EL EMPERADOR DERROTADO
Jean-Bédel Bokassa, conocido también como Emperador
Bokassa I, nació en Bobangi, Congo francés, el 22 de febrero de 1921. Fue hijo
de un líder tribal, quedó huérfano a los seis años y su abuelo se esforzó por convertirlo
en obispo o cardenal, pero él prefirió la carrera militar. Se enroló en el
Ejército de Francia y combatió en Indochina y Angola, en las que obtuvo la Cruz
de Guerra y la Legión de Honor.
Bokassa asumió el mando del poder en enero de1966, tras fraguar
un golpe de Estado contra su propio primo, el presidente David Dacko. Desde
entonces comenzó a gobernar por decreto, con el apoyo del partido nacional Mouvement por l'évolution sociale de
l'Afrique Noire (Movimiento por la Evolución Social del África Negra), del cual,
dos años más tarde, fue su único y absoluto líder.
La ceremonia de auto coronación
En febrero de 1976,
sobrevivió a un intento de asesinato; un hecho que lo llevó a concebir
la idea de perpetuarse en el poder creando un régimen monárquico, así fue como,
el 4 de diciembre de 1977, se auto coronó Emperador Bokassa I en una fastuosa
ceremonia católica, que causó estupor tanto dentro como fuera del país, porque
la ceremonia costó más de 20 millones de dólares y contó con la presencia de varios
sectores populares, que lo admiraban por sus ocurrencias pintorescas, como eso
de apalear a los ladrones ante las cámaras de televisión.
Se cuenta que el día de su coronación, apenas sus
subalternos iniciaron los protocolos de rigor, Jean-Bédel Bokassa examinó su
apariencia en el espejo, apoyándose en un bastón de mando, los talones juntos y
luciendo sus atavíos cubiertos con medallas de oro, mientras su esposa de
entonces, la bella y joven Agustine, le hacía escuchar la música sagrada en un disco de 45 revoluciones, que era el mismo
ritmo de un hombre que tenía su talón de Aquiles en las mujeres. No en vano
tuvo en su vida 17 esposas y 55 hijos, sin contar ases ni espadas.
Después salió de su palacio y se metió en una carroza a
cargo de transportarlo hasta el estadio deportivo pintado de rojo y tapizado de
tela que remedaba torpemente el interior de un palacio. La carroza, decorada de
esmeraldas y palmas de oro, fue atravesando multitudes de arcos triunfales
sostenidos por columnas de cartón piedra, entretanto toneladas de pétalos de
rosas, conservados para la ocasión en frigoríficos especiales, llovían a
raudales sobre el techo millonario de la carroza.
El reciente Emperador Bokassa I, a modo de ostentar su
título imperial, tenía la frente ceñida por laureles de oro y lucía una túnica
de terciopelo gris constelada de perlas, tan valiosa como para que los pétalos
parecieran meras mixturas de papel. Doce bordadores habían trabajado sin cansancio
durante cuarenta noches para poner fin a un exótico atuendo, tejido con hilos
de oro, ribeteado de armiño y de más de diez metros de largo. Doce pajecitos,
disfrazados de miles de dólares de tules y chambergos, acompañaron a Bokassa
hasta su palacio de Bérengo, donde estaba instalado su trono chapeado en oro y
en forma de águila imperial, a la usanza de los faraones y emperadores romanos.
Los opositores y sus aliados
La osadía de auto coronarse como Emperador, transformar
la República en Imperio y él en su César perpetuo, les hizo pensar a sus
opositores que Bokassa estaba loco y no faltaron quienes lo compararon con el
dictador ugandés Idi Amin Dada, conocido por gobernar su país con mano de
hierro y sobre el cadáver de sus enemigos.
La auto coronación de Jean-Bédel Bokassa, en presencia de
los dignatarios de naciones vecinas y 5.000 invitados, estuvo salpicada de
escándalos e imputaciones de graves violaciones a los derechos humanos, aunque
él justificaba el establecimiento de la monarquía
constitucional, arguyendo que esto ayudaría al país a desmarcarse del resto del continente y obtener el respeto del
mundo, consciente de que sin grandeza, no
se puede forjar un imperio.
A pesar de las críticas de la oposición contra la
draconiana dictadura, Francia continuó apoyando a Bokassa. El presidente Valéry
Giscard d'Estaing era su amigo y fiel defensor del Emperador, y suministró al
régimen importante ayuda económica y militar. En agradecimiento, Bokassa
llevaba al mandatario galo a excursiones de caza y le entregaba diamantes en
calidad de agasajos, y, como si fuera poco, proveía a Francia de uranio,
mineral vital para el programa de armas nucleares francés.
La caída del imperio
En enero de 1979, las fuerzas armadas protagonizaron una
masacre de civiles en Bangui, la capital de la nación africana, en un intento
por controlar los disturbios protagonizados por los movimientos de oposición al
régimen que, durante más de una década, aplicó el terrorismo de Estado para mantener
a jaque a los opositores. La represión contra los disidentes fue implacable y
en las sesiones de tortura participaba él en persona, rodeado de una guardia
pretoriana fuertemente armada, que cumplía ciegamente las órdenes del mandamás.
Las protestas se multiplicaron y así llegó la hora de la
asonada final, del 17 al 19 de abril, un importante número de escolares fueron
arrestados después de que protestaran contra el uso de costosos y ridículos
uniformes diseñados por el Emperador, y alrededor de un centenar fueron
asesinados sin piedad. La matanza encendió la chispa de una rebelión nacional,
que se escapó del control de los aparatos represivos del régimen monárquico y
antidemocrático.
El ex presidente David Dacko, respaldado por el gobierno
de Francia y aprovechando la ausencias del Emperador, que se encontraba de
visita oficial en Libia, protagonizó un golpe de Estado, el 20 de septiembre de
1979, con el apoyo de una enfurecida soldadesca que se amotinó contra los
oficiales sometidos a Bokassa, quien, como en una película con inesperado
final, vio a su primo David Dacko entrar en el palacio por la misma puerta por
donde lo sacó trece años antes.
Con el retorno de David Dacko al poder, en medio de la
pólvora y el fragor de las armas, se acabó con la cruel monarquía del país
centroafricano y se restauró la República, mientras el dictador, para no ser
linchado por una turba enardecida, logró huir al extranjero, escoltado por los guardianes
que velaban por su seguridad.
La soledad del exilio
El Emperador derrotado solicitó asilo político en Libia,
pero el presidente Muamar el Gadafi se negó a recibirlo porque no representaba
ya a ningún Estado. Entonces Jean-Bédel Bokassa, convencido de que sus aliados
lo habían abandonado en los perores momentos de su vida, decidió refugiarse en
París. Su avioneta privada consiguió aterrizar cerca de la capital francesa y
el gobierno rehusó cualquier contacto oficial con quien fue tumbado por un
alzamiento armado. Bokassa se estableció en un palacete que había adquirido
años atrás en las proximidades de París, rodeado de los óleos de Napoleón
Bonaparte, su ídolo, del general Charles de Gaulle, su tutor, y de la
emperatriz Catalina.
Aunque su vida no corría peligro en el exilio, Jean-Bédel
Bokassa no cesaba en su empeño por regresar a su país y recuperar el poder político
a cualquier precio, pues no podía soportar la idea de que un ex Emperador,
acostumbrado a las deslumbrantes ceremonias, a ser recibido con todos los honores
por sus homólogos y a los lujosos hoteles, haya perdido el poder y los
diamantes, porque en el exilio no contaba con el apoyo de sus antiguos aliados
y mucho menos con el apoyo de sus coterráneos, quienes apenas lo recordaban
cada vez que amenazaban a los niños que no querían comer: Vendrá y te llevará el ogro de Bérengo.
Del exilio al banquillo de los acusados
El 24 de octubre de 1986, después de unos accidentados
exilios en Costa de Marfil y Francia, retornó a la República Centroafricana,
junto con cinco de sus hijos, pese a la amenaza que pendía sobre su vida. Las
multitudes no le esperaron para coronarlo otra vez, tal y como él se imaginaba,
sino para sentarlo en el banquillo de los acusados, imputado, entre otros
delitos, de haber mandado asesinar a una de sus esposas y a tres policías que
mantuvieron relaciones sentimentales con ella, de conspiración contra el nuevo régimen
y de apropiación indebida de los bienes del Estado.
Tras un juicio de responsabilidades, que duró siete
meses, fue condenado a muerte por un tribunal republicano, pero su pena fue
conmutada por la de cadena perpetua; la misma que, posteriormente, fue reducida
a veinte años de prisión. Mas no por eso, Jean-Bédel Bokassa se salvó de pasar
a la historia como uno de los tiranos más abominables del continente africano,
incluso se llegó a rumorear que desmembraba a sus enemigos como animales
cazados en un safari, no sólo para alimentar a sus cocodrilos, sino también
para satisfacer su deseo de comer carne humana.
No en vano, después de trece años de una sanguinaria
dictadura, fue acusado de genocidio y canibalismo. Los testigos que entraron en
su suntuoso palacio declararon haber encontrado en los congeladores cadáveres
humanos con los miembros mutilados. Brian Lane, en su libro Los Carniceros, relató varios episodios
escabrosos protagonizados por Bokassa; por ejemplo, que su cocinero personal,
en una de sus declaraciones, lloró
mientras recordaba cómo el ex dictador le había llevado a la cocina una noche y
le ordenó que preparase una cena muy especial con un cadáver humano guardado en
el congelador...
Un final sin pena ni gloria
Al cabo de un tiempo, mientras purgaba sus delitos detrás
de los barrotes de la cárcel, el presidente André Kolingba declaró una amnistía
general para todos los presos en uno de sus últimos actos como mandatario; el
antiguo Emperador y otros adictos a la Corte fueron liberados el 1 de agosto de
1993.
Sin embargo, Jean-Bédel Bokassa no volvió a ser el mismo
de antes y la historia de su vida, que de muchas maneras se parece a un cuento
mal contado, tuvo un desenlace sin pena ni gloria, puesto que este personaje
siniestro, enfermo del corazón, los riñones y el cerebro, murió fulminado por
un ataque cardiaco a los 75 años edad, el 3 de noviembre de 1996. Y, aunque fue
sepultado con honores de jefe de Estado, acabó sus días como cualquier dictador
despojado del poder por un levantamiento popular, que lo alejó de la grandeza
del pasado, la gloria con la que soñó en vida y lo puso al olvido de la gente,
por mucho de que él haya pretendido hacerse dueño de un país como si fuera
finca de su propiedad.