domingo, 28 de septiembre de 2014


 GUILLERMO LORA,
IDEÓLOGO DEL PROLETARIADO BOLIVIANO

No lo conocí en mi infancia, a pesar del vínculo familiar que nos une. Sin embargo, por los elogiosos comentarios que escuché sobre su vida y obra, siempre lo imaginé como a un hombre excepcional, quizás porque inspiraba un profundo respeto entre los suyos o, quizás, porque entonces era ya un personaje que formaba parte de la historia nacional y universal; destacó como una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad latinoamericana y como el líder indiscutible de una de las organizaciones políticas más influyentes en el seno del movimiento obrero del siglo XX.

A mediados de 1975, tras la escisión del Partido Obrero Revolucionario (P.O.R.) y en vísperas de la realización del XXIII Congreso en la ciudad de La Paz, me enfrenté por primera vez a ese personaje legendario, cuyo nombre me pesaba en la mente y que de sólo mirarlo a los ojos me provocó una sensación de inferioridad, a tal extremo que, ante su mirada fija y penetrante, se me desordenaron las ideas y las palabras. Estaba sugestionado por su personalidad que se imponía de manera natural y no salía de mi asombro luego de haberle estrechado la mano y habernos fundido en un abrazo silencioso pero afectivo.

Clausurado el Congreso, aquella frígida mañana de junio, aguardamos el alba para ganar la calle y desaparecer de la vigilancia policial. Todos tomaron su rumbo y yo el rumbo que tomó Guillermo. Mientras recorrimos por las calles empinadas de la ciudad, hacia la casa donde estaba clandestino, no volví a mirarle a los ojos, me limité a escuchar su voz que desprendía vahos al salir de su boca. No recuerdo con exactitud lo que me dijo, pero sí el instante en que un peso descomunal se me instaló en el cuerpo y descendió vertiginosamente hacia mis pies, como si por primera vez estuviese experimentando la ley de la gravedad.

Desde ese momento, que para mí se hizo eterno, caminé con pies de plomo, no por el cansancio ni el desvelo, sino porque estaba al lado de un hombre en el que uno podía hallar toda la seguridad del mundo; esa seguridad que viene acompañada por las convicciones ideológicas, los avatares de la vida y la experiencia de quien aprendió a foguearse en los períodos más álgidos de los regímenes dictatoriales y la represión política.

Cuando llegamos a la casa, luego de trepar por una calle angosta desde donde se podía dominar una parte de la ciudad, ascendimos por unas gradas hacia un patio en el que había un cuartucho del tamaño de una celda, y por cuya puerta, de algo más de un metro de alto, se deslizó Guillermo agachando la cabeza. En el interior no había más que lo indispensable: una cama, una máquina de escribir y una caja sobre la cual estaba la estufa para cocinar. No podían faltar los libros, folletos, periódicos y, debajo de la cama, un orificio donde se escondía el mimeógrafo cubierto por un cartón camuflado con una capa de tierra escarbada del mismo piso. 

En ese cuartucho donde apenas cabíamos los dos, pero que en mi imaginación se tornaba en un maravilloso castillo de sólo pensar que estaba al lado de una biblioteca viva y un analista político de primera línea, aprendí a conocer el mundo fascinante del panfletista. Allí pasé varios días como en estado de levitación y dormí varias noches acurrucado a los pies de Guillermo, observando de soslayo todo lo que hacía y escuchando con atención todo lo que decía. Tanto sus acciones como sus palabras dignificaban una vida dedicada a la investigación, la polémica y la crítica implacable contra los gobiernos oligárquicos, nacionalistas, dictatoriales, neoliberales y pro-imperialistas. 

No es exagerado afirmar que su persona, desde la alborada hasta el ocaso, encarnaba una disciplina admirable y era un ejemplo del revolucionario que no escatima esfuerzos en el cumplimiento de su deber, a pesar de las privaciones impuestas por la dura vida clandestina. Escribía desde las primeras horas de la mañana y leía hasta muy entrada la noche, casi siempre con un bolígrafo al alcance de la mano.

De aquello días que pasé con ese hombre que hizo de la pasión revolucionaria el eje de su vida y obra, recuerdo dos anécdotas: la primera, la tarde en que olvidé comprárselo el periódico, sin sospechar que para él era como el pan de cada día y, la segunda, aquella mañana en que, sentado en el borde de la cama y con la máquina de escribir sobre las rodillas, redactaba un artículo directamente en el esténcil mientras conversaba conmigo.

A tiempo de despedirnos, me prometí a mí mismo que, de repetirse la experiencia de pasar unos días junto al máximo exponente del marxismo boliviano, se lo compraría el periódico sin falta y no volvería a incurrir en el error de discutirle con argumentos propios de la estupidez humana.

Dos años más tarde, a principios de junio de 1977, cuando ya me encontraba en el exilio, nos vimos en una conferencia organizada por el CORCI en París, donde asistí con la firme decisión de plantearle mi retorno a Bolivia; más todavía, quería retornar junto con él, quien tenía pensado ingresar clandestinamente por la frontera del Perú. Mi sueño no se concretizó; por el contrario, un cruce de palabras y un malentendido nos distanció de una manera por demás extraña.

Desde entonces no volví a conversar a solas con Guillermo, pero su imagen, de hombre pulcro e inteligente, permaneció viva e intacta en mi memoria. Cuando me llegó la fatal noticia de su deceso, sentí que se nos fue el mejor bolchevique boliviano. No obstante, así sus enemigos batan palmas y se regocijen por su partida, tengo la certeza de que su obra, reunida en casi setenta volúmenes, le sobrevivirá en el tiempo y el espacio, debido a que constituye un invalorable legado en manos de los revolucionarios y estudiosos de la historia del movimiento obrero boliviano. 

A mí me tocará leer y releer sus escritos relacionados con el arte y la literatura; una temática que conocía a fondo y a la cual dedicó buena parte de su talento y energía, consciente de que la realidad social se refleja en las distintas facetas de la creación humana; una tesis que no dudó en sostener a lo largo de su vida, desde cuando fue cautivado en su juventud por el libro “Literatura y revolución”, de León Trotsky.

No sé si algún día, siguiendo al pie de la letra sus consejos, me anime a escribir eso que él denominaba la gran novela minera, pero de una cosa sí estoy seguro: jamás aprenderé a escribir mientras converso, porque esa destreza natural de hablar y escribir al mismo tiempo, era un don que sólo tenía Guillermo, un hombre que definió su conciencia y vocación revolucionaria desde el día en que su padre, que ocasionalmente se encontraba en Oruro, le enseñó una fotografía en el taller de peluquería de Gumercindo Rivera, sobreviviente de la masacre de Uncía.

Allí -recuerda Guillermo-, su padre, don Enrique Lora, puso la fotografía ante sus ojos azorados y preguntó: ¿Dónde estoy? Ahí, casi al centro, estaba Enrique Lora, lleno de carnes, de mediana estatura, en plena juventud y ostentando espesos bigotes y sombrero embarquillado; es más, en la fotografía “se veía el suelo cubierto de toscas frazadas tejidas por manos indias, que cubrían varios cadáveres, rodeados por un grupo de personas de aire desafiante, aunque melancólico y que sostenían un estandarte que llevaba la inscripción de 'Federación Obrera.' La escena trasudaba tragedia.

Las palabras citadas, que forman parte del prólogo de La historia del movimiento obrero, su obra cumbre recogida en varios tomos, nos dan la pauta para entender mejor el porqué Guillermo Lora se hizo revolucionario profesional y dedicó su vida a la causa de la dirección política del proletariado; una causa sustentada por sólidos principios ideológicos que no abandonó hasta la hora de su muerte, acaecida en la ciudad de La Paz, el 17 de mayo de 2009.

miércoles, 24 de septiembre de 2014


EL FANTASMA DE LA CHINA MORENA

Se dice que cuando la China Morena se dirigía hacia el prostíbulo donde trabajaba, satisfaciendo los deseos sexuales de sus clientes, un hombre de contextura robusta y rostro desconocido la interceptó en la oscuridad de la calle, la intimidó con un puñal y la arrastró hacia el pasadizo angosto de unas viviendas, donde le sustrajo el dinero que llevaba en la cartera.

No conforme con esto, le cortó las orejas y la cosió a puñaladas, antes de abandonarla desangrándose en el suelo y sin que nadie se percatara del horrendo crimen que, por la crueldad con que actuó el asesino, conmocionó a la población entera apenas la prensa publicó la noticia junto a una fotografía que la mostraba ataviada con traje de China Morena en la apoteósica entrada de la Virgen del Carmen.

Bastaba ver la fotografía, para imaginarse que se trataba de una mujer de facciones finas y proporciones perfectas; pechos abultados y caderas amplias que suspendían las polleras a la altura de los muslos, sus trenzas largas y gruesas, tendidas hacia adelante, se le precipitaban hasta su escultural cintura, donde llevaba una ch’uspa sujeta al cinto, aparentemente llena de monedas de plata, de ésas que se acuñaban en la Casa Imperial de la Moneda en Potosí.

Desde el día en que empezó a ejercer el oficio de meretriz, recién cumplidos los veinte años de edad, nadie sabía dónde vivía, ni quiénes eran sus progenitores, salvo que entre sus compañeras y clientes asiduos era conocida como Consuelo, un nombre de pila que se lo ganó a pulso, no sólo porque era capaz de consolar al semental más insaciable, sino también porque los clientes más desdichados en el amor encontraban un verdadero consuelo entre sus brazos.

Llamaba la atención por su trato amable, su sonrisa sensual y su imponente figura, aunque en el fondo de su alma escondía las vejaciones a las que a veces era sometida por algunos de los borrachos inescrupulosos que solicitaban sus servicios. Con todo, según las mismas trabajadoras sexuales, era la única que complacía los caprichos más exigentes de los jóvenes clientes y la única que, con la destreza en su oficio y el ardor de su cuerpo, les devolvía la virilidad perdida a los más viejos.

Desde la noche en que le segaron la vida y fue enterrada como difunta NN en una fosa común, tras una autopsia que le practicaron los peritos en la morgue, el fantasma de la China Morena se aparecía en la Ceja de El Alto, vestida con polleras de color púrpura y escarlata, con joyas de oro y piedras preciosas en las orejas, los dedos y el cuello; unos botines de cabritilla, una manta chalón sujeta al hombro derecho con topo de plata, un sombrero borsalino coronado con una alhaja en el lado derecho y una blusa escotada que dejaba entrever el naciente de sus senos parecidos a dos melones maduros, suaves y jugosos.

No había hombre que resistiera la tentación de sus carnes ni mujer que envidiara los encantos de su belleza; era una hembra que atrapaba la mirada de todos y provocaba revuelos allí donde se aparecía contoneando las caderas en su garbo caminar; es más, quienes se cruzaron en su camino, afirmaban que la China Morena llevaba una lata de cerveza en una mano y una matraca de quirquincho en la otra.

Los parroquianos, a poco de salir de su borrachera, comentaban haber visto el fantasma de la China Morena en los predios de la Alcaldía Quemada, como si aguardara la llegada de alguno de sus clientes, o bien la veían paseando por la Plaza del Lustrabotas, donde se aparecía para lamentar su dolorosa muerte y vengarse de los hombres que le causaron daños y traumas en su vida.

Su fama de prostituta profesional se perpetuó en la mente de sus clientes y sus historias de terror andaban en todas las bocas. No había una sola persona que no conociera algo sobre las maldades que encarnaba el fantasma de la China Morena. Y, aunque presentaba un aspecto de mujer inofensiva, era cruel con los borrachos, adúlteros y aficionados a los juegos de azar.

Para las prostitutas, que fueron sus leales compañeras, incluso para quienes le retiraron la palabra y la mirada por envidia y celo profesional, no cabía la menor duda de que el fantasma de la China Morena aparecía en la ciudad para cobrarse de muerta lo que le negaron en vida, para propinarles un castigo ejemplar a los hombres de mala fe y mala conciencia; pero ante todo, para reencontrarse cara a cara con su asesino, a quien le prometió, antes de desplomarse ensangrentada y moribunda, volver un día para arrancarle los testículos y dárselos a los perros.

No pocos dicen que poseía poderes sobrenaturales y que, de un momento a otro, hipnotizaba a los hombres que salían de los antros y, desorientados por los efectos del alcohol, deambulaban solos en las zonas periféricas de la ciudad, para luego llevárselos a rastras hasta los muladares, donde los abandonaba al nacer el día,  luego de bajarles los pantalones y aplacar sus impulsos sexuales.

Sus víctimas, al despertar desconcertados y tiritando de frío, se cubrían las vergüenzas y se retiraban a sus casas, con la certeza de que fueron poseídos por el fantasma de la China Morena, la misma que, en actitud de venganza y a modo de sentar el precedente de que son las mujeres quienes mandan sobre los varones domados, les dejaba, como advertencia y testimonio de su presencia entre los vivos, un chupón en el cuello y una cruz tatuada en el pecho.

Esta leyenda urbana, que se cuenta de boca en boca y en todos los ámbitos de la ciudad de El Alto, se ha extendido con el transcurso de los años, a tal extremo que no hay un solo cliente de los prostíbulos de la Zona 12 de Octubre, que no haya oído hablar algo sobre las destrezas sexuales de la China Morena ni nadie que haya quedado indiferente ante el atraco que le causó la muerte, nada menos que una arma blanca que le abrió el vientre y le destrozó las vísceras.

Algunos aseveran que no se irá tranquila de la ciudad y que su fantasma seguirá  rondando por las inmediaciones de la Ceja, mientras no dé con el paradero del hombre que le asestó las puñaladas aquella noche en que cerró los ojos por última vez, pero con la promesa de retornar otro día desde el más allá, dispuesta a vengarse de los hombres infieles y maltratadores, que no comprenden que una meretriz, por mucho de que se gane el sustento de la vida entregando su cuerpo como un objeto de placer, tiene también dignidad y merece todo el respeto de todos.

viernes, 19 de septiembre de 2014


EL TEATRO EN ROSA FERNÁNDEZ DE CARRASCO

Rosa Fernández de Carrasco nació en Cochabamba el 30 de agosto de 1918 y falleció el 20 de julio del 2000. Profesora, poeta y autora de literatura infantil. Estudió la primaria en el Instituto Americano y la secundaria en el Liceo Adela Zamudio de Cochabamba. Posteriormente prosiguió estudios en el magisterio de La Paz, donde egresó como educadora del parvulario, trabajo que ejerció a lo largo de treinta años.

Cuentan que desde niña se destacó por su talento para la literatura y el teatro, por eso mismo participó en las horas cívicas de la escuela y el liceo declamando poemas y protagonizando obras de teatro infantil. Se cuenta también que escribió su primera poesía a los ocho años de edad y que en la secundaria ganó el Primer Premio de Poesía en un certamen convocado en homenaje al Día de la Madre.

Contrajo matrimonio con el profesor Carlos Carrasco Ávila, junto a quien se fue a vivir en la ciudad de La Paz, donde ingresó al magisterio con el propósito de titularse como educadora del ciclo pre-escolar. Ejerció la docencia durante 30 años, 24 años como maestra y seis años como directora.

Rosa Fernández de Carrasco, en su condición de pionera de la literatura infantil y juvenil boliviana, tuvo una intensa actividad cultural. Fundó el Departamento de Teatro Infantil del Ministerio de Educación, que durante veintiocho años realizó presentaciones en las escuelas del país. Fue miembro del Comité Nacional de Literatura Infantil, de la Unión de Escritores de Bolivia, del grupo Fuego de la Poesía, del Ateneo Femenino y de otras instituciones socio-culturales. Está reconocida como una de las fundadoras del Comité Central de Literatura Infantil y Juvenil.

En reconocimiento a su exitosa labor en el ámbito de la poesía, el cuento y el teatro dedicado a los niños, fue galardonada en varias ocasiones. Obtuvo el Primer Premio para Autores Nóveles con su libro Teatro Infantil, en 1956. Asimismo, ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil convocado por el Ministerio de Educación, con una colección de cinco libros, en 1963. Recibió merecidamente la Gran Orden Boliviana de la Educación, en el grado de Oficial, en 1976.

Aparte de sus libros de cuentos para niños Ticotín, Caracol y Malvalushka, escribió, con gran sentido del humor y fina ironía, una serie de piezas de teatro que revelan a una autora que supo acercarse a los niños con talento artístico y sensibilidad de educadora interesada en transmitir sus conocimientos y experiencias en el mundo teatral.  Por lo tanto, no cabe duda de que Rosa Fernández de Carrasco, cuyos libros transmiten valores de paz, solidad y comprensión, fue toda su vida como una niña que quería jugar con los personajes de su imaginación y consigo misma.

Toda su energía estaba avocada a crear, tanto en verso como en prosa, un abanico de obras teatrales que despertaran la atención y el interés de los niños; de modo que con esta intención, por ejemplo, escribió El ratón Pérez se cayó en la olla, una comedia en verso y dividida en tres actos, basada en el cuento clásico La ratita presumida, que invita a los más pequeños a iniciarse en el campo de las artes escénicas.


No está por demás subrayar que sus piezas de teatro logran reflejar un mundo real e imaginario, compuesto por animales y humanos, para ser representados en el escenario de los teatros escolares y, por qué no, en los tablados de los teatros donde se dan cita los grandes dramaturgos, esperanzados en representar sus obras y ganarse el corazón y los aplausos de un público emocionado por la magia del teatro, que empieza y termina detrás de los telones.

Apuntes bibliográficos

Poesía: Celajes de alba y crepúsculo (1981). Cuento: Ticotín (1983); Malvalushka (1983); Caracol (1991). Teatro: Teatro infantil (2 v., 1958-1963); Teatro infantil (comedias en prosa y verso, 1987); Teatro infantil TIN (1992); El ratón Pérez se cayó en la olla (2007).

miércoles, 10 de septiembre de 2014


LOS SECUACES DEL NAZISMO


La máquina de la xenofobia y el racismo que hoy ruge en Europa no es más que el pálido reflejo de una ideología que se mantuvo latente en el subconsciente colectivo y en el seno de quienes se consideran todavía los herederos legítimos de una raza superior, destinada a dominar sobre las razas inferiores, olvidándose que no existen razas puras sobre la faz de la Tierra, debido a que todas -o casi todas- son el resultado de una mezcla compleja que se generó a lo largo de la evolución y la historia.

Para los neonazis, que propugnan la supremacía de la raza blanca, la amenaza interior está representada por los deficientes mentales, discapacitados, asociales y todos quienes no se adaptan a las exigencias del sistema imperante. Se los considera económicamente improductivos y, por consiguiente, se los trata como a una carga para los ciudadanos sanos y productivos.

Los neonazis, que en su mayoría crecieron junto al crimen y la droga, son elementos de escasa formación intelectual y sienten un odio visceral contra el extranjero. Son fanáticos y están dispuestos a imponer, por medio de la violencia, la supremacía del hombre blanco. Es fácil identificarlos tanto por sus diatribas como por sus fechorías; tienen la cabeza rapada,  adornan sus ropas con cruces célticas y cruces de hierro -símbolos prusianos-, usan botas de paracaidistas con la puntera reforzada con acero, cazadora de piloto americano, pantalón vaquero ajustado y en el cinturón una hebilla del tamaño de un puño, por si haga falta golpear al adversario.

Los neonazis, enseñando el saludo hitleriano y gritando: ¡Sieg Heil!, atacan sistemáticamente a los inmigrantes o cabezas negras, a quienes son diferentes y suponen que piensan de manera extraña. Son jóvenes cuyos actos delictivos chocan con los derechos a la vida y los más elementales sentidos de respeto y solidaridad con quienes viven el drama de la inmigración.

Aunque la defensa de los derechos humanos está por encima de toda consideración social, racial, cultural y religiosa, los grupos neonazis, secundados por los partidos de extrema derecha, atentan cada vez que pueden contra estos principios elementales, arguyendo que la conquista del poder blanco pasa por una carnicería humana.

De nada sirvió que la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) haya declarado el decenio de lucha contra el racismo y discriminación social entre 1973 y 1983, pues todo parece indicar que la movilización internacional contra la segregación social y racial no tuvo efectos duraderos. Ahí tenemos el fantasma del nazismo, que lejos de sucumbir en sus propias cenizas, vuelve a campear a lo largo y ancho de Europa, con un ímpetu cada vez mayor y con la firme decisión de hacer prevalecer sus principios políticos por encima de los principios de la democracia.

Es cierto que no constituyen un movimiento de masas, pero es cierto también que son un peligro para la democracia y la convivencia social. Están decididos a proseguir su lucha de manera legal o clandestina, conforme cumplan con el propósito de establecer una política racista sobre la base de una concepción que pregona la supremacía de la raza aria. Ellos representan a las fuerzas oscuras de la sociedad en crisis y ellos son los portavoces de una ideología retorcida que no tolera las diferencias raciales.


Algunos piensan que los neonazis de hoy, a diferencia de lo que se experimentó en la Alemania de Hitler, carecen de legitimidad política y fuerza organizativa, y que, por lo tanto, no representan un peligro para la sociedad. ¡Nada más ingenuo! El hecho de que estos grupúsculos no tengan la misma fuerza que tuvo el nazismo durante los años treinta y cuarenta, y merezcan el repudio masivo de los ciudadanos sensatos, no los convierte en menos peligrosos ni sus actos son menos impactantes; por el contrario, su insignificancia organizativa los lleva a asumir métodos violentos para concitar la atención de los medios de comunicación y ganar la adhesión de los sectores más jóvenes.

La discriminación contra los inmigrantes, que se ha agudizado en los últimos años, es un fenómeno que, a su vez, ha generado una revuelta y ha despertado voces encendidas de protesta. Mientras los representantes de los partidos tradicionales cierran los ojos ante los atropellos que los neonazis cometen a mano armada, los sectores afectados asumen la lucha por cuenta propia y se movilizan en procura de frenar la espiral de violencia y resguardar la seguridad ciudadana.

La prueba está en la rebeldía y el desacato civil que se manifiestan en las marchas de protesta contra el racismo en las ciudades de la Unión Europa. Los jóvenes inmigrantes, conscientes de que las instituciones responsables de garantizar la democracia y la seguridad ciudadana no son ya capaces de controlar la embestida del neonazismo, asumen la conducta de ganar las calles, levantar barricadas y resistir contra las fuerzas que golpean desde la extrema derecha, con una actitud civil digna de ser aplaudida y defendida.

Los inmigrantes, que no se dejan intimidar por las bravatas ni fechorías de esta pandilla de resentidos sociales, cierran filas en torno a las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, la exaltación del poder blanco ni la propaganda neonazi que, de cuando en cuando, se distribuye abiertamente a nombre de la libertad de expresión, aun sabiendo que el totalitarismo fascista, que reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con las del Estado absoluto, no tiene lugar en un sistema político pluralista, basado en el respeto a la diversidad y la tolerancia.

Aunque la historia del nazismo está esclarecida gracias a documentos, películas, series televisivas y libros que se han publicado en los últimos años, los herederos del nazismo niegan haber regado con sangre las páginas de la historia. Así, un grupo de historiadores, representados por el británico David Irving, calificado de revisionista, ofrece una visión diferente de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, al afirmar que Adolf Hitler era un incomprendido y que el holocausto jamás existió, o dicho de otro modo, los revisionistas pretenden eludir las responsabilidades de esa misa negra de la historia contemporánea europea, en la que hubo millones de judíos muertos en las cámaras de gas y cremados en los hornos que levantó el III Reich. 

Es evidente que estos atropellos de lesa humanidad no se pueden negar ni olvidar, y menos aún, cuando existen todavía sobrevivientes de los campos de concentración que, enseñando las marcas indelebles y el número que les fueron impresos a fuego en los brazos durante su cautiverio, recuerdan los detalles dantescos de esa horrible pesadilla ocasionada por el nazismo en el corazón de Europa, en una nación humillada por su derrota en la Primera Guerra Mundial que, en actitud de revancha, optó por conceder el poder absoluto a un dictador deseoso de imponer su voluntad con el discurso de una ideología racial y el lenguaje de las armas.

Ante los nuevos brotes de la violencia neonazi, el compromiso de los ciudadanos de ideas democráticas no debe ser ajeno a las propuestas que rescatan los crímenes de lesa humanidad cometidos dos por el fascismo en el siglo XX, porque el rescate de la memoria histórica  constituye un serio intento por mantener vigente los desastres y testimonios personales del holocausto nazi, con el propósito de que esta historia sombría no vuelva a repetirse en la Europa contemporánea, ahora que resurgen los nacionalismos de todo pelaje y los neonazis vuelven a ganar las calles enarbolando las bandera de la ideología racial.

jueves, 28 de agosto de 2014

EL MUNDO FANTÁSTICO EN LA LITERATURA INFANTIL(*)


Como todo ser humano, desde que el mundo es mundo, desde la noche de los tiempos, he vivido atrapado por los mitos, las leyendas y los cuentos provenientes de la tradición oral; por esas historias que, remontadas en las alas de la imaginación popular, se han transmitido de generación en generación y de boca en boca.

Aún recuerdo que mi abuela, una chola oriunda de una pequeña provincia del norte de Potosí, haciendo gala de un lenguaje salpicado por vocablos quechuas, me refería las aleccionadoras aventuras del Atoj Antoño y el Cumpa Conejo; mientras mi abuelo, un chuquisaqueño de armas llevar, que cató minas con la intención de convertirse en otro Simón I. Patiño, pero quien después de la revolución de 1952 y al final de sus años no encontró más que la desilusión y la pobreza, me introdujo en los estremecedores laberintos de los cuentos de espanto y aparecidos. Así fue como un día, al notar que no podía conciliar el sueño por el temor que le tenía a la noche, escuché en sus labios la leyenda del Tío: Dicen que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta, dijo, mientras afuera el cielo se vaciaba en relámpagos y aguacero. Desde entonces no he dejado de pensar en la imagen diabólica de ese personaje que habita en los socavones de Bolivia ni en las consejas mineras que adquirían una dimensión particular en la mente de mi abuelo, quien, aparte de ser un narrador jocundo y carismático, era capaz de embelesar a cualquiera con sus historias fantásticas. Sabía gesticular con emoción y cambiar las inflexiones de la voz, a la vez que los ojos se le iluminaban como lamparitas de acetileno y las palabras le brotaban fluidamente, como si todo el tiempo estuviese contando un viejo cuento de magia y de misterio. Así era mi abuelo, conocedor de la mina y sus secretos; un hombre de ideas liberales que, tomándome de la mano, me enseñó a conocer el realismo social y el mudo secreto de los mineros, con quienes compartí y conviví desde mi infancia. Conozco las necesidades de sus hogares, el drama de sus luchas y la tragedia de sus vidas, más trágicas todavía cuando se sabe que estos hombres mueren con los pulmones reventados por la silicosis y a cuatro mil metros sobre el nivel de la miseria.

Debo reconocer que, debido a la falta de medios materiales y a la realidad que me tocó vivir, no tenía la menor idea de la existencia de una literatura infantil, con libros profusamente ilustrados a todo color y con autores que se dedicaban a cultivar apasionadamente este género literario, sino hasta cuando salí de Bolivia, exiliado por una dictadura militar, y fui a dar en el techo del mundo, sin más equipaje que los recuerdos, porque los agentes del gobierno me sacaron directamente de la cárcel y me embarcaron en el aeropuerto de El Alto rumbo a Suecia, un país que, por cierto, me acogió con los brazos abiertos y me enseñó a valorar el verdadero significado del respeto a los Derechos de los Niños, haciendo hincapié en que uno de esos derechos es su acceso libre y gratuito a la literatura. 

Cuando empecé a trabajar en una Biblioteca de Niños en Estocolmo, me quedé maravillado, por primera vez, ante un cofre literario lleno de joyas  destinadas a los pequeños lectores, pues hasta entonces vivía aferrado a la idea de que los cuentos infantiles existían sólo en la tradición oral y la memoria colectiva, y no en los libros impresos con fascinantes ilustraciones que, además de despertar la sensibilidad estética de los niños, eran varitas mágicas que estimulaban su fantasía.

Ésta fue una experiencia magnífica para quien como yo, que cursó la educación primaria y secundaria en la población minera de Llallagua, estaba acostumbrado a leer sólo por obligación los cuentos y poemas que, a manera de materiales auxiliares de lectura, se incluían en los libros de texto; en esos manuales didácticos, engorrosos y aburridos, cuyo objetivo principal estaba orientado a impartir las complicadas reglas gramaticales, que a mí, como a la mayoría de los alumnos, me parecían más complicadas que las operaciones matemáticas.

La Biblioteca de Niños, contrariamente a lo que relata Jorge Luis Borges en La Biblioteca de Babel, no era la metáfora del universo ni la esfera de Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; tampoco tenía galerías hexagonales ni espejos que duplicaban las apariencias.

La Biblioteca de Niños no era como la Biblioteca de Babel, un laberinto caótico donde se escondía el libro análogo a Dios, que Jorge Luis Borges buscaba enloquecido entre dialectos pretéritos y remotos, sino un local exento de leyes divinas, donde los libros eran accesibles a la inteligencia humana y ninguno estaba escrito en dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico; tampoco existía un libro que fuese la “cifra y el compendio perfecto de todos los demás”, o un simple laberinto de letras, puesto que buscar un relato coherente en una sopa de letras es lo mismo que querer encontrar una aguja en el pajar.

En la Biblioteca de Niños, nadie necesitaba más tiempo de lo debido para hallar el libro deseado, pues los anaqueles estaban ordenados en base a un sistema riguroso de computación, que registraba el nombre del autor, la fecha y el lugar de edición, el título y el género de la obra. En La Biblioteca de Babel, en cambio, todo era impenetrable. Para localizar el libro A, primero se debía consultar el libro B, y para localizar el libro B, consultar el libro C, y así sucesivamente.

La Biblioteca de Niños, donde yo trabajé como si cada día asistiera a un jardín infantil, era el más concurrido y atractivo de cuanto he conocido; las paredes lucían imágenes arrancadas de los cuentos de hadas, mientras del techo, tan alto como puedan imaginarse, pendía un magnífico aerostato, representando La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne,  a la vez que el mobiliario estaba hecho según las recomendaciones pedagógicas de María Montessori. De modo que el bibliotecario parecía Gulliver en Liliput y la bibliotecaria Alicia en el país de las maravillas.

Los niños iban y venían explorando tesoros escondidos en los anaqueles y haciendo chirriar mesas y sillas. Al detenerse de súbito, con la mirada encendida por la emoción, alargaban el brazo y tomaban el libro próximo a sus manos. Luego lo contemplaban de arriba a abajo, de anverso y reverso, y, cuando abrían las tapas, quedaban absorbidos en un mundo de aventuras y desventuras, apenas oían las voces de los personajes que poblaban sus sueños.

De las páginas saltaban, uno a uno, Caperucita y el lobo, Aladino y su lámpara maravillosa, Cenicienta y su madrastra perversa, Blancanieves y los siete enanitos, la Bella Durmiente y el príncipe azul que la despierta, la Bella y la Bestia, Pippi Calzaslargas y Nils Holgersson, quien, montado a horcajadas sobre el lomo de un ganso, invitaba al lector a un viaje maravilloso a través de Suecia, para enseñarle la historia, la geografía y las costumbres de este país escandinavo, donde yo mismo recorrí de sur a norte en compañía de la obra de Selma Lagerlöf.

La Biblioteca de Niños, hecho de calor y cariño, me sirvió no sólo para refugiarme en el reino fantástico de los cuentos infantiles, sino también para reflexionar que, en el país que me vio nacer, existen todavía quienes viven y mueren sin aprender a leer ni escribir, y cientos de miles de niños y jóvenes que no tienen acceso a una sola joya de la literatura infantil y juvenil.

Por lo demás, si La Biblioteca de Babel era el resumen del caos del universo, la Biblioteca de Niños era un plácido jardín, donde los libros parecían flores y los niños mariposas.

Así pues, la biblioteca comunal de Tyresö, donde trabajé a principios de los años 80, me permitió retornar a mi pasado y rescatar al niño que habita dentro de mí, y a quien, acaso sin saberlo o sin quererlo, lo rechacé durante mucho tiempo, hasta que volví a repetir:Desde adentro, desde adentro,/ Desde el fondo de un abismo,/ Viene corriendo a mi encuentro,/ Un niño que soy yo mismo... Estos versos de Óscar Alfaro es un auténtico Viaje al pasado, a esa infancia que es un tesoro que debemos guardar celosamente y no perderlo nunca, pues ese niño o niña que habita en nuestro fuero interno, manteniéndose latente y negándose a morir, se manifiesta de manera espontánea cuando la lógica del razonamiento adulto es vencida por la fuerza del subconsciente, donde gobierna ese niño o niña que constituye el cimiento sobre el cual edificamos nuestra personalidad. No en vano reza el sabio proverbio inglés: El niño es el padre del hombre.

Por eso mismo, me llaman la atención los versos de añoranza de Pablo Neruda, quien, con su mirada de infancia, irremediablemente perdida, decía: ...Y a veces recordamos/ al que vivió en nosotros/ y le pedimos algo, tal vez que nos recuerde/ que sepa por lo menos que fuimos él,/ que hablamos con su lengua,/ pero desde las horas consumidas/ aquél nos mira y no nos reconoce... Es decir, El niño perdido de Pablo Neruda, además de causarme angustia, me provoca una rara sensación de algo que no quisiera experimentar en carne propia, pues lo que yo quiero, sin vacilar un solo instante, es que mi niño me acompañe hasta la muerte, y no porque tenga miedo a hacerme viejo, ni llevar a cuestas el peso de la experiencia y la apariencia física, sino, sencillamente, porque así me siento entero, con el anverso y el reverso de mi vida y de mi tiempo.

Ser viejo en lo físico no es lo mismo que ser viejo en lo psíquico. Einstein, por ejemplo, tenía el pelo blanco, pero era un niño por dentro; era sabio, pero tenía el corazón y la imaginación de un genio de quince años, aunque a la edad de los 25 se situó en la cúspide de los titanes del pensamiento humano, como Copérnico o Newton, tras descubrir la relatividad del tiempo, de nuestro tiempo. Por lo tanto, debo constatar que no soy el único adulto que posee alma de niño, sino un adulto más en quien perdura el peso de la infancia, con una pureza similar a la leche de la bondad humana.

Si todavía no se pusieron a pensar, valga recordarles que las obras de los poetas, músicos, pintores y científicos, nacen del juego de ese niño eterno que se esconde dentro de ellos; de ese niño que nunca pierde la capacidad de entusiasmarse, preguntarse, reinventarse o maravillarse. De no estar presente ese niño juguetón en cada artista, en cada uno de nosotros, sería más grave la vida y menos llevadera la existencia. Por suerte, la fantasía de un niño se prolonga hasta la muerte, aunque algunos lo desconozcan por temor a perder su autoridad de adultos o porque, sujetos a las normas lógicas y racionales de su entorno, se avergüenzan de sus fantasías, como si fuesen propias del infantilismo pueril e impropio de la edad adulta.

Sigmund Freud, en su estudio sobre el poeta y la fantasía, se preguntaba: ¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética? Sin duda, la preocupación favorita e intensa del niño es el juego, actividad lúdica a través de la cual se conduce como un poeta, creándose un mundo propio o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. El poeta hace lo mismo que el niño que juega -dice el padre del psicoanálisis-: crea un mundo fantástico y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad. Incluso el hombre que cree haber dejado de ser niño y haber dejado de jugar, no hace más que prescindir de todo apoyo en objetos reales y, en lugar de jugar, fantasea. Hace castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños diurnos, aunque a veces se avergüenza y oculta sus fantasías ante los demás. Con todo, si el poeta, al igual que el niño, es un hombre que sueña despierto, entonces la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustituto de los juegos infantiles, así como los instintos insatisfechos son la fuerza impulsora de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfecha.

Sin la fantasía no seríamos lo que somos ni tendríamos lo que tenemos. La actividad de la fantasía se expresa en la creación artística. Gracias al poder de la fantasía, incubada desde la infancia y mimada hasta la muerte, se han creado los instrumentos de los cuales disponemos en la actualidad. Sin la fantasía no hubiera existido un Leonardo da Vinci ni un Julio Verne, ese científico apresurado que, en su vida y en su obra, fue un niño-viejo, como lo fue Jonathan Swift en los Viajes de Gulliver, J.R.R.Tolkien en la fantástica epopeya de El señor de los anillos, Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas, los hermanos Grimm en sus cuentos de hadas, Hans Christian Andersen en sus cuentos fantásticos y J.K. Rowling en las aventuras de Harry Potter. También Michael Ende -otro de mis escritores favoritos- reivindicó la infancia como la etapa más noble del ser humano, una etapa mágica en la que todo es posible, incluso escribir la Historia interminable, una larga correría por la fantasía, sin saber luego cómo salir de ella para retornar a la realidad externa, donde muchos viven atrapados en las redes de un mundo lógico y enteramente racional. Él mismo, con su aspecto de científico bueno y la pipa en los labios, manifestó: Desde la escuela han hecho sentirme diferente, éste es un mundo en el que no se ama a los soñadores. Pero, por otra parte, nunca creí que los otros  fueran como se comportaban. Siempre he pensado que en el fondo, los otros son como yo, sólo que no lo saben. Otro niño-viejo fue James M. Barrie, el periodista escocés y aspirante a escritor, quien creó un personaje universal llamado Peter Pan, el niño eterno que se negó a crecer.

Sin embargo, así como los adultos se empeñan en hacerse mayores y en esconder el Peter Pan que los habita, yo me empeñé, como les iba contando, en estrangular al niño que llevo en mi interior, sin entender que él también tenía derecho a vivir como el adulto que intentó desalojarlo. Pero fue una misión imposible, porque el niño que me habita se armó de coraje y, al igual que Peter Pan -el pequeño gran héroe que podía volar como un pájaro y resistir los embates del temible capitán Hook-, decidió enfrentarse a mi ser adulto y defender el lugar que le corresponde en mi vida.

Desde entonces me ha sido más fácil identificarme con los personajes del maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, con Pulgarcito de Charles Perrault, El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, Nalle Puh de Alan Alexander Milne y Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren, cuyas aventuras de desobediencia y desacato a la autoridad de los adultos me fascinan de manera especial, puesto que la picardía del Lazarillo de Tormes, la ternura de Mary Poppins y las aventuras de Peter Pan, son elementos integrantes de la fantasía tanto de los niños como de los adultos, así éstos últimos se nieguen a reconocerlo porque han olvidado su infancia o porque se hacen de ella una idea casi artificial, como cuando se niega obstinadamente la conocida frase de Nietzsche: En aquel hombre hay oculto un niño que quiere jugar.

Ya dije que, por mucho tiempo, negué al niño que habita en mí. Es decir, había domesticado y reprimido mi fantasía, había supeditado mi mundo interior al exterior, hasta que un día, por esos azares que no se pueden explicar, lo fantástico encontró la manera de vengarse y de emerger, como ese actor frustrado que por mucho tiempo permaneció maniatado en las catacumbas del subconsciente. De ese desfogue nació el escritor que me tomó la delantera, consciente de que uno de los grandes filones de la literatura es la historia protagonizada por las niñas y los niños insatisfechos, quienes buscan refugio en la fantasía para escapar de una realidad insoportable o, simple y llanamente, aburrida y desastrosa. Quizás por eso, los niños de mis cuentos suelen ser imaginativos y solitarios, que a veces hablan poco y lloran sus penas en secreto, niños que viven una doble vida: la cotidiana y la de su propio mundo fantástico.

Ahora bien, para quienes en el silencio, y a estas alturas de mi intervención, se estén preguntando cuáles son los libros de literatura infantil que escribí a lo largo de mi vida, la respuesta es única y concluyente: no escribo libros para los niños ni las niñas, sino ensayos sobre la literatura infantil, por la sencilla razón de que a los niños, en estos vericuetos de la literatura, no se les puede meter gato por liebre. Por eso mismo admiro a quienes, entre borbotones de ternura y deslumbrante ingenio, dedican todo su tiempo y talento a escribir con la pasión del alma libros destinados a los pequeños lectores, sin más pretensiones que crear obras hechas de encantos y espantos, luego de haberse zambullido en los pensamientos y sentimientos de sus protagonistas, en sus conflictos emocionales, en sus actividades lúdicas y, sobre todo, en su lenguaje, que es el eslabón más importante de la moderna literatura infantil y juvenil.

Ahora que he retornado a esta hermosa tierra que me vio nacer, después de más de treinta años de ausencia, me empaparé de su realidad desmesurada y contradictoria, en un intento por seguir las huellas de nuestros precursores como Óscar Alfaro, Hugo Molina Viaña, Yolanda Bedregal, Beatriz Shulze Arana, Rosa Fernández de Carrasco, Gastón Suárez, Paz Nery Nava, Elda de Cárdenas, Alberto Guerra Gutiérrez y Antonio Paredes-Candia, para luego descubrir y redescubrir la obra del medio centenar de escritoras y escritores que están registrados en la Academia, donde algunos, con más bríos que otros, brillan con luz propia en la constelación de una de las literaturas que mejor estimula el hábito de la lectura en quienes mañana serán los grandes lectores de la gran literatura universal.

Y para terminar este mi cuento, sólo cabe manifestarles que me siento muy, pero muy feliz de ingresar como miembro honorario a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, una institución forjada por personas honorables, que se dedican a cultivar el noble oficio de las letras, en medio de un grupo selecto de colegas que, a partir de este memorable acto, vivirán para siempre en el corazón humilde de este escritor que, ande por donde ande, jamás dejará de ser un niño boliviano.

*  Discurso de Víctor Montoya cuando ingresó a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, La Paz,  julio de 2011

viernes, 22 de agosto de 2014


LOS ENSAYOS DE MONTOYA

Se reeditó recientemente El eco de la conciencia, libro de ensayos de Víctor Montoya, quien dijo haber escrito esta obra durante sus años de exilio en Suecia.

El libro se publicó por primera vez en Estocolmo, en 1994, razón por la que no se difundió debidamente entre los lectores bolivianos.

Esta segunda edición, auspiciada por el Gobierno Autónomo Municipal de Potosí, tiene la finalidad de dar a conocer la producción ensayística de Montoya en el territorio nacional.

Los seis ensayos presentan una extensa bibliografía, que el autor usó para fundamentar sus tesis en torno a las causas de la violencia humana, los orígenes de la opresión de la mujer, los métodos pedagógicos en el sistema educativo, la biología racial del nazismo alemán y el atropello a los derechos de los niños.

El último ensayo, escrito en forma de relato, es un recuento de los pasajes y personajes de la guerrilla del Che en Bolivia; un acontecimiento histórico que, por la magnitud de sus causas y consecuencias, tuvo simpatizantes y detractores en todo el mundo.

El eco de la conciencia, aparte de ser una obra imprescindible para los estudiosos de los temas mencionados, es un compendio que transmite, de un modo implícito, la orientación ideológica y el compromiso social del autor.

El eco de la conciencia es la segunda obra de Víctor Montoya, que el Gobierno Autónomo Municipal de Potosí decidió respaldar dentro de su programa cultural de rescate y promoción de los autores que, con su incansable labor en el campo de las letras, contribuyen al fortalecimiento de la literatura boliviana.

En 2013, bajo la gestión del burgomaestre René Joaquino Cabrera, se publicó también Conversaciones con el Tío de Potosí, un volumen de treinta relatos basados en el personaje central de la mitología minera, que tuvo excelente acogida a nivel nacional e internacional.

El eco de la conciencia, en opinión de su autor, es un llamado a la conciencia de quienes están comprometidos con la realidad social, la recuperación de la memoria histórica y las transformaciones socioeconómicas que mejoren las condiciones de vida de los sectores más vulnerables de la sociedad.

Víctor Montoya, además de cuentos, novelas y ensayos, escribe crónicas para diversos medios de prensa. Su obra literaria está traducida a otros idiomas y cuenta con varios reconocimientos en el ámbito cultural.

martes, 19 de agosto de 2014


LOS MEJORES CUENTOS BOLIVIANOS

La presente obra, publicada hace diez años atrás con el título de Antología de antologías, es un abanico que muestra lo mejor del cuento boliviano desde principios del siglo XX. En opinión de Néstor Taboada Terán: ´Los mejores cuentos de Bolivia' es un libro de largo aliento. Tienen que darse muchas generaciones de cuentistas para superar este libro insuperable. Además, aquí está lo importante, es la obra creadora de más de un siglo y están presentes los autores que han excedido en calidad natural y moral. Lo mejor de lo mejor.

Esta compilación, reeditada en 2014 por el Grupo Editorial Kipus y gracias al empeño, investigación y entusiasmo del narrador César Verduguez Gómez, ha sido elaborada sobre la base de una amplia información que proviene de ciento noventa y dos antologías de cuentos, en español y otros idiomas, y varios estudios literarios realizados en torno al tema en publicaciones nacionales e internacionales. Por lo tanto, no es casual que, al final del libro, se encuentren los datos de las obras consultadas y la bio-bibliografía de los autores implicados en esta antología que, sin lugar a dudas, constituye ya uno de los referentes más importantes para los estudiosos y lectores en general.

Si bien es cierto que los textos, diferentes en temática y extensión, llevan la impronta de los autores dedicados a cultivar el cuento como uno de los más exigentes géneros literarios, es cierto también que conllevan los aspectos subjetivos del compilador, quien, a la hora de seleccionar los trabajos que merecían figurar en esta antología, puso a prueba su intuición, sus conocimientos y su apreciación personal, consciente de la cantidad no es lo mismo que la calidad y que los cuentos debían reflejar el particular estilo de cada autor.

Es preciso señalar que el antólogo, encargado de elaborar una obra colectiva bajo ciertos parámetros predispuestos, requiere ser imparcial y poseer una solvente experiencia para destacar lo mejor de lo mejor, en un intento por reunir a los cuentistas más representativos en un solo volumen, de modo que todos sean incluidos y ninguno quede en el olvido.

En este sentido, y al margen de toda consideración extraliteraria, no cabe la menor duda de que éste fue el criterio adoptado por César Verduguez Gómez en la elaboración de este volumen que, ahora que sale a la luz en su segunda edición, no deja de ser un magnífico regalo para los lectores acostumbrados al goce estético con lo mejor de nuestra literatura.

No en vano el mismo antólogo, a tiempo de justificar el porqué de la inclusión de los autores en Los mejores cuentos de Bolivia (Antología de antologías II) manifestó: El hecho de estar en muchas antologías significa que (sus obras) han sido seleccionadas por la calidad del escritor. Mi trabajo ha sido reunir esa calidad en una cuestión numérica, pero el hecho de que formen parte de muchas selecciones establece que son obras de gran valía.

Es posible que la crítica mal intencionada no se deje esperar y que, como en otras ocasiones, arguya que esta obra no es la más representativa de la cuentística boliviana, ya que como en toda antología, por muy erudita y completa que fuere, no siempre están todos los que son, ni son todos los que están.

Sin embargo, valga recordar, aquí y ahora, que todo encomiable esfuerzo por rescatar y consignar lo mejor de la narrativa boliviana, es digno de ser valorado no sólo porque el tiempo que tomó la elaboración del proyecto, sino también por el significativo aporte a las letras nacionales, que necesitan de estudiosos serios como César Verduguez Gómez, para que las creaciones de los autores bolivianos se conozcan y reconozcan en el concierto de la literaria continental y universal.

Los autores que conforman esta obra, de acuerdo a los parámetros que se trazó el compilador, debían tener cuentos publicados en al menos diez antologías, ya sean nacionales o extranjeras. Así nos enteramos, por ejemplo, que los cuentos de Augusto Céspedes fueron publicados en 42 antologías, de las cuales 24 insertaron su cuento El pozo; un precioso relato ambientado en la Guerra del Chaco que, según la crítica especializada, es el cuento cumbre de su libro Sangre de mestizos y uno de los mejores de la literatura nacional.

Un dato que merece destacarse es el hecho de que en la antología se incluyó también el cuento En las montañas (Justicia India) de la escasa producción narrativa de Ricardo Jaimes Freyre, a quien se lo conoce, sobre todo, como a uno de los grandes innovadores de la poesía modernista latinoamericana y no así como a cuentista de buenos quilates. Otro dato, no menos sorprendente, es el hecho de que el cuento Tempestad en la cordillera, de Walter Guevara Arze, esté en once antologías, sobre todo, si se considera que éste fue el único cuento que escribió el autor, quien, de no haber sido ganado por la actividad política y la vida parlamentaria, pudo habernos legado una vasta y exquisita obra literaria.

Esta antología, desde todo punto de vista, reúne en sus páginas a los escritores más connotados de todos los tiempos. Desde los más clásicos, como Oscar Cerruto, Porfirio Díaz Machicao, Adolfo Costa du Rels, Augusto Guzmán, Adela Zamudio, María Virginia Estenssoro, Raúl Botelho Gosálvez, Néstor Taboada Terán y Adolfo Cáceres Romero, entre otros; hasta los escritores contemporáneos, que nacieron en la segunda mitad del siglo XX, como Manuel Vargas, René Bascopé Aspiazu, Alfonso Gumucio Dagrón, Marcela Gutiérrez, Homero Carvalho, Adolfo Cárdenas, Víctor Montoya, Edmundo Paz Soldán, Giovanna Rivero y Erika Bruzonic, entre otros.

Algunos autores participan con dos cuentos en esta antología, debido a la cantidad de menciones obtenidas en otras obras consultadas. Éste es el caso de Adela Zamudio, que figura con El vértigo y El velo de la purísima; Augusto Céspedes con El Pozo y La Paraguaya; Oscar Cerruto con El Circulo y Los buitres; César Verduguez Gómez con Hay un grito en tu silencio y Por nada en tus ojos; un detalle que, además de entregarnos lo mejor de la prosa creativa de cada autor, nos permite saber que hay cuentos que tienen un alto valor literario, tanto por el buen tratamiento del tema como por las técnicas narrativas empleadas en el género literario que nos ocupa.

La mayoría de los cuentos están escritos con un lenguaje intenso y una economía de palabras que elimina las descripciones supérfluas, conforme el lector no pierda el hilo argumental ni el efecto narrativo, en vista de que el cuento, a diferencia de la novela, no está concebido para ser leído por capítulos ni demora en llegar al desenlace, que está calibrado con tanta precisión como las primeras frases. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”, escribió Horacio Quiroga en el “Decálogo del perfecto cuentista.

Estos cuentos, embellecidos por la imaginación y enardecidos por la pasión escritural, son una prueba clara de que los bolivianos cuentan con narradores de alto vuelo, capaces de hilvanar la realidad y la fantasía en un texto literario que, algunas veces, rompe con el frío esquema gramatical, sintáctico o semántico, para dar paso a otros recursos lingüísticos que permiten crear y recrear nuevas formas de expresión artística con el lenguaje coloquial, que es el principal instrumento de trabajo de los artesanos de la palabra escrita.

Los mejores cuentos de Bolivia (Antología de antologías II), compuesto por cuarenta y tres autores y  cuarenta siete cuentos, es una verdadera joya para quienes tienen preferencia por la narrativa breve, donde cada frase posee un significado concreto en armonía con la totalidad, ya que en el cuento, constituido por introducción, nudo y desenlace, los hechos están estructurados de manera centrípeta y la historia narrada puede ser leída de principio a fin, en pocas páginas y en poco tiempo.

En esta obra antológica, que es todo un cofre de textos bien escritos, no faltan los cuentos que deslumbran por su calidad intrínseca ni los cuentos que tienen un final inesperado, que sorprende al lector más avispado y exigente de nuestra literatura.

Al cabo de la lectura de Los mejores cuentos de Bolivia (Antología de antologías II), donde los personajes y los temas son tan variados como la misma composición sociocultural del país, uno tiene la súbita sensación de que las historias narradas nos invitan a sumergirnos en una suerte de caleidoscopio, donde se proyectan mundos hechos de realidad y fantasía, y donde los lectores pasan a ser los cómplices de las aventuras y desventuras de los personajes diseñados por la capacidad creativa de los escritores y escritoras, quienes dedicaron lo mejor de su talento en exaltar las virtudes del cuento, que es el príncipe entre los géneros literarios por su fuerza, precisión y elegancia.


Datos sobre el autor

César Verduguez Gómez (La Paz, 1941). Profesor, editor, cuentista, novelista y fabulista. Obtuvo el Primer Premio de cuento, Oruro, 1969, con Las Serpentinas del Diablo, Gran Premio Franz Tamayo, 1970, La Paz, con su libro de cuentos El Hombre Detenido, publicado dos años después en Buenos Aires, con el título de Lejos de la Noche. 1er.Premio del semanario Aquí, 1980, con No juguemos a la Revolución,  Primer  premio del Concurso nacional de Cuento en Cochabamba, 1992, con el libro Un gato encerrado en la Noche. Finalista en los Concursos  de Novela Erich Gutentag, de 1968 y 1994. Presidente de la Unión Nacional de Poetas de Cochabamba, 1995. Fundó el PEN-Bolivia (2da. Fundación) y presidió el mismo de 1995 a  1998. Vivió en Curitiba, Brasil.  Sus cuentos fueron traducidos y publicados en diversas antologías nacionales y extranjeras. Es autor de las siguientes obras: Cuentos: Mirando al Pueblo, Once,  Cuentos de Espanto, Rehúsa si te ofrecen morir en USA, Noviembre desnudo, Llorando se fue, El jorobado de Punata. Novelas: Las Babas de la Cárcel, Vivo en la misma soledad de tu sepulcro, La noche mordida por los perros, El rincón de los olvidos. Fábulas: Fábulas de Verduguez, El tordo y las nubes. Antologías: Las Serpentinas del Diablo, sus cuentos premiados, El cuento en las Américas, Los mejores cuentos de escritoras bolivianas, La fábula en Bolivia, Miedo, susto y pavor. Didáctica: Papel y Lápiz, Iniciación Literaria, Arte de la Declamación, técnica y antología. Artes Plásticas: Historia del Arte, Educación Artística, Dibujo Arquitectónico, Dibujo Técnico.

lunes, 18 de agosto de 2014


ESCRIBIR EN LA LENGUA MATERNA

Hace más de tres décadas que vivo en Estocolmo. Me muevo por sus calles como el pez en el agua y no me siento extranjero, aunque tengo un aspecto que me diferencia del común denominador de los suecos. Sin embargo, a pesar de haber transcurrido más de la mitad de mi vida en este país, escribí todos mis libros en mi lengua materna. Y no pocos me han preguntado: ¿Por qué en español y no en sueco?  La respuesta, como es natural, siempre ha sido la misma: porque el español es la lengua que tengo más cerca del corazón y la que aprendí en el pecho materno.

Para qué escribir en sueco, que apenas cuenta con algo más de 9 millones de practicantes, cuando puedo hacerlo en un idioma en permanente expansión geográfica y demográfica. Según datos del Instituto Cervantes existe un total de 548 millones de hablantes, 470 con dominio nativo y el resto con competencia limitada, entre los que hay 20 millones de estudiantes de español en diferentes países del mundo. Sólo en Estados Unidos, el número de hispanohablantes alcanza los 35 millones. Esta constatación permite afirmar que el idioma español se sitúa como la tercera lengua más hablada, tras el chino mandarín y el inglés.

Las cifras hablan por sí solas y nos recuerdan que escribir en español es ya una ventaja que no podemos ni debemos desecharla. Algunas encuestas revelan que les gustaría estudiar español al 17,7 por ciento de los franceses (8,3 millones de personas) y al 14,1 por ciento de los alemanes (9,5 millones), lo que demuestra el interés creciente por el idioma español, especialmente en Alemania, donde el Instituto Cervantes cuenta con tres centros -en Bremen, Múnich y Berlín, éste último el mayor de su red en el extranjero- y con cuatro centros en Francia, situados en París, Toulouse, Burdeos y Lyon.

Estos datos son congruentes a la hora de afirmar que el español va ganando terreno cada día. Por ejemplo, en Puerto Rico, el 5 de abril de 1991, se lo declaró idioma oficial y primer idioma de enseñanza, reafirmando así las raíces lingüísticas y culturales de este país caribeño, como bien dijo el poeta Pedro Salinas: La lengua no sólo es expresión del conocimiento, del saber racional lógico y de lo afectivo, sino es, a su vez, una afirmación de la personalidad nacional y de la conservación de las señas de identidad históricas.

Algunos dicen que si un latinoamericano no escribe en sueco, o publica su obra en una editorial cuyo nombre es Invandrarförlaget, corre el riego de ser clasificado como escritor inmigrante, como si ser invandrare (inmigrante) fuese un adjetivo peyorativo o sinónimo de malo y negativo; por el contrario, no tengo por qué acomplejarme de mis orígenes. Me siento orgulloso de pertenecer a una cultura tan rica y diversa como es la latinoamericana, donde confluyen Oriente y Occidente, con las milenarias culturas precolombinas.

Ser escritor inmigrante, contrariamente a lo que muchos se imaginan, es sinónimo de expansión y cosmopolitismo. El emigrante es un ciudadano del mundo; aquel que se aleja de su tierra para conocer otras nuevas y aprender que ningún país es el ombligo del mundo. No obstante, por ahí no faltan quienes, encubriendo su propio complejo de inferioridad, opinan que el escritor inmigrante sólo hace una literatura de gueto, con historias de los suburbios, como si el hecho de vivir en una zona residencial y escribir en sueco fuesen una garantía para ser mejor escritor; más todavía, estos criticones de pacotilla ignoran que la capacidad de un escritor no tiene nada que ver con su procedencia, ni con el lugar de su residencia, ni con el idioma en el cual escribe, sino con el valor ético y estético de su obra.

¿Quién dijo que escribir en español nos convertía en autores de segunda categoría? ¿Y quién dijo que escribir en sueco es una garantía para ser mejor escritor? Lo cierto es que la calidad literaria de un autor no depende del idioma en el que escribe, sino de su capacidad y talento a la hora de crear su obra, sea en el idioma que sea. Además, estoy convencido de que una obra bien escrita, en la lengua que fuere, será nomás traducida un buen día, como fueron traducidas las obras de los escritores más connotados de América Latina y el mundo. La prueba está en que muchos de los premios Nobel fueron reconocidos, justamente, por haber enriquecido el acervo de su comunidad lingüística y, por lo tanto, el de la literatura universal.

Escribir en sueco es una opción pero nunca una obligación para los autores latinoamericanos residentes en Suecia, quienes, como peces sacados del agua o como raíces arrancadas de cuajo, siguen escribiendo en su lengua materna, probablemente, porque consideran que el español tiene un círculo de lectores superior en relación a la población sueca, cuyo idioma no trasciende más allá de sus fronteras.

El derecho a escribir en la lengua materna, lejos de fomentar la segregación creciente, es un modo de convocar a la integración real de los individuos en una sociedad multilingüe y multicultural; pero, eso sí, manteniendo a salvo la diversidad idiomática y cultural, pues entiendo que integrarse plenamente no es lo mismo que teñirse el pelo ni hacerse el sueco, sino aprender a usar una lengua vehicular que nos permita comunicarnos mutuamente, al menos, para hacer más leve el castigo de Babel, donde hablar y entender otras lenguas implica enriquecer la propia lengua.

Mi literatura, como en el caso de una infinidad de escritores, ha sido creada casi íntegramente fuera del país que me vio nacer. Se trata, sin mayores preámbulos, de la escritura de un emigrado, quien lleva a cuestas una maleta con los frutos de su tierra. Y allí donde está, apenas abre la maleta con orgullo, se le escapan los olores, colores, sabores, voces, rostros e idiomas que identifican a su país de origen. El escritor, en este contexto, se torna en una suerte de nómada, quien va dejando huellas de identidad a lo largo de su itinerario, mientras su escritura, al no quedarse atrapada en un solo sitio, pasa a ser itinerante porque no conoce fronteras que la detengan ni vallas que la encierren como a una oveja en el redil.

Cuando se vive por mucho tiempo fuera del país de origen, se experimenta que, incluso, el estilo literario está salpicado de interferencias idiomáticas. Es inevitable que la lectura de textos en otros idiomas diferentes a la lengua materna influya en la obra de un escritor, tanto en lo sintáctico como en lo semántico. Vivir en una metrópoli, con personas procedentes de otros países hispanoamericanos, permite advertir que existen variantes lexicales, giros idiomáticos y expresiones regionales que, además de enriquecer el bagaje lingüístico del escritor, forman parte de un lenguaje que se hace cada vez más universal.

Si bien es cierto que, a pesar de haber vivido muchos años en una segunda patria, sigues escribiendo en tu lengua materna, que constituye una parte de tu identidad cultural, es cierto también que si escribes en un idioma que no es el vehículo de comunicación de las mayorías, puede limitarte en algunos sentidos, sobre todo, a la hora de publicar una obra y difundirla ampliamente en el país en el cual fijaste tu residencia. Por ejemplo, en Suecia no existen editoriales que publiquen libros en español ni un mercado que permita llegar hacia los lectores que, por razones obvias, se comunican en un idioma diferente al que usa el escritor inmigrante. Con todo, el simple hecho de vivir en otros países enriquece la experiencia y fortalece los conocimientos de cualquier ciudadano, venga de donde venga.

Debo manifestar que ser escritor inmigrante, al margen de toda consideración etnocentrista, no me ha perjudicado en lo personal ni en lo profesional. Estoy consciente de que vivir fuera del país de origen, estar en contacto con otras culturas, costumbres, idiomas, credos y razas, ha sido una experiencia estimulante y, consiguientemente, me ha ofrecido más ventajas que desventajas.

Nunca me molestó el apelativo de invandrar författare (escritor inmigrante), porque escribir en sueco -o hacerse el sueco- no es la solución para llegar a ser un autor leído en Escandinavia ni en otras regiones del planeta; de ser así, no contaríamos con escritores hispanoamericanos que gozan de prestigio internacional ni tendríamos a quienes, con méritos propios y escribiendo en la lengua de Cervantes, se hicieron merecedores del Premio Nobel de Literatura, ya que la buena obra de un buen autor es como la punta de una lanza que, una vez disparada, da en el blanco tarde o temprano.

Por las consideraciones anotadas, estoy orgulloso de escribir en mi lengua materna y no estoy dispuesto a sacrificarla por otro idioma que me ofrece menos posibilidades para difundir mi obra, sobre todo, cuando sé que la literatura hispanoamericana ha ganado un prestigio imperecedero en el contexto de la literatura universal.

Por lo demás, así escriba en otra lengua distinta a la que aprendí en el pecho materno, no dejaré de ser boliviano, como Kafka que escribía en alemán aunque nació en Praga, como Carlos Fuentes que escribía en español aunque vivía en Estados Unidos, o, por citar otro caso, como Adolfo Costa du Rels, quien, a pesar de haber escrito gran parte de su obra en francés, jamás dejó de considerarse escritor boliviano.

Sé de sobra que si García Márquez, Borges o Neruda hubiesen vivido en Suecia, y escrito sus obras en español, serían también considerados escritores inmigrantes, como Picasso, Dalí o Botero serían considerados pintores inmigrantes, así sus cuadros, como las partituras musicales, no conozcan más idiomas que el lenguaje universal de la imaginación, la sensibilidad y el amor por el arte.

El escritor, independientemente del país donde nació, es un trabajador de la cultura, que dedica su aptitud literaria a la colectividad, sin más pretensiones que la de expresar, por medio de la palabra escrita, los sentimientos y pensamientos inherentes a la condición humana. La escritura, en este contexto, no es más que un instrumento en manos de un autor que desea convertir en literatura todo cuanto concibe con los sentidos, instintos e intuiciones, sin importar mucho si se trata de un escritor nativo o de un escritor inmigrante, y menos aún si escribe su obra en español o en otro idioma que tiene más a mano y más cerca del corazón.

En lo que a mí respecta, siempre me consideré -¡y a mucha honra!- un escritor latinoamericano residente en Estocolmo. Y seguiré siendo como el Sancho de Cervantes, quien, a la pregunta de Don Quijote: ¿Qué sabes tú de la lengua?, contestó: Pues que sirve para pedir de comer, para insultar a pícaros y ladrones... Y, lo que es más importante, seguiré escribiendo en español, no sólo porque me permite manifestar con mayor lucidez mis pensamientos y sentimientos, sino también porque, con legítimo derecho, constituye mi lengua materna; una impronta cultural que marca de por vida y un instrumento de comunicación que se atesora desde la cuna hasta la tumba.