viernes, 25 de julio de 2025

LA MONJA Y EL CURA

Una joven monja y un apuesto cura fueron destinados a cumplir una nueva misión en un nuevo monasterio que, durante la colonización española en las tierras del norte de África, fue construido en una remota aldea del Sahara Occidental, donde se podía llegar solo a lomo de camello y a través de un desierto donde los beduinos bereberes dejaban sus cuerpos fundidos por los rayos del sol.

La monja y el cura, tras varios días de andar perdidos en el desierto, sintieron mucho la muerte del camello, que se tumbó entre las dunas y exhaló la última respiración de su vida. Los religiosos se arrodillaron, se persignaron y rogaron a Dios tenerlos siempre en su misericordia. Después descargaron sus pertenencias y buscaron refugio a la sombra de un arbusto, donde se vaciaron los últimos sorbos de agua que quedaban en la bota hecha con cuero de cabra.

Desde allí vieron hundirse al sol en el ocaso y sintieron amainar el sofocante calor en un inmenso mar de arena, que parecía una calamina de aluminio bajo el reflejo argentífero de la luna.

El cura se puso de pie y se acercó a la monja, vestida a la usanza de las mujeres de su época y sentada sobre una petaca que contenía sus hábitos, túnicas, velos, cinturones y algunos accesorios sagrados. Se paró delante de ella y, sin dejar de mirarle los lubricados senos que parecían escaparse por el escote de la blusa y el corpiño, le dijo:

–En esta situación, ninguno de los dos saldrá vivo del desierto.

La monja levantó la cabeza, miró la mirada del cura y preguntó:

–¿Ahora qué haremos, padre?

–Solo nos queda pedir nuestro último deseo…

–¿Y cuál será el suyo? –preguntó la monja, retirándose el mechón de cabellos que le barría la frente.

–Nunca he visto los senos de una mujer –contestó el cura–, pero creo que ahora ha llegado la hora en que pueda verlos…

La monja no dijo nada, aunque entendió la descarada insinuación del cura, que no dejó de mirarle los senos ni las nalgas desde que emprendieron el viaje montados en el dromedario que ahora yacía tendido sobre la arena.

–¿Me los enseñas, hija? –preguntó solícito y sin rodeos–. No creo que a estas alturas importe mucho conservar nuestra castidad, ¿verdad?

La monja se desabotonó el corpiño, la blusa y sacó los senos como melones apetecidos en cualquier desierto.

El cura extendió las manos y acarició los pezones duros y rosados, se puso de cuclillas, los besó apasionadamente y terminó dándoles una reverenda mamada, hasta que ella, el corazón alborotado y la cara lívida de excitación, sintió un placentero cosquilleó recorriéndole por el cuerpo. 

La luna brillaba en las alturas con un fulgor de plata y los espinos del arbusto parecían haberse ablandado con las rachas de viento fresco. 

La monja, entregándose a una lujuria pecaminosa, no perdió la ocasión para pedir también su último deseo. Le miró al cura en los ojos, claros y serenos como las aguas de un oasis, y dijo:

–Yo tampoco nunca he visto la parte íntima de un hombre. ¿Me la puede enseñar usted, padre?

El cura se puso de pie, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y…

–¿Puedo tocarlo, padre?

–Por supuesto que sí, mi hija.

Entonces ella empezó a acariciarlo con ambas manos, hasta que el flácido miembro se llenó de sangre y se puso duro como un pepino de proporciones mayores.

El cura, al ver que la monja miraba con fascinación la respetable erección que sujetaba en sus manos, le guiñó con el ojo derecho y le pidió que se lo pusiera en la boca.

La monja, que era una joven de carácter tierno y sensuales labios, chasqueó con su lengua el enrojecido glande y, cubriéndolo de besos y aplicándole suaves fricciones, se lo metió en la boca y empezó a chupetearlo una y otra vez, mientras una espumosa saliva se le escapaba por la comisura de los labios.

El cura, sintiéndose volar por el reino de los cielos, no dejaba de mirar los turgentes senos de la monja, cuyos erguidos pezones podía amamantar a un ejército de santos.

Al poco rato, ni bien el cura alcanzó un placer que lo elevó al infinito, como cuando se masturbaba presionando su miembro viril con las manos, le pidió a la monja levantarse la falda larga y quitarse la bombacha.

–¿Para qué, padre? –preguntó la monja, la mirada avergonzada y las mejillas ruborizadas como el hierro puesto al fuego.

–Para meter este enorme tesoro en tu otra boquita, en la que tienes entre las piernas –contestó con los ojos encendidos por las llamas del pecado carnal.

La monja se quedó pensativa, levantó su trasero de la petaca y dio unos pasos al costado. Lo miró al cura y miró su vigorosa erección, tan grande, tan gorda, tan velluda. Luego se cargó de valor y, presa de una inevitable curiosidad, le lanzó una pregunta ingenua:

–¿Y si me lo mete hasta el fondo, qué pasará, padre?

–Te daré más vida de la que tienes –contestó–. Además, en una cópula dulce y sublime, el pene tiene la facultad de dar y devolver vida…

–¿Es verdad lo que dice, padre?

–¡Claro que sííí, hija mía!

La monja se cubrió los senos con las manos, se sonrió con los ojos chispeantes de picardía y arrastró su mirada hacia el inerme cuerpo del camello, que yacía con la joroba bañada por la luz plateada de la luna.

El cura, plantado como una estatua y los pantalones caídos hasta los tobillos, no sabía qué hacer con su miembro de venas hinchadas como cuerdas, hasta que ella, abotonándose la blusa y el corpiño, se le acercó por el flanco y, como si le soplara un secreto en el oído, le dijo:

–Padre, si su enorme tesoro puede revivir a los muertos, por qué no se lo mete al camello, así podremos salir de este infierno y proseguir nuestro viaje hacia el monasterio, donde podremos terminar lo que empezamos en el desierto.

El cura se subió los pantalones y retomó el voto de castidad, pero convencido de que estaba a punto de caer en la tentación del diablo, quien convierte a las monjas en seductoras y a los curas en embusteros.

martes, 15 de julio de 2025

 

EL ARTE DE NARRAR EN POCAS PALABRAS

El autor, en un intento por reducir a los dinosaurios al tamaño de los insectos, pone a prueba su capacidad de síntesis, re-creando, con increíble naturalidad, situaciones diversas por medio de personajes nacidos en el maravilloso universo de la fantasía, donde estas Microficciones comienzan en la condensación semántica del lenguaje y culminan en el instante de la revelación.

El libro aborda diversos temas que ocupan el tiempo y el pensamiento de todo ser humano, como son la vida, el amor y la muerte. Está dividido en tres partes: El baúl de los suspiros breves, Microzoología y Uno, dos, tres, cuenta al revés. Desde un principio, el libro hace referencia al reino animal desde una perspectiva fabulada y humorística, así como en la última parte, a manera de un ejercicio lúdico, recrea varios cuentos clásicos re-contándolos al revés y con una fuerte dosis de irreverencia y erotismo.

El libro, compuesto por ciento cincuenta y cuatro microcuentos, tiene textos escritos de manera muy breve, con una gran economía de lenguaje; en algunos casos, solo con uno o dos párrafos, con dos o tres renglones, que constituye una de las principales características de este género literario cultivado con pasión por diversos autores desde tiempos inmemoriales.

Asimismo, como en toda creación anclada en el mundo real, se añaden a las historias elementos ficticios, ilusorios, con el fin de que el lector tenga la sensación de estar ubicado frente a personajes que recobran vida por medio de la palabra escrita y desfilan a lo largo de las páginas ilustradas por el reconocido artista plástico Jorge Codas.

El autor del libro, en una entrevista publicada hace años, dijo que entró en contacto con el artista paraguayo por medio de su esposa, la francesa Vanessa Tiogroset, quien editaba una revista digital de artes visuales. Ella editó en la revista una parte de Microzoología, con las fabulosas ilustraciones de Jorge Codas, quien, inspirado en los temas de los microcuentos, realizó un trabajo de gran calidad artística.

Víctor Montoya afirmó entonces: A mí me encantaron las ilustraciones hechas a todo color y con una fantasía de desbordante belleza. Así que, cuando iba a editarse el libro completo en Bolivia y en soporte papel, le pedí que ilustrara todo el libro. Él accedió amablemente a mi pedido y llenó las páginas con extraordinarias imágenes, que no solo sirven de apoyo a los textos, sino que son verdaderas obras de arte que despiertan la imaginación y el interés estético de los lectores.

Estas Microficciones, a fuerza de valorar lo efímero en el arte narrativo, nos ponen en marcha contra el reloj y apuestan por una literatura futurista, cuyas sorprendentes técnicas responden a las exigencias de un mundo moderno, donde el tiempo es plata y la prosa breve es oro. Las micronarraciones de este ameno libro, prolijamente ilustradas por un artista de talla internacional, son verdaderas piezas de orfebrería y se parecen a un felino veloz y cimbreante, constituido más por músculos que por grasa; una concepción que hace hincapié en el dominio de los complejos recursos inherentes a estas Microficciones, conforme el hilo argumental tenga coherencia, los protagonistas sean verosímiles y, como en todo cuento bien contado, tenga un principio que atrape el interés del lector y un desenlace que lo encandile antes de llegar al punto final.

Víctor Montoya es autor de una serie de obras que transitan por los territorios de la realidad y la ficción, sin más pretensión que estimular la fantasía y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal, con un estilo personal y una técnica innovadora.

lunes, 7 de julio de 2025

LA MARQUESA Y EL ESCLAVO NEGRO

Esta es la historia de un marqués francés que, aun siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos negros, era gentil, confiado y cornudo. Acumuló sus riquezas gracias al comercio de mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro. De modo que cada vez que se iba de viaje, urgido por sus asuntos de negocio, se ausentaba por varios días, semanas y meses, de su joven y bella esposa, la marquesa que, habiendo sido una modesta doncella de pueblo, se convirtió en una de las damas más atractivas de la corte.  

La última vez que se iba de viaje, estando ya en el puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el cofre que tenía en su aposento. Volvió a la mansión sin perder mucho tiempo y se encaminó directamente hacia donde se suponía que debía estar su amada esposa, a quien pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.

Cuando llegó a la puerta, grande fue su sorpresa al escuchar una voz masculina emergiendo de la alcoba. No tocó la puerta ni hizo ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse sigilosamente a la ventana, curioso por descubrir al dueño de esa voz cuyo armonioso acento podía conquistar el corazón de cualquiera.

El marqués asomó los ojos a la ventana y vio a su esposa en los brazos de un esclavo negro, que estaba muy cerca del mullido lecho, donde ella se desnudaba y acostaba cada noche. La alcoba, ornamentada con lujosos muebles y piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas de espejos y era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante la intimidad sexual.

Desde luego que los sentimientos del marqués, al ver tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de cualquier hombre herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le cubrió el rostro, el mundo se le oscureció ante los ojos y la llama de los celos le quemaron por dentro, como si en su interior tuviera una llaga en carne viva. No sabía cómo reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los cornudos, apenas atinó a pensar, repitiéndose para sus adentros: Si esto ocurre en el poco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta de mi esposa cuando me ausentó por mucho más tiempo?

La marquesa le despojó de sus ropas al esclavo negro, con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que la excitaba de solo verla y palparla con los dedos. El negro quedó desnudo y a merced de su ama, quien se sentía obsesionada por ese trasero musculoso, redondo e inmenso, no solo porque era el doble del que tenía su marido, sino también porque estaba en completa armonía con el resto de su fornido físico.

Al cabo de un tiempo, la marquesa le entregó al negro su piel blanca como la porcelana oriental y, sintiendo que las tentadoras caricias la hacían estremecerse de punta a punta, se quitó el camisón de gasa, ofreciéndole la espalda al esclavo negro, que la rodeó con los brazos por atrás, acercándole su enorme falo en la hendidura de las nalgas. Ella aceptó el juego y empezó a menearse contra el unicornio, en tanto él le recorría el cuerpo con las encallecidas manos, intentando acceder a sus turgentes senos, cuyos pezones eran del color de las cerezas.

El marqués, al mismo tiempo de que esto ocurría en el interior de la alcoba, recordaba que su esposa, cada vez que tenía ganas de vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con antelación; se limpiaba los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier, se peinaba su blonda cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo, mirándose desnuda delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su juventud y belleza.

La marquesa se recostó de espaldas sobre las pieles que cubrían el lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba acostumbrada a usar a un esclavo para satisfacer los impulsos enardecidos de su deseo carnal. El negro se puso de cuclillas y le recorrió con la lengua las entrepiernas y nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y, cuando llegó al dilatado orificio del rosado fruto, la penetró con la lengua hasta el fondo, hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito, se vino entre pequeños gritos y palabras delirantes:

–Sí, sí, así, sí, sí…

El esclavo negro levantó la cabeza y, el rostro empapado por los jugos que ella emanaba con efusión, preguntó:

–¿Le gusta así, mi ama?

–Sí, sí, sí, sí, sí…

El marqués, que seguía parado en la ventana, en silencio y la respiración contenida, empezó a sentir menos celos al ver que su esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo negro. Incluso parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer tenían los mismos deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante una inexorable pasión erótica.

La marquesa se incorporó de un brinco, miró la recia musculatura del negro y le ordenó tenderse de espaldas sobre el lecho, para montarse a horcajadas sobre su robusto miembro. Él obedeció sin pronunciar palabras y ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría los empurpurados labios y entornaba los azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo más profundo de sus entrañas, hasta que, como si fuera a desfallecer tendida sobre el pecho del hombre que la hacía navegar en una ola de estrellas, se vino en un orgasmo fenomenal, contrayendo las nalgas y segregando más jugos que nunca.

El esposo de la marquesa infiel, que gozaba con las escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro hacía lo que él no era capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y afrodisiacos, permaneció callado al otro lado de la ventana, tocándose las partes íntimas como cualquiera que satisface su curiosidad sexual masturbándose delante de una realidad que supera a la fantasía o mirando las imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en poses sugerentes, exhiben las depiladas zonas de su endiosada anatomía.

La marquesa desmontó con la destreza de una amazona, seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin dejar de acariciarle los senos que parecían sandías maduras. Después, la marquesa se puso de cuatro, boca abajo, los codos apoyados sobre las pieles y los pechos aplastados contra un cojín de terciopelo. Arqueó la espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al esclavo negro los húmedos ojos de su cuerpo.

El negro, con el miembro torcido como un banano por el peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara disfrutar de una estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y le permitiera acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que parecía guiñarle desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole que estaba lista para la posesión total.

La marquesa retrocedió hasta el borde del lecho, sin levantar la cabeza ni voltear la cara. El esclavo negro le apartó las nalgas con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas carnes. La sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose con una mano, la penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después violentamente. Ella gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo y sintiendo cómo el enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía sensualmente en su interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía menearse sin cesar, mientras los gemidos llenaban la alcoba y las gotas de sudor perlaban en su piel.

Al marqués, así como resultaba difícil despegar la mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos marionetas en blanco y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba también difícil no recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera vez que la metió en el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los padres de la marquesa, convencidos de que su única hija había encontrado un buen partido, se la entregaron virgen antes de que otro caballero de la corte la hiciera suya. Nunca pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables noches de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas conyugales de la aristocracia de la época.

El esclavo negro seguía moviéndose con los pies clavados en las felpas de la alfombra, hasta que, los músculos tensos y los ojos en blanco, estalló en una lava caliente que saltó intermitentemente sobre el depilado cuerpo de la marquesa, que aprendió a gozar de sus caricias y su potencia viril.

Ambos acabaron extenuados y tendidos lado a lado, como la noche y el día. Luego se vistieron y se besaron antes de despedirse. El esclavo negro salió de la alcoba por la misma puerta secreta por donde entró y ella se sentó en la mecedora, presta a retomar su bordado en el bastidor, un oficio al que se dedicaba cada vez que su marido estaba a punto de llegar de su viaje.

El marqués estaba satisfecho y resignado por la infidelidad de su esposa, ya que como nunca, a tiempo de contemplar las escenas de la increíble relación sexual entre ella y el negro, se masturbó estimulándose con las manos, hasta que eyaculó con una sensación placentera. Al final, se retiró de la ventana, los pantalones mojados y el pensamiento ocupado por la belleza incomparable de la marquesa infiel y la musculosa virilidad del esclavo negro.

Desde ese día, el marqués, siempre que simulaba ausentarse por asuntos de negocio, se daba la vuelta en medio camino y retornaba a la mansión disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que de manera habitual estaba siempre ataviado como un caballero de la corte, sombrero con pluma, bombacho hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en mano.

Entraba en la mansión y se dirigía directamente hacia el jardín. Avanzaba a hurtadillas hasta la ventana de la alcoba, donde estaba su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, observaba a escondidas cómo se abría la puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y cómo su esposa, la marquesa, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le asomaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en los sentidos, hasta que terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que su esposo, el marqués, estaba supuestamente de viaje y ella estaba supuestamente sola en la alcoba de la suntuosa mansión.