LAS DOS ETAPAS DE LA LITERATURA MINERA
La literatura
boliviana, que durante mucho tiempo se mantuvo a la saga de la literatura
hispanoamericana, estaba marcada por determinados acontecimientos históricos,
como las rebeliones anticoloniales o la Guerra del Chaco, por un lado; y por
una realidad sociopolítica vinculada a la tragedia indígena y minera, por el
otro. Aunque la temática tratada por la narrativa boliviana tiene múltiples
facetas, aquí nos limitaremos a definir, sin consideraciones exhaustivas ni
pretensiones académicas, las dos etapas que caracterizan a la literatura de
ambiente minero.
Cuando Simón I.
Patiño descubrió la veta más rica de estaño en la población de Uncía, ubicada
al norte del departamento de Potosí, se convirtió en el magnate minero más
afortunado de todos los tiempos y entró en contacto con las empresas
transnacionales, tanto inglesas como norteamericanas, para explotar el mineral
que los indígenas proletarizados extraían del vientre de la montaña.
Se cuenta que
las veta hallada por Patiño era tan pura y rica, que las rocas, sin necesidad
de pasar por un proceso de previa concentración, podían ser transportadas
directamente desde los socavones hasta el puerto de Antofagasta, en Chile, y
desde allí en trasatlánticos hasta los hornos de fundición de la William
Harvey, en Inglaterra.
Los mineros,
que pasaron a formar parte del sistema de producción capitalista, constituyeron
la clase social antagónica de la naciente burguesía nacional, conformada
fundamentalmente por la oligarquía minero-feudal. En los centros mineros tuvo
su origen el sindicalismo revolucionario y en las galerías se formaron los
líderes obreros más influyentes de la nación. Los centros mineros, como Uncía,
Catavi, Siglo XX, Huanuni, Potosí y Milluni, entre otros, fueron escenarios
donde se cometieron masacres de lesa humanidad desde las primeras décadas del
siglo XX.
Los mineros
lucharon en las calles, fusil y dinamita en mano, contra los guardianes de la
oligarquía minero-feudal y ellos decidieron la suerte histórica de la nacional
oprimida. Sin embargo, a pesar de haber sido ellos quienes protagonizaron la
revolución de 1952, fueron los partidos ajenos a sus intereses de clase, como
el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), los que se aprovecharon de los
triunfos alcanzados en las contiendas sostenidas contra los guardianes la
oligarquía minero-feudal.
El sector
minero, convertido en la columna vertebral de la economía nacional, influyó
decisivamente en la literatura boliviana, cuya vasta producción está conformada
por novelas, cuentos y poemas. Asimismo, la realidad minera fue un manantial del que bebieron no sólo los poetas y
narradores, sino también los artistas plásticos, quienes retrataron la
vida miserable y dantesca de las familias
mineras, que poblaron los campamentos construidos alrededor de las bocaminas
abiertas en las montañas como el bostezo de monstruos petrificados.
Los escritores
de noveles y cuentos mineros, en un afán por reflejar la miserable vida de los
habitantes del altiplano y las inhumanas condiciones de trabajo de los
trabajadores del subsuelo, tomaron partido por la causa de los mineros e
hicieron eco de las reivindicaciones socioeconómicas planteadas por sus
legítimas organizaciones sindicales, que nacieron de la necesidad de defender
los derechos laborales de los obreros, que asumieron una conciencia de clase en
torno a corrientes ideológicas que planteaban la abolición de la gran propiedad
privada de las minas, que por entonces se encontraba en manos de los barones del estaño (Patiño,
Hoschild y Aramayo), y la
estructuración de una sociedad socialista que, bajo la conducción de los
obreros y campesinos, consolidaría la justicia social y la liberación de los
consorcios imperialistas, que no tenían otro interés que saquear los recursos
naturales con el beneplácito de los gobiernos de la rosca minero-feudal.
En el ciclo de la literatura de ambiente minero, desde los albores de la
estructuración de la industria estañífera, se distinguen inevitablemente dos
etapas fundamentales: La primera estaba inspirada por el llamado realismo social, que fue acuñada por el
arte y la literatura rusa tras la revolución bolchevique de 1917; es decir, la
primera etapa de la literatura minera, escrita desde una perspectiva realista,
tenía el afán de denunciar la despiadada explotación de los trabajadores. La segunda
etapa, empero, se caracteriza por el manejo de las modernas técnicas narrativas
y se circunscribe en la corriente literaria del llamado realismo fantástico que, además de rescatar las costumbres ancestrales
y los ritos pagano-religiosos de los mineros, se ocupa de reflejar los
sueños, tragedias y esperanzas de los trabajadores del subsuelo; es decir, la
literatura minera, que empezó denunciando la explotación de los mineros,
terminó rescatando los mitos, leyendas, consejas y tradiciones ancestrales de
las culturas andinas.
Las dos vertientes, que ocuparon el tiempo y la
dedicación de los estudiosos de la literatura nacional, no están separadas la
una de la otra, sino que, simple y llanamente, son dos ramas de un mismo
tronco, cuya única diferencia radica en el modo de tratamiento de una misma
temática que, como es natural, tiene diversas aristas y planos, que se prestan
a diversas interpretaciones, dependiendo de la perspectiva desde la cual se lo
contemple y del modo como se lo trate en una obra literaria. Por lo tanto, no
es lo mismo una descripción realista de un contexto social determinado que la
descripción de ese mismo contexto con una combinación de elementos que fluctúan
entre lo real y lo ficticio.
La literatura
minera de la primera etapa, de un modo general, estaba marcada por el realismo social y cuya principal función
era de protesta, reivindicación y denuncia del
dolor humano de los desposeídos. De modo que, siendo una escritura de
tesis, muy propio del panfleto literario, abordó la temática que nos ocupa más desde una perspectiva ética que estética.
Las obras literarias correspondientes a esta etapa
marran la realidad minera de manera dura y descarnada. No es para menos, a
principios del siglo XX, los mineros estaban sometidos a trabajos insalubres,
con mísera paga, sin seguridad laboral ni ninguna de las ventajas de las que
gozaron después de la nacionalización de las minas decretada en octubre de
1952.
Los escritores
de la primera etapa de la literatura minera, que en su generalidad fueron
intelectuales de clase media, pensaban que lo fundamental consistía en expresar
a través de la literatura las necesidades socioeconómicas, políticas y
culturales del proletariado como clase social. En consecuencia, el libro debía
ser una suerte de instrumento político al servicio de los intereses del
proletariado y debía cumplir la función de crear conciencia en torno a la
explotación y la miseria de los mineros.
Entre las novelas
destacadas del llamado realismo social,
que abordan la temática minera desde el exterior de la mina, se encuentran En las tierras del Potosí (1911), de
Jaime Mendoza; Aluvión de fuego
(1935), de Óscar Cerruto; Metal del
diablo (1946), de Augusto Céspedes; Socavones
de angustia (1947), de Fernando Ramírez Velarde; Mina (1953), de Alfredo Guillén Pinto; El precio del Estaño (1960), de Néstor Taboada Terán; Los Andes no creen en Dios (1973), de
Adolfo Costa du Rels, entre otros.
La segunda
etapa está caracterizada por la reconquista de algo tan vital como los mitos,
leyendas y costumbres ancestrales de los mineros. En este caso, los mineros no
sólo son los sujetos de la lucha social, sino también los seres humanos que
tienen sentimientos, sueños, pesadillas, tragedias, esperanzas, fantasías y
supersticiones, habida cuenta que, además de ser los combatientes que luchan
por conquistar sus reivindicaciones políticas, económicas y sociales, son
individuos que comparten las mismas necesidades fisiológicas y emocionales con
el resto de sus semejantes.
La ruptura con
las influencias del realismo social
se establece a partir los años 70 del siglo pasado, con escritores que no sólo
hablan de la trágica situación de los mineros, sino también de sus mitos y
creencias, aparte de que en esta segunda etapa empieza a trabajarse con más precisión
tanto en el aspecto ético como estético de la obra; más todavía, las técnicas
narrativas, desde las tradicionales hasta las experimentales, están mejor
elaboradas y presentan la destreza propia de los autores de la moderna
literatura boliviana.
Algunos de los
escritores como René Poppe, a diferencia de los intelectuales que ejercían como
médicos, periodistas o profesores, incluso ingresan a trabajar en la Empresa
Minera Catavi para escribir sus obras desde el interior de mina, desde la
perspectiva de cómo es sufrir en carne propia la explotación a la que se
refieren de manera superficial Ramírez Velarde en Socavones de angustia o Céspedes en Metal del diablo; es más, en la literatura minera de la segunda
etapa se describe el medio natural del interior de la mina con mayor amplitud y
se recrea la jerga coloquial de los mineros, con interferencias idiomáticas del
quechua y el aymara, como se puede constatar en las novelas y el volumen de
cuentos El koya loco (1973), de
René Poppe.
Otro aspecto
esencial de esta segunda etapa es el rescate y la recreación del mundo mágico y
mítico de las minas, cuyo personaje central constituye el Tío (dios y diablo en
la mitología minera), ya que ninguno de los escritores que corresponden a la
primera etapa, con obras enmarcadas en el contexto del realismo social, trataron el aspecto fantástico del ámbito minero;
por ejemplo, el Tío no aparece retratado en Mina,
de Guillén Pinto, ni en El precio del
estaño, de Taboada Terán, ni En las
tierras del Potosí, de Jaime Mendoza.
El Tío de la
mina, que cobra vida en mi novela El Laberinto
del pecado (1993), en Cuentos de la
mina (2000) y Conversaciones con el
Tío de Potosí (2013), es un personaje central en la cosmovisión andina y el
eje fundamental en la mitología minera desde mucho antes de que se empezaran a
explotar los yacimientos de estaño en Oruro y Potosí. El Tío de la mina está
considerado como el ser protector de las familias mineras y su estatuilla es
motivo de reverencias en las tenebrosas galerías, donde los trabajadores le
rinden tributo y pleitesía como una
forma de preservar una de las tradiciones ancestrales más arraigadas en el
imaginario de los mineros bolivianos, quienes conviven en simbiosis con las
culturas ancestrales y la cultura occidental impuesta por los conquistadores.
En la segunda etapa de la literatura minera, el mito y la realidad se funden en
una suerte de historia que supera a la fantasía, ya que las costumbres, ritos y
creencias ancestrales, con sus leyendas y sus mitos paganos, son tan dominantes
como las costumbres del catolicismo occidental.
En síntesis, en
la literatura de ambiente minero se distinguen dos etapas fundamentales; la
primera marcada por el realismo social,
cuya función era de denuncia y reivindicación; y, la segunda, marcada por el
llamado realismo fantástico que,
además de rescatar las costumbres ancestrales y los ritos pagano-religiosos de
los mineros, se ocupa de reflejar sus sueños y pesadillas, sus tragedias y
esperanzas. Por lo tanto, si bien en la literatura minera se empieza
denunciando la explotación de los trabajadores mineros, se termina rescatando
los mitos, leyendas y tradiciones. Entre esos mitos y leyendas se encuentra el
Tío (Huari o Supay), quien, según la tradición minera, es el dios protector en
los socavones y el dueño absoluto de las riquezas subterráneas.
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