viernes, 23 de mayo de 2025

 

VÍCTOR MONTOYA EN ANTOLOGÍA INTERNACIONAL

Dioses y monstruos es una reciente antología digital que publicó Letralia –Tierra de Letras– en Cagua, Venezuela, con motivo de celebrar sus veintinueve años de actividad literaria y cultural. La antología puede descargarse de manera gratuita en la página web de Letralia: https://letralia.com/

El cuento del escritor boliviano, intitulado El hijo del Tío, forma para de los 76 trabajos seleccionados entre las propuestas de los autores provenientes de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, El Salvador, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela.

En la presentación del libro, a cargo del editor responsable de la antología, el escritor Jorge Gómez Jiménez, se explican las motivaciones de esta antología que llevaba el llamativo título de Dioses y monstruos. En palabras del editor: el libro que tienes en este momento ante tus ojos, explora este tema a través de múltiples espacios estéticos, culturales y simbólicos (…) Lo mítico, lo contemporáneo, lo fantástico, lo íntimo, lo político, lo filosófico, se han dado cita en estas más de setecientas páginas con invocaciones a entidades antiguas y recreaciones demitologías personales, así como reflexiones sobre el cuerpo, la fe, la culpa, el poder o el lenguaje, con una variedad de tonos en los que el lector encontrará humor, crueldad, ternura y desconcierto.

El libro de 756 páginas, con ilustraciones atractivas y breves presentaciones de los autores, tiene una pulcra diagramación y ofrece una variedad de textos que despiertan el interés de los lectores, como los anteriores libros temáticos que fueron publicados en formato PDF por la editorial Letralia.

miércoles, 21 de mayo de 2025

 

RECUERDOS DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA

Estudié pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.

Yo asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad Educativa Jaime Mendoza) de la población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la inmensa mayoría.

La escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua, perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).

Como les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y mano dura, me permite rastrear los primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.

Si alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad, la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad Nacional Siglo XX en 1985; una Casa Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí. 

Retomando el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.

A diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley de la educación a palos, consistente en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.

Está claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la escuela tradicional en la que el profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba pasivamente, el profesor confundía autoridad con autoritarismo, mientras el alumno estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa, donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la participación activa del profesor y el alumno en el proceso de enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos religiosos e ideologías diversas.  

Cuando estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los investigadores de la  psicología evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes, quienes, de acuerdo a la Convención sobre los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.

Debo reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial, no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social. Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que dice: La letra con sangre entra. 

Lo extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza, se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a ella.

En cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto, en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer una necesidad de compensación o equilibrio emocional.

La profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el  proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.

No cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi condición de pésimo alumno y comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino unos tristes gana panes, que estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática, donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.

No está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos, no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración, acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el programa de educación primaria.  

La profesora que tuve en ciclo inicial se parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.

Por otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.

Desde luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como individuos débiles, poco populares y sin amigos.

Yo pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día, armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad, como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el último pupitre del aula.

La mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba su falsa imagen de líder sobre el resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las excursiones.

Sin embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes, fuertes y considerados populares, buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto, estaban  acostumbrados a la agresión física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna, débil, indefensa, estúpida y cobarde.

El acosador, incapaz de ponerse en los zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.

Solo cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.

No era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.  

El año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad, tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana, de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación retrógrada y obsoleta.

miércoles, 14 de mayo de 2025

MICROTEXTOS X

Amado

El amadísimo Amado, un egocéntrico de dimensiones monumentales, se amaba a sí mismo cuando nadie lo amaba.

Mujeres

Las mujeres adultas, que ya no tienen la piel ni los senos de veinteañeras, sino arrugas y cabellos argentados, son la belleza en el cenit de la madurez, la experiencia andante, pensante y hablante. Las mujeres mayores, a diferencia de las jovencitas de piel tersa y senos perfectos, son sabias para vivir y amar, mujeres a carta cabal.

Complejo de inferioridad

En los sueños se veía conviviendo con las celebridades que admiraba en su vida, pero ellos, mirándole con indiferencia, no le dirigían ni la palabra, como si no existiera en el mundo. Y, al despertar, se sentía con el complejo de inferioridad atormentándole como una pesadilla.   

Lucifer

El sacerdote se marchó al infierno y retornó de allí, convertido en Lucifer tentador de hombres y encantador de mujeres.

¿Cuál es primero?

Si el hombre es producto de la historia y la historia es producto del hombre. Entonces cuál es primero: ¿El huevo o la gallina?

Racismo

Todos somos iguales debajo del color de la piel. Todos tenemos la sangre roja, nadie la tiene de color azul, y el que no lo crea, que se haga un corte en la piel y así sabrá que el racismo no es una “ciencia biológica”, sino el invento de la estupidez del “hombre blanco”.

El amor

La amo infinitamente, es la que da vida a mi vida, la razón de mis alegrías y esperanzas, la mujer que encontré sin buscarla, la compañera de siempre y para siempre, la que apacigua mis iras, troca mis penas en sonrisas y estimula mis ilusiones con meditadas sugerencias. 

Me siento feliz de solo respirar su aliento y acariciar su piel con el hálito de mis palabras. No hay mayor dicha en el mundo que tenerle a mi lado, sentir como un fuego su mirada bajo el claro de la luna, que parece clavada en firmamento, empapándome la piel con las gotas de los luceros del alba, como en los soleados días en que ella calienta la frigidez de mi cuerpo con la temperatura de tu cuerpo.

El amor cobra sentido cuando palpo las sensibilidades de su alma y los latidos de su corazón, que destila ternura y sencillez a raudales, permitiéndome ser parte de su vida, de sus pensamientos y sentimientos pletóricos de los nobles ideales de libertad y justicia. 

Enciclopedias de la vida

Los libros no deben revelarnos los secretos íntimos de la vida, sino que, simplemente y llanamente, deben ayudarnos a descubrirlas como cuando descubrimos los conocimientos universales en las sabias enciclopedias de la vida misma.

La máscara

El hombre que lleva una máscara de Diablo, no es que pretenda ser Diablo, sino que es Diablo, al igual que el otro que lleva una máscara de Moreno, que no pretende ser Moreno, sino que se siente Moreno.

La máscara forma parte de la identidad personal, de la psiquis más profunda, del mundo inconsciente que se expresa a través de la máscara que vive y late en el estado irracional y que no solo existe en el reino del mito y el simbolismo. Si se les pregunta: ¿Están disfrazados para el Carnaval? Ellos se miran en el espejo y aseveran que no están disfrazados, sino que son la máscara cubriéndoles el rostro. El Diablo es Diablo y el Moreno es Moreno, sea de noche o sea de día.

Memorables pedos

Don Mamerto era un anciano residenciado en un pueblito valluno de Cochabamba. Vivía solo en una casa que tenía un pequeño huerto, donde criaba gallinas, patos y pavos. Don Mamerto, además de chicato y jorobado, era calvo y sordomudo.

En mi niñez, junto a mis amiguitos de juego, lo seguíamos a hurtadillas y detrás de sus espaldas, para que no nos vea ni se dé cuenta. Lo seguíamos, fisgoneando y entre risitas burlonas, toda vez que cruzaba por la plaza del pueblo, pues a cada paso que daba, se echaba un pedo tras otro, dándonos la sensación de que su calzoncillo debía estar manchado como por un soplete cargado de chocolate.

Suponíamos que él mismo no se daba cuenta de que arrojaba reverendas ventosas a lo largo de su itinerario. Lo interesante es que don Mamerto, a diferencia de lo que suelen hacer otras personas, no disimulaba sus pedos con gritos ni toses, los dejaba escapar como quien padecía de gastritis o comía demasiados porotos y lentejas. Nos daba la impresión de que no estaba consciente de la fetidez y la orquesta que tenía en el ano, ya que, a veces, sus ventosas le salían de manera sonora y prolongada, como una carcajada de perdigones.

Para nosotros, que lo seguíamos los talones, era todo un jolgorio escuchar los gases expelidos por don Mamerto; quizás, porque sus pedos, que parecían un solo pedo, nos causaba mucha gracia y, al recordarlos y contarlos entre amigos, nos partíamos de la risa, sin saber que a todos, en la plenitud de la vejez, nos podía pasar lo mismo, así controláramos nuestros gases que, sin saberlo ni quererlo, podían tener consecuencias por demás lamentables, no en vano reza el dicho popular: “Confianza ni en el pedo, porque hasta por peer uno se caga”.

Así nos divertíamos a costa de don Mamerto, hasta el día en que, al ser descubiertos por una señora conocida por su mal talante, que cruzaba por nuestro camino, nos detuvimos en seco y la respiración en vilo. Ella nos cogió por el cuello y, en tono de reproche y advertencia, nos dijo:

–¿Por qué se ríen? ¡Ustedes cuando sean viejos serán como don Mamerto!

Desde ese día, dejamos de perseguirle a don Mamerto, comprendiendo que no era bueno burlarse del padecimiento ajeno, que todos llegaríamos a viejos y que nadie estaba libre de sufrir flatulencias, salvo que nosotros, los traviesos niños del pueblo, jamás nos olvidaríamos de los memorables pedos que escuchamos en la infancia. 

jueves, 1 de mayo de 2025

EN LOS INFIERNOS DEL MUNDO MINERO

Cuando llegó a mis manos el libro Mineros, del fotógrafo suizo Jean-Claude Wicky, quien dejó la obra en una pequeña biblioteca de Uncía, con una dedicatoria de su puño y letra: Para la Biblioteca Municipal Uncía. Este libro, fruto de mucho tiempo afectuosamente compartido con los mineros. Con todo mi afecto, Jean-Claude Wicky, me sorprendió ver las extraordinarias fotografías, en blanco y negro, en torno a una realidad que hace vibrar de pasmo y de coraje. Me quedé vacío de palabras de solo ver a los mineros empujando los carros metaleros o sentados, alrededor de la estatuilla del Tío, en las penumbras de las galerías, donde no faltan los trabajadores, de rostros famélicos y cenicientos, de cuerpos esmirriados y casi esqueléticos, enfrentándose a las rocas para extraer los filones de estaño a fuerza de dinamitas, combos, barrenos, picos, palas y taladros. 

Entre las páginas del libro, publicado por Lunwerg Editores, España, en 2002, y dedicado A los mineros bolivianos, cuya tarea diaria consiste en buscar su destino en las profundidades de la tierra, me llamó la atención, sobre todo, esta fotografía tomada, a 540 metros bajo tierra, en una de las minas del legendario Cerro Rico de Potosí, donde se ven, desde la cintura para abajo, a dos mineros semidesnudos, en medio de una temperatura que parece tenerlos cerca de las puertas del infierno.

No cabe duda de que Jean-Claude Wicky conocía la mina por dentro y por fuera. En estas tierras áridas, con montañas de laderas escarpadas, donde reina el viento y el frío, y donde los campamentos crecieron alrededor de las bocaminas, hizo muchos amigos entrañables y encontró el principal motivo de su trabajo como fotógrafo; más que eso, como un artista en la toma de fotografías.

Todo su interés por retratar la tragedia minera, que perturba los pensamientos y sentimientos, comenzó después de haber visitado una mina en el antiguo Cerro de Potosí, donde impactado por la realidad del inhumano trabajo que realizan los topos humanos, se dijo a sí mismo: Un día haré un trabajo fotográfico sobre el mundo de los mineros bolivianos; una idea que plasmó diez años después, en 1984, cuando retornó a Bolivia decidido a reflejar, con su cámara a cuestas, el mundo miserable de los mineros y sus familias.

Durante varios meses compartió con ellos, visitando los campamentos construidos en las laderas inhóspitas de los cerros, cubiertas de arbustos silvestres y paja brava, donde el viento habla su propio idioma, soplando y resoplando casi sin respiro, como afirma el propio fotógrafo, quien estuvo aprendiendo lecciones de vida en las minas de los distritos de Colquiri, Caracoles, Chorolque, Huanuni, Siglo XX, Viloco, Ánimas y Siete suyos, solo para citar algunos.

No es casual que él mismo manifieste que llegó a conocer de cerca la vida de las familias mineras, sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus rebeldías y sus terribles aguardientes. En los campamentos conoció la sempiterna pobreza  y retrató el rostro demacrado y los ojos sin brillo de los niños, las amas de casa, las palliris y los ancianos, antiguos mineros que forjaron riquezas para que otros vivan en la opulencia mientras ellos se hundían en la miseria.

Desde la primera vez que entró en la mina, el reino del Tío, el guardián de las riquezas minerales, a quien los mineros le rinden culto y le solicitan permiso para perforar las rocas y explotar los filos de mineral, se dio cuenta de que las lúgubres galerías se bebieron el sudor y la sangre de los mineros desde la época de la colonia. Quizás por eso mismo, en una de las páginas de su libro, rememora la frase que alguna vez los mineros le soplaron en los oídos: Nuestra riqueza siempre ha sido la fuente de nuestra pobreza.

Jean-Claude Wicky entraba en la mina al despuntar el alba, cuando todavía estaba oscuro y salía entrada la noche, cuando el manto de la oscuridad seguía cubriendo los campamentos mineros. Se acostumbró a no ver la luz del día por varias horas y a pensar que la oscuridad era tan agobiante como estar metido en una tumba. De ahí proviene el subtítulo de su libro: Todos los días… la noche.

En el laberinto de las galerías, apenas iluminadas por la luz mortecina de la lámpara enganchada en el guardatojo, aprendió a rociar el suelo con aguardiente, como una suerte de ofrenda a la Pachamama y al mitológico Tío; es más, con ese mismo quemapecho, que le ofrecían los mineros y que él sorbía del gollete de la botella, templaba sus ánimos y su cuerpo antes de proceder a tomar las fotografías que eran de su interés.

Este suizo andariego, que en su juventud fue futbolista de 1ra. división y en su vejez un acucioso observador de su entorno, ha pasado mucho tiempo en las entrañas de la tierra, recorriendo kilómetros y kilómetros por las galerías abiertas como tubos hechos de rocas, como serpientes reptando en la oscuridad, donde no se oye más que la respiración de uno mismo, las goteras de las bóvedas y el chapoteo de las botas en las charcos de copajira. En los parajes de algunas galerías tenía que avanzar de cuclillas, aspirando el polvo metálico que destroza los pulmones de los mineros. Aprendió a avanzar a gatas por los piques que amenazan con derrumbarse a cada instante, para luego trepar por buzones y chimeneas, como una araña queriendo huir de los embudos de la muerte.

Solo así, a costa de penetrar en el vientre de la montaña y en el alma de los hombres que entregan su vida a la Pachamama, ha logrado fijar, con los poderosos lentes de su cámara, esas magníficas imágenes que tienen el poder de testimoniar la dantesca realidad de los mineros bolivianos. Por lo tanto, se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que Jean-Claude Wicky penetró en el alma de los mineros como ellos penetran en las rocas a punta de barrenos y perforadoras, en un intento por producir riquezas, pero no para ellos, sino para los dueños de las minas, que primero fueron de los conquistadores en la época colonial, después de los barones del estaño en la época republicana y de la Corporación Minera de Bolivia desde 1952.

En algunas de las minas de la cordillera andina, que él conoció más que ningún boliviano, penetró en las secciones ubicadas en los niveles más bajos y de mayor profundidad, donde la temperatura suele superar los 45 grados Celsius, debido a la falta de ventilación adecuada, el contacto entre los óxidos del mineral con el oxígeno y el sistema de extracción de minerales. Sin embargo, su obstinada obsesión por lograr las mejores imágenes, en condiciones desfavorables para cualquier fotógrafo, no le fue tarea fácil, pues tuvo que enterrarse con los trabajadores en las profundidades más recónditas del mundo minero, sin vacilar un solo instante, pero preguntándose a sí mismo: ¿Cómo se puede fotografiar la humedad, el calor asfixiante, la falta de oxígeno, el olor acre del mineral que impregna los cuerpos? ¿Cómo se puede fotografiar la oscuridad espesa de la mina, más impenetrable que la roca, que borra todo sentido de la orientación, toda noción de tiempo y de distancia, una oscuridad que quema los ojos y hace que tu cuerpo desaparezca?

Esta fotografía, por ejemplo, fue captada en una de las galerías de una mina en Potosí, donde la temperatura alcanzaba los 50 grados y la humedad casi podía palparse. Me imagino que él se acomodó en el mejor ángulo del paraje para capturar el instante tal cual quería, levantó la cámara resbaladiza por el sudor en las manos, ajustó el visor a la altura del ojo y, con un mágico clic del disparador, capturó la foto teniendo la sensación de que la cámara se fundía en el calor, mientras el sudor le perlaba en la frente y la respiración se le anudaba en la garganta.

Estos mineros, además de estar expuestos al aire contaminado en un ambiente extremadamente caluroso, que les causa deshidratación y severas complicaciones para la salud, trabajan con el torso y la espalda desnudos, apenas en calzoncillos y las botas de caucho apisonando el suelo barroso y resbaladizo, mientras las gotas ácidas de la copajira, desprendiéndose desde la bóveda del paraje, empapan sus cuerpos brillantes por la grasa y el sudor que les corre como si estuviese metidos en el sauna. 

El calor es tan intenso que ellos, de cuando en cuando, se sacan las botas para vaciar el sudor acumulado en ellas y se lavan la cara con el agua de la botella o, en último caso, con su propio orín que, además de tener propiedades medicinales, es el único liquido refrescante para aplacar el sofocante calor en esas extremas condiciones de trabajo.

En estas galerías, semejantes a las catacumbas del averno, los mineros, que lucen las extremidades con las venas enraizadas como cuerdas debajo de la piel, no tienen el cuerpo cubierto de polvo sino de sudor, de un sudor que parece mojarles hasta los pulmones convertidos en coladeras por el polvo de sílice.

Estoy seguro que Eduardo Galeano, de haber estado en este mismo paraje, hubiera tenido que repetir su relato sobre el mar, que les contó, en el festín de su despedida, a sus amigos mineros en Llallagua, donde estuvo un año después de la masacre de San Juan, acaecida el 24 de junio de 1967, habida cuenta de que estos mineros de último nivel, exhaustos por el trabajo y flagelados por el calor, le hubieran suplicado al unísono: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Él se hubiera quedado mudo y atónito, porque no hubiera sabido qué decir,  pero ante la insistencia de: cuéntanos, cuéntanos cómo es la mar, Galeano no hubiera tenido más remedio que acudir a su léxico de cuentacuentero, hasta encontrar las palabras capaces de traerles el mar y hacer que las olas empapen sus sudorosos cuerpos, como sacándoles de la galería hacia una superficie donde la luz es más diáfana y el aire más puro.

Sin lugar a dudas, Este hubiera sido su segundo desafío en el arte de narrar, después de que en 1968, estando en Llallagua, les contó sobre cómo era el mar a sus amigos mineros, quienes le prepararon una despedida, entre cantos, tragos de aguardiente y chistes, hasta que uno de ellos, al despuntar el alba y antes de que la sirena del sindicato les convoque a trabajar, puso a prueba su capacidad de narrador para responder a la pregunta: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Las fotografías de Jean-Claude Wicky, registradas entre los años 1984 y 2001, son un testimonio de sus repetidas visitas a Bolivia, ocasiones en las que visitó varias veces los campamentos mineros y varias veces se internó en los profundos socavones.  Su experiencia vivida en primera persona, en una treintena de minas, fue suficiente para captar impactantes imágenes en blanco negro y dejar un legado visual sobre la inhumana explotación de los mineros en las gélidas cumbres del altiplano. Al hojear el libro, que fue editado simultáneamente en varios idiomas, uno se da cuenta de que Jean-Claude Wicky (Moutier, Suiza, 1946 – Biel/Bienne, Suiza, 2016), conoció muy de cerca las minas y a las familias mineras, entre quienes encontró amigos para toda la vida.

Los mineros lo acompañaron a recorrer por las tenebrosas galerías y ellos aparecen retratados en sus espectaculares fotografías, que han recorrido Europa, América Latina y Estados Unidos, donde su denominada serie de mineros bolivianos (1984-2001) fue exhibida en Museos y Galerías de Arte, recibiendo los sinceros aplausos de los visitantes y los aclamados comentarios en la prensa oral y escrita.

Jean-Claude Wicky palpó de cerca el cotidiano vivir de los mineros, penetrando en el vientre de la Pachamama, para verlos arañar las rocas y extraer el metal del diablo, esas fabulosas vetas de estaño, enraizadas en las montañas de los Andes, que hizo ricos a los tres barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hochschild y Félix Avelino Aramayo) y pobres a los topos humanos, que parecen buscar riquezas, mientras mastican los sinsabores de la pobreza.

En Mineros. Todos los días… la noche están registradas no solo las condiciones de un trabajo inhumano, sino también el alma de los mineros bolivianos, como quien tuvo la genial iniciativa de tomarles una radiografía para conocer sus desgracias y esperanzas. En este libro se habla con imágenes sobre una realidad que no puede describirse con mil palabras o, por si dudan, pregúntenselo a Eduardo Galeano.