MINERISMO E INDIGENISMO
En los últimos decenios
se ha incrementado la difusión y producción literaria boliviana fuera de las
fronteras nacionales. Son varios los autores que tienen obras circulando en el
exterior y varios los escritores que escriben o empezaron a escribir en la
diáspora. De modo que los autores nacionales, que escriben en los diferentes
géneros literarios, están presentes en las librerías y bibliotecas de Europa,
Latinoamérica, Asia y Estados Unidos.
Si bien es cierto que en
los últimos tiempos ha cambiado el estereotipo de una Bolivia pintoresca y
folclórica, con un fuerte arraigo en el mundo indígena, es cierto también que
Bolivia no ha dejado de ser un país con peculiaridades propias, que lo diferencian
de otros como Chile, Argentina o Uruguay. De ahí que nuestra identidad
cultural, acéptese o no, deja su impronta en las diferentes manifestaciones
artísticas y culturales impulsadas tanto dentro como fuera del país.
Bolivia, contemplada
desde una perspectiva histórica y socioeconómica, ha sido conocida desde
siempre como un país minero y campesino; por eso mismo, uno de los ejes
temáticos de su literatura que sigue llamando la atención es aquél que está
relacionado con el contexto minero y agrario. Por cuanto no es casual que un
literato chino me haya comentado que los dos autores bolivianos conocidos entre
los lectores chinos eran Augusto Céspedes, que aborda la temática minera en su
novela Metal del Diablo, y Alcides Arguedas, precursor del indigenismo en
la literatura latinoamericana, con su novela Raza de bronce.
La realidad de los indios
y los mineros siguen siendo temas actuales a través de autores cuyas obras,
tanto en prosa como en verso, dignifican la identidad boliviana desde una
perspectiva literaria más elaborada estéticamente que en el llamado realismo social del pasado; más todavía,
en nuestra literatura se ha concedido desde siempre un importante espacio a la
re-creación de temas afines al minerismo e indigenismo, aunque hoy estemos más
conscientes de que Bolivia no sólo es una nación andina, sino también amazónica,
multicultural y plurilingüe.
Todo esto nos hace
suponer que los especialistas en literatura hispanoamericana, salvo raras
excepciones, nos ven como a un país minero y campesino; dos realidades sociales
que, desde siempre y contrariamente a lo que muchos piensan, han inspirado una
abundante creación literaria en Bolivia.
La literatura boliviana
más conocida y estudiada en el extranjero es aquella que nos identifica como a
país minero y campesino, independientemente de lo que sostengan los urbanistas en La Paz, Cochabamba o Santa
Cruz. No es casual que a uno de los críticos más importante de Suecia, como fue
Artur Lundkvist, miembro de número de la Academia Sueca, le haya llamado la
atención la novela Hombres sin tierra,
de Mario Guzmán Aspiazu, que gira en torno al tema de las luchas campesinas y
la reforma agraria de los años 50.
Los estudiosos
extranjeros de nuestra literatura saben intuitivamente que el futuro de nuestra
literatura está en la contextualización de nuestro pasado y presente. Es decir,
la gran literatura boliviana del futuro está todavía anclada en el pasado
histórico, por mucho de que algunos críticos nacionales de la literatura
minerista e indigenista se empeñen en demostrar que los autores contemporáneos,
sobre todo los más jóvenes, están más en sintonía con los procesos de
globalización y transculturación; cuando en realidad, aparte de los pocos
escritores mediáticos y cuyas obras están promovidas por las editoriales
comerciales, lo que sigue identificando a Bolivia en el exterior es la
literatura ambientada en el mundo rural y minero.
Los indígenas y los mineros no formaron parte
del poder político hasta mediados del siglo XX, pero sintieron, en su condición
de clase social y pueblo indígena-originario, los látigos de la opresión
violenta y la vulneración de sus derechos humanos por parte del sistema
minero-feudal, que tenía el control no sólo del aparato estatal, sino también
de las tierras y las minas. De ahí que no es casual que la literatura que nos
ocupa haya tenido una fuerte dosis de tesis política, que denunciaba las
condiciones deplorables en que vivían los indígenas bajo un sistema de estructura
colonial, caracterizado por el menosprecio racial y un trabajo de tipo
semifeudal, y la despiadadas explotación de los mineros bajo un sistema de
producción capitalista, que estaba caracterizado por las injusticias sociales y
la marginación de las esferas gubernamentales donde se tomaban las decisiones
de la suerte histórica del país.
Esta práctica de servidumbre y explotación se
prolongó hasta la revolución nacionalista de 1952, que decretó la
nacionalización de las minas y la reforma agraria, que permitió poner las minas
bajo el control de los mineros y devolvió las tierras usurpadas por los
hacendados a los indígenas; un proceso revolucionario que hizo aflorar las
reivindicaciones populares de Minas al
Estado y Tierras al Indio, acuñadas desde principios del siglo XX, entre
otros, por el escritor Tristán Marof, fundador del primer Partido Socialista de
Bolivia.
Por
las razones mencionadas, es lógico pensar que la literatura minerista e
indigenista fue la mejor expresión de la realidad nacional, que convirtió a sus
escritores, en algunos casos, con vigorosa prosa y fuerza argumental, en
portavoces del clamor popular de su época y en paradigmas de una corriente
literaria cuyas obras evocaban las miserias y esperanzas de
las mayorías nacionales, con un propósito reivindicativo que, desde la perspectiva de los ideales que
proclamaban la integración nacional, reclamaban el derecho de los pueblos originarios y los
proletarios a formar parte de los organismos del Estado que determinan el
destino del país en el ámbito político, económico, social y cultural.
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