TÍO MÍO
Este
Tío, que parece haber dejado su traje de luces en algún paraje de la mina, no
lleva pañoleta en el cuello ni pechera llena de lentejuelas resplandecientes
como el sol; tampoco viste pollerín, con una faja llena de monedas tintineantes
en la cintura; no usa buzo ceñido a las nalgas y piernas; no lleva una blusa
con piedras de fantasía ni hilos plateados de Milán; no lleva guantes rojos con
manguetas bordadas en las muñecas ni tiene botas cortas, con espuela en el
tacón izquierdo; tampoco lleva una capa con alimañas que forman parte de la
iconografía de los mitos ancestrales; no tiene pañoleta bordada en la mano
derecha ni una serpiente en la mano izquierda.
Este
Tío, con aspecto de diablo, no necesita usar peluca ni lucir alimañas como
víboras, sapos, lagartos y hormigas –seres de la mitología de los urus–;
tampoco tiene una máscara multicolor confeccionada en hojalata, ni pequeños
cuernos de carnero, ni piel de cabra, ni nariz ni caninos de cerdo. Le basta
con tener el semblante de ferocidad y espanto, cuernos retorcidos, ojos
saltones y orejas de asno, ya que su rostro, así como se contempla en esta
estatuilla, parece salido del mismísimo infierno, con un aspecto que, si se lo
escruta de cerca, parece una obra de arte; tiene un falo respetable y los
labios al borde de pronunciar palabras profanas destinadas a herir, como lanzas
con puntas de pedernal, el corazón de los creyentes y guerreros de Dios.
Si
bien podemos coincidir en que tiene el aspecto de un auténtico ángel rebelde,
también podemos coincidir en que luce una pinta impresionante y que la
expresión de sus redondos ojos, brillantes y mirada penetrante, reflejan la
vivacidad de su mente y alma, como si su cuerpo fuese el templo de todos los
saberes y demonios juntos, dispuestos a salir a la superficie, escabulléndose
entre los humanos, quienes lo miran con hondo temor y lo reprochan por haberse
rebelado contra el divino poder de las alturas.
Eso
sí, debe quedar clarito que este Tío no es la personificación del Mal, tampoco
es una fuerza hostil ni destructiva, menos una serpiente venenosa, un dragón de
siete cabezas o un dios de magia negra. Es, contrariamente a lo que muchos
piensan, la deidad de las culturas ancestrales, el Supay de la cosmovisión andina, el soberano de las profundidades y
el dueño de las riquezas minerales.
Si
en algunas estatuillas tiene cola, cuernos y patas de cabra, es porque la
catequización de los indígenas influyó en el imaginario de las culturas
ancestrales que fueron colonizadas por los inquisidores, que impusieron la
imagen de Satanás, comparándolo con el Tío, mientras combatían las creencias
indígenas calificándolas de idolatrías paganas, que debían ser exterminadas a
sangre y fuego, usando la cruz y la espada como las mejores armas más efectivas
de la conquista y la catequización.
Los
estudiosos de la mitología minera concluyen en que el Tío es una suerte de
metamorfosis de Wari, conocido en la
tradición oral de los urus como el dios de los camélidos y los habitantes del
lago Poopo, que sobrevivieron a los embates de aymaras, quechuas y españoles.
Es un dios indígena a quien los mineros, igual que los mitayos de antaño, le
ofrendan alimentos líquidos y sólidos, en rituales que no son satánicos, sino
actos de veneración para que les conceda vetas ricas en minerales, el principal
sustento de las familias mineras.
Ya
dijimos, en repetidas ocasiones, que durante la colonia fue confundido con el
diablo de la cultura cristiana, que los conquistadores trajeron en sus
carabelas junto a la Biblia, los
caballos y los cañones. Con la conquista, además de llegar un nuevo idioma al
Abya Ayala, llegó también la moral cristiana y una nueva forma de ver las
relaciones humanas –según los principios basados en las Sagradas Escrituras–, la misma moral sustentada por los poderes de
dominación en la Europa medieval. Desde entonces, toda conducta que atentara
contra la fe cristiana fue considerada como un acto inmoral y una amenaza
contra los mandatos de la sagrada familia;
por ejemplo, toda forma de relación carnal al margen de lo establecido por los jerarcas de la Iglesia no solo era
calificada como un acto sacrílego, sino que el acusado era condenado a atroces
torturas o a la hoguera por irreverencia y perversión.
Los
conquistadores, una vez impuesta la presencia del diablo en las comunidades
originarias, con todas sus características de maldad y fealdad, propagaron la
leyenda negra de que el Supay o Wari era el mismísimo demonio, generador
de vicios y maleficios, y que, por lo tanto, había que combatirlo y destruido a
nombre de Dios, para evitar que permaneciera en la mente y el corazón de los
nativos, que ofrecían ritos en su honor, sin obedecer las recomendaciones del
clero y el virreinato.
Aunque
los catequizadores se empeñaron en compararlo con el demonio bíblico, este Tío
no tiene la marca de Satanás ni su número de ficha es el seiscientos sesenta y
seis (666); tampoco vino al mundo para tentar a nadie, ni develar la hipocresía
y doble moral de los falsos profetas,
ni evitar que los sabios alcancen la iluminación y destruyan su Ego. Eso sí, a
veces, atenido a su sabiduría por causa de su esplendor, pretendía asemejarse
al Supremo todo poderoso, procurando milagros en el interior de la mina, en su
afán de proporcionarles a los topos humanos los mejores filones del preciado
metal.
El
Tío, convertido en el Lucifer de la danza de la diablada en el Carnaval
boliviano, es un personaje que corresponde al sincretismo religioso entre la
tradición católica y el paganismo ancestral, y representa al dios y al diablo
que habita en las galerías de la mina, donde los trabajadores le rinden
pleitesía, ofrendándole lo que ellos mismos consumen durante la ch´alla y la wilancha, todo para tenerlo risueño y satisfecho, no como manda
Dios, sino como manda el mismísimo Tío.
Algunos
de los escritores de la narrativa minera –entre los que me encuentro desde
siempre– lo han convertido en el personaje de sus poemas, cuentos, relatos y
novelas, haciendo gala de los mismos recursos literarios del llamado realismo mágico, que tuvo a sus mejores
exponentes en la generación del boom
de la literatura latinoamericana de la pasada centuria. Así es como en mis
novelas, cuentos y relatos, además de haber incursionado en el campo literario
del llamado realismo social, he
recreado mitos, leyendas y consejas del mágico mundo de los mineros, quienes,
desde los albores de la colonia, empezaron a venerar al Tío, una deidad
mitológica, mitad dios y mitad demonio, que reina en los tenebrosos socavones,
donde los mineros dejan sus pulmones a cambio de un mísero salario.
Palabras
más, palabras menos, lo único cierto e indiscutible es que esta escultura, que
ven aquí y ahora, es mi Tío; es decir, mi propio Tío. Lo esculpí con mis manos,
como si fuese un escultor sin serlo; más todavía, mientras lo esculpía, tenía
la sensación de estar reivindicándolo de la maldad del fanatismo religioso,
como si lo estuviese salvando del mismísimo infierno, evitando que las piedras
de fuego lo devoraran hasta reducirlo a cenizas. Lo esculpí tal como llegó al
mundo, por eso no tiene traje alguno cubriéndole su desnuda humanidad; no tiene
un manto de piedras preciosas ni pechera hecha con rubí, topacio, diamante,
crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita y esmeralda; algo más, no
lleva pendientes labrados en oro ni querubines que engalanen su personalidad.
No es bello ni perfecto. Es como lo ven, con la fealdad al límite de la
monstruosidad, como si fuese el reflejo de una horrible pesadilla huyendo de la
muerte. Es mi Tío, mi propio Tío, y lo quiero como al fiel compañero de mi
vida, como se quiere a una mujer sin condiciones ni límites de tiempo.