RECUERDOS
DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA
Estudié
pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque
me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de
saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela
la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me
sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y
secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi
modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo
sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.
Yo
asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad
Educativa Jaime Mendoza) de la
población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de
una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el
primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de
los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la
inmensa mayoría.
La
escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza
principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado
en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal
en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua,
perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que
emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios
de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado
médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de
Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).
Como
les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita
de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin
saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría
escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta
escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y
mano dura, me permite rastrear los
primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.
Si
alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad,
la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo
atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa
planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua
fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la
Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de
Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la
presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas
para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una
ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y
viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad
Nacional Siglo XX en 1985; una Casa
Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros
de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que
Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia
Rafael Bustillo del departamento de Potosí.
Retomando
el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi
profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma
intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a
enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.
A
diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores
emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y
la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a
leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley
de la educación a palos, consistente
en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.
Está
claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la
escuela tradicional en la que el
profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno
nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y
el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el
profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el
alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba
pasivamente, el profesor confundía autoridad
con autoritarismo, mientras el alumno
estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema
educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa,
donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un
respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la
participación activa del profesor y el alumno en el proceso de
enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un
respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos
religiosos e ideologías diversas.
Cuando
estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza
autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los
investigadores de la psicología
evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a
los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes,
quienes, de acuerdo a la Convención sobre
los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una
enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.
Debo
reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de
castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria
por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía
dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial,
no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una
infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social.
Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que
dice: La letra con sangre entra.
Lo
extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches
de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el
establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta
conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos
retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño
en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza,
se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a
ella.
En
cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba
sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física
o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto,
en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por
la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque
entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el
pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer
una necesidad de compensación o equilibrio emocional.
La
profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su
actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en
un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber
sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del
comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.
No
cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi
condición de pésimo alumno y
comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino
unos tristes gana panes, que
estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que
estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la
escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía
moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños
y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un
país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática,
donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos
educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación
con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.
No
está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban
conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema
educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban
dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus
compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas
atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las
necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos,
no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros
de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración,
acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el
mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el
programa de educación primaria.
La profesora que tuve en ciclo inicial se
parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un
pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en
sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus
pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar
a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente
de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con
todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página
que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que
nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la
garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el
extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así
que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la
profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito
cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía
que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.
Por
otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y
raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis
compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el
apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de
él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de
intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños
que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la
escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su
partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori
ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.
Desde
luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran
los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los
bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como
extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su
incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como
individuos débiles, poco populares y sin amigos.
Yo
pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el
compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día,
armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero
de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que
campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco
como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que
tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí
contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la
tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso
escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad,
como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas
circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los
acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar
a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el
último pupitre del aula.
La
mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la
escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre
lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se
aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que
imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba
su falsa imagen de líder sobre el
resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de
perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin
más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente
y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza
gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las
excursiones.
Sin
embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces
habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes,
fuertes y considerados populares,
buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto,
estaban acostumbrados a la agresión
física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al
compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y
mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna,
débil, indefensa, estúpida y cobarde.
El
acosador, incapaz de ponerse en los
zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba
de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle
un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se
quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba
su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma
sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio,
pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.
Solo
cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de
hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde
París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba
dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad
donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que
desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba
sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que
ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus
prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.
No
era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el
menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las
demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se
reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los
muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era
allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones
socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de
menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más
vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades
rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres
eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.
El
año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad,
tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana,
de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis
compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al
autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte
de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación
retrógrada y obsoleta.