyendo que algo más se traía entre manos, ponían reparos a sus ideas
altruistas y su conducta poco usual entre los pobladores.
Algunos se
preguntaban, por ejemplo, cómo podía ser posible que un forastero de paso por
un pueblo decida, así por así y de la noche a la mañana, devolverle vida a una
montaña que, por medio de su bocamina, estaba clamando que la dejen en paz
porque estaba agotada y no rendía más.
Por otro lado, aparte
de su nombre, su país de origen y su vida cotidiana en la casa donde estaba hospedado,
nadie conocía otros antecedentes del forastero, salvo que era un hombre
acaudalado y un aventurero que conocía el mundo entero mejor que la palma de sus
manos.
Cuando los mineros
empezaron a horadar las rocas, el forastero, con la luz de sus ojos que
desprendían lumbres en la oscuridad, les iba enseñando cuál era la dirección
que debían tomar, para luego ir abriendo los rajos palmo a palmo, hasta llegar
a lo más profundo de la montaña.
El laboreo minero, que se reinició en la bocamina abandonada, se
prolongó durante días, semanas y meses. En principio no encontraron más que
vetas con minerales de baja ley y algunas aleaciones compuestas de plata,
pirita, plomo y zinc, hasta que un buen día, a cientos de metros bajo la
superficie y cuando los ánimos empezaban a menguar, dieron con unos filones de
estaño que, alumbrados por la luz
mortecina de las lámparas, parecían anacondas brillando con luz propia en la
impenetrable oscuridad. Sólo entonces, todos arrojaron el guardatojo por los
aires, brincaron de júbilo y se alistaron para ch’allar el fabuloso hallazgo.
Así fue como el pueblo, que antes estaba como largado de la mano de
Dios, volvió a cobrar nuevos bríos y requirió de más fuerza de trabajo. Los
mineros, que abrían rajos y galerías, destrozando las rocas a plan de palas,
picos, barrenos y dinamitas, recobraron la dignidad y se llenaron los bolsillos
con las ganancias provenientes de la explotación minera.
En poco tiempo, la mayoría de los habitantes, que tenían las esperanzas
perdidas y muy poco que comer, se convirtieron en prósperos comerciantes. Las
calles se llenaron de tiendas y los niños volvieron a sonreír, como cuando las
flores vuelven a brotar en un marchito jardín. O sea que la presencia del forastero
fue un signo de buen augurio y prosperidad.
Todos sabían que el auge económico se debía a la minería, pero lo que no
sabían era que el forastero, quien no volvió a salir de la mina desde la última
vez que ingresó sin compañía, era el mismísimo Tío disfrazado de forastero,
porque cuando los mineros lo buscaron como aguja en el pajar, creyendo que se
había precipitado en un buzón o que había perdido la vida debajo de un enorme planchón
de roca, advirtieron que en el paraje de la galería más profunda, de donde
emanaba una luz parecida a una aureola color naranja, se divisaba la silueta de
un hombre sentado en un sillón.
Cuando los mineros se acercaron al lugar y lo miraron de cerca, se
quedaron sin palabras y con una sensación aterradora atravesada en el cuerpo, porque
el hombre al que andaban buscando, a ese forastero que un día llegó cabalgando
al pueblo y que otro día dispuso su fortuna para reactivar la mina, estaba
desnudo y petrificado en un trono de roca, con un aspecto diabólico que evocaba
al príncipe de las tinieblas, ya que en las chispas de su mirada se reflejaban las llamas del infierno y en
sus cuernos se escondían los poderes mágicos de su reino.
–Soy el Tío de la mina –se presentó con voz estruendosa–. Les concederé
todo lo que me pidan, siempre y cuando se porten bien conmigo, rindiéndome
pleitesía y ofrendándome hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.
–¿Y todo eso por qué? –preguntó uno de los mineros, temblando de pies a
cabeza.
–Porque soy el amo de ustedes y el dueño de los minerales –contestó deslumbrándoles
con el fuego de sus ojos.
A poco de que todos se enteraron de la verdadera identidad del
forastero, no tuvieron más remedio que profesarle respeto y cariño, convencidos
de que de él dependía la felicidad o la desgracia de una familia en el pueblo.