domingo, 26 de septiembre de 2010


LIBROS PRESTADOS Y PERDIDOS

La billetera que perdí una noche de sábado, después de una sonada tertulia entre escritores, me la devolvieron días después por correo, adjunta a una nota remitida por la policía de Estocolmo, en la que se leía: Plånbok hittat (billetera encontrada). Como comprenderán, me quedé atrapado entre el asombro y la alegría; primero, porque había perdido las esperanzas de recobrarla; y, segundo, porque estaba casi intacta, con las doscientas coronas en efectivo, el carné de identidad, las fotografías personales y la tarjeta de crédito.

Sin embargo, esa misma noche, en la misma estación del metro y a la misma hora, perdí el libro que me prestó un poeta amigo, cuya recomendación de cuidarlo y no perderlo se tornó en una inesperada pesadilla. Desde entonces no he vuelto a saber nada más del libro, aunque me consuela la idea de que el autor del hallazgo tuvo más interés en el contenido de la obra de Jaime Saenz que en el contenido de la billetera; una actitud sorprendente en una época en la cual no es frecuente que un peatón tropiece con un bien ajeno y, sin pensar dos veces, se dé la molestia de devolvérselo a su dueño.


De todos modos, ésta no fue la primera vez que perdí un libro ni la primera vez que no me lo devolvieron, pues ya antes, por distraerme con algo que no debía, perdí el libro de Galeano en uno de los vagones del metro. Y, aunque lo busqué desesperadamente entre los asientos y pasillos, no lo encontré. Tampoco estaba en el depósito de la estación de Rådmansgatan, donde van a dar los objetos extraviados en el tráfico; un hecho que me hizo suponer que lo tenía algún lector hispanohablante, pues sólo a él podía interesarle Las venas abiertas de América Latina, tanto por estar escrita en su lengua original como por tratarse de uno de los ejemplares de la primera edición lanzada por Siglo XXI. Además, de seguro que ese lector avispado sabía que todo buen libro es la extensión de la memoria y la imaginación colectivas, el instrumento más importante de transmisión de cultura, desde el instante en que sus páginas compendian no sólo los conocimientos acumulados por la humanidad a través de los siglos, sino también la voz del autor deseoso de transmitir sus propias ideas y sentimientos.

En otra ocasión, mientras el sol reverberaba en la nieve, salí de casa con la intención de leer en el trayecto el libro de Franz Kafka. Cuando tomé el autobús y me senté con el hombro afianzado contra la ventanilla, saqué el libro del portafolio y me dispuse a leer con el mismo cariño que recomendaba Pablo Neruda. Ahí nomás, en medio del paisaje blanquecino que contemplaba a través de los vidrios empañados por el vaho de la respiración, me dejé vencer por un torbellino de ideas y, sin saber lo que hacía, puse el libro a un lado. Cuando bajé del autobús y me metí en el metro, advertí que el libro se me olvidó en el asiento. Entonces, como saliendo de un mal sueño, corrí con las esperanzas de recuperarlo. Mas al llegar a la parada vacía y fría, comprendí que era demasiado tarde, pues no volví a ver el autobús ni El proceso de Kafka.


A partir de ese hecho, tomé algunas precauciones para evitar que se me sigan perdiendo los libros, como eso de no llevar a la calle libros prestados ni libros que no tengan el formato de bolsillo, aun sabiendo que un libro, léase donde se lea, es siempre un buen compañero y un maestro que enseña y no regaña. De otro lado, los libros prestados son distintos a los libros comprados. Los libros prestados tienen la propiedad de buscarnos enemistad en caso de perderlos y poseen la magia de atraer la atención del lector que desea leerlos. Un libro comprado, en cambio, pierde su magia desde el instante en que uno se convierte en su dueño. Con el libro comprado se puede adornar el estante o nivelar la pata coja de un mueble, justamente, porque uno es el dueño y puede hacer con él lo que quiera: revenderlo, regalarlo o tirarlo.

A propósito de los libros prestados, cuando recién llegué a Suecia, sin libros en la mano y directamente de la cárcel, conocí a un amigo latinoamericano que, en su condición de lector fanático, me enseñó la forma de cómo prestarme libros en la Stadsbibliotek de Estocolmo, sin pagar un solo centavo y del modo más sencillo. Desde ese día, consciente de que la biblioteca es la memoria de la humanidad, me entró la costumbre de leer libros prestados, hasta que una tarde de verano, mientras salía de la biblioteca, pensando en abrir las tapas y recorrer por el laberinto de sus páginas, me volví a encontrar con el mencionado amigo, quien me invitó a tomar una cerveza con la intención de asaltarme los libros. Y así lo hizo. Cuando salí del baño del restaurante, me encontré con la mesa vacía; no estaba él ni la bolsa de libros. Lo doloroso era que no sabía cómo ni dónde ubicarlo, desconocía su nombre completo y la dirección donde vivía. Sólo entonces comprendí lo que debe sentir el amante cuando le arrebatan un amor prestado.

Como les contaba, el último libro que perdí fue Imágenes paceñas, de Jaime Saenz. Lo pedí prestado de un poeta amigo, quien, al enterarse de la mala noticia, me dijo: Hay libros que no se pueden perder, porque están hechos de cariño. Por eso mismo, más por salvar la amistad y recobrar el sentido de la confianza, lo busqué por todos lados sin encontrarlo en ninguno. Al final, no tuve más remedio que mandarlo a pedir desde Bolivia, donde es probable que tampoco lo encuentren por tratarse de una edición limitada.

Como toda mala experiencia es una buena lección en la vida, aprendí que perder un libro prestado puede ser tan doloroso como perder una joya preferida, sobre todo, cuando su valor no estriba en el precio real sino en el cariño con el cual se lo cuida, aparte de que la lectura de un buen libro, desde el instante en que se abren sus tapas y se recorre por sus páginas, es una maravilla que proporciona la extraña sensación de felicidad y sabiduría.

1 comentario :

  1. Este blog es muy diferente a otros que he visitado. Siento que es algo diferente, algo único. Su obra “El laberinto del pecado” se me hace muy buena, con un lenguaje único y fresco, capaz de atrapar lo ordinario. Eso a mí me llama la atención y lo disfruto.

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