miércoles, 28 de mayo de 2014


LILIANA DE LA QUINTANA REVELA
EL DRAMA DE UNA COMUNIDAD GUARANÍ

Tejedoras de estrellas, dedicado al jesuita Luis Espinal, por su luz permanente, es un pequeño libro pensado y escrito para los pequeños lectores, con el único propósito de transportarlos a través de las imágenes y palabras al territorio de los guaraníes, ubicado en el Chaco, al sudeste de Bolivia.

Se trata de un pueblo que, desde su pasado precolombino, soportó la invasión de los Incas, las matanzas ejecutadas por los conquistadores ibéricos, la desidia de los gobiernos de la República y la presencia de diferentes órdenes religiosas, cuyo principal objetivo consistía en catequizar y colonizar, con la ayuda de los expedicionarios.

El relato se inicia con la arremetida violenta de los capataces que, a galopes de caballo y portando armas de fuego, siembran el pánico y la muerte entre los pobladores de la hacienda El Porvenir, por instrucciones del patrón, quien, en su condición de colonizador karai (blanco), estaba acostumbrado a imponer su dominación con mano dura.

En la masacre cae el abuelo de Isora, la protagonista principal del relato, mientras los sobrevivientes huyen en estampida hacia los bosques, en procura de poner a salvo sus vidas. Está claro que el abuelo de Isora, además de haber sido un personaje querido entre los suyos, era el guía espiritual de su comunidad y el portador de la sabiduría popular, que él transmitía a través de la tradición oral.

En la hacienda, mientras los hombres se dedicaban a labrar la tierra de sol a sol, las mujeres cumplían su rol de esclavas domésticas en la casa del patrón, quien abusaba de ellas sin ninguna contemplación.

Es aquí donde aparece, como en todo relato concebido con la fuerza de la imaginación, la abuela de Isora, para seguir contando todo cuanto conservaba en la memoria. Así es como los niños y las niñas, por medio del poder de la palabra y la voz de la anciana, se remontan a los tiempos en que los guaraníes vivían felices y en armonía con la naturaleza, hasta que llegaron los colonizadores, dispuestos a sojuzgarlos con sus creencias y leyes, sin importarles que los habitantes del Chaco tenían sus propias normas y valores desde tiempos inmemoriales, así como tenían a sus deidades tutelares de los bosques, campos, cerros, arroyos, árboles y otros, a quienes les trataban con respeto y veneración, considerando que a ellos se debía la naturaleza, como el bien y el mal que encarnaban los humanos.

Según el relato, las estrellas tejidas por la abuela de Isora, con hilos de algodón, presentaban el dolor de una comunidad sometida al despotismo de los hombres que, llegados desde tierras lejanas, les hablaban en un idioma desconocido, ávidos de riquezas y ganas de adjudicarle sus bienes a sangre y fuego. No obstante, estas mismas estrellas, que nacían en las maderas del telar, contenían también relatos fantásticos de los tiempos en que las deidades, como el Ñandú-tumpa (avestruz divinizado), protegían a sus criaturas desde la constelación celeste, donde viven todos los animales eternos.
 
Isora, que está en el umbral de la pubertad, aprende los valores más profundos de su comunidad en el núcleo familiar, donde los ancianos son los encargados de transmitir, mediante los cuentos, mitos y leyendas, los sabios conocimientos de un pueblo que se resiste a perecer en el olvido. Y, lo que es más importante, los conocimientos se transmiten en idioma guaraní, considerando que la lengua de origen es el principal vehículo de expresión y compresión para el funcionamiento y cumplimiento de las reglas y hábitos expresados en el lenguaje oral.

Isora se da cuenta que las enseñanzas de su abuela son más coherentes con la realidad de los guaraníes que las enseñanzas impartidas por su maestra en la escuela, donde las lecciones se dictan en español  y se trata a los nativos que se oponen a la colonización de rebeldes y salvajes.

En este punto, está claro que el relato hace hincapié en el mensaje de que la escuela oficial no sólo tergiversa la historia, sino que es alienante y está al servicio de los poderes de dominación, porque difunde la idea de que los blancos son los buenos y los indígenas son los malos; una dicotomía que no ha permitido, durante varios siglos de colonización, la integración real de las diversas culturas que ocupan el territorio nacional.

La madre de Isora, que habita en una cabaña junto a otras mujeres que prestan sus servicios en la casa del patrón, se ve sorprendida una noche por la repentina presencia de la niña, quien le revela que tiene un plan para liberarlas de su condición de esclavas domésticas. El plan consistía en repartirles hilos de algodón para que tejieran sus propias historias como lo hacía su abuela.

Las mujeres empiezan a tejer, en las noches de luna llena y cielo estrellado, animales, plantas, ríos, cerros y todo lo concerniente a su entorno cultural, no sólo para dejar un legado a las futuras generaciones, sino también porque en sus corazones anida la historia y en sus manos se encuentra el camino de la libertad.

Las Tejedoras de estrellas,  a través de los tejidos, empiezan a hilvanar el pasado y el presente de los guaraníes, con los recursos de la memoria colectiva, ya que los tejidos, como manifiesta la autora del relato, son como los libros abiertos donde se leen historias de vida.

Este pequeño libro, escrito con un lenguaje llano y conocimiento de causa, es un buen ejemplo de que las historias de los pueblos originarios, que hoy forman parte del Estado plurinacional de Bolivia, pueden trocarse en magníficos materiales literarios. Liliana de La Quintana, conocedora de la realidad viva de las culturas ancestrales, nos ofrece un relato de reflexión, a tiempo de acercarnos a la realidad y magia de la cultura guaraní, cuyo modus vivendi no siempre se contempla en los libros de historia destinados a los escolares.

Por otro lado, la primera menstruación de Isora, que es un periodo de transición entre la niñez y la adolescencia, nos permite conocer las tradiciones y los ritos de las mujeres guaraníes, quienes proceden a cortar el cabello de Isora, con la creencia de que luego le crecerá otro como la hierba fresca y con más vitalidad. Asimismo, a través de este ritual practicado por las abuelas y mujeres mayores, la púber tiene derecho a conocer todo lo que hasta entonces le estaba vedado en el seno de su comunidad, como ser las nuevas formas de relacionarse con su entorno social y familiar; es más, su primera menstruación se celebra con una arete (fiesta), donde participa la comunidad entre palabras de bienaventuranza y músicos que aviva la alegría.

Las Tejedoras de estrellas, como es natural, siguen con su labor por las noches, convencidas de que los tejidos no sólo son hermosas prendas por su forma y colorido, sino que también representan el sueño de la libertad y registran historias que debían permanecer viva.

Un día estos tejidos, bien doblados y cuidados,  salen en manos de un joven guaraní, quien los vende fuera de la hacienda El Porvenir. Con el dinero reunido, los pobladores tienen pensado recuperar su libertad y las tierras que les fueron adjudicadas a sus antepasados. Saben que el mayor interés del patrón y sus capataces es el dinero, así que no dudan en entregarle lo necesario a cambio de recuperar las tierras, con las esperanzas de volver a vivir con dignidad y en armonía con la naturaleza.

Otro detalle interesante del relato es el hecho de que Isora, que pasa varios días encerrada en la cabaña de su abuela, combinando el oficio de tejedora con la escritura; una inquietud que la lleva a narrar sus experiencias vividas en un cuaderno, y que más tarde, aparte de sorprender a su maestra y sus compañeros de curso, la convierte en una excelente narradora de las tradiciones ancestrales de su tierra y su gente.

El pequeño libro de Liliana De la Quintana, acompañado por las finas y acertadas ilustraciones de Miguel Burgoa Valdivia, respira un aire de justicia y enseña que uno de los ideales más nobles al que deben aspirar los humanos es la libertad, indistintamente de su condición de raza, sexo, idioma, nacionalidad y cultura. No en vano este relato ganó en 1996 el premio único al guion literario en el V Festival Internacional de Pueblos Indígenas.

Datos sobre la autora

Liliana De la Quinta nació en Sucre, el 28 de Agosto de 1959. Comunicadora, videasta, guionista y escritora de literatura infantil. Licenciada en Ciencias de la Comunicación (Universidad Católica Boliviana), Diplomado Superior en Estudios Andinos (FLACSO), Diplomado en Derechos de los Pueblos Indígenas (Universidad Cordillera), Diplomado en Crítica de Arte Contemporáneo (Universidad Santo Tomas de Aquino), Diplomado en Museología (Universidad Mayor de San Andrés) y Gestión Cultural (Unión Latina).


Es co-fundadora de Producciones Nicobis, donde trabaja desde hace 33 años como Directora de Proyectos, en la producción de videos documentales sobre pueblos indígenas, animaciones y videos de ficción. También fue organizadora de Festivales y muestras de videos dirigidos por mujeres y Muestras de video para niños en Latinoamérica con la maleta del Prix Jeunesse. Se hizo merecedora de 12 premios en video, en Bolivia, y de 19 premios en festivales internacionales. Cabe también mencionar que fue organizadora de Semillas de la Cultura, encuentro de niños y niñas artistas de los pueblos indígenas de Bolivia, fundadora y directora del Festival Internacional del audiovisual para la niñez y adolescencia KOLIBRI, desde 2006. Consultora especializada en el tema de derechos de los niños indígenas, con la producción de dos libros en coordinación con UNICEF y la Reforma Educativa.

Es autora de más de una veintena de libros infantiles sobre mitología indígena, identidad cultural, cine, video, desastres naturales y otros. Su libro La abuela grillo (2004) fue seleccionado en la Lista del Honor del IBBY Internacional (Ciudad del Cabo, Sudáfrica). Obtuvo cuatro premios como escritora de Literatura Infantil. Es miembro del IBY/Bolivia y co-fundadora, en 2006, de la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, institución de la cual es su actual presidenta.

sábado, 24 de mayo de 2014


RÉQUIEM PARA LOS CAÍDOS EN LA MASACRE
MINERA DE MILLUNI

Hace tiempo que tenía pensado conocer este centro minero que, como tantos otros desparramados en nuestra extensa cordillera, me llamó la atención desde el día en que leí un testimonio que daba cuenta de una masacre perpetrada por el régimen dictatorial del general René Barrientos Ortuño. 

La cuenca de Milluni se encuentra aproximadamente a una hora de viaje desde la ciudad de El Alto, siguiendo por la ruta pedregosa y polvorienta que conduce en dirección a Chacaltaya. En el trayecto es posible divisar, a través del parabrisas y las ventanillas laterales del vehículo, el imponente paisaje de la cordillera, con sus montañas de picos nevados, donde se alza como el rey de reyes el majestuoso Huayna Potosí, situado en la provincia Pedro Domingo Murillo del Departamento de la Paz.

La imponente belleza de la montaña

El Huayna Potosí (Joven Potosí, en aymara), con sus más de 6 mil metros de altura, se yergue como una roca cubierta de hielo y nieve, rasgando la cúpula celestial que se impone con su propia majestuosidad. Apenas se lo contempla a la distancia, entran ganas de coronar su cima en medio de un torbellino de amor a la aventura y la naturaleza. Parece un lugar hecho para el deleite de los turistas dispuestos a ascender la montaña por los agrietados glaciares, con botines llenos de crampones en la planta, pantalones abiertos en mil cremalleras, cazadoras abarrotadas de bolsillos y una mochila a manera de equipaje.

Al borde de la carretera, entre Milluni y la población de Zongo, se encuentra el campamento base del Huayna Potosí, que a diario es visitado por gente que desea disfrutar del panorama de los glaciares y sus alrededores, a pesar de que el efecto invernadero y los cambios climáticos aceleraron el deshielo en los últimos años.

El Huayna Potosí, por su altura y belleza, es la preferida por los montañistas, quienes son dueños de un estilo de vida suicida, que les permite contemplar el mundo desde las alturas, luego de realizar ascensiones riesgosas en afán de materializar sus sueños; es más, una vez que alcanzan la cima de la montaña, que parece recortada contra el azulino aguayo del cielo, me imagino que se lanzan al vacío deslizándose por la nieve sobre esquís sujetos a la suela de los botines y haciendo escalofriantes proezas, gracias a la gravedad y la sensación de estar jugando con la muerte.

El encanto de las lagunas

Si el andinismo se expresa con todo su poder de sugerencia en el Huayna Potosí, no son menos espectaculares los glaciares que, desde siempre, se descuelgan por la falda de las montañas, hasta confluir en las lagunas que yacen a sus pies, conformando un paisaje que, a pesar de su escasa vegetación de altura, como la paja brava y los musgos, y la presencia de algunas aves como las palomas y los halcones, llama la atención de los visitantes que se enfrentan al macizo de la Cordillera Real.

El terreno agreste de Milluni tiene rasgos peculiares, que lo diferencian de otras regiones andinas, no sólo por estar situado cerca del nevado, donde se sienten las rachas de aire frío, sino también por el ruido cantarín de las corrientes de agua cristalina que confluyen en lagunas de colores, rodeadas de rocas de la edad terciaria y montañas acariciadas por los rayos del sol que, en los días de cielo despejado, ilumina los nevados con un fulgor que deslumbra el alma y la mirada.

Se dice que las aguas de las lagunas son variables; es decir, los riachuelos que las alimentan varían según la estación del año y las condiciones climáticas. De ahí que no resulta casual que el nombre de Milluni provenga del vocablo aymara millu, cuya connotación permite definir el color marrón claro, rojizo, rubio, castaño y oscuro, que son las tonalidades características de cada una de las lagunas que, además de su singular encanto, encierran la magia y los misterios de una cultura milenaria.


Los campamentos mineros

Es estas áridas tierras del altiplano, donde todavía se perciben las ruinas de los campamentos, las chatarras del ingenio y las paredes de una casa que sirvió como posta médica, se desarrolló una intensa actividad minera y se ejecutó una de las masacres más horrendas registradas en la historia del movimiento obrero boliviano a mediados del siglo XX.

En la cuenca de Milluni, que hoy es un centro minero fantasma desde el Decreto 21060 y la relocalización, los trabajadores aprendieron a soportar las inclemencias del tiempo; el congelamiento del agua y las avalanchas de nieve sopladas por el viento. Las condiciones de vida no eran las más favorables, pero ellos aprendieron a ponerle buena cara al mal tiempo.

La mina empezó a funcionar como empresa privada en 1920, con escasos recursos y pocas familias, entre ellas algunas de origen inglés que, tras haber invertido su capital en la minería, explotaron y exportaron el estaño bajo la administración de la Fabulosa Mines Consolidated, que entre sus socios accionistas tenía nada menos que al príncipe Felipe de Gran Bretaña.

Desde entonces, y gracias al auge de la minería, la población se multiplicó y se multiplicaron también las ambiciones de amasar fortunas. Se levantaron oficinas de administración cerca de la bocamina, campamentos sobre la carretera a Zongo y se fundó el Sindicato de Trabajadores Mineros de Milluni, el mismo año en que se aprobó la histórica Tesis de Pulacayo (1946), ese documento revolucionario que definió los principios ideológicos de la clase trabajadora y la estrategia que debían seguir para conquistar sus reivindicaciones laborales, sociales y económicas.

Se abrió también la mina Campana, ubicada en el camino hacia el nevado Huayna Potosí, y se logró equipar un ingenio de concentración de minerales, al mismo tiempo que se construyó, para cumplir con algunas de las necesidades básicas de las familias mineras, una escuela, una cancha de fútbol, un frontón de pelota de mano, una pulpería, un templo y un cementerio, donde eran enterrados los trabajadores que fallecían con los pulmones destrozados por la silicosis.

Los mineros de Milluni, conscientes de que formaban parte del proletariado nacional, participaron en la revolución de 1952 y se afiliaron a la Central Obrera Boliviana (COB), con el firme propósito de defender sus derechos sindicales y conquistar sus reivindicaciones socioeconómicas. Estaban convencidos de que la fuerza radicaba en la unidad  y que la liberación de los trabajadores sería obra de ellos mismos.


La masacre minera de 1965

Todo transcurría con normalidad en los campamentos de Milluni, hasta que el ejército, por órdenes expresas de Alto Mando Militar Boliviano y con el beneplácito del régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, hizo su ingreso por tierra y aire la mañana del 24 de mayo de 1965.

Las tropas, llegadas en caimanes desde la ciudad de La Paz, tenían órdenes de ocupar los campamentos, con la finalidad de poner en jaque a los supuestos actos subversivos del sindicato. Los pobladores, al percatarse de la presencia de los uniformados en las cercanías, no tardaron en hacer correr la voz de alarma. Entonces los mineros, movilizándose como un solo hombre, se armaron con dinamitas, fusiles Máuser y explosivos (preparados con pólvora, arena y vidrios), y se aliaron con los ciudadanos de la comunidad de Zongo, para organizar una resistencia armada contra la intervención militar.  

Como en todo conflicto beligerante, en el que se enfrentaban de manera desigual los mineros y los organismos de represión del gobierno, se hizo circular el rumor de que la Fuerza Aérea Boliviana tenía órdenes de bombardear los campamentos. El objetivo principal del ataque con avionetas y tanquetas, aparte de sembrar el pánico y el terror entre las familias mineras, era acallar la Radio Huayna Potosí, apresar a los dirigentes sindicales y frenar la huelga de hambre que había declarado la Central Obrera Boliviana (COB).

Los mineros, para evitar el bombardeo contra la emisora, que por entonces transmitía los acontecimientos en cadena nacional, detuvieron a cuatro soldados y los ataron en las antenas de la radio. Asimismo, mientras unos cumplían con la misión de custodiar la radio y los campamentos, otros se daban a la tarea de derribar al menos a una avioneta que sobrevolaba como un moscardón de metal entre montaña y montaña.

La lucha fue enconada en los sectores de Trapiche y Viudani, lugares donde los trabajadores hicieron sus trincheras y levantaron barricadas para enfrentarse a las tropas del ejército que, levantando nubes de polvo a lo largo del camino, llegaban en caimanes, prestos a posesionarse del centro minero y declararlo bajo jurisdicción militar.

Los trabajadores, sin contar con armamento apropiado, cedieron en sus posiciones, sin poder resistir el ataque de las avionetas Mustang, que empezaron a disparar ráfagas de ametralladoras. La derrota de los mineros era inminente. La furia de los interventores se intensificó al ver a cuatro de los suyos atados en las antenas de la radio. Las avionetas descargaron su arsenal contra los mineros y los soldados, en cumplimiento de las órdenes emanadas por sus superiores, no dudaron en disparar contra los mineros atrincherados en la oposición.

Una vez doblegada la resistencia, se desató la masacre. Las bajas de los mineros fueron muchas y la sangre saltó por todos lados, como por todos lados estaban los cuerpos de los muertos; en los ríos, las montañas, la cuenca e incluso enterrados en sus propias trincheras por el impacto de los explosivos. No en vano algunos de los sobrevivientes cuentan que las rocas, las lagunas y los nevados del Huayna Potosí fueron testigos mudos de esa horrenda tragedia en la que los mineros ofrendaron sus vidas a la causa de la justicia social, mientras resistían con valor y coraje a los embates de la dictadura militar de René Barrientos Ortuño.


El desolado cementerio de los mineros

Los cuerpos de las víctimas de la masacre fueron sepultados en el cementerio general de Milluni, donde también descansan los restos de sus viudas, hijos y compañeros que, aun a pesar de haber sobrevivido a la matanza, murieron vencidos por la vejez, las enfermedades y el mal de todos los mineros: la silicosis.

Todos los que visitan el nevado Huayna Potosí pueden ver, cerca de la tranca de Milluni y frente a una renovada cancha de fútbol, el cementerio solitario y abandonado sobre una loma. El camposanto, que es lo primero que salta a la vista cuando uno llega a la cuenca minera, no tiene entrada ni salida, pero sí un principio y un final.

En medio de las tumbas llama la atención un letrero en homenaje a los asesinados, con una leyenda que reza: Gloria a los caídos en la masacre del 24 de mayo de 1965. Se nota que en este espacio, dedicado a los muertos, trascurrió el tiempo de manera inexorable, porque en las derruidas tumbas, más que vasijas con flores y placas conmemorativas, abundan los deshechos, la vegetación silvestre y la tierra acumulada por las ráfagas del viento. 

Este apacible y sagrado lugar, conocido como el cementerio de los mineros, se caracteriza por tener las tumbas construidas al estilo de pequeñas viviendas, como si se tratase de un pequeño pueblo, cuyo telón de fondo está constituido por una cadena de montañas y la cumbre nevada del Huayna Potosí que, con la cabeza cubierta por un blanquecino manto, parece un centinela encargado de velar el cementerio las veinticuatro horas del día.  


Preservar la memoria histórica

En la actualidad, y tras el decreto de relocalización firmado por el expresidente Víctor Paz Estenssoro en 1985, la actividad minera acabó en manos de una pequeña cooperativa integrada por algunos comunarios que, al constatar que las galerías iban quedando abandonadas y los campamentos desmantelados, decidieron reactivar la producción minera, no sólo porque Milluni tiene aún recursos naturales escondidos en el vientre de las montañas, sino también porque posee el mérito de haber sido testigo de la masacre de 1965 y del esplendor minero del siglo pasado.

Ya se sabe que el antiguo complejo minero, que fue reducido a escombros desde fines del siglo XX, dejó una serie de consecuencias que afectaron tanto a los trabajadores como al medio ambiente, pues mírese por donde se mire, la cuenca de Milluni, como el resto de las regiones en las cuales se explotaron recursos naturales, presenta graves secuelas en el ecosistema terrestre y acuático, como es el caso de las lagunas y la represa, donde las piedras están cubiertas por desechos químicos de wólfram y níquel, que en otrora se extrajeron de los socavones. Lo increíble es que, a pesar del deterioro medioambiental en la región, se ven manadas de llamas y ovejas pastando en las orillas cubiertas por una flora escasa y contaminada por los químicos que se usaron en el ingenio de concentración de minerales.

Ahora bien, sin sucumbir en el pesimismo ni la desidia, cabe señalar que la cuenca de Milluni, debido a todo lo que representa en la constelación de la minería nacional, reúne todas las condiciones para ser considerada como un lugar de peregrinación turística; por ser una de las joyas patrimoniales con las que cuenta el municipio de El Alto, por encontrarse a los pies del impresionante Huayna Potosí y por la singular belleza del cementerio minero que, a espaldas del olvido de propios y extraños, ostenta singulares tumbas en medio de un paisaje que parece haber sido pintado por un artista de la paleta y el pincel.

Por último -y esto a manera de sugerencia-, valga recordarles a las autoridades edilicias que si se quiere rescatar y preservar la memoria histórica de este valeroso centro minero, será conveniente ejecutar un proyecto para construir un museo o repositorio en la urbe alteña, donde puedan exhibirse las fotografías y los documentos concernientes a la empresa minera de Milluni. Tampoco estaría por demás que, a través de una Ordenanza Municipal, se institucionalice el 24 de mayo de 1965 como fecha histórica, en justo homenaje a la memoria de los caídos en la masacre, que quedó escrita con sangre en los anales de la historia del movimiento obrero boliviano.

martes, 13 de mayo de 2014


LAS VÍCTIMAS DEL CASTIGO

Los niños, en todo el mundo, sufren atropellos no sólo de carácter físico, sino también psíquico, porque quien no maltrata a su hijo con un chicote, lo hace por medio de la amenaza o el insulto; métodos de castigo que se usan desde la más remota antigüedad, tanto en vía pública como detrás de los muros del hogar.

El concepto de patria potestad, erigida en la sociedad patriarcal, permite que los padres consideren a los hijos como su propiedad privada, sobre los cuales tienen derechos de autoridad y decisión. Aristóteles tenía la idea de que el hijo era igual que un esclavo, y afirmaba: Un hijo o un esclavo son propiedad. El padre podía libremente dispo­ner de él y someterlo a su autoridad, sin que nada ni nadie cuestionara este sentido absoluto de la propiedad paterna respecto a los hijos.

El castigo físico era el método más tradicional en la educación. Al hijo que se ama, se lo castiga, era el con­sejo que se transmitía de generación en generación. La desobediencia y el desacato eran reprimidos drásticamente, y aunque el garrote no era lo más sagrado, al menos era el mejor instrumento para amordazar, imponer lo deseado y corregir los hábitos indeseados. También era común escuchar a severos catones del derecho decir: los padres -por muy malos padres que fuesen- tenían derecho a sus hijos, y al consuelo sentimental que ellos podían proporcionarles.

Jean-Jacques Rousseau, refiriéndose al trato que recibía una criatura en el siglo XVIII, escribió: El niño grita así que nace, y su primera infancia se va toda en llantos. Para acallarle, unas veces le arrullan y le halagan; otras le imponen el silencio con amenazas y golpes. O hacemos lo que él quiere, o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos, o le sujetamos a los nuestros, no hay medio; o ha de dictar leyes o ha de obedecerlas. De esa suerte son sus primeras ideas las del imperio y ser­vidumbre. Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar, ya obedece; a veces le castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por mejor decir, antes que los pueda cometer (Rousseau, J. J., 1979, p. 11).

En la Edad Media, los padres castigaban a los hijos antes del bautismo, mas no sólo por conservar el respeto y la obediencia a la autoridad, sino que, además, para puri­ficar su alma, amenazada constantemente por el pecado y la tentación demoníaca. De esta creencia y tradición no se salvaron ni los hijos de la nobleza. En Francia, por ejemplo, el rey Luis XIII fue azotado todas las mañanas desde sus 25 meses de edad. La prueba está en la carta que su padre envió a uno de sus gobernadores: Ustedes no me confirmaron que mi hijo haya sido azotado cada vez que desobedeció o se comportó indebidamente -le decía-. Yo sé que no existe en el mundo otra cosa mejor que el castigo. Yo mismo saqué mucho provecho de esto. Lo sé por experiencia propia.

En la España medieval, Alfonso X el Sabio regulaba todavía algunos casos en que se podía vender al hijo, y en otros países se hablaba de que hay niños de la cólera por naturaleza, y que, por lo tanto, éstos estaban sujetos a la venganza eterna. Eran las carnes de cañón que iban a engrosar el oscuro mundo de los pícaros y delincuentes. A ese grupo de niños mendigos, castigados y explotados por rufianes insensatos, pertenecen las figuras de Los mise­rables, de Víctor Hugo, y Oliver Twist, de Charles Dickens.

Ya en la literatura picaresca del siglo de Oro español, encontramos el castigo contra los niños. En el Lazarillo de Tormes, obra de autor anónimo, el pro­tagonista narra su propia vida, dedicada a servir como criado, y los actos de picardía que lo ayudan a sobrevivir a los castigos y burlar a sus amos, pues Lázaro, el niño de ojos tristes, que está condenado a vivir un tipo de vida que no ha elegido voluntariamente, debe aguantar el hambre y los sufrimientos con una resignación que le impide re­belarse. Pero, al mismo tiempo, la autobiografía de Lázaro es el fiel reflejo del autoritarismo de su época, en la que la violencia contra la infancia formaba parte de la vida social. El Lazarillo de Tormes es una obra que justifica la actitud pícara de un niño, ante la crueldad del castigo físico y psíquico, cuyas consecuencias son negativas en la forma­ción de la personalidad humana.

De acuerdo a la psicoanalista Alicia Miller, el castigo físico y psíquico son factores que determinan la futura personalidad del niño. En su ya reputado estudio sobre la infancia de Adolf Hitler y otros líderes del nazismo, demostró que el niño no sólo idealiza la imagen del padre, sino que imita la conducta de éste. Un niño que es agredido por su padre, es muy probable que, una vez que éste sea padre, agreda también a su hijo.

Un padre déspota puede forjar un hijo esquizofrénico como era Adolf Hitler, quien conoció des­de la infancia la golpiza y el terror de la pedagogía negra, o forjar un hijo retraído y acomplejado como era Franz Kafka. Los psicólogos aseveran que el escritor checos es la metáfora perfecta de la tragedia del hombre reducido a la nada por el poder omnipresente del padre, cuya autoridad está reflejada tanto en la sociedad como en la familia. La metamorfosis, sin duda, es la radiografía más auténtica de Kafka, él es Gregorio Samsa convertido en una miserable cucaracha. Además, en la famosa carta que le escribió a su padre, poco antes de morir ahogado en su propia pesadilla, se lee: puedo recordar directamente un solo suceso de mis primeros años; quizá también tú lo recuerdes. Una noche, al mismo tiempo que gimoteaba, yo pedía agua sin cesar; desde luego, no tanto por sed, sino probablemente, un poco por fastidiar y un poco para entretenerme. Como no dio resultado ninguna amenaza violenta, me sacaste de la cama, me llevaste en brazos has­ta el balcón y allí me dejaste solo, en camisón, parado ante la puerta cerrada (...) Años más tarde, aún me perseguía la visión torturadora de ese hombre gigantesco, mi padre, que en última instancia casi sin causa podía venir una noche y transportarme de la cama al balcón: a tal punto era yo una nutilidad para él (Kafka, F., 1985, p. 25).

Durante siglos, para la mayoría de la gente constituía algo completamente natural que los niños tuvieran que obedecer, sin objeciones, a los padres. A la obediencia in­condicional que se exigía del niño, seguía la necesidad del castigo físico. Por regla general, se carecía de conoci­mientos acerca de los riesgos que implicaba esta forma de educación. Según el catecismo, todos los amos debían inculcar a los sirvientes y domésticos, entre ellos a los hijos, buen orden y disciplina, y castigar a los desobedientes con golpes razonables. Cierto obispo, que comentó el cate­cismo en el siglo XVII, manifestó: un buen amor paternal consistía en castigar y azotar de forma razonable a sus hi­jos. Asimismo, en otras circunstancias y lugares se recomendaba los castigos corporales, arguyendo que: quien vive sin castigo y sin ley, muere deshonrado.

Entre 1700 y 1800 era común encerrar a los niños desobedientes en calabozos y roperos. Desde entonces, estos métodos de castigo no han sido modificados, pues aún existen quienes abandonan a los hijos en cuartos oscu­ros, ya que la violencia desatada contra la infancia parece una gangrena difícil de extirpar de la vida social.

El mundo tuvo que esperar hasta 1959, año en que se promulgó la primera Declaración de los Derechos del Niño por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), según la cual era deber del Estado y la sociedad proteger al niño del maltrato. La Declaración de los Derechos del Niño fue ratificada en otras oportunidades, pero los castigos continuaron siendo habituales en el hogar y la escuela.

En Alemania, en una encuesta realizada en 1964, se lle­gó a la conclusión de que el 80% de los padres castigaban a sus hijos, de los cuales el 35% usaban la caña de Bengala; este número era superior si se incluían las demandas por agresiones sexuales y abusos deshonestos, seguidas por las de abandono familiar. En Suecia, considerada para­digma que respeta los Derechos del Niño, según un censo de 1986, se dedujo que se maltrataban a más niños que en EE.UU., a pesar de que ya en 1920 se promulgaron leyes que condenaban a los padres que seguían teniendo el derecho expreso de castigar físicamente a sus hijos. El mejor documento de este atropello indigno constituye el libro de memorias escrito por Ingmar Bergman, La linterna mágica, en cuyo primer capítulo relata las vivencias de su infancia: la terrible relación que le liga con sus padres, sobre todo, con el insobornable pastor pro­testante que debió ser su padre, quien le dio una educación rigurosa, en la que no faltó el castigo brutal.

Un martes de invierno -recuerda Bergman-, cuando mi madre me fue a buscar en el teatro y yo traté de abrazar­la y besarla, ella me apartó y me dio una bofetada. Luego continúa: La técnica de mi madre para las bofetadas era insuperable. Soltaba el golpe con la rapidez de un relámpago y con la mano izquierda, en la que dos pesados ani­llos, el de compromiso y el de boda, daban al castigo un doloroso énfasis. En otra parte de su biografía, confiesa: Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos, como bofetadas o azotes en el culo, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones (...) Los delitos más graves eran castiga­dos ejemplarmente: todo empezaba con el descubrimiento del delito. El delincuente confesaba ante una instancia de menor entidad, es decir, ante las sirvientas, o ante mamá, o ante alguna de las innumerables mujeres de la familia que vivían a temporadas en la casa rectoral. La consecuencia inmediata de la confesión era el aislamiento. Nadie hablaba ni contestaba. Esto tenía por objeto, según puedo entender, hacer que el delincuente deseara el castigo y el perdón. Después de la comida y del café se convocaba a las partes al despacho de papá. Allí se seguían los interrogatorios y las confesiones. Después traían la pala de sacudir alfom­bras y uno mismo tenía que decir cuántos azotes creía merecer. Una vez establecida la cuota se cogía una almo­hada verde, muy rellena, se bajaban los pantalones y los calzoncillos, lo ponían a uno boca abajo sobre el cojín, alguien sujeta con firmeza el cuello del malhechor y se daban los azotes. No puedo afirmar que fuese particularmente doloroso, lo que dolía era el ritual y la humillación. Mi hermano lo pasó aún peor. Muchas veces mamá se sentaba en su cama para curarle la espalda, en la que los latigazos habían levantado la piel y marcado sanguino­lentas estrías (...) Terminados los azotes, había que besar la mano de papá (Bergman, I., 1988, pp. 16-19).

Otro ejemplo es el de Máximo Gorki, quien, tras quedar huérfano a los seis años de edad, vivió en la casa de sus abuelos, en un hogar agobiado por el odio, donde se tenía la costumbre de repartir manotazos entre los niños. El propio Gorki, que hizo del mundo su universidad y vivió imbuido de un enorme amor por el prójimo, escribió en su inolvidable autobiografía las experiencias más crudas de su niñez. En el segundo capítulo de Días de Infancia narra cómo él y su primo fueron castigados por su abuelo, tras habérseles ocurrido la travesura de perder un dedal y teñir un mantel: El abuelo me vapuleó -dice-, hasta que perdí el conocimiento. Estuve enfermo durante varios días. Me acostaron en un lecho amplio y muy mullido en una estancia que tenía una sola ventana y en la que había una lamparilla que iluminaba un estante lleno de imágenes re­ligiosas. Aquellas horas de mi enfermedad creo que perma­necen aún en mi memoria como las más importantes de mi existencia. No me cabe duda de que durante este período crecí extraordinariamente, y que en mi interior tuvo lugar un singular proceso. Fue en aquellos momentos cuando se manifestó en mí por vez primera esa inquietud que después he sentido por todos los seres humanos. Era como si hubie­ra sido despellejado mi corazón, el cual se tornó extraordinariamente sensible con relación a toda clase de vejaciones y a todos los sufrimientos, ya fueran éstos los propios o los ajenos (Gorki, M., 1976, p. 40).

El escritor Ian Gibson, en su libro sobre el Vicio inglés, afirma que el imperio británico se erigió sobre el látigo. Se flagelaban a los niños en la casa y en la escuela. Recién en 1986, las cortes británicas abolieron, por un solo voto a favor, el uso de la azotina en las escuelas públicas, y ello teniendo en cuenta que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos había condenado al Reino Unido por seguir permitiendo, como el único país en Europa, dichos castigos.

En la actualidad, entre los sociólogos, psiquiatras y pedagogos que trabajan con los problemas de la relación entre padres e hijos, reina el acuerdo unánime de que los castigos corporales deben rechazarse como métodos de educación, puesto que el factor principal para el maltrato de los niños ha sido -y sigue siendo- la educación. Todas las familias tratan de educar a los hijos en función de cómo ellos fueron educados.

Los padres que golpean al hijo no consiguen nada positivo en su educación, sino que, al contrario, arriesgan que el niño sufra algún detrimento de carácter psíquico. Además, hay muchos castigos psíquicos que tienen la misma influencia perniciosa en el desarrollo del niño que los castigos corporales. Encerrar a un niño, amenazarlo, asustarlo, tratar de aislarlo o dejarlo en ridículo, tienen que considerarse también como tratos humillantes y, por lo tanto, deben estar prohibidos por ley.

La sociedad de hoy, donde los principios democráticos consideran al niño como un individuo independiente y con derechos propios, exige que los niños estén entrenados a pensar por sí mismos, acostumbrados a elegir y a asumir su propia responsabilidad. Uno no puede ya golpear a los niños para que sean obedientes y exigir, al mismo tiempo, que se atrevan a pensar por cuenta propia. Esto implica aplicar un tipo determinado de educación infantil, una educación democrática, orientada a desarrollar la persona­lidad del niño conforme al desarrollo también democrático de la sociedad.

Bibliografía

Bergman, Ingmar: La linterna mágica. Ed. Tusquets, Bar­celona, 1988.
Gorki, Máximo: Días de infancia. Ed. Bruguera, S. A., Barcelona, 1976.
Kafka, Franz: Carta al padre. Ed. Akal, Madrid, 1985.
Rousseau, Jean-Jacques: Emilio o de la educación. Ed. Po­rrúa, Argentina, 1979.

Imagen:

Ingmar Bergman, Franz Kafka, Máximo Gorki

domingo, 4 de mayo de 2014


CULTURA, VOCACIÓN Y COMPROMISO

Si consideramos que existe una interrelación entre cultura y sociedad, entonces es lógico que las manifestaciones culturales estén al alcance de las mayorías; de lo contrario, si las instituciones del Estado no cumplen con su deber de subvencionar la cultura, se corre el riesgo de que ésta se comercialice y se convierta en privilegio de minorías. Pero como los trabajadores de la cultura no quieren que el arte sea un privilegio reservado para unos pocos, claman por sus derechos y exigen que todos tengan acceso a las obras de arte, del mismo modo como tienen derecho a la educación, salud, trabajo, cine, teatro y otros.

Sin embargo, los escépticos alzan la voz y dicen que las instituciones del Estado no tienen el porqué subvencionar el arte. Incluso hay quienes tienen la osadía de considerar a los trabajadores de la cultura como a un grupúsculo de soñadores sin causa, sin tomar en cuenta que el artista, con sus proyectos y obras concretas, aporta con su granito de arena a la gran pirámide cultural, intentando mantener viva la historia, el idioma y las costumbres de la colectividad, sobre todo, si partimos del criterio de que la cultura, de la cual forma parte la literatura y el periodismo, se encarga de reflejar la imagen de la sociedad en la cual vivimos.

Los arquitectos de la palabra, que han imaginado y calculado el arco de los puentes cada vez más imprescindibles entre el producto intelectual y su destinatario, están dispuestos a construir esos puentes en la realidad, para que la literatura llegue allá donde bebe llegar, y no se convierta en un privilegio reservado sólo para las minorías, pues casi todos los trabajadores de la cultura, aun sin poder vivir holgadamente de las retribuciones del arte, están dispuestos a poner sus obras al servicio de las mayorías.

Compromiso social

Los escritores comprometidos, así creen obras intimistas, ligadas a las emociones del alma y las experiencias de la vida cotidiana, no dejan de denunciar las injusticias ni los atropellos a los Derechos Humanos. Si no lo hacen en forma de poesía, trocando sus versos en gritos de protesta y denuncia, lo hacen en forma de manifiestos o cartas exclamativas. Su pluma, como su genio, se convierte en una poderosa arma contra los sistemas de poder que, amparados en la ley de la impunidad, avasallan los derechos de los desposeídos. No es casual que en épocas de represión y censura, sean varios los escritores que crean una literatura de denuncia social, reflejando sin disimulos la situación auténtica de las clases marginadas, así como la insolidaridad e insensibilidad de las clases dominantes.

No es extraño que en los países asolados por dictaduras militares o civiles se hayan creado grupos de escritores que, asumiendo su responsabilidad de defensores de la memoria colectiva, rechazaron a los regímenes de facto y defendieron incondicionalmente los sistemas democráticos de consenso como vías más factibles para el desarrollo socioeconómico, la seguridad ciudadana y el libre ejercicio de la libertad de expresión y creación artística.

En Suramérica, por citar un caso, los escritores comprometidos se enfrentaron con la pluma y la palabra contra los regímenes dictatoriales, que transformaron sus países en campos de concentración, donde no era fácil distinguir los gritos de la tortura y la oratoria. Así, a pesar del pánico y el terror sembrado por las fuerzas represivas, los escritores presos y perseguidos no dejaron de testimoniar los acontecimientos de su época, conscientes de que la literatura prohibida y censurada es también una suerte de fuerza oculta, que aun estando en las catacumbas se parece a la semilla, que un día brota a la superficie para dar flores y frutos.

Si bien es cierto que la literatura social no puede transformar por sí sola un sistema político a través de la denuncia de la situación concreta de los oprimidos, es también cierto que la literatura, escrita en lenguaje claro y llano, ayuda a adquirir un compromiso político e intenta conseguir que las gentes sencillas sean conscientes de la opresión; un intento que no siempre es rescatado por quienes están acostumbrados a fijarse más en la forma que en el contenido de la obra.

Comercialismo y alienación

Vivimos en una época en que la moda en la estética o en el estilo de vida, es cada vez más sorprendente para todos, pues la cultura de la evasión de la realidad, a través de la ciencia-ficción conocida con el nombre de realidad virtual, hace que los jóvenes piensen más en la ropa de marca que en el arte y que las muchachas inviertan más dinero en píldoras mágicas para adelgazar que en libros. En tales condiciones, pareciera que los grandes ideales de la humanidad, como son la libertad, la justicia social y la democracia han sufrido una derrota transitoria ante la tiranía del mercado impuesto por el sistema imperante, cuya política económica, insensata y sin escrúpulos, ha condenado a la desesperación y la miseria a millones de seres humanos.

A la masiva propaganda de alienación desatada por los poderes de dominación, se suma la crítica de quienes desmerecen todo el valor que encierran las obras del llamado realismo social, cuya principal función, además de reflejar la realidad concreta de los desposeídos, es denunciar las injusticias imperantes en el mundo capitalista de hoy. Afortunadamente, los valores éticos y estéticos de las grandes mayorías no siempre coinciden con la opinión subjetiva de los críticos. La prueba está en que cuando se le pregunta al lector común quién fue el Premio Nobel de Literatura en 1965, no sabe qué contestar, porque no se acuerda el nombre del autor laureado o, simple y llanamente, porque no le interesa debido a que los gustos literarios no son iguales para todos. Pero cuando al mismo lector se le habla de literatura es muy probable que mencione las obras de los autores de su preferencia, de ésos que, a espaldas de las campañas publicitarias y las empresas editoriales, jamás fueron premiados ni mencionados por los académicos de la literatura. Lo que equivale a decir que no siempre la denominada buena literatura es buena para todos; al contrario, existen obras y autores que gozan del beneplácito de los lectores, ya que en la literatura, como en el arte en general, nadie ha escrito sobre gustos.

Aprendizaje y vocación

Para nadie es desconocido que la mayoría de los iniciados en el arte de la palabra escrita expresan sus ideas bajo la sombra de otros escritores cuyos textos están repletos de citas y datos bibliográficos, con los cuales son capaces de crear un clima de encendida polémica; más todavía, tienen a su favor los conocimientos y la virtud de saber defender sus ideas y obras contra viento y marea. Me refiero a esos escritores de fuste que no sólo se diferencian de los autores dados al espectáculo público y las cofradías de salón, sino también de quienes, acostumbrados a festejar sus efímeros triunfos entre bombos y platillos, escriben más por asumir una pose intelectual, que por una verdadera convicción y vocación.

En la literatura, como en las demás manifestaciones culturales, existen individuos dignos de admiración y respeto; primero, porque saben estructurar sus obras con capacidad magistral; y, segundo, porque aprendieron a vivir entregados apasionadamente a su arte, sin que por esto pierdan su sensibilidad humana ni su compromiso social. Por lo demás, la actividad literaria es un largo proceso de aprendizaje que, como cualquier otra profesión, requiere dedicación, disciplina y seriedad, al menos si se abriga la esperanza de crear alguna vez una obra que deje perplejos a los críticos y complacidos a los lectores.