LA LETRA CON SANGRE ENTRA
La primera vez que mi madre me llevó a la escuela, la mañana era calurosa y
polvorienta. Yo tenía guardapolvo blanco, sandalias de cuero negro y un mundo
de ilusiones. Pensé que al fin se me abrirían las puertas de ese
establecimiento misterioso y temido, del cual me hablaron tanto mis compañeros
de juego. Los profesores sacan los conocimientos hasta por los bolsillos,
me dijeron. Les falta un pelo para ser bibliotecas andantes y dejar de ser
mortales de carne y hueso.
En el trayecto, cuya distancia entre la casa de mis abuelos y la escuela se
podía ganar en un minuto a vuelo de pájaro, recuerdo que mi madre me apretaba
la mano como si me fuese a reventar los dedos. Ella caminaba redoblando los
pasos y yo casi flotando a un palmo del suelo.
Al llegar a la plaza del pueblo, a poco de vencer un laberinto de
callejones, mi madre se plantó de súbito, levantó el brazo y, enseñándome un
letrero, dijo: Ésta será tu escuela. Se llama Jaime Mendoza. Miré el
letrero con el rabillo del ojo y sentí escalofríos, pues sabía que en esta
escuela, de paredes húmedas y pupitres desvencijados, se castigaba a los
desobedientes y se premiaba a los inteligentes.
Cuando entramos a la escuela, mi madre desapareció en la sala de profesores,
mientras yo la aguardaba en el patio, sentado en un rincón, escuchando voces
que estallaban a mi alrededor y trepando con la mirada por las paredes
grisáceas.
Al toque de campana, los niños rompieron el bullicio y formaron en columnas
de a dos. Yo permanecí en aquel rincón, sin moverme ni hablar, hasta que
escuché la voz de mi madre, quien me tomó de la mano y me condujo hacia donde
estaban los compañeros de mi clase. Éste es mi hijo, le dijo a la
profesora, con una sonrisa amplia. La profesora no contestó, se limitó a
bañarme con una mirada fría y a esbozar un rictus de tedio y mal humor.
Cuando ocupé mi puesto en la fila, me entraron ganas de llorar a gritos;
pero como sabía que los hombres no deben llorar, y menos en la escuela, me
mantuve con las manos empuñadas y los dientes apretados. Mi madre se arrimó
sobre mi hombro y, acercando sus tibios labios a mi oreja, dijo: Tienes que
respetar a tu profesora como a tu segunda madre. Luego depositó un beso en
mi frente, se volvió y se marchó. La perseguí con la mirada y, antes de que
desapareciera detrás de la puerta, sentí ganas de orinarme; mas me inhibí al
oír al portero, cuya voz de mando se sobreponía a la algarabía de los niños y
los redobles de la campana.
A las nueve de la mañana, dos niños, de cabezas rapadas y zapatos lustrosos
como sus caras, izaron la bandera en un mástil herrumbroso. Entonamos el himno
nacional deformando el hado en helado y propicio en prepucio.
Al final del acto, el director habló de cosas que no entendí; sus palabras eran
tan difíciles y abstractas como las del himno nacional.
Después entramos en el aula, nos sentamos en los pupitres de dos en dos. La
profesora leyó nuestros nombres en orden alfabético y, al nombrarme a mí, me
miró a los ojos y preguntó: ¿Tú te llamas Víctor o Luis? Víctor,
contesté con voz quebrada. Ella levantó el bolígrafo a la altura de su nariz
ganchuda y tachó mi nombre como haciéndome desaparecer del mapa. Se plantó
frente a nosotros, mirándonos uno por uno, y advirtió: En esta clase está
prohibido hablar, jugar y preguntar.
Por la tarde, apenas oí el portazo que me sacudió como si el golpe lo
hubiese recibido yo, la profesora apretó una tiza entre los dedos y exclamó: Hoy
les presentaré a una señora redonda y con cola. Se llama “a”. Y, mientras la
representaba gráficamente en la pizarra, agregó: Ésta es la primera letra de nuestro abecedario….
Al día siguiente no quise volver a la escuela. Preferí jugar con mi auto de
latas y carretas de hilo, pero como mi madre me amenazó con llevarme de la
oreja, no tuve más remedio que alistar mis útiles y asearme el cuerpo, ya que
la profesora tenía la manía de revisar las orejas, los calcetines, las uñas y
el pañuelo. A quienes tenían las uñas sucias les daba un reglazo en la palma y
a quienes se olvidaban el pañuelo los hacía volver a casa. La disciplina era
tan espartana que los niños, más que niños, éramos soldados en miniatura.
Desde el inicio escolar transcurrieron ya varios días, semanas y meses,
pero yo no aprendí ni siquiera a diferenciar las vocales de las consonantes. En
cambio el compañero de banco, un chico de origen campesino, que casi siempre
venía en harapos y cuyo castellano estaba salpicado de interferencias quechuas,
sabía ya leer y escribir de corrido. Su padre trabajaba en la misma galería del
interior de la mina que mi padre y mi madre era la profesora de su hermana en
la escuela de niñas; razones suficientes para que fuese mi mejor amigo. Además,
me defendía de la agresión de los mayores y me ayudaba a hacer los deberes
escolares. Se llamaba Juan -digo se llamaba, porque no hace mucho que murió
aplastado por una roca en la mina-. Los dos solíamos jugar en los recreos. Le
invitaba a comer una fruta y él depositaba un puñado de habas tostadas en el
cuenco de mi mano. Ambos éramos aburridos y nunca reíamos a carcajadas, ni
siquiera cuando los payasos y titiriteros venían a la escuela. Eso de las
carcajadas era una suerte de privilegio reservado sólo para los niños felices.
Nosotros éramos otra cosa. La alegría la teníamos oculta en algún recóndito lugar
del ser. No hablábamos en voz alta ni nos oponíamos al autoritarismo de los
adultos. Ya entonces estuvimos acostumbrados a la pedagogía del silencio.
Todavía recuerdo el día en que Juan y yo llegamos tarde a la escuela por
jugar con las canicas. El portero abrió la puerta y nos propinó un coscorrón a
cada uno. Próximos a nuestra aula nos persignamos escupiendo tres veces al
suelo, pero esta creencia popular no dio resultado, pues apenas cruzamos la
puerta, la profesora nos tomó por las orejas sacudiéndonos en el aire.
Cuando nos soltó de golpe, sentí que un hilo de sangre corría por mi cuello
y que un sudor frío me empapaba el cuerpo. De mis ojos querían brotar lágrimas
y de mis labios improperios, y, sin proponérmelo, dejé caer la mirada en el
instante en que la profesora me dio un revés de mano que me ardió en la cara.
Seguidamente me dio un empellón y me arrinconó contra la pared, donde me puso
de rodillas sobre dos piedras del tamaño de las canicas. A Juan lo puso de
plantón, los brazos en alto y varios libros apilados sobre las manos. En esta
posición nos mantuvimos hasta la hora del recreo.
Desde entonces fueron mayores mis deseos de no regresar a la escuela, y
aunque me sentía como Pinocho, un niño ni muy bueno ni muy malo, jamás se me
ocurrió la idea de ser un niño obediente para luego convertirme en un niño de
verdad. Lo que yo quería era morirme y no volver a ver la figura de mi
profesora, quien, por lo demás, tenía un horrible moño en la cabeza, la cara
prismática, el estómago abombado y las piernas tan delgadas como los tacones de
sus zapatos.
Cada vez que me acosaba la idea de no ir a la escuela, no sabía cómo
explicárselo a mi madre. Sabía que no me iba a entender. Entonces tramaba
planes entre el silencio y el desvelo, simulando estar enfermo o dormido; pero
mi madre, conocedora de mis manías, me levantaba de un grito y me daba unas
pastillitas que me provocaban náuseas. Frustrados mis planes, salía de casa
golpeando las puertas, pateando las piedras, maldiciendo a mi profesora y
pensando que la escuela había sido el peor invento del hombre.
Un día en que el sol se mostró en un cielo teñido de rojo sangre, me enteré
que Juan se marchó al campo a cultivar la tierra de sus padres, a oír el
ladrido de los perros y el balido de las ovejas. De pronto sentí su ausencia en
el alma y una sombra de tristeza cubrió mis ojos. Avancé cabizbajo y me dejé
caer sobre un solitario y frío banco. Y, mientras recordaba los mejores
momentos que pasé con Juan, la profesora me extendió un libro mal encuadernado
y sin láminas a colores. El libro era tan grande y pesado, que había que
asentarlo sobre el pupitre para hojearlo.
La profesora me miró con los ojos grandes y negros, negrísimos, y me ordenó
leer una fábula de Esopo. Me puse de pie, sintiendo un nudo en la garganta y,
al término de un instante de rigidez que me trepó por los huesos, empecé a leer
el título deletreando. La profesora, parada a mi espalda y leyendo el texto por
encima de mi hombro, me preguntó a bocajarro: ¿No sabes leer o no quieres
leer? Me restregué los ojos con el dorso de la mano y volví a clavar la
mirada en esa sopa de letras. Pero en el tercer o cuarto verso concluí que no
entendía el léxico, la sintaxis ni la moraleja.
Al comprobar que no comprendía mi propia lectura, a pesar de escuchar mi
voz, me dio la impresión de que aún no sabía leer. Por lo tanto, acosado por la
angustia y la frustración, empecé a tartamudear y gimotear. La profesora, cuya
severidad era admirada por los padres, hizo estallar un sopapo en mi boca. El
dolor fue tan intenso que, apenas me chocó su mano, sentí como si me arrancara
la cabeza de cuajo. La sangre fluía de mis labios, mientras yo permanecía
pétreo, como acostumbrado a mantenerme inmóvil para recibir un golpe. Me sorbí
los mocos, engullí un amago de saliva y las lágrimas inundaron mis ojos. Pero
la profesora, que mantenía la mano alzada ante un rayo que se filtraba por la
ventana iluminando las motas de polvo, me siguió obligando a leer, como si con
esa tortura física y psíquica complaciera su sadismo.
A partir de ese día adquirí un trauma por la lectura. Pensé que todos los
libros estaban escritos por cabezones para cabezones, y no para los niños que
piensan y hablan de diferente manera que los animalitos de las fábulas de
Esopo. Sin embargo, mi otro yo, el que estaba dentro de mí, pero muy adentro,
me decía que debía aprender a leer, aun no estando motivado para hacerlo.
Lo extraño es que yo sabía ya leer un poco, pero en silencio, pues leía el
letrero del peluquero que vivía cerca de la casa de mi abuelo, las carteleras
de los cines, las rúbricas de los periódicos y las revistas de series, que son
las que más leía, porque tenían ilustraciones a colores. Y cuando escribía,
parecía que las palabras descendían de mi cerebro, emergían por mi boca y chorreaban
sobre el papel como la tinta por la punta del bolígrafo. Pero eso sí, lo que
nunca supe es cómo aprendí a leer, si fue por inducción o deducción, con método
sintético o analítico. Lo único que recuerdo es que esos pequeños signos se
fueron grabando en mi memoria. Después aprendí la fonética de cada grafema,
casé las letras en sílabas y las sílabas en palabras. Era como si mi cerebro
acumulara palabras y las organizara en una sintaxis coherente. A pesar de esto,
cada vez que la profesora me obligaba a leer en voz alta, delante de mis
compañeros de miradas atónitas, me subía el rubor a la cara y pronunciaba las
palabras atropelladamente, como si arrojara pedradas por la boca.
Recuerdo también que, la primera vez que no hice los deberes de matemáticas,
la profesora me preguntó la tabla de multiplicar y yo quise trocarme en polvo,
pues en lugar de contestar una cosa, contestaba otra. Así que ella introdujo
sus dedos índices en mi boca y me estiró la comisura de los labios de ceja a
oreja. Correveidile a tu madre que, en vez de tener un hijo, tuvo un burro,
dijo mientras me sacudía violentamente, como a un pez cogido por el anzuelo.
Otro día me sorprendió haciendo su caricatura sobre un papel cuadriculado,
me miró seria y dijo: Desde mañana haz de tener en cuenta que no existes.
Rompió su caricatura delante de mis ojos, y ese dibujante que había en mí,
murió a poco de haber nacido. Ella se sentó en la silla, redactó una nota,
dobló la hoja y agregó: Este regalito es para tus padres.
Al regresar a casa de mis abuelos, tenía alucinaciones audiovisuales, veía
la imagen de la profesora y oía sus palabras en todas partes. Fue entonces
cuando perdí las ganas de seguir siendo niño. No quería ser como Peter Pan,
pequeño toda una vida, sino un hombre hecho y derecho, para salvarme de los
castigos habidos y por haber.
Antes de concluir el año lectivo había que asistir al examen final, para
comprobar si uno merecía ser promovido a un curso inmediato superior. Aquel
día, la mañana era lluviosa y fría. Desperté con la idea de colgarme de la viga
del techo o clavarme un cuchillo en el pecho, cansado ya de soportar los
vejámenes por no haber asimilado las lecciones impartidas por la profesora. No
tomé el desayuno ni me cepillé los dientes. No me lavé la cara ni me peiné los
mechones. Salí exactamente como estaba, con el guardapolvo sujeto por el único
botón que había cerca del cuello y con las sandalias de correas reventadas. No
llevaba conmigo más que un lápiz, una goma y un sacapuntas colgados del cuello
como abalorio de curandero.
Cuando legué a la escuela, esquivando los charcos que formó la lluvia, alcé
los ojos hacia el cielo y recé el Padrenuestro. Después entré en la sala de
examen, donde los profesores vigilaban el mínimo movimiento en medio de un
ámbito en el que no se oía una sola voz. La sala parecía un campo de
concentración, donde sólo faltaban las
armas y los barrotes.
Sentado en mi pupitre, frente a la hoja de examen, empecé a llenar
mecánicamente los espacios en blanco. Todas las preguntas tenían una sola
respuesta, cualquier otra era inmediatamente anulada. Entre mis compañeros
había quienes memorizaban las lecciones tres días antes del examen y quienes se
olvidaban tres días después. Empero, los más astutos, que casi siempre obtenían
las calificaciones más sobresalientes, metían chanchullo en las manos, en el
reverso del guardapolvo y hasta en las mangas de la camisa.
Al abandonar la sala, experimenté la misma sensación que siente el preso al
salir de la cárcel, aspiré un aire puro a todo pulmón y lancé un escupitajo al
suelo.
En la calle, no muy lejos de la casa de mis abuelos ni muy cerca de la
escuela, me encontré con mi madre, quien, abriendo sus ojos que parecían
invadirle el rostro, me dijo: El próximo año seré la directora de tu escuela.
A lo que yo le contesté con voz serena: No hace falta, la letra ya me entró
con sangre.
Imagen:
Víctor Montoya con su madre, Llallagua, 1966
Esta historia es terrible, pero todavía, en pleno siglo XXI, podemos saber de casos parecidos. Es la escuela castradora de la que habla Iván Illich en Alternativas (1974), no tanto por el maltrato y la idea equivocada de que la "letra entra con sangre", sino porque algunos docentes ahora incurren en vicios generados, las más de las veces, por la cantidad de alumnos que tienen en los salones o porque en las universidades no se les forma éticamente para asumir un rol tan vital en el desarrollo de un ser humano. Ahora hay que luchar contra la indiferencia que asumen ante la necesidad de formar a los niños y niñas. En Venezuela (mi país) es difícil conseguir un maestro que maltrate ni porque los representantes den su consentimiento para ello. La LOPNA (Ley Orgánica para la Protección del Niño y Adolescente), afortunadamente, ha estimulado la toma de conciencia en lo que a derechos y deberes tienen los niños, niñas y adolescentes, así como el conocimiento sobre sus deberes. Como es más fácil y "cómodo" saber de nuestros derechos, parece que se ha volteado la tortilla y ha ocurrido (en algunos casos que conozco) que niños y adolescentes han tenido comportamientos agresivos y amenazantes con sus maestros y profesores, en el entendido de que hay una ley que los respalda. Como todo, Víctor, si las cosas no se controlan y se evita que lleguen a los extremos, entonces se da este tipo de situaciones. En lo que a la historia se refiere, es innegable que a través de ella propicias una reflexión y una crítica que son fundamentales. ¿Cuál es el papel del maestro en el aula de clases y en la vida del estudiante? ¿Cuáles son las estrategias para enseñar? Me haces recordar una película bellísima, que le saca las lágrimas a cualquiera, se trata de Estrellas en la tierra (2007). Es eso, pues, enseñar con el amor; enseñar con la conciencia de que eres vital en la vida de esa persona que te confían por tantas horas durante el año escolar; enseñar involucrándote en lo que es el universo social y psicoemocional de los alumnos y alumnas. Enseñar desde el arte y la literatura. Qué bueno es poder leer cuentos como los tuyos. Saludos. Ramelis. Te invito a que visites mi blog:
ResponderEliminarhttp://ramelita.blogspot.com
buen texto
ResponderEliminarAlv
ResponderEliminarmucho tecto
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