miércoles, 24 de julio de 2013


UN VIAJE FANTÁSTICO 
HACIA LA LITERATURA FINLANDESA

Realizar un crucero entre Estocolmo y Helsinki es una mágica mutación del tiempo, una forma de experimentar las sensaciones más placenteras del alma, sobre todo, cuando en un crucero que flota entre las aguas gélidas, como un lujoso hotel de proa a popa, se tiene la compañía de personas que parecen haber sido arrancadas de las epopeyas del Kálevala.

Para empezar, cualquier viaje por alta mar constituye de por sí una aventura inolvidable. El simple hecho de encontrarse en un universo de pasillos, escaleras, ascensores y camarotes, es una suerte de laberinto que uno acepta complacido, pues todas escaleras, ascensores o pasillos, conducen a un sitio sosegado y grato para las emociones más sublimes de la vida.

Estando ya en la cubierta de ese rompehielos del tipo Urho, que es un gigante invencible entre los bloques de hielo, ocupé mi lugar cerca del bar, bebí a sorbos una copa de Koskinkorva (aguardiente finlandés) y contemplé, a través de la ventanilla, el paisaje blanquecino, donde las islas emergían como osos polares y la nieve refulgía al contacto de los rayos del sol. Al cabo de un rato llegó mi acompañante de viaje, se dejó caer sobre el taburete y dijo: Este viaje no lo olvidarás jamás. Y agregó: Muchas culturas influyeron en la vida cultural finlandesa, desde los clásicos de la literatura rusa hasta el fatalismo de Edvar Munch, que tanto afectó espiritualmente a nuestros intelectuales.

El pueblo finlandés posee una literatura y un idioma propios, a pesar de que las invasiones sucesivas de su territorio por rusos, suecos, daneses y alemanes, han dejado su impronta en diversos dialectos. No obstante, según los filólogos, el idioma finlandés es uno de los más perfectos, dulces y armoniosos, y que tiene como parientes lingüísticos al estonio y, en cierto modo, al húngaro.

Antiguamente, las comunidades agrícolas se agruparon en pueblos y fue ahí donde nació la literatura de la tradición oral, compuesta de poemas épicos, leyendas, cuentos, proverbios y adivinanzas. Además, la fuerte atracción por la naturaleza virgen y los paisajes silvestres dirigió el arte y la literatura hacia el carelianismo, al este de Carelia y al oeste de Rusia, la cuna de las narraciones folklóricas del Kálevala. Se sabe que los eruditos se interesaron por estos cuentos a comienzos del siglo XIX, y a partir de entonces surgió una literatura estrictamente finlandesa.


El Dr. Elias Lönnrot descubrió que todos los cantos del Kálevala resultaban ser los fragmentos de una misma y monumental obra. Él los rescató de la tradición oral y formó una epopeya descrita en 22.000 versos, que fueron publicados por vez primera en 1835. Es decir, al igual que el Popol Vuh de  los mayas, el Kálevala es la única epopeya popular cuyo autor es el pueblo.

Cerca de la medianoche, en medio del mes más frío del invierno, bajamos al sótano del crucero e ingresamos a un baño sauna, mientras mi interlocutora me comentaba que sus paisanos aún conservaban una serie de costumbres ancestrales y esparcimientos atávicos, como eso de bañarse en un sauna calentado con leña. Los finlandeses han construido el sauna antes que los otros cuartos de una casa, me dijo. La misma palabra sauna ha recorrido el mundo entero, sin necesidad de buscarle un equivalente en otros idiomas. Y, en efecto, recordé inmediatamente que en Bolivia, entre los altos picos de la cordillera andina, los baños termales se conocen también con el nombre de sauna.


El regalo más auténtico, para cualquiera que visite Helsinki, es un baño de vapor entre 70 y 100 °C, que forman parte del paisaje y la literatura. El sauna no es un local de masajes ni un salón de belleza, sino un lugar agradable y saludable para el cuerpo, aunque los saunas en los cruceros son demasiado sofisticados, a diferencia de los que existen en las casas de campo, rodeadas de bosques y a orillas del lago. Allí uno entra en el sauna todo el año, me aseveró mi acompañante, enjugándose las gotas de sudor que le corrían por la cara. En el campo, el sauna se calienta con leña y no faltan las ramas frescas de abedul para que uno se golpee el cuerpo, impregnándose de un olor alucinante. Cuando salimos del sauna, mi cuerpo sediento exigía una cerveza fría y un bocadillo de jamón con queso. Al beber la cerveza, sentí como si echara agua helada en una hornilla.

Al día siguiente, el crucero pasó por el castillo de Turka y atracó en el puerto de Helsinki, allí donde los edificios se alzan desordenadamente a orillas del mar, como si hubiesen crecido atropelladamente en medio de los bosques y el agua. Cerca del puerto había un mercadillo antiguo y en sus calles un manto de nieve recién caído del cielo, y mientras caminamos en dirección a la Plaza del Senado, entre edificios de techumbres blancas y peatones enfundados en pieles, recordaba haber leído, en alguna parte, que esta ciudad fue fundada en 1550 por el rey sueco Gustav Vasa y convertida en el centro de la administración política y económica del país por el zar ruso Alejandro I y, posteriormente, por Alejandro II, cuya estatua se levanta enfrente del Consejo de Estado, la Catedral, la Universidad y demás edificios que encuentran su modelo monumental en la ciudad de San Petersburgo.


Luego de recorrer por las calles, donde la nieve bailaba ante las luces resbalosas y agónicas de una urbe que llama la atención del viajero, entramos en un café que me situó vertiginosamente en uno de ésos que se ven en las películas rodadas a principios del siglo XX. De las paredes pendían cuadros antiguos y en las mesas, toscamente labradas a mano, humeaban las tazas de té y café. Todo el ámbito parecía formar parte de mí, de mi carácter romántico y hasta melancólico. Después, seguimos caminando por la ciudad, entramos en un restaurante ruso, nos sentamos a la luz de un candelabro y hablamos de los bolcheviques desterrados y ejecutados por los secuaces de Stalin. Pero, sobre todo, hablamos de la poesía social y de los amores secretos de Mayakovsky, de su pasión política que le dictó sus mejores versos y su trágico final. Como se sabe, Vladimir Mayakovsky se quitó la vida de un disparo en el corazón y en el cuarto del hotel no quedó más que el olor a pólvora.


Por la tarde paseamos alrededor de una iglesia de cúpulas afiladas, mientras caía una nieve que se podía coger en el aire y hacerla bolas en la mano. Contemplamos el monumento erigido en homenaje a Jean Sibelius, que es una verdadera sinfonía de acero y cristal, y el monumento de Aleksis Kivi, escritor que, como dramaturgo, ha conquistado el rango de escritor nacional y cuyas obras se representan en los escenarios del mundo. Además, en honor a su talento literario se celebra cada verano el Festival de Kivi en Nurmijärvi, su pueblo natal.

La nieve se hizo tan intensa, que me refugié en el restaurante Elit, lugar donde se reúne la intelectualidad finlandesa. Delante del restaurante, en un parquecillo despojado de árboles, están unas piedras ovaladas y piramidales, dedicadas al escritor Mika Waltari, una de las cumbres más altas del nacimiento del Tulenkantajat (primer movimiento modernista que abrió las ventanas a Europa) y uno de los pocos  escritores que alcanzó renombre internacional con sus novelas históricas, entre ellas, su obra más famosa y traducida: Sinuhé, el egipcio (1945).


Cuando abandonamos el restaurante, paseamos por Alvar Aalto y el bulevar de Esplanadi, claro está, sin dejar de conversar de Väinö Linna, que escribió la novela El soldado desconocido, una verdadera joya de la literatura finlandesa y un cálido homenaje al soldado anónimo que participó en la Segunda Guerra Mundial, y que hoy luce su monumento de metal en una de las principales plazas de la ciudad.

Debo confesar que jamás había conversado tanto sobre la literatura finlandesa ni sobre la vida y obra de Eino Leino y Pentti Saarikoski; dos poetas que sintetizaron la lírica más perfecta de este país nórdico y dos vidas que fueron el fiel reflejo de esas almas en permanente conflicto consigo mismas y con su tiempo. La vida y obra de estos escritores se parece mucho a la de mis compatriotas, le dije a mi acompañante, refiriéndome a Arturo Borda y Jaime Saenz, dos personajes que encerraban en sí un misterio insondable.


Pentti Saarikoski, nacido el 2 de septiembre 1937 en Impilahti, cerca de la frontera con Rusia, comenzó sus estudios universitarios a la edad de 16 años y publicó su primera colección de poemas en 1958. Fue considerado l'enfant terrible de la literatura finlandesa y uno de los escritores modernista más importantes de la posguerra.

Pentti Saarikoski, que dio a luz treinta obras tanto en verso como en prosa, fue aclamado unánimemente por la crítica especializada desde un principio y, en su condición de erudito y políglota, se hizo célebre con sus traducciones de las obras de algunos autores contemporáneos, como James Joyce, J.D. Salinger, Henry Miller, y con la traducción de una serie de obras clásicas, donde no podían faltar autores griegos y latinos, como Eurípides, Heráclito, Sófocles, Catulo, Homero y Aristóteles.

Abrazó las ideas comunistas durante la Guerra Fría y en sus columnas periodísticas no dejó de satirizar la doble moral religiosa ni criticar la actitud conservadora de las instituciones creadas por el sistema capitalista. Su vida y obra, como en el caso de los poetas que se mueven en las periferias aun estando en el centro de mira de todos, estuvieron marcadas por el alcoholismo y la desilusión.

En sus apariciones públicas, ya sea entre los académicos o amantes de su poesía, casi siempre le acompañaba una botella de aguardiente. Fue en estas condiciones que lo conocí a principios de 1980 en una tertulia literaria en Estocolmo, donde leyó sus poemas en sueco, haciendo gala de su estado ebrio, que en él era ya un estado natural; vestía de manera desaliñada, como si no le importara los qué dirán, y tenía una cinta ancha y de colores sujetándole su alborotada cabellera.

Esa noche, inolvidable para mí, lo escuché leer con una voz gangosa que parecía brotarle desde lo más recóndito del alma: Una muchacha/ bella como un diente de león/ tomó mi mano y dijo/ Yo soy la luz que te conduce a la penumbra/ No hay por qué alardear de la cosecha cuando recojo papas/ el verano fue seco, yo estaba hecho un haragán/ bello como un diente de león/ Tendremos que dormir con las piernas enlazadas/ y encogidas/ estas camas no fueron hechas para gente de nuestra talla/ Les digo a las urracas que todos/ los hombres de la tierra/ son mis hijos y que la luz eres tú/ bella como un diente de león me conduces/ a la penumbra/ He devorado la ciencia del bien y del mal, el cielo está nublado/ las filosofías y políticas se quiebran como ramas secas...

La misma noche de la tertulia me enteré de que vivía desde hace años en Gotemburgo, donde llegó sin más equipaje que un par de diccionarios bajo el brazo, dispuesto a compartir sus penas y alegrías con la catedrática de sociología Mia Berner; la mujer de ascendencia noruega que, a fuerza de sostener una relación nada fácil pero estampada por el sello del amor, lo acompañó hasta los últimos días de su vida.


Se cuenta que Pentti Saarikoski, siempre que podía escaparse de su casa, ubicada en la pintoresca isla de Tjörn, se iba a la ciudad de Gotemburgo, donde compartía sus botellas de aguardiente con los bebedores hacinados en los parques, cansado ya de polemizar con los intelectuales de pacotilla y decidido a refugiarse en los bajos fondos de la condición humana. Así pasó los últimos ocho años de su vida en Suecia, considerada su segunda patria, hasta que las garras del alcohol se lo llevaron a la tumba el 24 de agosto 1983 en Joensuu, Finlandia, a los escasos 46 años de edad. Desde entonces, sus restos descansan en Heinävesi, lejos de su tierra natal, en el cementerio del monasterio de Valamo.

Entrada ya la tarde en Helsinki, y mientras avanzaba en dirección al puerto para retornar a Estocolmo en el crucero Viking Line, mis pies iban dejando huellas impresas sobre la nieve, como señalando el sendero por donde retornaría a interiorizarme en la literatura finlandesa y su gente, quizás uno de esos días en que, como describen los versos de Pentti Saarikoski, los cielos grises pasan/ sobre un jardín que cuelga del cielo/ y la tierra se cuela en la boca como si fuera pan.

Imágenes:

1. El crucero Viking Line en el puerto de Estocolmo
2. Una epopeya del Kálevala
3. Sauna finlandés
4. El bulevar Esplanadi en el centro de la ciudad
5. Monumento del compositor Jean Sibelius
6. El escritor Mika Waltari
7. El poeta Pentti Saarikoski
8. Pentti Saarikoski

viernes, 19 de julio de 2013


LA PROSA LÍRICA DE JUAN CRISTÓBAL

Al vate peruano lo conocí por intermedio de nuestro común amigo Marco Minguillo, quien, en cierta ocasión y a propósito del tema de los escritores comprometidos, me sugirió enviarle uno de mis libros. Así lo hice. Tiempo después, y en respuesta a mi sincera propuesta de amistad, recibí, vía España, algunos de sus poemarios, entre ellos, un folleto de prosa poética intitulado: Para después de la muerte (Lima, 2001).

Cuando leí el título, desde luego sugestivo, lo primero que se me vino a la mente fue la idea de que el autor escribió una suerte de epístola destina a quienes yacen en los terrenos baldíos del más allá. Más ni bien me aventuré en sus páginas, comprendí que estaba equivocado, pues él mismo advierte en sus palabras preliminares, que las historias (o leyendas) reunidas en el folleto las imaginó a partir de sucesos concretos, aun estando consciente de que la realidad sólo se escribe en los vientos de la historia. O en el silencio inaccesible de las piedras. No es menos sugestivo el hecho de que Juan Cristóbal nos pide no inquietarnos por su vida, sino más bien recordarlo en algún bar, contando margaritas o luciérnagas a los niños, tal a esos viejos y milenarios hechiceros que con palabras milagrosas hacían revivir y cantar a las cigarras en las cosechas de los pueblos.

Estas denominadas leyendas, en realidad, son fragmentos de una prosa lírica, cuyos argumentos carecen de tramas y personajes con voz propia.  En consecuencia, los textos breves de Para después de la muerte, más que ser leyendas, son una serie de reflexiones que, narradas en primera persona y con la destreza de quien domina el oficio, recrean imágenes inverosímiles como en El pacto, La Promesa y La muerte. Asimismo, en otros textos, que parecen estructurados sobre la base de visiones oníricas, el autor se preocupa por narrar hechos que lo retornan, de un modo consciente o inconsciente, a los años de su infancia. Ahí tenemos, por ejemplo, El abuelo, un fragmento en el que nos entrega, con añoranza de adulto y palabras tiernas, la personalidad de un anciano que, aparte de llorar como un niño y jugar con los animales, conversaba con los perros.
 
La mayoría de los textos constituyen reflexiones existenciales sobre el ser o no ser, sobre las preocupaciones del hombre y sus asuntos. Así, en Canción de la muerte, nos dice: Y aunque camine loco por los puentes, debo seguir charlando con los grillos, darles las ‘buenas noches’ a los gallos, y si es posible vivir en ese rincón donde los melocotones se pierden en los ojos de los niños, pues sólo allí podré recordar las huellas de la amada y revivir esos veranos cuando salía, con las lanzas del abuelo, al encuentro de la guerra, a pesar de los ruegos de las sacerdotisas de la luna.

Por otro lado, y como es natural en el caso de los poetas, el autor se permite ciertas licencias literarias, que le permiten poner a salvo el clima de ficción en las narraciones y, a la vez, transmitir sus concepciones acerca de cómo se formó el mundo lleno de contrariedades e injusticias, como si fuesen una suerte de pecado original. El autor, en una descarga emotiva, nos sugiere algunas de sus ideas ecologistas hoy tan en boga entre los intelectuales de la izquierda latinoamericana.

Juan Cristóbal, lejos de toda consideración de la crítica literaria, demuestra que en prosa sí caben gotas de poesía. No es casual que el autor, intentando deslumbrarnos con su efectividad verbal y su chispeante fantasía, nos plantee temas y situaciones descritos con un alto valor estético, como se muestran en Los jaguares o La historia del tiempo, donde se explaya expresiones dignas de ser tomadas en cuenta por los iniciados en el ejercicio de la palabra escritura. En La guerra se lee: Ciertamente, antaño, nuestros padres eran fuertes, hermosos y ágiles como tigres escondidos, pero el tiempo pasa, y todo cambia en la oscuridad del domingo. Ahora, los animales, como voces hambrientas, nos persiguen y matan. Por último, en El milagro nos dice: Los perros seguían durmiendo junto a las hogueras, cuidando la memoria de sus dueños y la rivalidad con los vecinos, a la hora en que los sapos cantaban en los charcos como forasteros extraviados en la lluvia.

Es preciso señalar que Juan Cristóbal, como varios poetas tocados por las hadas de la imaginación, ha dedicado parte de su obra a los pequeños lectores. Su sensibilidad es proclive a la buena intención de la palabra, sobre todo, cuando intenta acercarse al mundo mágico de los niños, con versos que le brotan desde el fondo de ese niño que es él mismo. Esta faceta, quizás la menos conocida de este artesano palabrero, está presente en sus poemas infantiles, cuyos versos revelan a un hombre que quiere revolotear como mariposa entre los niños y las flores, llevando a cuestas sus poemas que cantan al amor y la vida.

La lectura de Para después de la muerte, folleto sencillo pero expresivo, me ha servido para conocer mejor a este lejano amigo, admirador del poeta chileno Jorge Teillier y defensor de las virtudes humanas que, según sus propios conceptos, se reflejan de un modo nítido en la sencillez y el compromiso con las causas libertarias. Dos razones fundamentales para cultivar una amistad sin fronteras y recordarle que su oficio no es vano en tiempo en que debemos de aunar esfuerzos para denunciar las mentiras del imperio.

Juan Cristóbal (seudónimo de José Pardo del Arco, Lima, 1941). Licenciado en Literatura. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad San Martín de Porres. Actualmente enseña el curso de Introducción a la Literatura y Literatura Peruana del siglo XIX, en la Universidad Privada María Inmaculada. Su obra mereció distinciones tanto en Perú como en otros países latinoamericanos. Entre sus poemarios destacan: Cantual (1963), Gidumot (1964),  Difícil olvidar (1975), El Osario de los inocentes (1976), Estación de los desamparados (1978), Horas de lucha (1980), La isla del tesoro (al alimón con Jorge Teillier, 1982), Desde la soledad de las colinas (1989), Celebraciones de un cazador (1994), Lecciones de historia (1994), Poblando los silencios (1996), Los rostros ebrios de la noche (1999) y En los bosques de cervezas azules (2001). También ha incursionado en el cuento y el periodismo. En su bibliografía se encuentran las prosas testimoniales: ¡Disciplina, compañeros! (1985), ¿Existe cultura obrera? (1991), Uchuraccay (2002), y tres recopilaciones: Crítica marxista del Apra (1979), ¿Todos murieron? (1987) y Entre el fuego y la razón, obra periodística de Jorge Mendívil (1988).

lunes, 8 de julio de 2013


EL SILENCIO EN SKÄRGÅRDEN

El día que decidí conocer Skärgården, la región más hermosa del archipiélago estocolmense, tenía la predisposición de salirme del tiempo y del espacio, y vaciarme en la nada, con la intención de encontrarme con mis silencios y con una naturaleza que rompe el orden establecido por una sociedad hecha a golpes de horarios y leyes.

Así, la mochila al hombro y un equipaje que contenía lo estrictamente necesario, me dirigí hacia el muelle donde estaba el yate presto a transportarme a lo largo de un canal, que se abría formando un brazo lleno de islas, bosques y aves.

El yate, sin ser demasiado grande, parecía una caseta flotante de popa a proa; tenía cocina a gas, dormitorio, comedor y hasta un espacio donde los tripulantes podían moverse sin dificultades.

Al cabo de izar las velas, en procura de apresar el viento que me daría el impulso y la dirección, me sentí como un marinero cuyo único temor era perder las agujas del sextante en medio de una naturaleza dominada por la soledad más absoluta que imaginarse pueda.

El yate zarpó entre una brisa que jugaba con las olas, mientras una bandada de gaviotas graznaba en el aire y un conjunto de patos silvestres desfilan por delante de la proa. Me senté en la popa, aferrado al timón y, sin ser maestro en las ciencias de navegar, conduje el yate sobre las aguas azulinas de un hermoso canal, donde no hacía falta controlar a cada instante la brújula ni el sextante para determinar la ruta que debía tomar.

Estando a mar abierto, el yate avanzó viento en popa, en tanto yo miraba la profundidad tenebrosa que me provocaba vértigos y escalofríos, recordándome la trágica historia de los navíos que zozobraron en alta mar, llevándose al fondo herramientas, velas, monedas, armas, máscaras de proa y las pertenencias personales de la tripulación. A ratos, cuando las olas crecían desafiantes, me acordaba del trasatlántico Titanic y del crucero Estonia, cuyos pasajeros fueron a dar en las profundidades gélidas y oscuras del mar, sin más consuelo que una muerte segura pero exasperante que, según me imaginaba, les revolcó los ojos mientras por la boca se les escapaba el último atisbo de vida.

Al declinar la tarde, y después de echar las anclas en el muelle improvisado de una isla, me apeé en las rocas, pensando en que todo lo que un día viene de la naturaleza, vuelve otro día a la naturaleza, más o menos, como el aire que se aspira y se respira.

El sol se hundía en el horizonte, donde se juntaban el cielo y el mar en una línea sutil e imaginaria. La noche cayó mansa, como un manto salpicado de estrellas y una luna que se alzaba como un enorme queso en las alturas. Las gaviotas y los alcatraces se recogieron a sus guaridas, unos nadando, otros volando.

Al día siguiente me despertó un chorro de luz dorada que se filtró por la ventanilla de la cubierta. Me desperecé sobre la camilla angosta y salí de la bolsa térmica rumbo a la popa, desde cuyo asiento vi nacer el alba, con ese amarillo-naranja del sol que estalla en las aguas, poniendo una raya de luz sobre las rocas y los abetos recortados contra el cielo.
En la isla de Skärgården experimenté la belleza salvaje de la naturaleza y un modo de salirse del tiempo y alejarse del mundanal ajetreo de la ciudad, donde todo está programado casi cronométricamente.

En Skärgården, a mar y cielo abiertos, todo permanecía tranquilo y en silencio, como si la calma se hubiese instalado en cada cosa. No escuché más voz humana que la mía y, para mi asombro, constaté que las palabras carecían de sentido en un lugar donde la brisa y el murmullo de las aguas eran los únicos ruidos que asomaban al oído. El silencio me devolvió la calma espiritual que hacía tiempo la había perdido entre las costumbres atávicas de la sociedad de consumo, donde el estrés es el patrón que manda sobre la vida de los habitantes.

Al mediodía, cuando el sol se puso en el centro del cielo y el calor se hizo sofocante, me quité las ropas y, paseándome con aires de nudista experto, me lancé al agua, donde me zambullí sin más instrumentos que un cíclope que me permitía observar a los peces escabulléndose entre algas y helechos. Para experimentar esta aventura efímera no hacían falta los tanques de oxígeno, aletas, máscaras y escopetas de aire comprimido, salvo unos pulmones llenos de aire y las extremidades dispuestas a resistir los desafíos de una natación sin virajes ni contorsiones.

A poco de estar sumergido en el agua, cuya belleza era tan seductora como peligrosa, me invadió una sensación de angustia induciéndome a pensar en esa muerte atroz que le persigue a cada naufrago. De modo que, a punto de expirar el último aliento de vida en medio de las olas que me arrojaban de un lado a otro, braceé con ese temor de quien ha perdido las fuerzas y esperanzas de sobrevivir a las embestidas de ese coloso que esconde sus misterios en el fondo de sus entrañas. Pero como el instinto de vida es más fuerte que el instinto de muerte, salí a flote como un corcho y me acerqué a las rocas, intentando relajarme del cansancio y despojarme del temor que se apoderó de mi cuerpo.


Esa noche amainó la brisa y la mañana despertó magnífica. Levanté las velas del yate y retorné al bullicio de la gran ciudad, sin otro pensamiento que volver a Skärgården, ese lugar donde se detuvo el tiempo y la tranquilidad, y donde yo aprendí a navegar, leer la cartografía, manejar los compases y controlar el timón con una seguridad que sólo se aprende con la voluntad de quienes se echan a la mar con la predisposición de enfrentarse a una naturaleza hermosa pero en extremo peligrosa. Y, lo que es más importante, recobré la serenidad que me permitió experimentar las sensaciones más profundas de la libertad y conocer un paisaje que, sin exagerar, es un chorro de aire fresco para quien vive encerrado entre las cuatro paredes de un cuarto.

lunes, 1 de julio de 2013


EL POZO

Cuando era niño, y aún vivía en una población minera donde las familias se abastecían con pocos litros de agua como en las aldeas del desierto, tenía que ir al pozo, carente de bomba y de piletas, que estaba en las afuera del pueblo, muy cerquita de un matadero de reses, donde los humanos parecían compartir con los animales el agua turbia y contaminada, que no venía por una tubería ni saltaba por un grifo, sino que brotaba desde las mismísimas entrañas de la Pachamama.

Todas las mañanas y tardes, luego de llegar de la escuela, tenía que ir al pozo, agarrado de dos baldes que mi madre compró al precio de uno. Por lo tanto, lo que empezó siendo una obligación familiar, terminó siendo una costumbre que formaba parte de mi existencia cotidiana. Si bien es cierto que despertar temprano para ir por agua no era lo más placentero, es cierto también que no me daba pereza, sobre todo, cuando pensaba que el agua era tan elemental como el aire que respiraba.

Ya me habían enseñado en las lecciones de ciencias naturales que el agua cubre la mayor parte de la superficie terrestre y que, como por arte de magia, circula por el planeta como por el cuerpo humano, compuesto más por agua que por sangre. Entonces no cabía duda de que este elemento líquido era indispensable para dar y recibir vida, y que, contrariamente a la creencia popular, es una sustancia común en el universo, donde está presente en forma  líquida, incluso debajo de las gruesas capas de hielo del Polo Norte y el Polo Sur; en forma sólida, como en la faz de la luna; y en forma gaseosa, como en la cola de los cometas.

Apenas ocupaba mi puesto en la fila, llena de recipientes de diversas formas, tamaños y colores, veía a mujeres y niños dispuestos a llenar, a fuerza de brazos y pulmón, los recipientes con el agua del pozo, que no tenía brocal ni polea. En los rostros de la gente, de piel deshidratada y curtida por las inclemencias del altiplano, se dibujaba una ligera sonrisa, como si el pozo fuese un santuario donde la gente acudía en romería a cualquier hora del día. 

Escuchar el sonido del agua, ver los borbotones en la roca, era motivo de enorme alegría, como si el simple hecho de tener acceso  a él fuese sinónimo de tener acceso a la vida. Algunas veces, mientras avanzaba en la fila, empujando mis baldes con los pies, me daba la impresión de que la vida se sucedía como el agua que brotaba de las rocas y fluía por las quebradas del río, donde hasta las piedras parecían refrescarse del abrasante sol de la mañana; otras veces, me imaginaba que las rocas sudaban gotas de agua y que las gotas caían con una melodía lejana, en medio de una topografía árida y pedregosa.

La tierra que rodeaba al pozo era seca y polvorienta. Sólo en épocas de lluvia era húmeda y hasta quedaban estampadas las huellas de los caminantes, quienes llevaban a cuestas sus pesadas cargas de agua, ya sea en bidones de plástico o en latas de alcohol y manteca, convertidas en verdaderas cisternas por el ingenio de los hojalateros más humildes del pueblo.

El agua del pozo era insípida, turbia y estaba plagada de parásitos que, casi de manera inevitable, se metían en los recipientes como lombrices y microbios de extrañas anatomías. Las paredes laterales del pozo, hechas de greda y granito, estaban cubiertas de algas y musgos, mientras en el fondo croaban las ranas y nadaban los renacuajos como un enjambre de pececillos cabezones.

En el pozo era fácil constatar que las aguas están llenas de microorganismos. No en vano las primeras formas de vida aparecieron en las turbulencias del mar, en las corrientes del río y en las profundidades del lago; un reino en el cual todavía sobreviven una variedad de peces, mamíferos y anfibios, aparte de las plantas acuáticas que parecen monstruos mecidos por los flujos y reflujos.

El agua del pozo, según supe después por testimonios de mis vecinos, era el principal causante de las enfermedades intestinales que aquejaban a los pobladores. Claro está, cómo no iba a serlo, si no era agua filtrada ni potable. Además, para el colmo de los pesares, algunas personas hacían sus necesidades sólo a unos metros más allá del pozo, convirtiendo el agua que brotaba de las rocas en un líquido fecal, que luego desparecía como serpiente grisácea entre las piedras del río.

Apenas llenaba mis baldes, con la sensación de un beduino que encuentra un oasis entre las dunas del desierto, me retiraba del lugar y regresaba a casa por el mismo sendero cubierto de grava. Acarrear el agua, bajo sol o bajo sombra, era un trabajo que nos tocaba a los niños y a las amas de casa, quienes, como en todo pueblo carente de alcantarillas y agua potable, eran las aguateras que iban y venían del pozo batiendo mantas y polleras. Parecían hormigas avanzando contra las ráfagas del viento y fantasmas envueltas por las corrientes del frío.

Yo caminaba a paso lento y seguro, en procura de llegar a casa con los baldes llenos de agua, porque el agua en aquel pueblo, como en un lejano desierto, era un tesoro apreciado por todos. Perder gotas de agua en el trayecto, por un simple descuido o un tropezón indebido, era como perder perlas que se esfumaban en la tierra apisonada o se evaporaban bajo un sol calcinante.

De algún modo extraño, y sin que nadie me lo explicara, estaba consciente de que los baldes de agua servían para beber, lavar la ropa, fregar las vajillas, lavar las frutas y verduras; lavarme las manos, los pies y la cara. Quizás por eso ahora, que soy mayor y vivo en una ciudad donde se desperdicia el agua a raudales, tanto en la cocina como en la ducha y el lavabo, me duele hasta el fondo del alma, porque yo sí sé lo que implica no tener agua potable en casa; este elemento vital que, por desgracia, es cada vez más escaso en los países más pobres de este pobre planeta.