sábado, 31 de diciembre de 2011


AMORES Y DESAMORES EN LOS CUENTOS
DE ADOLFO CÁCERES ROMERO

La reciente publicación de Cinco noches de boda, bajo el sello Editorial Kipus y Escritores Unidos, es un buen ejemplo de que la literatura boliviana ofrece emoción y belleza, con escritores de la talla de Adolfo Cáceres Romero, quien, a tiempo de moverse con soltura en un territorio sensual y explosivo, donde convergen las descargas eróticas y el fulgor de las pasiones, nos acerca a temas narrados con verisimilitud, recreando a personajes que se cruzan en las rutas de la realidad y la ficción, con un estilo sencillo pero elegante, propio de un autor capaz de elevar a potencia literaria una situación cotidiana, sin más recursos que el verbo y la imaginación.

Los cuentos de Cáceres Romero, que en el fondo cuestionan la doble moral en torno a la sexualidad y los cánones de un sistema patriarcal, nos revelan la variedad de relaciones que se dan en una cultura compleja y contradictoria. Recrea con conocimiento de causa las historias en las cuales el matrimonio dura sólo hasta la misma noche de bodas o se declara el divorcio seis meses después de una luna de miel apenas disfrutada. Se tratan de parejas que, por motivos de infidelidad, conveniencia, presión social o incompatibilidad, están destinadas a romperse como vasijas de barro antes de que terminen de sonar los valses de Strauss.

No es casual que los protagonistas de Noche de bodas 1  tengan un matrimonio fugaz, al descubrirse que la novia no llegó virgen al lecho nupcial. En tales circunstancias es probable que el sueño de envejecer junto a un solo hombre puede trocarse en una pesadilla en países donde existen familias conservadoras que, debido a los tabúes sexuales y los atavismos culturales, aconsejan a la novia conservar su virginidad hasta la noche de bodas.
 
El libro es un abanico de matrimonios por conveniencia y por los qué dirán en el entorno social; bodas en las cuales los padrinos e invitados se miran extrañados cuando no oyen un sí rotundo en los labios de la novia o el novio, sino dubitativo, como cuando se pronuncia una queja luego de tener un cuchillo clavado en el pecho. En el cuento Noche de bodas 3 asistimos a un enlace pactado por los padres y familiares de la pareja, según rigen las tradiciones en el mundo musulmán, ya que la hija del comerciante árabe es desposada con un hombre que llega desde Palestina. El matrimonio, en este caso, no sólo se da por conveniencia, sino también por afinidad social, cultural y racial. Y, lo que es más grave, tanto el hombre como la mujer deben pedir perdón a Alá por sus impulsos sexuales y su deseo de conocer el amor a través de un orgasmo compulsivo y placentero, como si se tratara de un pecado fatal.

Los motivos del divorcio son varios, como varias son las desilusiones en la vida conyugal; a veces por el simple hecho de que la obesidad de la mujer no permite la satisfacción sexual del hombre o porque al marido le falta ingenio erótico para complacer la lujuria de su esposa. A estos casos se suman los matrimonios imposibles por falta de compatibilidad de caracteres o porque la mujer perdió, tras largos años de consorte, los bríos y la bellaza de la juventud, como en el cuento Bodas de plata.

El autor está consciente de que en algunos matrimonios se esconde la infelicidad detrás de los mantos de la apariencia, hasta que no demora en ser descubierta como en Noche de bodas 2, pues allí donde no reina un amor verdadero, los besos no saben a nada y la relación, aparte de convertirse en una situación insostenible, acaba por ser una farsa ante propios y extraños. Queda claro que en estas bodas no tienen sentido los sermones del cura ni suena como debe la marcha nupcial en el órgano de la iglesia.

El cuento La última noche de boda nos transmite el mensaje de que la mujer viuda puede vivir abrazada a los recuerdos. Incluso el vestido de novia usado durante la ceremonia llega a ser tan importante como el amor que los novios se prometieron ante el altar. Un vestido de novia tiene la fuerza de evocar los recuerdos de quien la usó y lució durante esos instantes en que la felicidad parecía eterna como en los cuentos de hadas, donde los amores se redimen y la muerte está asociada a la infelicidad. No cabe duda que la memoria es un instrumento que permite conservar los recuerdos del pasado. De ahí que el simple hecho de ver una imagen impresa en el periódico, como sucede con la protagonista de El compromiso, puede ser suficiente motivo para recordar tiempos idos y un episodio importante en la vida, sobre todo, si la imagen está asociada a un compromiso que se hizo público y sirvió de preámbulo al acto matrimonial.

Cáceres Romero, con la experiencia de vida que lo amerita, nos enseña que no siempre se cumple el dicho de que el amor lo puede todo, cuando es verdadero. No al menos en una cultura donde una mujer puede ser despreciada cuando pierde la virginidad antes de la boda o pierde a la criatura que crece en su vientre; en una colectividad que cree en la falacia de que una solterona es una mujer incompleta y un solterón la vergüenza de la familia; en un una sociedad donde las empleadas domésticas son las cenicientas de la casa, las que realizan todas las tareas que rechazan las damiselas, atenidas a la absurda idea de que el cumplimiento de los deberes domésticos les corresponde a las sirvientas y no a las señoritas.

Cinco noches de boda, además de ilustrarnos que el desamor es una fuerza capaz de convertir al hombre en una bestia, está lleno de dramas provocados por el crimen pasional, el adulterio, los celos enfermizos, la violencia de género, el odio, la venganza y la sinrazón, como cuando el personaje de El ADN de Dinora cree que su mujer lo traicionó con otro hombre, y que la hija que tiene es ilegítima, hasta que comete un crimen y se entera tarde, ya demasiado tarde, que la prueba de ADN no correspondía a su hija, sino a otro persona, y que la información que recibió se debió a un error involuntario.

En el cuento Noche de bodas 4 asistimos a la frustración de un amor soñado pero perdido de antemano, ya que la ausencia del personaje, destinado a cumplir el servicio militar obligatorio, provoca que la mujer de su vida se entregue a los brazos de otro hombre. Entonces el protagonista, presa de un torbellino de celos y navaja en mano, se ve impulsado a cometer un crimen pasional. Lo interesante del cuento es que es el autor permite que el lector imagine el desenlace trágico de esta historia de amor.

Al culminar la lectura de Cinco noches de boda, compuesto por dieciocho cuentos, uno queda con la ligera sensación de que el tema del amor es tan infinito como infinitas son las razones del desamor. Los temas se yuxtaponen en un recio manejo del lenguaje coloquial, mientras las reacciones psicológicas de sus protagonistas son afines a las de cualquier ser humano. El lector está ante una obra que lo hará vibrar de emoción y suspenso, con pinceladas que reflejan el mosaico multicultural de un país donde la geografía contrastante entre el altiplano y el oriente constituye un magnífico escenario para contextualizar cuentos que tienen un principio que atrapa de inmediato y un desenlace que es casi siempre sorpresivo, como en los mejores cuentos de los grandes cultores de este género literario.

Por lo demás, en este magnífico libro, que tiene la intención de desvelar los mantos de la hipocresía y romper con la mojigatería de quienes, amparados en la doble moral, pregonan las virtudes de una sociedad que vive a caballo entre su pasado y la modernidad, queda de manifiesto que los tabúes sexuales, los prejuicios sociales, las ataduras mentales y los atavismos culturales son, de una manera consciente o inconsciente, verdaderas cuñas en la felicidad de un hombre y una mujer que funden sus vidas en una noche de bodas.


Adolfo Cáceres Romero (Oruro, 1937). Narrador e investigador de la literatura boliviana. Ejerció la docencia universitaria. Obras principales: Galar (premio nacional de cuento de la Municipalidad de Cochabamba, 1968), La mansión de los elegidos (1973), Copagira (1975), Las víctimas (1978), Entre ángeles y golpes (premio nacional de cuento “Franz Tamayo”, 1982), Los golpes (1983), Poésie Bolivienne du XX-Sicle (1986), La Hora de los ángeles (1987), Nueva Historia de la Literatura Boliviana,(en cuatro volúmenes, 1982, 1990, 1995), Poésie quechua en Bolivie (1990), Diccionario de la Literatura Boliviana (segunda edición, 1997), La saga del esclavo (2006), Octubre negro (2007) y El charanguista de Boquerón (2009).

viernes, 23 de diciembre de 2011


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no sólo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buenmozo estoy! –exclamó mirándose en el espejo–. Con esta pinta cualquiera puede conquistar el corazón de una mujer que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras abría la botella de vinglögg que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días el olor de la Navidad, que es diferente al de los gases malignos de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre la hornilla, con clavo de olor, canela y pasas, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional sueca. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera. Después vacié el humeante líquido en una copa con asa y se la pasé al Tío, quien, de puro sentir la fragancia del alcohol, se acomodó en su trono, los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Mmm... –musitó al primer sorbo–. Esto me recuerda al ponche, al té con trago y al sucumbe, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la casa de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza el arbolito de plástico, lleno de cintas, luces y regalos, que la gente pone en el lugar más llamativo de la casa?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de la Noche Buena.

–¡Noche Buena! ¿Cuándo es la Noche Buena? –indagó con voz imperativa, atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y de amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Después aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pesebre de Belén, acudieron a adorarlo, a lomo de camellos, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado original cometido por Eva, quien fue echada del jardín del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de Satanás...

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Mecías y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas de colores. El administrador, un hombre alto, delgado y rubio, puso su copa en la mesa y, gritando el nombre de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –se rió el Tío y luego sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Se me ruborizó la cara como si el mismo vinglögg me quemara por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía un gorro en forma de cono, una máscara con los pómulos rosados y la barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista con nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante de la copa y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos soñaron todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban de la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy de regalo el mineral a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

--------
Vinglögg: Ponche navideño sueco.
Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Imagen:

Y Dios creó al hombre, Pintura de Manuel L. Acosta, 2004

viernes, 16 de diciembre de 2011


LA SENSUALIDAD TIENE CUERPO DE MUJER

El pintor inglés John William Godward (1861 – 1922), como pocos artistas de su época, concita la sensibilidad humana con su arte, debido a que la mayor parte de sus pinturas muestran a mujeres semidesnudas o parcialmente desnudas.

Estas hermosas féminas, ataviadas con prendas translúcidas a la usanza de la antigua Grecia y Roma, resaltan las formas curvilíneas de sus cuerpos, revelando sus abultadas caderas, sus protuberantes nalgas y unos turgentes senos que, libres de toda banda de tela o fascia pectoralis, asoman por debajo de la túnica como frutos tropicales.

No pocas veces, estas modelos de carne y hueso, que lucen la túnica interior de seda hasta los pies y ceñida a la cintura con una franja púrpura, aparecen despojadas de sus alhajas, como las ajorcas, collares, pendientes, anillos, broches, tocados y agujas largas para sujetar los pelos recogidos en moño. Es muy probable que el pintor las prefería así, sin joyas ni prendas inferiores, a la hora de inmortalizarlas en los lienzos cual ninfas de paraísos perdidos.

Estas pinturas, de colores cálidos y motivos deslumbrantes, eran las iconografías del erotismo de su época, mucho antes de que los cuerpos desnudos invadieran los medios audiovisuales, donde la desnudez de los actores y las actrices, con atributos sexuales remarcables y físicamente atractivos, aparece vinculado al erotismo más desenfrenado, que la industria de la pornografía usa como un recurso expresivo para retratar la vulnerabilidad de nuestro cuerpo o como metáfora de la fragilidad del mismo en escenas impactantes y conmovedoras que, despojadas de toda connotación moral, nos despiertan el apetito sexual hasta arrastrarnos al límite de un orgasmo salvaje y explosivo.

John William Godward, sin embargo, a diferencia de los productores de la pornografía moderna, nos plantea en sus cuadros una forma velada de desnudez en los cuales el cuerpo aparece semi cubierto por vestiduras, sombras o superficies, que permiten entrever sólo algunas partes del mismo, consciente de que las zonas más íntimas había que dejárselas a la imaginación del espectador.

Es lógico considerar que el artista, que se dejó llevar por la intuición de enseñarnos la belleza femenina desde su más recóndito secreto, utilizó las paletas y los pinceles para retratar un mundo que le fascinaba desde su perspectiva de macho lujurioso, pero con el cuidado de no romper con los cercos de la sensualidad, conforme sus cuadros fuesen una forma de erotismo apta para todo público.

Para quienes conocen el arte de la desnudez, desde la antigüedad hasta nuestros días, es fácil identificar las pinturas de Godward como strategic nude scene (escena de desnudo estratégico), ya que las modelos, aparte de lucir sus mejores poses artísticas y una coquetería a flor de piel, no exhiben su monte de Venus, por lo que el estado de desnudez se mantiene sólo en el ámbito de lo sugerido.

John William Godward, para asegurar que sus trabajos llevaran el sello de autenticidad, incorporó de manera meticulosa detalles importantes en sus cuadros: arquitectura clásica, ornamentos de mármol con bajorelieves, indumentaria de la antigua Grecia y Roma, pieles de animales, bosques y flores silvestres.

Las mujeres en posturas estudiadas, en tantos lienzos de Godward, causan en muchos una confusión en cuanto a la escuela pictórica a la que perteneció y no pocos lo catalogan equivocamente como prerrafaelita, cuando en realidad era un “Alto Soñador Victoriano” Neoclasicista, fascinado por la producción de imágenes fascinantes de un mundo que, dicho sea de paso, idealizó como en un trance onírico.

Es cuestión de ver varios de sus cuadros para advertir que Godward eran un Victoriano Neoclasicista y, por lo tanto, un seguidor de la obra de Frederic Leighton. Aunque para algunos estudiosos del arte, como en cualquier especulación de diletantes, su obra está más próxima, estilísticamente, a la de Sir Lawrence Alma-Tadema, con quien compartió el gusto por la interpretación de la arquitectura clásica, en particular, restos de edificios construidos en mármol. Sólo que en el caso de Godward era imprescindible incluir en el escenario, en primera plana y con vibrante colorido, a mujer de cuerpos y rostros divinamente despampanantes.


No es menos espectacular la vida de este pintor inglés, que vivió contra corriente, como un ser incomprendido por su entorno más cercano. Se cuenta que el día en que se trasladó a Italia, con una de sus modelos, su familia rompió todo contacto con él y recortó su imagen de los cuadros de la familia. Por eso sus biógrafos aseveran que no se conocen fotografías de este pintor que se suicidó en 1922, a los 61 años de edad, luego de dejar una nota en la que se leía que “el mundo no era bastante grande” para él.

Su familia, que desaprobó desde un principio su vocación de artista, se avergonzó de su suicidio y quemó parte de sus papeles, que hoy podían haber sido un excelente testimonio de un hombre que vivió, por un lado, atormentado por su genio creativo y, por el otro, rodeado por las musas que lo inspiraron a lo largo de su carrera. Ellas, desde los cuadros que cuelgan en museos y colecciones privadas, le sobrevivieron a su retratista, cuyo talento estaba destinado a sobreponerse al tiempo y el olvido.

miércoles, 14 de diciembre de 2011


REFLEXIONES DE NAVIDAD

Son las 2 de la mañana y no puedo conciliar el sueño. Enciendo la lámpara del velador y pienso en la Navidad, en ese arbolito de plástico que todos los años se debe desempolvar y, una vez adornado con luces, nieve artificial y cintas multicolores, colocar en el sitio más atractivo del apartamento, sin importarnos mucho el porqué de esta festividad, que los comerciantes aprovechan para asaltarnos los bolsillos, caiga o no la nieve, llegue o no Papá Noel.

Son las 2 y 15 de la mañana y, aparte de pensar en los politiqueros corruptos y en las guerras tramadas por el imperio, pienso en los niños de la calle, en ésos que a diario se levantan y se acuestan en un banco del parque, y en los andariegos de la limosna, quienes no conocen a Papá Noel ni disfrutan de los regalos de Navidad, pues la calle es su alimento, su protección y su vida. En la calle los adoptan otros parias que habitan la ciudad y viven cada día como si fuese el último. 

Los niños de la calle se agrupan en pandillas y en pandillas recorren por las avenidas comerciales, donde hacen de mendigos, prostitutas y raterillos. Son niños que han aprendido a ganarle tiempo al tiempo y, en cuestión de segundos, se apoderan de la pulsera de un transeúnte desprevenido, arrancan de un tirón las joyas de una dama o despojan a un anciano de lo poco que lleva en los bolsillos. Los niños de la calle se regalan a sí mismos lo que Papá Noel no puede darles, son niños que aparecen y desaparecen entre los escaparates comerciales, iluminados por las luces de los arbolitos de Navidad.

Entrada ya la noche, estos andariegos de la limosna inhalan pegamento, se ríen de su suerte, juegan con la muerte y, tras una ola de alucinación que los arranca de sí mismos, caen rendido en la intemperie. En el peor de los casos, puede pasarles lo que hace un tiempo atrás ocurrió en Río de Janeiro. Los comerciantes de la Navidad, considerándolos una escoria social, contrataron escuadrones de la muerte para barrerlos a tiros del centro financiero de la ciudad. Los asesinos, las caras cubiertas y pistolas al cinto, se montaron en trineos de asfalto y, rastreando los parques y las calles, se dieron a la caza de niños mendigos. No se oyó el trote de los renos, pero sí una descarga de tiros confundiéndose con las salvas que anunciaban el nacimiento del Redentor, mientras los niños de la calle eran linchados como perros y arrojados en los terrenos baldíos, donde aparecieron sus cadáveres con un tiro en la frente y un letrero que decía: Hijo de nadie. Basura de la ciudad.

Son las 2 y 30 de la mañana y pienso que, en los países del llamado Tercer Mundo, millones de niños son víctimas de la explotación, la prostitución y la pornografía, debido a que los mercaderes de carne humana, aprovechándose de las llagas del subdesarrollo, exportan niños por montones, con el fin de abastecer la demanda del mercado internacional y llenarse los bolsillos con la misma insensatez de los comerciantes que nos ofrecen la muñequita Barbie en Navidad. 

En América Latina se venden anualmente miles de niños y el valor que se paga por ellos fluctúa entre 200 y 9.000 dólares; un negocio millonario al que se añade el tráfico ilegal de menores, cuyos órganos son extraídos y trasplantados a pacientes en prestigiosos hospitales de los países industrializados, donde la carnicería humana, que cobró ya la vida de cientos de niños asiáticos y latinoamericanos, es un hecho tan normal como matar pavos, lechones y gallinas en la Noche Buena y en vísperas del Año Nuevo.

Son las 2 y 45 de la mañana y aún no puedo conciliar el sueño, pues tengo la sensación de que en esta Navidad, que será como suelen ser todos los años, no habrá noche de paz ni de amor entre las víctimas de la guerra y el despojo, ni Papá Noel tocará la puerta de los niños pobres, porque su cargamento de regalos se vaciará en la casa de los ricos, a diferencia de lo que hicieron los Reyes Magos cuando nació Jesucristo, ese hombre que 33 años después murió fijado en los maderos, entre otras cosas, por predicar el amor al prójimo y convencido de que sería más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un comerciante rico entre en el reino de los cielos.

Son las 3 de la mañana y recuerdo que la Navidad no sólo sirve para celebrar el nacimiento de Jesucristo, sino también para beber y comer hasta por los codos. Esto lo constaté en un hotel de Estocolmo, donde el administrador del restaurante, con una copa de vinglögg (ponche) en la mano, nos invitó a pasar al comedor.

En una mesa metálica habían bandejas con lechones asados, una hilera de botellas de vino, presas de pavo y de gallina; pasteles, biscochos, papas fritas y cocidas; jamones, licores, cervezas, refrescos y una variedad de frutas y verduras, cuyos sabores, olores, colores y decorados constituían una verdadera fiesta para el paladar.

Al término de la comilona, y mientras los copos de nieve caían como si bailaran al rito de los villancicos, los camareros y cocineros tiraron las sobras en bolsas de plástico. No me convencía cómo ese país, ubicado en el techo del mundo, podía ser tan rico siendo tan pequeño. No me cabía la idea, ni aun sabiendo que los países del hemisferio Norte eran ricos gracias a las riquezas naturales que durante siglos saquearon de los países del hemisferio Sur, sin dejarles más recompensa que la pobreza y el olvido.

Cuando me retiré a la habitación, desde cuya ventana podía divisar un lago congelado en medio de un paisaje que parecía una novia vestida con velo, me tendí en la cama, fijé la mirada en el cielo raso y pensé que en los países del llamado Tercer Mundo hay miles y millones de niños hacinados en humildes hogares, donde jamás llega Papá Noel con su trineo cargado con juguetes navideños.

Los niños y las niñas pobres, en los países más pobres de este pobre planeta, trabajan en los basurales, disputándose los restos de comida con ratas, perros, cerdos y aves de rapiña. Los niños y las niñas pobres, que por ser pobres han perdido sus derechos más elementales, juntan latas, cartones, plásticos y vidrios, con la esperanza de ganarse unos centavos que les permita llevarse un pan a la boca. Los niños y las niñas pobres, víctimas del abuso sexual y los estupefacientes, se levantan y se acuestan a cielo abierto. Son hijos de nadie pero sueñan con un regalito que no tendrán y con los tres Reyes Magos que, montados a lomo de camello y guiados por una luminosa estrella, acuden al nacimiento del redentor de los pobres.

Antes de quedarme dormido, me prometo a mí mismo seguir luchando por mis ideales, mientras la injusticia campee en el mundo y no cambie la ley del embudo. Pienso también que los creyentes, por su parte, debían ponerse la mano al pecho y reflexionar que a Jesucristo no le hubiese gustado que celebren su nacimiento entre bombos y sonajas, entre unos que tienen todo y otros que no tienen nada, pues así como están las cosas, patas arriba, es probable que las heridas de su cuerpo vuelvan a sangrar, la corona de espinas le lastime la frente y les mire desde los maderos con una desilusión que a cualquiera le atravesaría el corazón.

viernes, 9 de diciembre de 2011


VÍCTOR MONTOYA EN UNA ANTOLOGÍA INTERNACIONAL DE MICRORRELATOS

El escritor boliviano Víctor Montoya, que desde hace mucho viene cultivando la prosa breve, es uno de los autores que integra la reciente Microantología del microrrelato III (2011), que Ediciones Irreverentes y Radio Exterior de España acaban de lanzar en Madrid, luego de que el responsable de la selección, Miguel Ángel de Rus, hizo un minucioso trabajo de investigación y compilación de los mejores relatos en este género literario que requiere una precisión de orfebre a la hora de hilvanar las palabras, conforme el relato tenga un principio que atrape el interés del lector y un desenlace que no sea menos sorprendente.

Microantología del microrrelato III recoge su cuento Escritor suicida, que anteriormente fue publicado en su libro Cuentos en el exilio (2008), y en el que relata la desesperación y la angustia de un novelista que decide acabar con si vida a las doce en punto del mediodía, pegándose un tiro en la sien, a poco de poner el punto final en su novela que le requirió diez años de acopio de material y otros tantos años de trabajo obsesivo.

El antólogo, consciente de que el microrrelato no es un género menor en el contexto de la literatura universal, apunta acertadamente en la presentación del libro: En Microantología del microrrelato III se presenta una brillante selección de relatos divertidos, sorprendentes, intimistas o humorísticos, terroríficos o fantásticos; sobre el amor y desamor, reflexiones sobre la muerte y la vida; de misterio, ciencia ficción o históricos. En todos los casos, la brevedad va unida al impacto y la sorpresa, de un mundo a otro, de un sentimiento al contrario. Al pasar cada página hay una nueva sensación (…) 'Microantología del microrrelato III' es el libro ideal para quienes tienen siempre prisa, quienes van a tomar un nuevo tren, para aquellos que no aguantan interrupciones en el cine o el teatro, para aquellos que piensan que un año es una eternidad y, especialmente, para los amantes de la buena literatura, porque la brevedad y la excelencia pueden ir unidas.

Víctor Montoya, como pocos escritores bolivianos, tiene una serie de cuentos publicados en antologías internacionales. Algunos de ellos traducidos a otros idiomas. Por lo tanto, la publicación de su cuento Escritor suicida en esta Microantología del microrrelato III, lo convierte en un narrador fecundo cuya obra es digna de ser leída tanto dentro como fuera de su país de origen. Cabe destacar también que entre los 65 autores reunidos en esta antología, todos ellos con magníficas creaciones literarias, figuran algunos maestros en el arte de narrar cuentos breves como Franz Kafka, Baldomero Lillo, Antón Chéjov, Mijail Bulgakov, Ariel Dorfman, Jules Renard, Leopoldo Lugones y Guillaume Apollinaire, entre otros.

jueves, 8 de diciembre de 2011


RADIOGRAFÍA DE JULIO CORTÁZAR

Abrigo la esperanza de que alguien pueda compartir conmigo la enorme impresión que causa esta fotografía encontrada en la vidriera de un hospital, donde algún admirador -o admiradora- de Julio Cortázar, luego de recortarla de una revista, la pegó cuidadosamente por las cuatro esquinas. Cuando la miré de cerca, absorto por la iluminación frontal que lo destaca tan vivamente, no resistí a la tentación de llevármela conmigo, dispuesto a describirla para quienes no la conocían. Empero, debo reconocer que no fue tarea fácil, sino un desafío contra la subjetividad que me acechaba a cada instante, pues pasé varias horas queriendo describirla, sin conseguirlo, y sólo quienes hayan pasado noches en vela, con una idea insistente que revolotea en la cabeza, comprenderán la desesperación que supone intentar atrapar las palabras exactas para describir una fotografía que de por sí es una poesía hecha de luz y de sombra.

Querido Julio, en esta fotografía, más que en ninguna otra, nos miras desde el fondo de tus ojos tiernos, mientras tu rostro, marcado por una profunda expresión de melancolía, nos inspira un súbito respeto y admiración por lo que fuiste en la sencillez y el silencio, circunstancias en las cuales aprendiste a comunicarte más con los gestos que con palabras, como todo gran escritor que manifiesta sus pensamientos y sentimientos a través de la palabra escrita, de esos pequeños grafemas que tú, desde niño, escribías con el dedo en el aire, como si se trataran de signos mágicos que nacían de tu imaginación o a partir de un palíndromo, donde la palabra Roma se leía amoR al invertirla.

Al contemplar intensamente esta fotografía, en la cual apareces con la melena y barba leoninas, crecidas con tanta rebeldía como las llamas de tu alma, te imagino en tu escritorio cual gigante perdido en el País de las Maravillas, escuchando las improvisaciones del jazz, leyendo los libros de tu preferencia o, simplemente, acariciando el lomo de tu gata Flanelle, cuyo ronroneo era la única música que rompía la monotonía del silencio.

Apenas miro tu jersey de mangas largas y cuello alto, te imagino en invierno, deslizándote por las calles mojadas de una ciudad grisácea, envuelto en una gran bufanda, y en verano, tendido a la sombra de un árbol, los ojos clavados en el vacío y meditando en la dimensión de tu obra, donde la fantasía y la realidad se funden como las dos caras de una misma medalla. A ratos, me parece oírte hablar con voseo argentino y erre afrancesada sobre Fidel y la revolución cubana, país donde redescubriste la alegría, la solidaridad, la espontaneidad y los temas latinoamericanos, tras haber pasado media vida en París, en esa ciudad que amabas y odiabas al mismo tiempo.

Cuando leí una de tus cartas escritas a Fernández Retamar -Director de Casa de las Américas (nuestra casa)-, me quedé sin aliento y con el corazón partido, ya que no me convencía cómo un cronopio de tu talla podía sentirse solo y extranjero en el barrio 15 de París, recluido en una casita alta y angosta como tu imagen. Mas recién ahora, al releer El perseguidor (ese excelente relato inspirado en Charlie Parker, el famoso Bird, el jazzman que alucinaba con la droga y el alcohol, y hacía alucinar con el saxofón a los amantes de su música), puedo comprender el porqué de tu soledad y tu amor desmedido por la humanidad y sus asuntos, que la vida de Charlie Parker te enseñó a mirar por dentro, desde el fondo mismo del ser, y lejos de la superficialidad que nos corroe cada día. Asimismo, debo decirte que tu sensibilidad -o hipersensibilidad- de hombre de letras te llevó a tomar partido por la justicia social y la defensa de los procesos socio-políticos que expresaban el sentir popular; la prueba está en el compromiso que asumiste con la revolución cubana, con los acontecimientos de mayo del 68 en París o con la revolución sandinista, que tan bien la retrataste en tu Nicaragua tan violentamente dulce. Sin lugar a dudas, tu obra literaria se fundió con las luchas de emancipación desde cuando comprendiste que el socialismo democrático era la única alternativa histórica capaz de abolir la explotación del hombre por el hombre. Pero ahora que ya no estás entre nosotros, porque la muerte te privó de ver los bruscos virajes que se produjeron en el mundo, desde la caída del Muro de Berlín hasta el trágico resurgimiento de los nacionalismos, sólo me cabe imaginar que tú no darías un solo paso atrás, convencido de que la humanidad no volverá la rueda de la historia y resistirá los embates del imperialismo como lo está haciendo Cuba, esa pequeña isla y esa gran causa que tanto amaste en vida.

Así, pues, querido Julio, ante esta hermosa fotografía que te retrata el alma de niño grande y bueno, constato una vez más que fuiste un cronopio de verdad, un ser magnífico cuyo espíritu era portador de los mejores valores humanos, un hombre en quien se podía depositar toda la confianza del mundo como en una cajita que guarda los secretos más íntimos bajo siete llaves; es más, al mirar tus grandes manos pecosas, puedo también constatar que tus brazos de boxeador están aún dispuestos a batirse con los adversarios de los desposeídos en El último round, en ese round en el que te acompañaremos los hinchas de tu obra, que es tan grande como fue tu vida.

Julio Cortázar, foto de Ulla Montan

martes, 29 de noviembre de 2011


LA PROSA ENIGMÁTICA DE JOHN CUÉLLAR

Como en toda obra destinada a ser leída con atención y sentido crítico, El cuarto enigmático y otras narraciones revela a un autor que, a pesar de su juventud y modestia, se perfila como un escritor serio y comprometido con la palabra escrita, ya que sus relatos no son simples garabatos narrativos ni el lector malgasta su tiempo una vez que ingresa en el laberinto de los textos escritos con pasión y talento. 

En el primer relato, ambientado en el edificio de un Instituto abandonado, nos permite entrar en un cuarto penumbroso y frío, donde tres amigos experimentan hechos inexplicables y enigmáticos, y en el que un libro abierto sobre una mesa, con una sola frase escrita en sus páginas, parece tener todas las explicaciones de un crimen recientemente ejecutado. Se trata de un suceso recreado al más puro estilo de Edgar Allan Poe y, desde un principio, se puede afirmar que la prosa de John Cuéllar, quien sabe tejer hábilmente los elementos de la realidad y la fantasía, nos hace vibrar con situaciones rodeadas por un halo de misterio y nos entrega una poderosa dosis de terror y espanto.

En Jorge Breen en la mira, el protagonista sueña con su propio asesinato, mientras duerme en uno de los bancos del cine, al mismo tiempo que en la película se comete un crimen pasional. Aquí, lejos de toda consideración lógica, el autor deja constancia de que el racionalismo es superado por la ficción del mundo onírico. No en vano Jorge Breen vive con la sensación de que su realidad depende de otra, y ésta de otra, y así sucesivamente hasta el infinito. Los tiempos narrativos se sobreponen y se repiten las escenas como en la función rotativa de una película, con un personaje asediado y asesinado varias veces.   
   
En el tercer relato, Delirio, parece prolongarse la historia de Jorge Breen. Todo comienza cuando el protagonista, al salir de una megadiscoteca, encuentra en su camino a una bella mujer, quien, desilusionada por el repentino abandono de su novio, le pide pasar la noche en su apartamento. Estando allí, él aprovecha para invitarle unas copas de ron y, seducido por la voluptuosidad de sus senos y sus muslos, devorarla a besos mientras escuchan una canción de Laura Pausini. En este relato, cuyo tema recrea una falsa ilusión provocada por los efectos del alcohol, se explaya una prosa desinhibida y contemporánea, salpicada de sensualidad, picardía y erotismo.

En algunas narraciones se rastrea el tema de un amor no correspondido y las cavilaciones propias de los enamorados de mujeres imposibles, como en Destiempo y en Desolación, donde el protagonista adolescente, inconforme e insatisfecho, siente que su vida existencial está proyectadas en las letras de una canción: Sólo huele a tristeza, huele a soledad;/ en mis ojos perdidos, sólo hay humedad…, aunque no deja de abrigar las esperanzas de que si se pierde un amor, es posible encontrar otro a la vuelta de la esquina, al menos si se practica el lema: quien busca, encuentra, y quien insiste, consigue.

En una selección de relatos, como en este caso, existen algunas narraciones que destacan más que otras, ya sea por el tratamiento del tema o por la destreza narrativa del autor, quien, en su condición de intelectual de clase media, ensaya una literatura urbana que, de un modo consciente o inconsciente, usa los mismos recursos a los que nos tienen acostumbrados Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. En tal virtud, no es casual que nos cuente las razones y sinrazones de los hijitos de papá, de los muchachos que integran las tribus urbanas y se adueñan de la ciudad en medio del mundanal ruido, el incesante ajetreo de la gente, los servicios de las camaleonas y la música estridente de las discotecas a media luz.

No faltan las historias que transcurren entre hermanos celosos y madres preocupadas por buscar un buen partido para sus hijas en un ámbito en el cual la ascendencia social y el poder económico del pretendiente son decisivos a la hora de aceptar un compromiso formal en el seno de una familia con pretensiones de la alta sociedad, con servidumbre y chofer particular incluidos; una realidad que se refleja en Tienes que echarle la negra a un tipo llamada Frank, donde el personaje principal, un hijito de papá, tiene la vida servida en bandeja de plata y un futuro esplendoroso, al que todos son convocados, pero en el que pocos son los elegidos. Mas no por esto, según el hilo argumental, los ricos están libres de las tragedias familiares, así sea sólo en un sueño premonitorio, como sucede en este relato, en el que los hermanos menores del protagonista mueren ahogados en el mar; algo que se repite, de una manera paradójica y premonitoria, en el caso de su amigo Martín Rosse, muerto con un disparo en la frente.

Como en cualquier ciudad peruana, a altas horas de la noche, en las calles y bares pululan los borrachos propensos a las agresiones verbales y los asesinatos con arma blanca. Esto se describe, con precisión verbal y escenas de videoclip, en El desquite, cuyo protagonista, Claudio Selso, es acosado y asesinado por un hombre de apariencia misteriosa.

Por otro lado, llama la atención el hecho de que el relator/protagonista casi siempre reflexiona sobre los temas que lo aquejan mientras está en la cama, se supone que boca arriba y con la mirada perdida en el cielorraso. Así ocurre, por ejemplo, en Una vez más, tras la llegada de un forastero que despierta su curiosidad y cuyos pasos sigue hasta descubrir que se trata de un hombre decidido a quitarse la vida en el precipicio de la montaña; una acción impactante que, años más tarde, experimenta en carne propia el relator/protagonista, dejándose caer en el mismo abismo como un suicida potencial. Es digno destacar que en este relato se pone a prueba la intención experimental del autor, quien repite cuatro veces un mismo párrafo, con modificaciones claves al final de cada uno.

En Ellos me están esperando, último relato del libro, desfilan una serie de personajes secundarios que parecen no tener otro propósito que el de pasar el fin de semana en un cine o reunidos en un night club entre mujeres de prendas mínimas y bebidas tropicales. Aquí destaca El profe, un individuo resentido con la colectividad y con poca autoestima personal que, en su plan de borrachera y entre las muchachas del cabaré, funge ser el paradigma de quienes sueñan con un estatus social y económico que los dignifique de por vida.

No es menos interesante el caso de Apolonio Meder, más conocido como Apolo entre sus amigos; un muchacho que se unió a la noble causa de los guerrilleros, pero que, en realidad, resulto ser un soplón de los militares. Si bien es cierto que este sujeto, con un pasado como mercenario, logra salvar su pellejo y huir hasta la capital, es cierto también que no logra reintegrarse a la vida social ni laboral, hasta que termina por entrar en contacto con el hampa, y, consiguientemente, con los elementos que, debido a su actitud desalmada y sin escrúpulos, pertenecen a los fondos más bajos de la sociedad, donde campean los parricidas, violadores, atracadores y asesinos a sangre fría.

En Ellos me están esperando, el relator/protagonista nos va describiendo, paso a paso, la crónica de una muerte anunciada en medio de una galería de personajes siniestras que forman parte del texto y el contexto, y mientras él, Ángel Curtis, ya acostado y cubierto por la sábana, reproduce en su mente la frase: ellos te están esperando, siempre lo han hecho, pero hoy es diferente, debido a que ellos, los malandrines que son sus compinches en los actos delictivos, están dispuestos a despacharle a ese lugar del cual nadie retorna con vida. Y así ocurre, en el desenlace, el asesinato anunciado es consumado, poco antes de que la esposa de Ángel Curtis descubra el cadáver ensangrentado y una nota sobre su pecho: La sangre cubre lo que el dinero no puede.

Este volumen ágil y ameno, de un modo general, está compuesto por una galería de jóvenes atrapados por la melancolía y la desilusión, que divagan entre las cuatro paredes de un cuarto, siempre meditabundos y contraviniendo toda lógica y razón, como seres enajenados que vagan por un laberinto de preguntas sin respuestas y por calles que más parecen pobladas por fantasmas que por seres con vidas y realidades cotidianas. No obstante, aunque en varias de las narraciones las ilusiones y los ensueños adolescentes se rompen como vasijas de barro antes de ingresar en la antesala de la vida adulta, queda claro que el amor y el desamor son dos de los pilares sobre los cuales están estructuradas las breves prosas de John Cuéllar, quien, con la fuerza de la imaginación y el oficio escritural, no dejará de sorprendernos en un futuro inmediato con obras que dejarán su huella en el marco de la literatura peruana contemporánea. Por ahora, y sin mayores preámbulos, nos quedamos a gusto con los diez relatos de El cuarto enigmático y otras narraciones, un libro que merece ser leído con los cinco sentidos. 

John Cuéllar (Huánuco, Perú, 1979).  Poeta y narrador. Licenciado en Lengua y Literatura, egresado de la Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Ha sido encargado de edición de las revistas Kactus & Parnaso (2003-2004) y Parnaso (2005-2006). Obtuvo el segundo premio de poesía en los “II Juegos Florales Valdizanos, en 2000, y el primer premio en el “II Premio de Cuento Ciudad de Huánuco”, en 2001. Es autor de Narrativa joven en Huánuco (2005), Lexicón (2007) y Sin antídoto (2008). Tiene textos dispersos en publicaciones nacionales y extranjeras. También ha publicado en medios electrónicos: Revista VOCES, Casa de Poesía ISLA NEGRA, Yo escribo, Revista del Pensamiento y la Cultura DIEZ DEDOS, Revista Literaria KATHARSIS, Revista Intercultural del mundo hispanohablante ÓMNIBUS, Revista Trimestral de Literatura EL HABLADOR y en la Revista de narrativa contemporánea en castellano NARRATIVAS.