domingo, 19 de octubre de 2014


ARTE Y REVOLUCIÓN EN LAS PINTURAS
DE MIGUEL ALANDIA PANTOJA

La exposición retrospectiva de las magníficas obras de Miguel Alandia Pantoja, en homenaje al centenario de este pintor llallagueño, inaugurado en los pasados días en el Museo Nacional de Arte, es una muestra fehaciente de que el arte y la revolución son las dos caras de una misma moneda, así como lo concibió desde sus inicios este gran muralista boliviano.

No cabe duda de que Miguel Alandia Pantoja, que tuvo una formación autodidacta y una militancia revolucionara, plasmó en sus cuadros y murales lo que le dictaba la conciencia. De ahí que sus paisajes y personajes, que emergen con vehemencia en medio de un torbellino de colores, reflejan la honda sensibilidad del artista, quien supo captar la turbulenta realidad de su época, tanto en el campo como en minas del norte de Potosí, donde se forjaron los ideales socialistas del movimiento obrero boliviano, que protagonizó las luchas anticapitalista y antiimperialista más trascendentales del siglo XX.

Miguel Alandia Pantoja asumió su compromiso político con la izquierda de la izquierda, consciente de que el trabajador de la cultura no puede quedar indiferente ante las injusticias sociales y que, en el mejor de los casos, su arte debía ser un instrumento de concientización y estar al servicio de la liberación nacional; una noble causa que anidó en su corazón desde que se hizo militante del Partido Obrero Revolucionario y que no la abandonó hasta el día de su muerte.

Cualquiera que contemple sus cuadros y murales, ya sea en los museos o edificios públicos, se dará cuenta que este artista, digno representante de la corriente pictórica del llamado realismo social, usó los andamios y brochazos, la paleta y el pincel, para registrar gráficamente la historia de Bolivia y los bolivianos; una historia marcada por los triunfos y las derrotas del movimiento popular.

En sus impactantes murales, pintados sin que nadie lo apremiara y destilando lo mejor de su talento, están retratadas las masacres mineras y campesinas perpetradas por la bota militar, la usurpación de los recursos naturales por parte de la rosca minero-feudal y las conquistas de la revolución del 1952,  como fueron la nacionalización de las minas, la reforma agraria, la reforma educativa y el voto universal.

En sus lienzos pintados de caballete, en los que se muestra el artista de cuerpo entero, trazó con indiscutible maestría sus ideas más sensibles y personales. Ahí tenemos los cuadros de ambiente telúrico y compromiso social, donde los mineros se yerguen como gigantes de las montañas, empujando los carros metaleros hacia el exterior de la mina y protagonizando una realidad dantesca, en la que las luces y sombras tienen un lenguaje épico y trágico a la vez.


No es menos impresionante, al menos para quienes conocemos la historia personal de Miguel Alandia Pantoja, el cuadro que les dedicó a sus camaradas César Lora e Isaac Camacho, donde aparecen las imágenes de los caudillos obreros, como emergiendo de las tinieblas y teniendo a los cerros como único telón de fondo. El cuadro, titulado Testimonio, fue realizado después de que el artista se anotició de que César Lora fue asesinado con un tiro en la frente por los sicarios del dictador René Barrientos Ortuño y por órdenes expresas de la CIA, en la confluencia de los ríos Toracarí y Ventilla de Sacana (San Pedro de Buena Vista), al norte del departamento de Potosí, el 29 de julio de 1965.

Las emblemáticas pinturas de Miguel Alandia Pantoja, lejos de la crítica de sus detractores, son el grito de denuncia y protesta del pueblo, un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de artistas que necesitan de un maestro que los guíe por los senderos del compromiso social, donde se funden con pasión creadora ética y estética, arte y revolución. 

viernes, 10 de octubre de 2014


UN RAMO DE RAZAS

Caminando por las calles de Estocolmo, haga frío o haga calor, veo a personas que no sólo se parecen al muchachito rubio que nos sonríe desde el tubo del Kalles Kaviar, sino a una multitud semejante a las flores que se venden en la plaza de Hötorget. Esta explosión de colores y aspectos me recuerda que estoy en una sociedad multirracial, donde lo rubio es sólo uno más de los colores que conforman la paleta de un pintor.

¡Y qué bueno que así sea! Esta variedad humana me permite considerarme cosmopolita y comprender que todos somos iguales indistintamente del color de la piel, como somos iguales a la hora de la muerte. Las razas se han mezclado desde siempre. Sólo en América, a partir de la colonia, se mezclaron tanto que dieron origen a otras nuevas, así el mestizo es el resultado de india y blanco, el mulato de blanca y negro, el zambo de indio y negra..., aparte de que la realidad luce más bella con todos los colores que nos deparó la naturaleza.

A pesar de estas consideraciones, el racismo latente en algunos suecos nos recuerda a ese cuento cínico que dice: Había una vez un padre blanco que no era racista contra los negros, hasta el día en que su hija llegó a casa con uno de ellos. Hablo de ésos que desconocen su propia historia, de ésos que se ufanan de pertenecer a una raza superior, olvidándose que Suecia, desde la Edad Media, es una nación de inmigrantes.

Cuando llegué a Estocolmo, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. De modo que este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas cuya diversidad ha modificado no sólo la fisonomía de su población, sino también algunos valores que se consideraban inmutables.

La historia contemporánea de Suecia es irreversible, por mucho que los enemigos de la integración se nieguen a aceptarlo; más todavía, estamos en la obligación de recordarles que la inmigración, lejos de ser una carga económica para el país, es un recurso positivo desde todo punto de vista, aparte de que la diversidad cultural nos enriquece a todos, siempre y cuando resguardemos los principios elementales de la democracia y la convivencia ciudadana, conscientes de que tolerancia es el mejor antídoto contra la discriminación, la segregación social y la xenofobia contra el extranjero.

Los políticos conservadores, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna pierda sus peculiaridades.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales que le pertenecen desde la cuna hasta la tumba; nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco para dejar de ser svartskalle (cabeza negra).

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acoge, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo desde mi país de origen, porque mi cultura forma parte de mi identidad, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos a cuestas, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que aprender y compartir con nosotros.

En algunas zonas de Estocolmo, donde los inmigrantes hacen de esta ciudad anfibia algo más que una simple tarjeta postal aislada en el techo del mundo, se ven a mujeres que visten con los indumentos típicos de sus países de origen, a niños que juegan sin importarles la religión ni la raza del amigo, a hombres que se comunican con las manos y los gestos. En ninguna parte como en la zona de Tensta, por citar un ejemplo, se ve tanta maravilla concentrada en una misma plaza; no al menos a esas hermosas mujeres que andan barriendo el aire con la cadencia de sus caderas, como las bailarinas que aprendieron a usar el cuerpo al compás de la música.

Estocolmo es -y será- un enorme mosaico multicultural, cuyos habitantes de origen extranjero, más que constituir una simple decoración exótica en calles y plazas, son un valioso recurso para el progreso socioeconómico de esta ciudad que, definitivamente y desde hace tiempo, dejó de ser una pequeña provincia para convertirse en una metrópoli digna de ser comparada con cualquier capital europea.

Por otro lado, el invandrare (inmigrante) no sólo es aquél que habla el sueco con una fonética extranjera o es pelinegro, sino también aquél que, a pesar de haber nacido en Suecia y pronunciar el idioma sueco con fluidez, tiene padres de origen extranjero, aunque éstos no tengan necesariamente la cabeza negra ni las costumbres de una cultura extraña. Entonces surge la pregunta: ¿Quién es más extranjero entre los extranjeros y quién es más sueco entre los suecos? La respuesta, por su propia naturaleza, es motivo de controversias y nos remite al análisis de las relaciones genéticas o consanguíneas entre los individuos que conviven en un mismo territorio.

La combinación de orígenes étnicos es cada vez más frecuente y evidente. No es raro encontrar a familias en cuyo seno confluyen todas las razas y culturas, lejos de los prejuicios y los conceptos preconcebidos. La Suecia multirracial es una realidad inminente, por mucho de que los enemigos de la inmigración e integración se nieguen a aceptarla, aduciendo que debe conservarse Suecia para los suecos.

Lo que yo quiero, como la inmensa mayoría de los ciudadanos, es que este país exótico, donde encontré la solidaridad y la tolerancia, siga siendo un paradigma de la convivencia social, con hombres que tienen el espíritu inclinado hacía el respeto por la naturaleza y con mujeres que durante el invierno se cierran como capullos y durante el verano se abren como flores. Y, sobre todo, quiero que sea una nación donde todos podamos conformar un hermoso ramo de razas.

martes, 7 de octubre de 2014


EL COLONIALISMO EN TINTÍN

La edición de Tintín en el Congo es un excelente motivo para abordar el tema del racismo en los llamados cómics, donde los negros representan el subdesarrollo y los blancos la expansión imperialista, una imagen que nos persigue como fantasma en el subconsciente colectivo. Si anudamos los cabos sueltos de la historia universal, advertiremos que el racismo tiene sus primeros antecedentes en el pasado colonial de las culturas no occidentales, donde los conquistadores europeos, a diferencia de los asiáticos, negros o indios, impusieron su voluntad a sangre y fuego.

En este contexto, la serie creada por Georges Rémy, quien usó el seudónimo de Hergé desde 1929, cuenta la versión oficial de los vencedores, con una fuerte dosis de racismo y una visión retorcida de la realidad del llamado Tercer Mundo. Y, sin embargo, su personaje principal, aparecido por primera vez en el suplemento juvenil de un periódico belga, es una de las figuras más aclamadas por los lectores desprevenidos y el personaje de ficción más cotizado en el reino de los cómics.

Los periplos de Tintín, traducido a medio centenar de idiomas, se han publicado en más de 100 países y el número de ejemplares vendidos ha superado los 150 millones en todo el mundo; lo suficiente como para difundir masivamente una ideología que atenta contra las razas y culturas, que hace tiempo ya se independizaron de los colonizadores europeos.

Desde su primera aventura, Tintín en el país de los soviets, hasta la muerte de su creador, en 1983, este periodista intrépido y curioso, de inamovible tupé y acompañado por su fiel fox terrier Milú, ha llegado a la Luna y ha recorrido un largo itinerario en la Tierra, desde Rusia hasta África colonial. Tintín es el Superman belga, pues ha cruzado los mares para pelear con los indios en las praderas norteamericanas, ha escalado las cimas de los Andes y el Himalaya, ha luchado contra las fieras salvajes de la jungla en la India y Suramérica, y, al mejor estilo de Indiana Jones, ha presenciado los acontecimientos de la historia contemporánea, como fue la guerra chino-japonesa, la revolución bolchevique y los diversos golpes de Estado en las más exóticas repúblicas bananeras, cuyos habitantes son sinónimos de incivilización y barbarie. 

Ahí tenemos el caso de Tintín en el Congo, donde el protagonista blanco, sentado en una litera, es llevado a cuestas por cuatro figuras grotescas, que tienen los ojos saltones, los labios desproporcionados y la piel negra como el ébano. La imagen parece inspirada en la clasificación racial hecha por el naturalista sueco Carl von Linné (1707-78), quien caracterizó a los africanos en los siguientes términos: negro, flemático, de cabellos negros y crespos, laxo, nariz roma, labios abultados, astuto, negligente, perezoso, y se rige por el arbitrio. En cambio el de raza aria es: blanco, musculoso, sanguíneo, ojos azules, cabellos rubios y ondulados, agudo, industrioso, versátil, y se rige por leyes.


Esta imagen, enraizada en la mentalidad colonialista de Occidente, induce a pensar que los angoleños son una suerte de esclavos postrados ante los pies del hombre blanco, al cual adoran y convierten en jefe supremo de sus tribus, dando lugar, de este modo, al sentido de dominación de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra, de una raza sobre otra.

No se debe olvidar que este país del oeste  africano, que primero fue colonia portuguesa y después belga, sufrió el desprecio y la expoliación de Occidente. Así, entre el siglo XVI y XIX, fue uno de los centros principales del comercio de esclavos, quienes fueron vendidos y transportados al continente americano, mientras en el siglo XX, a consecuencia de la expansión y el saqueo imperialista, las empresas transnacionales intensificaron la explotación de sus recursos naturales, que hizo florecer el comercio de diamantes, cobre, oro, plata, cinc y otros.

Tintín, visto desde esta perspectiva, es el representante de una cultura y, por lo tanto, de una mentalidad que, desde la época del colonialismo europeo, ha intentado perpetuar la supremacía del hombre blanco. En las series basadas en las teorías del social-darwinismo, que legitiman la existencia de razas superiores y razas inferiores, los negros, asiáticos e indios, representan a los malhechores oscuros de la sociedad, en tanto los blancos, buenos, bellos e inteligentes, son los héroes de las historietas, donde se cumplen los sueños de quienes defienden la supremacía del hombre blanco, así el racismo sea una utopía como la especulación del social-darwinismo. Basta revisar la historia de las diversas culturas para comprobar que las razas y los pueblos se han turnado en la vanguardia de la civilización, siendo así que pueblos que conocieron antes un deslumbrante esplendor, aparecen en la actualidad postergados en relación a otros que sufrieron un vertiginoso desarrollo en los últimos tiempos.

Las aventuras de Tintín, al menos en su viaje al Congo (ahora República de Zaire), tienen una clara intención racista, que es preciso aclarar para que no se siga creyendo en el mito de que el negro nació para ser esclavo y el blanco para dominarlo por mandato divino.