martes, 17 de enero de 2017

ALICIA EN EL PAÍS DEL SUEÑO


Alicia, la niña de rostro angelical y sonrisa dulce, juega con sus gatas recostada en el sillón, donde se sumerge en el sueño delante de la brasa que crepita en el fogón.

En el sueño se le presenta un problema y el problema requiere solución. Ella se incorpora en el sillón, salta al patio a través del espejo y corre sin apenas rozar la hierba, hasta alcanzar un monte desde cuya cima contempla una extensa llanura, cruzada por arroyos que forman los escaques de un gigantesco tablero de ajedrez.

En el país del sueño, donde los insectos tienen voz y las gatas son reinas encantadas, Alicia se dispone a jugar al ajedrez. Así, antes de que el sol bañe el campo con su dorado resplandor, sortea los obstáculos y salta por encima de los arroyos, sin detener los pasos ni volver la mirada.

De pronto, en medio de las frondas batidas por la brisa, escucha mi voz parecida al pitido de un tren:

–Soy yo –le digo–. El rey blanco que sueña contigo mientras escribo este cuento.

Ella me mira con dulzura, lanza un suspiro y prosigue su camino.

–¡Jaque! –grita alguien.

Alicia voltea la cabeza y fija la mirada en el unicornio de un caballo azabache, cuyo jinete está enfundado en roja armadura, casco cónico con nasal y cota de mallas que le llega más abajo de las rodillas.

–Considérate mi prisionera –le dice, manteniéndose lanza en ristre.

Alicia, luciendo un vestido floreado que baila con la brisa, desoye la amenaza y se acerca hacia el jinete. Entorna los párpados y acaricia la crin del caballo. En ese trance, otra voz estalla a sus espaldas; es la voz del caballero ataviado de blanco, quien, apeándose del brioso corcel y haciendo venias, saluda a su futura reina. Ella contesta el saludo y le ordena montar en el corcel para enfrentarse a su rival, quien lo está mirando severamente, como retándolo, al límite de emprender la embestida.

Alicia aprovecha el desconcierto y se escabulle detrás de un árbol, cuya sombra se proyecta como un pozo insondable a sus pies. Tiene temor en los ojos y la respiración atascada en el pecho. Se sujeta del árbol y observa a los caballeros enfrentándose en duelo.

–Es mi prisionera y no permitiré que te apropies de ella –advierte el caballero rojo.

–Era, querrás decir –corrige el caballero blanco.

Los caballos relinchan echando babas por el belfo y los jinetes, mirándose frente a frente, se trenzan en un feroz combate, hasta caer abatidos en medio de un estrépito de lanzas y armaduras.

El caballero rojo se levanta pesadamente, se acomoda a horcajadas en el lomo ensillado de su caballo y se retira a galope tendido.

El caballero blanco, que fue lanzado por los aires y rodó por el suelo, demora tanto en ponerse de pie como en montar al corcel; lleva armas de guerra, un yelmo que relumbra a cielo abierto y una cota de mallas tejida con anillos de hierro. Afloja las riendas, espolea los ijares con sus tacones claveteados y avanza a pasitrote, como si flotara en la nada.

Alicia, que no quiere ser prisionera sino reina, hunde la cabeza en el pecho y clava la mirada en el suelo.

–Pierde cuidado –asiste el caballero blanco, espada corta en el cinto y lanza en mano–. Seré tu escudero hasta que cruces el último arroyo.

Alicia se retira del árbol, levanta la mirada y agradece la cortesía con una sonrisa a flor de labios.

Cuando Alicia llega a la orilla del último arroyo, donde comienza y termina el gigantesco tablero de ajedrez, el caballero blanco se despoja de su yelmo, se arregla el bigote y dice:

–Sólo hace falta que cruces el arroyo para ser coronada como reina.

Alicia se despide del caballero blanco, quien le salva la vida y la guía en el camino. Cruza el arroyo de un brinco y cae sobre un remanso de flores y de hierbas.

En el país del sueño, como en el tablero de ajedrez, donde todo tiene su lugar y su tiempo, Alicia es coronada con una diadema engastada en relumbrante pedrería; entretanto yo, su rey blanco, me resisto a despertar por temor a que se apague cual una vela.

Al concluir la ceremonia, Alicia es despertada por el ronroneo monótono de sus gatas y el gigantesco tablero de ajedrez desaparece como por ensalmo, pues el mundo onírico no es más que el reflejo invertido de la realidad, donde Alicia soñó que la soñaba.

lunes, 16 de enero de 2017


LAS ALMAS DE CATAVI

En el patio de una envejecida vivienda, ubicada detrás de la antigua Casa Gerencia de Catavi, se escuchan los ladridos de un perro que parece enloquecer cada vez que oye el prolongado silbido de una sirena instalada en el techo del Teatro Simón I. Patiño. Esto sucede todos los días, perro y sirena invaden el silencio al filo de la madrugada, cuando ni siquiera la luz del alba alcanzó a filtrarse en las viviendas ni los primeros rayos del sol lograron posarse en la punta de los cerros.

Los caídos en la masacre de Catavi

El perro sale de su caseta, bate la cola a diestra y siniestra, y comienza a aullar como si el lamento de las almas en pena se hubiese desatado en su interior, hasta que las trompetas de la sirena dejan de ulular y la población vuelve otra vez a la calma, al mismo tiempo que el perro vuelve a meterse en su caseta construida con cajones de dinamitas.

Las mujeres más supersticiosas están seguras de que el perro ve el ánima de quienes perdieron la vida accidentados en el Ingenio Victoria, sin despedirse de sus padres, esposas ni hijos. Pero también que ve el alma de los mártires que cayeron abatidos en la masacre de la pampa María Barzola, la mañana del 21 de diciembre de 1942, cuando una marcha de mineros y palliris se dirigía hacia la Gerencia de Catavi, para reclamar por sus derechos laborales, al son de atronadores gritos de protesta, cachorros de dinamita, banderas rojas tendidas al viento y un pliego petitorio aprobado en asamblea general.


El perro, que tiene una alzada regular, la pelambre negra y cerdosa, moderadamente larga, y la mirada profundamente triste, como la de los perros de la puna, acostumbrados a pelear contra los soplos del viento y las corrientes de aire frío, corretea por el patio haciendo cabriolas, siempre que su dueño le sirve su comida en un plato de fierro losado, y, aunque no es un perro de caza sino de casa, persigue a los gatos del vecindario como si fuesen sus presas.

Espíritus en sitios emblemáticos

Apenas asoman las penumbras del ocaso, despierta de su extendida siesta, abre sus melancólicos ojos y agita su cabeza, da saltos impulsándose sobre sus patas traseras y, haciendo restallar la cola como un látigo en el aire, enseña sus afilados colmillos bajo la luz de la luna que, en las noches despobladas de estrellas, parece un plato de porcelana suspendido sobre los cerros. Es un perro inteligente, hiperactivo, de orejas largas y actitud valiente, tan valiente que es capaz de enfrentarse, con bravura y potente ladrido, a las almas que merodean por las cercanías del Teatro Simón I. Patiño, el Hospital Obrero y la antigua Casa Gerencia, en la que ahora no habitan más los espíritus de las gringas y los gringos que, en su condición de técnicos de la empresa, vivieron como verdaderos aristócratas a costa del sudor de los obreros, gozando de todos los privilegios en las amplias y cómodas viviendas, que actualmente están abandonadas y desoladas, como si un colosal ventarrón hubiese cruzado por esta población minera, llevándose consigo toda su grandeza y esplendor, tras la aplicación del Decreto Supremo 21060 y la posterior relocalización, que provocó una masiva emigración de sus habitantes hacia el campo y las ciudades.

El perro y la sirena

La sirena, que cada mañana y cada noche se escucha en Catavi, se parece en algo a la sirena que había en Siglo XX, la misma que primero sirvió para hacer señales en un barco mercante chileno y luego para indicar la hora de entrada y salida de los trabajadores mineros; y, como no podía ser de otra manera, para convocar a las asambleas en la Plaza del Minero, donde la sirena, que emitía un sonido estridente desde la azotea de la sede sindical, jugaba un rol importante en los momentos en que se agudizaban los conflictos sociales, cuando anunciaba la presencia militar, las masacres y apresamientos de los dirigentes.

Cuando la sirena toca por última vez en Catavi, cerca de la medianoche, el perro se arma de coraje para ahuyentar a las almas de los obreros muertos en el Ingenio Victoria y la pampa María Barzola, con la misma bravura con que aleja a los extraños que se acercan a la puerta del patio, donde el perro ladra y aúlla como un lobo herido, hasta que la sirena se calla como por mandato supremo en medio de la oscuridad.


Los cataveños aseguran que, a eso de la medianoche y cuando la sirena invade los dominios del silencio, el perro detecta con su fino olfato el olor del almita del minero que se hizo volar con cartuchos de dinamita. Dicen que el animal lo ve como a un ser esquivo y huidizo, como si sintiera miedo, el mismo miedo que él provoca con su presencia entre los vivos. Los testigos revelan que, algunas noches, el almita se aparece como una silueta ensangrentada en las paredes de la antigua Casa Gerencia y, otras veces, convertido en el espectro de una persona mutilada que se desliza con agilidad felina, que traspasa los muros de las habitaciones, sin necesidad de abrir puertas ni ventanas, y que se detiene en el jardín que parece un paraíso, donde contempla la belleza cromática de las flores y el macizo tronco de dos enormes árboles, en torno a los cuales solían jugar los hijos de los gerentes de la empresa.

El almita del minero inmolado

Su paso por las habitaciones deja impregnado un olor a dinamitas y carne chamuscada, y su presencia en el jardín de la antigua Casa Gerencia es breve, tan breve que apenas dura lo que dura el toque de la sirena, porque cuando ésta enmudece de golpe, el perro deja de ladrar como si le hubieran cortado la lengua. Sólo entonces vuelve a meterse en su caseta y se tiende a descansar sobre las frazadas sucias y deshilachadas que, a veces, aparecen en el patio expuestas bajo el sol.

El almita en pena, que el perro ve todas las noches, corresponde al minero que se inmoló de manera atroz y sin precedentes. Quienes lo conocieron en los campamentos de Siglo XX y Catavi, donde vivió y trajinó desde muy joven, aseveran que el almita no encuentra el descanso eterno desde su trágica muerte, acaecida aquel martes 30 de marzo del 2004, cuando entró en el edifico anexo del Congreso Nacional, a unos cincuenta metros del Palacio de Gobierno, armado con varios cartuchos de dinamita adheridos al cuerpo. Los policías de seguridad, que intentaron arrebatarle los detonadores que llevaba en las manos, forcejearon un instante con el minero, hasta que éste los activó y la explosión los hizo volar por los aires en medio de una ventolera de fuego, sangre, polvo y hojas de coca.

La onda expansiva, que se oyó a varias cuadras a la redonda y llegó hasta el corazón mismo de la sede de gobierno, hirió al menos a diez policías, hizo añicos los vidrios de las ventanas y dejó mutiladas a las víctimas, cuyos cuerpos volaron como piltrafas de muñecos de trapo, disparados por el soplo de la explosión. Y eso que no se activaron todas las dinamitas, ni las que el minero llevaba sujetas en la espalda ni los cinco kilos de explosivos que cargaba en el maletín. Poco después, los restos dispersos fueron metidos en bolsas negras de polietileno y retirados del edificio, donde no quedó más que escombros, manchas de sangre, pedazos de carne chamuscada y las hojas de coca que el minero llevaba en una bolsita de plástico.

El almita no retornó para vengarse

Las personas que no se movieron de Catavi, por nada ni para nada, ni antes ni después de la relocalización, cuentan que al almita del minero inmolado, que parece haber retornado desde el más allá para reclamar sus derechos en la Gerencia de la Empresa Minera Catavi, se lo siente por las noches como un vientecillo helado, incluso se escuchan sus pasos en los adoquines de la Avenida Bolívar y se lo escucha llorar en los pasillos fríos y vacíos de lo que antes fuera el Hospital Obrero, donde se encienden y apagan las luces por las noches, mientras se escuchan quejidos y lamentos por todas partes.


Los lugareños cuentan que el almita llora por sus wawitas que quedaron huérfanos y por la desgracia de sus compañeros que perdieron su trabajo, pulpería y hogar, y, por si fuera poco, que quedaron en la cochina calle. Él no hizo más que exigir justicia en honor a la verdad, porque cuando se hizo volar con los cartuchos de dinamitas, estaba reclamando la devolución de sus aportes al sistema de jubilación, después de haber trabajado 14 años en la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).

El almita no ha retornado para hacer daño, afirman una y otra vez. Él no quiere descargar su venganza contra nadie. Sólo quiere que hagamos penitencia para que no se condene como espíritu maligno. Por eso rezamos a su nombre, para que un día encuentre la paz en su última morada, porque en vida fue una persona muy buena y querida. No hizo daño a nadie, pero tampoco se puede negar que tuvo una muerte por demás violenta. Hacerse volar con dinamitas debe ser como comprarse un pasaje directito al infierno, ¿no ve?

El almita se aparece en varios sitios

Parece que no quiere marcharse de Catavi. Se ha quedado con nosotros y entre nosotros, porque estaba ligado afectivamente a la producción minera y a las personas que lo querían y respetaban. Ésa es la razón por la que su alma descarnada, que está atrapada entre el mundo de los vivos y los muertos, se manifiesta en diferentes lugares. Algunos lo han visto ingresar al Teatro Simón I Patiño, sentarse en el sillón de cuero del palco de preferencia, que antes estaba reservado para el gerente de la empresa. También lo han visto ingresar en la Escuela de Enfermería, donde los papeles de la oficina vuelan encima del escritorio sin que nadie los toque. Eso no es todo, otros cuentan que, pasada la medianoche, cuando el perro negro, que vive cerca de la antigua Casa Gerencia, deja de ladrar y la sirena deja emitir un sonido capaz de despertar a los muertos, el almita se mete en el Sauna Turco de los baños termales y hace fila en las ventanillas de lo que antes era la pulpería de la empresa.

Como nadie atenderá las demandas del minero que, por no tener jubilación, trabajo ni pan que llevar a su casa, se inmoló en el edifico anexo del Congreso Nacional, su ánima seguirá deambulando por las dependencias de la antigua Casa Gerencia, mientras el perro, que vive encerrado en el patio de la casa envejecida, persiguiendo a los gatos y espantando a los intrusos, seguirá ladrándole toda vez que oiga el agudo ulular de la sirena, que inunda el silencio desde por la mañana hasta la media noche.

Las almas de palliris y mineros

Los aullidos del perro, que se confunden con el ulular de la sirena, son una prueba fehaciente de que las almas de las palliris y los mineros muertos en circunstancias trágicas, no han encontrado la paz eterna en su tumba; al contrario, retornaron para hacer cumplir sus demandas laborales en las oficinas de la Gerencia de la Empresa Minera Catavi que, hoy por hoy, están desmanteladas desde que se produjo el retiro colectivo de los trabajadores, quienes cargaron sus pertenencias en los camiones Leyland y dejaron los campamentos rumbo a otros horizontes, con la esperanza de encontrar nuevas y mejores condiciones de vida.

En tanto en las calles y casas de esta población, cuya grandeza parece haber sido borrada de un plumazo de la historia del movimiento obrero boliviano, se quedaron las almas de las palliris y los mineros que, noche tras noche, son ladrados por el perro que los ve aparecerse cada vez que oye el ulular de la sirena instalada en el techo del Teatro Simón I. Patio, único monumento que permanece intacto desde que el magnate minero mandó a construirlo con bloques de piedra labrada y con la intención de preservarlo para la posteridad, como uno de los mayores símbolos de la primera gran industria minera, que se instaló al pie de los cerros volcánicos de Catavi.  

lunes, 9 de enero de 2017


EL LABERINTO DE LOS SUEÑOS

El psiquiatra suizo Carl G. Jung, en su abundante contribución a la comprensión de la psicología humana, manifestó que el sueño no sólo es un desván de los deseos reprimidos, sino también un mundo que forma parte de la vida real, así el sueño no se manifieste como un pensamiento racional sino por medio de imágenes alegóricas.

Sigmund Freud, por su parte, insistió en que los sueños son importantes en la vida de las personas; primero, porque ayudan a resolver los conflictos emocionales acumulados en el subconsciente y, segundo, porque tienen la función de satisfacer los deseos inhibidos y censurados por el entorno social.

El sueño es el lenguaje simbólico del inconsciente, un cuarto de espejos donde nos miramos la cara; unas veces más joven y, otras, más viejo; unas veces más sano y, otras, más enfermo. Los sueños se parecen a las películas de ficción, cuyos directores y protagonistas somos nosotros mismos. En el sueño todo es posible, incluso volar, amar, odiar, morir o sobrevivir a los peligros. No es casual que parte de nuestros instintos reprimidos se proyecten en los sueños eróticos, donde el sexo, como en los cuadros surrealistas, está simbolizado por una llave introduciéndose en la cerradura, una mano empuñando el bastón o un ariete echado abajo una puerta; una suerte de alegoría sexual que nos permite satisfacer los deseos reprimido en el inconsciente.

Si el sueño tiene la función de aliviar la realidad existencial, entonces es saludable zambullirse en los sueños para encontrar el cofre escondido del inconsciente. Y si el cofre, en lugar de contener riquezas, contiene maldades como la Caja de Pandora, lo mejor será abrirlo para dejar huir a las criaturas que atormentan, como Aladino dejó escapar al genio escondido en la lámpara maravillosa; de lo contrario, se corre el riesgo de que el cofre de los sueños se convierta en una carga pesada para el cuerpo y la conciencia.

A pesar de las explicaciones psicoanalíticas, que intentan interpretar nuestro fuero interno, hay todavía quienes ocultan y niegan el mensaje de los sueños, atrapados por un miedo profundo y supersticioso a la novedad y lo desconocido. Peor aún si en los sueños se revelan los instintos agresivos y demoníacos, como en este grabado de Francisco Goya, donde los búhos y murciélagos bullen sobre la cabeza de quien sueña junto al epígrafe: El sueño de la razón produce monstruos, puesto que el sueño, como un acuario, tiene vida propia debajo de la superficie.

El sueño es una suerte de laboratorio, donde no pocos pensadores encontraron la solución a ciertas ideas que les zumbaba en la cabeza. René Descartes se planteó varias de sus tesis filosóficas en los sueños. Albert Einstein se formuló la ley de la relatividad en el sueño. Isaac Singer, que conocía el mecanismo del telar, inventó la máquina de coser a partir de un sueño en el cual, contrariamente a la sabia advertencia de Cristo, vio atravesar camellos por el ojo de la aguja. August Kekulé von Stradonitz descubrió la estructura molecular del benceno luego de soñar con serpientes que se mordían la cola y a Robert Louis Stevenson se le reveló en el sueño la trama de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hydde.

Los sueños son la voz del inconsciente, una llave que sirve para abrir las puertas de la vida pasada y, quizás, para allanar el camino de la vida futura, pues algunos aseveren la existencia de sueños premonitorios, en los cuales creen encontrar, como en una bola de cristal, el destino final de sus vidas. Martín Luther King decía tener el sueño de que un día los afroamericanos serían libres, en tanto Martín Lutero tenía ataques de pesadillas, como si su mundo inconsciente quisiera salir a gritos hacia la superficie. Y, aunque en su vida oficial era un hombre recatado y un cura que se autocensuraba ante sus feligreses, en los sueños se veía paseando por las catacumbas del infierno, al igual que Dante en su Divina comedia.


El sueño se agrava cuando se convierte en pesadilla, una suerte de ensueño que puede causar miedo y terror. Las pesadillas, de manera frecuente, producen sensaciones desagradables de angustia, ansiedad y tristeza. Las pesadillas son, a veces, como viajes realizados al subconsciente de uno mismo, como si uno buceara en sus adentros para encontrarse con los monstruos y fantasmas que habitan en el fondo del alma.
 
Aunque esta experiencia onírica es una forma de reproducir las fuertes impresiones de la vida que, durante el proceso de la pesadilla, se proyectan como imágenes y guiones incoherentes, que más parecen las escenas entrecortadas de una película sin principio ni final, no es raro que uno se vea transportado a escenarios conocidos y con detalles verídicos, donde se dialoga con personas conocidas y desconocidas, pero casi siempre al filo del espanto y el horror.

En las pesadillas no sólo se ven seres vivos, como humanos o animales, sino también objetos inanimados, como si ellos poseyeran alma o espíritu. Por eso mismo, uno tiene la sensación de que, durante el trance de la pesadilla, el alma abandona el cuerpo y realiza un viaje al más allá, donde todo es imposible, salvo el encuentro con la divina providencia.

Las pesadillas, hasta el siglo XVIII, eran consideradas como obras de monstruos y almas retornadas de la muerte, para aterrorizar a los durmientes que vivían con la mala conciencia por haber cometido un pecado contra la ley divina. Sin embargo, en la actualidad se sabe que las pesadillas, además de ser producidas por el exceso de comida, alcohol, drogas o ciertos fármacos antes de dormir, son generadas por causas fisiológicas, tales como la fiebre y el estrés, o por algún trauma psicológico que permanece latente en el subconsciente.

Por otro lado, en el mundo bíblico se explica la importancia de los sueños, como una forma de ponerse en contacto con Dios y como una forma de explicar las causas y consecuencias de una historia escrita de antemano. El profeta Daniel, siete siglos antes de Jesucristo, tuvo sueños premonitorios en una prisión de Egipto, así como por medio del sueño se enteró José de que su esposa -la Virgen María- concebiría un hijo por obra y gracia divina. Por lo tanto, los sueños premonitorios tienen la virtud de anunciarnos los sucesos mucho antes de que ocurran en la realidad. No en vano Carl G.Jung intentó explicar este fenómeno onírico cuando afirmó que el sueño no sólo servía para restablecer el equilibrio psíquico, sino también para advertir los peligros de la vida presente. Si se desdeñan las advertencias de los sueños -sentenció- pueden ocurrir verdaderos accidentes.

Ahora bien, si los sueños premonitorios fuesen ciertos, yo quisiera que alguien me explicara, en lenguaje claro y conciso, cuál será el futuro que me depara el destino después del último sueño en el cual se me quitó la vida, pues en él vi la imagen de una bestia parada al lado de mi cama, entre el velador y la cabecera. Estaba cubierta con una capa negra y sujetaba un enorme cuchillo en la mano; tenía los ojos y los pelos de Medusa, mientras sus labios, rojos como flores de amapola, esbozaban una sonrisa dejando entrever los escorpiones de su lengua.

La miré absorto y, aunque intenté moverme y gritar, permanecí petrificado entre el terror y el espanto. Ella se abrió la capa de un tirón y me enseñó su sexo, cuya abertura desprendía una hilera de gusanos blancos a lo largo de las piernas. Luego levantó el cuchillo y me lo asestó sin asco. Me cortó la carne y me dispersó en pedazos. Yo tenía la cabeza intacta y la sensación de seguir con vida. Escuchaba mi respiración entrecortada y veía cómo mi corazón latía en el suelo, arrancado ya de mi pecho, y cómo los pedazos de mi cuerpo se movían como la cola cuarteada de una lagartija.

Consumado el acto, la bestia se esfumó entre las penumbras del cuarto y yo junté los pedazos de mi cuerpo para huir del sueño. Desde entonces no he dejado de pensar en este grabado de Goya, quien, sin ser profeta ni psicoanalista, sabía que en el laberinto de los sueños moraban los monstruos domados por la razón.

viernes, 6 de enero de 2017


LA CASA DE JAIME MENDOZA EN UNCÍA

La primera vez que leí la novela En las tierras del Potosí, siendo aún estudiante de secundaria, me llamó la atención el saber que su autor había vivido en las poblaciones mineras de Llallagua y Uncía, ubicadas en la Tercera Sección Municipal de la Provincia Rafael Bustillo del Departamento de Potosí. No podía imaginarme que un escritor chuquisaqueño, médico de profesión y literato de vocación, hubiera decidido asentarse en las tierras de lo que antes fuera el emporio del magnate minero Simón I. Patiño, en cuyos hospitales, tras egresar de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier de Chuquisaca en 1901, con su tesis de grado titulada La tuberculosis en Sucre, prestó sus servicios para atender a los mineros aquejados de silicosis y a sus familias necesitadas de atención médica.
   
Tuvieron que pasar muchos años, casi cuatro décadas, para que me animara a viajar a Uncía para conocer la casa donde vivió este precursor del realismo social minero en la literatura boliviana. Así fue como una mañana, mientras el sol caía a plomo sobre las montañas jaspeadas de diversos colores y matices espectaculares de Llallagua, abordé un taxi en la Plaza 6 de Agosto -cerca de la Escuela Jaime Mendoza, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir entre tirones de patilla y reglazos en la palma de las manos-, con destino al municipio de Uncía, donde se encuentra la fortaleza que Patiño regaló a su esposa Albina, como lugar de residencia y prueba de su amor. En la actualidad, este portentoso palacio, con arcos barrocos, estructura canteada con pilares y detalles arquitectónicos de estilo francés e inglés, es el Museo Histórico Simón I. Patiño.

En esta misma urbe están el Museo Etnográfico Ayllus del Norte de Potosí; la Planta generadora de energía a Diesel, los motores traídos desde Alemania en 1901, el Ingenio Miraflores, los hornos de tostación de minerales y otras instalaciones metalúrgicas de la entonces próspera empresa La Salvadora. Aunque ya no existen los campamentos mineros ni funciona la estación del ferrocarril Uncía-Machacamarca, que empezó a construirse en 1912, este patrimonio histórico de la edad dorada de la minería boliviana, enclavado cerca de los cerros Espíritu Santo y Juan del Valle, sigue teniendo un fuerte poder de atracción para los turistas nacionales y extranjeros.

No es para menos, si se piensa que fue en uno de estos cerros, donde Juan del Valle, prospector de la Corona Española, rastreó en 1564, a 4.516 msnm, los mismos yacimientos que sus coterráneos explotaban en el Cerro Rico de Potosí, pero la suerte no estuvo de su parte. Entonces se dirigió a sus huestes, que lo seguían a lomo de mulas y caballos, y les dijo: ¡Esto es una Uncía! (moneda romana de ínfimo valor), y, sin haber logrado su ambicioso cometido, dio marcha atrás, heredándole su nombre al cerro que, tres siglos y medio después, se convertiría en la región más próspera de la nación, ya que en las faldas del cerro Juan del Valle, abiertas a fuerza de combos, barretas y dinamitas, Simón I. Patiño encontró la veta más rica de estaño del mundo. Así fue como el Metal del diablo, despreciado por el prospector de la Corona Española, convirtió a Patiño en el Rey del Estaño y a Uncía en el imán de los cazadores de fortuna.

Un recorrido entre cerros y pampas

Durante el recorrido por la carretera diagonal Jaime Mendoza, actualmente asfaltada, no dejaba de contemplar los cerros ni las áridas pampas que, en mi infancia y adolescencia, recorrí una infinidad de veces a pie o en camioneta, para asistir al Cine Municipal, los balnearios de aguas termales, la festividad patronal de San Miguel, los encuentros deportivos entre el Colegio Primero de Mayo y el Colegio Rafael Bustillo, y cada  vez que transportaba el estaño escondido en los bolsillos de una faja amarrada alrededor de mi magra cintura que, debidos a los barquinazos de la camioneta en los baches del tortuoso camino, me dejaba sin aliento y con las caderas adoloridas. Además, aún sin haber cumplido los diez años de edad y por órdenes categóricas de mi abuelo, tenía que regresar a preguntar el porcentaje de la ley del mineral, que se había entregado en las oficinas de la COMIBOL en Uncía.

La tranca, ubicada en las afueras del pueblo, donde antes se requisaba a los rescatiris, que vivían del negocio ilícito de los minerales, ahora daba la bienvenida a los visitantes interesados en conocer la historia de esta población que, junto al auge de la industria minera de principios del siglo XX, fue el escenario donde se organizó el primer sindicato minero del país, al amparo de las corrientes ideológicas del anarquismo, marxismo y nacionalismo revolucionario. De modo que no es casual que en estas tierras se haya protagonizado también la primera huelga en la Empresa Patiño, el 29 de abril de 1918, reclamando la jornada de ocho horas y el aumento salarial, y se haya perpetrado la primera masacre minera en 1923.


Al cabo de vencer los siete kilómetros desde Llallagua, el taxi paró en la Plaza 6 de Agosto de la Capital Folklórica del Departamento de Potosí; una urbe que sobrevive gracias a la agricultura, la ganadería y el comercio, como sujeta a una economía informal que nada tiene que ver con la época de esplendor de la empresa La Salvadora, que Simón I. Patiño compró a una compañía chilena en 1897, para así tener bajo su control la mayor producción de estaño en el país. Lo cierto es que Uncía perdió su importancia económica, social y política desde que la industria minera se desplazó hacia la población de Llallagua, que desde las primeras décadas del pasado siglo se transformó en el nuevo epicentro de las actividades que antes florecieron en Uncía.  

En la plaza de los recuerdos

Al bajar del taxi, miré en derredor, como quien retorna después de una larga travesía al lugar añorado en la lejanía, y encontré, a primera vista, varias referencias que quedaron fijadas en mi memoria, remontándome a mis años de pubertad y adolescencia, a esos años en los que solía viajar de Llallagua a Uncía, los días domingos y pasado el mediodía, en una camioneta que levantaba polvareda a lo largo del camino pedregoso y accidentado. No quería perderme la función de matiné en el Cine Municipal, en cuya sala de asientos cómodos y paredes elegantes, vi las mejores películas de cowboy, como El bueno, el feo y el malo, Por un puñado de dólares y Por unos dólares más, protagonizadas por el legendario pistolero Clint Eastwood.

Pero todo eso fue en otra época, porque ahora, la fachada del Cine Municipal de estilo francés, que funcionaba como tal desde los años 40 de la centuria pasada, se estaba desmoronando como un castillo de arena ante la mirada indiferente de sus habitantes y autoridades ediles. A mí no me quedó más remedio que mirarlo con sublime nostalgia, pues no podía entender cómo un importante edificio, que significó tanto para urbanización de Uncía, tenía las paredes a punto de caerse contra las aceras de las calles Chayanta y Potosí.

En esta plaza, en otrora dominada por los inmigrantes croatas, a quienes mi abuelo los llamada despectivamente tikllosos (sin color ni gracia), sorbí los helados batidos a mano y comí las tawa-tawas (masitas parecidas al churro español) más sabrosas que vendían las señoras de mantas y polleras. Eso sí, nunca llegué a saber el porqué mi abuelo los llamaba tikllosos a los croata-yugoslavos, salvo el hecho de que llegó a conocerlos muy bien en los pleitos que sostuvo con más de uno de ellos por cuestiones de minas y linderos de terreno, habida cuenta de que mi abuelo, en su condición de inmigrante chuquisaqueño y buscador de fortunas, se avecindó en este pueblo, donde compró sus mejores revólveres y caballos, y donde incluso nació mi madre un 26 de mayo de 1932. Pero el sobrenombre de tikllosos, que a mí me sonaba como a una rara enfermedad llegada de allende los mares, fue un secreto que mi abuelo se llevó hasta la tumba. 

Algunos de los inmigrantes, que llegaron a estas serranías con la ilusión de hacer Las Américas, levantaron los edificios más emblemáticos del casco antiguo del municipio, como el Hotel Uncía, construido en la última década del siglo XIX por el croata Jorge Granic. Desde entonces, el Hotel pasó por manos de varios propietarios y administradores, comenzando por el comerciante Gregorio Luksic, quien fue socio y empleado de su coterráneo Granic. Lo penoso es que este Hotel de dos plantas, cuya categoría era de tres estrellas para su época, pasó a ser la Caja Nacional de Seguridad Social tras la revolución de 1952 y, con el paso del tiempo, se redujo a una estructura vieja, que fue demolida sin pena ni gloria, como otras construcciones que quedaron reducidas a escombros, como en las ciudades bombardeadas o abandonadas a su suerte.

Espero que esto no suceda con la casa construida por Pedro Versalovic en 1895, en plena esquina de la Plaza 6 de Agosto, que constituye una verdadera joya arquitectónica que debe conservarse para la posteridad, convirtiéndola en el Palacio Municipal de Artes de la Capital de la Provincia Bustillo. Ya sé que muchos han pensado en demolerla con afanes comerciales y de lucro, olvidándose de que los edificios son también reliquias del pasado histórico de un pueblo, un patrimonio que debe conservarse contra viento y marea, para evitar que la historia de Uncía no se pierda entre las brumas del olvido. 

Rumbo a la casa del escritor

Al cabo de un tiempo en la Plaza 6 de Agosto, recordé la principal razón por la que viajé a Uncía y, sin perder más tiempo, me dirigí bajo un sol ardiente hacia la casa donde vivió el ilustre médico y escritor Jaime Mendoza, un hombre consagrado al estudio metódico y enemigo del ocio mundano.

Luego de caminar por la calle Villazón y atravesar por la Plaza Alonso de Ibáñez (más conocida como la Plaza del Minero), que son testigos mudos del grandioso pasado de este pueblo que, tras la caída estrepitosa de la industria minera, pareciera desmoronarse por dentro y por fuera, poquito a poco y sin resistirse al inexorable paso del tiempo, avisté la casa de Jaime Mendoza, ubicada en la zona 2 de la antigua calle Libertad (hoy calle 9 de Abril).


La pequeña  vivienda, con techo de calamina y una ventana de un metro por un metro y medio, no parece tener otro atractivo que el de haber sido la residencia del escritor de la primera novela minera en Bolivia. La fachada, de color blanco y café, está relativamente conservada, probablemente, gracias a las numerosas refacciones que sufrió o, probablemente, porque las autoridades decidieron en algún momento de lucidez mental conservarla como una suerte de atractivo turístico, a pesar de que el escritor no recibió en vida ningún reconocimiento oficial de parte de las autoridades uncieñas.

La casa que habitó Jaime Mendoza, con su esposa y sus hijos Martha y Gunnar, tiene sobre la puerta el Nro. 39 y en la parte superior tres plaquetas recordatorias; dos de ellas dedicadas al escritor; una de 1989 y otra de 2003. En esta misma casa nació en 1914 su hijo Gunnar, quien, estimulado por la actividad intelectual de su padre, realizó desde su juventud una prolífica labor como historiador, bibliógrafo y archivista tanto en la Casa de la Moneda en Potosí como en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia en Sucre. No en vano el rectorado de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier de Chuquisaca, en representación de algunas facultades, colocó una plaqueta en su memoria y en cuya inscripción se lee: Hace cien años en esta casa nació el eminente historiador, bibliógrafo y archivista don: Gunnar Mendoza Loza… Eterna gratitud a su vida y obra por la cultura boliviana. Uncía, 3 de septiembre del 2014.

De la Guerra del Acre a Llallagua

Por sus antecedentes biográficos se sabe que antes de establecerse en esta casa, donde escribió las primeras obras de su vasta producción científica y literaria, partió junto a una tropa de soldados con destino a la Guerra del Acre, un conflicto limítrofe y bélico entre Bolivia y Brasil (1903 - 1905), en el que ambas naciones se disputaron un territorio rico en árboles de caucho y yacimientos auríferos. Jaime Mendoza ofició como médico de soldados y siringueros (trabajadores encargados de extraer la goma de las siringas); una valiosa experiencia que le sirvió para reflexionar sobre la geopolítica boliviana y escribir su novela Páginas bárbaras.

Se sabe, asimismo, que al término de la Guerra del Acre, retornó a la población de Llallagua en 1905. Todo hace pensar que no sólo lo hizo porque amaba estas tierras del emporio estannífero de la empresa de Simón I. Patino, sino también porque en estas tierras había encontrado al amor de su vida en Matilde Loza, una joven apuesta y oriunda de Chayanta, población que por entonces tenía más habitantes que Uncía y Llallagua. El mismo Jaime Mendoza, refiriéndose a su retorno en uno de sus escritos, apuntó: No había olvidado las tierras y gentes entre las cuales inicié mi carrera (…) Apenas libre después de la expedición al Acre y cuando bien pude escoger otras mejores situaciones que se me ofrecían, preferí regresar modestamente a Llallagua, a seguir trabajando entre seres anónimos y desheredados (Mendoza, J., 2014, p. 23).

Cuesta imaginarse que el médico y escritor Jaime Mendoza, nacido en Sucre el 25 de julio de 1874, se haya establecido por voluntad propia en este pueblo de contrastes sociales y raciales, donde unos tenían todo y otros no tenían nada. Esta realidad, sin embargo, hizo aflorar su vena humanista y su faceta de filántropo. En su cuento Muerte de un chileno en Llallagua (1906), se advierte su actitud de buen samaritano, pues aparte de solidarizarse con la trágica situación de un extranjero, que jamás dejó de abrigar las esperanzas de retornar a su país, una vez hecho realidad el sueño de un rápido enriquecimiento, lo atendió de un tifus que melló su salud física y mental, como si fuese su médico de cabecera y durmiendo en una cama adicional que hizo disponer en la misma habitación, hasta que el joven chileno, agonizante entre delirios, fiebres y accesos de tos, falleció entre sus brazos. Según Jaime Mendoza, el santiaguino Bernardo Cifuentes, aficionado a la poesía y el teatro, se extinguió junto con el último cabo de vela que iluminaba el triste escenario de este drama en que se aunaban la enfermedad, el desamparo, la lejanía del hogar y el truncamiento de una vida en flor (Poppe, R., 1983, p. 24).

Esta dramática experiencia y muchas otra más que vivió como médico de la Compañía Estannífera de Llallagua, le llevaron a asumir una postura más humana ante las tragedias que enlutaban a las familias mineras. Por cuanto es lógico afirmar que la filosofía médica de Jaime Mendoza era consecuente con su personalidad humanista, ya que no dudaba en combinar el aspecto social con el científico, consciente de que un médico no podía ni debía olvidarse del sufrimiento del paciente y de las consecuencias psicológicas que la enfermedad podía causar en éste y su entorno familiar.

En 1906 viajó a Chile, donde conoció al escritor cruceño Gabriel René Moreno, quien, al saber que Mendoza escribió versos desde los nueve años de edad, lo estimuló a seguir en su actividad literaria.
Encuentro con Alcides Arguedas en París
Jaime Mendoza, después de haber trabajado por años en los centros mineros de Uncía y Llallagua, donde varios jóvenes citadinos fueron a parar como el personaje de su novela, atraídos por la fascinación de que se ganaba el dinero a manos llenas, se ausentó por un tiempo a la Ciudad Luz, en esa metrópoli que, a principios del siglo XX, fue la meca de los intelectuales latinoamericanos. En París cursó estudios de especialización y asistió a tertulias literarias; circunstancias en las que conoció a Alcides Arguedas, quien, a tiempo de sugerirle que cambiara el título de su novela, de Martín Martínez a En las tierras del Potosí, escribió un elogioso prólogo para la primera edición.

Una vez publicado el libro en una imprenta de Barcelona en 1911, Jaime Mendoza fue considerado uno de los precursores de la corriente del llamado realismo social, no sólo porque abogaba a favor de los oprimidos, sino también porque describía la realidad minera con un asombroso naturalismo, como lo hicieron otros autores latinoamericanos, que incursionaron en la temática indígena y proletaria. No en vano el poeta nicaragüense Rubén Darío, refiriéndose a la temática de su novela, lo llamó el Gorki americano.

El autor de Raza de bronce y Pueblo enfermo, que entabló una buena amistad con Jaime Mendoza en París, lo recordó muchos años después de la siguiente manera: En tarde de canícula, se nos presentó en una caverna de los bulevares, donde tenemos costumbre de reunirnos algunos paisanos a beber cerveza, uno de ellos, acompañado de un hombrecito menudo, y nos lo presentó con gesto displicente.

El doctor Mendoza, compatriota nuestro.

Era éste un hombre de pequeña talla, endeble, lampiño casi, pálido, de aspecto tímido, de edad indefinible, porque a simple vista parece pasar de los treinta, y su prematura calvicie y sus arrugas hacen pensar en los cuarenta. Iba vestido muy simplemente de negro y hablaba con voz queda, embarazada y aún tropezando; pero no daba, ni de lejos, la impresión de pertenecer a esa categoría de gente que viven en nuestros pobres y desmantelados poblachos la oscura vida de los seres sin cultura y sin ideales, absorbidos sólo con la preocupación del dinero… No hace al caso decir, ni yo me acordaría exactamente, lo que en la mencionada tarde hablamos con el desconocido paisano quien seguía con ojos indolentes el curiosos espectáculo del bulevar; y probablemente olvidara su nombre pasado este ocasional encuentro si días después no se repitiese éste, y tras breve charla no me preguntase con tono indiferente y sonriendo no sin cierta malicia:

Usted qué… (aquí algunos cumplimientos)… querría me hiciese el favor de decirme si me sería fácil editar un libro.

Lo miré no sin cierta sorpresa.

¡Cómo! ¿Tiene usted un libro para publicar?

Sí, señor.

E inclinó la cabeza, enrojeciendo levemente.

¿Y qué clase de libro es?

Entonces mi paisano, con voz algo tímida, habló:

Un pequeño libro que he compuesto en mis ratos de ocio… Soy médico, he vivido algunos años entre los mineros y he visto que esa vida es un poco triste. En las minas de nuestro país hay ciertas costumbres que van modificándose gradualmente y que acaso acabarán por desaparecer del todo; y antes de que tal suceda, creo que se debe hacer obras que en cierta manera fijen esas costumbres dentro del tiempo… Además, yo le tengo cariño a esa tierra, allí he pasado parte de mi juventud y ganando el pan que como, y es en mí una deuda de gratitud, con esas gentes humildes y desgraciadas contar algo de su vida.

¿Podría usted leerme su libro? le pregunté repentinamente, interesado por su hablar simple y cuerdo.

¡Por qué no!

Y me lo leyó una tarde, y como la impresión que dejase en mí fue profunda, híceme su amigo, y desde entonces, ya en su casa o en la mía, no cesábamos de estar juntos y de cambiar pareceres y opiniones, hasta el día en que, tras breve conocimiento, lo despedí en la estación de un ferrocarril... (Montoya, V., 1991, p. 31).

Jaime Mendoza, a diferencia de Alcides Arguedas, tenía una personalidad introspectiva y un amor desmedido por el terruño que lo vio nacer. Nunca vio en la colectividad boliviana a un pueblo enfermo, tampoco compartió la tesis de que los indios y cholos eran leones sin melena o batracios gigantes; por el contrario, en su libro El macizo boliviano, afirmó: El medio hace al hombre y que, al margen de considerar a la montaña como factor importante en la creación de Bolivia, estaba convencido de que el espíritu del hombre andino era semejante a la grandeza de su paisaje y, por eso mismo, una poderosa fuerza llamada a cambiar el curso de la historia.

El argumento de la novela

En las tierras del Potosí narra los avatares de Martín Martínez, chuquisaqueño y estudiante de leyes, quien decide marcharse a las minas de Llallagua, donde se asegura que hay abundante riqueza. No obstante, una vez en el lugar, tras un largo recorrido a lomo de mula, encuentra una vida dura, llena de accidentes, enfermedades, injusticias sociales, borracheras desenfrenadas y frustraciones sentimentales. Según Alcides Arguedas, quien fue el primero en leer el manuscrito que le proporcionó el autor, se trata de una novela objetiva, cuyo vigor y realismo social no fueron superados por ninguna otra novela hispanoamericana.


La novela incluye varios personajes remarcables, como Lucas, un mozuelo que roba estaño y lo revende para ayudar a los pobres; Claudina, una atractiva mujer de pollera dedicada como palliri al lavado del mineral, con quien Martín tiene un amorío, hasta el día en que ella lo traiciona y huye con su amante; el médico de las minas, quien, por sus razonamientos y observaciones de la dantesca realidad de los mineros -expuestos durante largas jornadas a trabajar en ambientes insalubres y condiciones precarias, sin seguridad laboral, beneficios sociales ni maquinarias apropiadas para explotar las vetas-, pareciera proyectar los valores humanos y principios ideológicos del autor de En las tierras del Potosí.

La novela, dividida en quince capítulos, tiene la clara intención de denunciar abiertamente la explotación despiadada de los mineros, quienes son sometidos a trabajos inhumanos sin pagas decentes ni garantías laborales. La obra, desde el año de su publicación, ha iniciado el ciclo de la llamada literatura minera y ha servido para abogar a favor de la causa de los trabajadores del subsuelo. Por eso mismo, y con legítimo derecho, se lo considera uno de los documentos histórico-literarios más fidedignos que se han escrito jamás acerca de los mineros bolivianos.

Jaime Mendoza, aparte de lo expuesto En las tierras de Potosí, mostró su preocupación por otros aspectos concernientes a la situación social de los obreros, registrados en varias de sus obras. Su hijo Gunnar, tras una minuciosa investigación, nos recuerda: Entre su numerosa producción bibliográfica al respecto hay que mencionar sus conferencias ´Por los obreros`, estudio, inédito, de los dos ejemplares típicos del proletariado boliviano, el minero y el siringuero; ´El comunismo` y ´Temas sociales bolivianos`, sobre los problemas emergentes de la crisis minera de 1928 y 1929 en Bolivia; más todavía, Jaime Mendoza, preocupado por el bienestar social de los habitantes de Llallagua y Uncía, impulsó la fundación de los primeros hospitales y escuelas, las primeras sociedades mutuales de trabajadores, de beneficencia y de deportes.

El furor de las críticas

Como en todo análisis de una obra literaria no faltaron las controversias y las críticas correspondientes. Una de las más importantes es la que se refiere a la perspectiva desde la cual fueron contempladas las costumbres de las familias mineras, que no son retratadas en su verdadera dimensión, debido a que fueron observadas por un médico de clase media que, por mucho que lo intentó una y otra vez, no logró penetrar en el espíritu más profundo del indígena que se proletarizó tras irrumpir la gran industria minera en el norte de Potosí, con todas las características que implica un sistema de producción capitalista. Es decir, el proletario percibe un salario a cambio de su fuerza de trabajo y adquiere una conciencia de clase, se organiza en sindicatos revolucionarios que no sólo defienden los intereses socioeconómicos de los obreros, sino que, a su vez, representa una amenaza para los intereses de la oligarquía minera y los consorcios imperialistas interesados en saquear los recursos naturales en las montañas de Llallagua y Uncía.

No faltaron los críticos que compararon la novela de Jaime Mendoza con La Vorágine, del escritor colombiano José Eustaquio Rivera, tanto por la temática social como por la intensidad dramática, pero no así por la emoción y la altura estética. El historiador Enrique Finot consideró la obra como mediocre, aunque con fuerza y realismo. Asimismo, afirmó que tenía un «título antiliterario pero lleno de sugestión». El escritor Fernando Díez de Medina, coincidiendo con la opinión vertida por otros críticos literarios, se refirió a la obra como extraída de la realidad y a su estilo como enérgico y directo, pero poco artístico.

Guillermo Lora, uncieño de nacimiento, en La frustración del novelista Jaime Mendoza, texto insertado en su libro Ausencia de la gran novela minera, afirmó que la obra de Mendoza adolecía de muchos errores, que reflejaban la incapacidad creativa del autor y su desconocimiento del mundo minero. Por ejemplo, apuntó que en la novela no se escribe sobre las afamadas montañas de Llallagua y Uncía, cuyas extrañas manaron ingentes cantidades de estaño, convirtiendo en ricos a unos pocos y en pobres a los mineros, quienes pagaban con sus vidas la codicia de los barones del estaño. Tampoco se describe al minero en su ambiente natural: el interior de la mina, donde los trabajadores, antes de empezar a horadar la roca, le rinden tributo al Tío, que es el salvador de vidas y el celoso guardián de los minerales, y, lo que es peor, no se presenta a la clase obrera en función a su rol histórico-social, armada con un alto grado de conciencia política y capaz de acaudillar la revolución proletaria.

En síntesis, Guillermo Lora, quien redactó la Tesis de Pulacayo en una de las casas de Uncía, opina que no puede existir una novela minera sin montaña ni mineros, sobre todo, si se considera que la montaña, cuyos socavones se han tragado miles de pulmones desde que se abrieron como enorme bostezos de hambre, debe constituirse en el escenario natural de la historia relatada y los mineros deben ser los principales protagonistas de la novela; dos elementos sustanciales que están ausentes En las tierras del Potosí. Por lo tanto, en palabras de Lora: es una novela frustrada porque no alcanza la vida, la tragedia y el heroísmo de los mineros y menos los estremecimientos dolorosos del proletariado de parte de la arruinada clase obrera (Lora, G., 1979,  p. 130).

Otras facetas del autor

Jaime Mendoza, después de la publicación de En las tierras del Potosí, intensificó su labor como escritor e investigador, incursionando en varios géneros literarios que, con el correr de los años, lo convirtieron en uno de los autores imprescindibles en la constelación de las letras bolivianas.

Aparte de las novelas Páginas bárbaras, Los malos pensamientos y El lago enigmático, tiene en su haber una cuantiosa obra dedicada al campo de la investigación científica e histórica, como El macizo boliviano, Una historia clínica, Apuntes de un médico, El factor geográfico en la nacionalidad boliviana y La tragedia del Chaco, entre otras.

Este hombre de hábitos sencillos y corazón noble, que en lugar de haber sido abogado o sacerdote, optó por ser médico y escritor desde su adolescencia, vivió en Uncía por más de una década, hasta su restitución a Sucre en 1915. Fue entonces que deslumbró a propios y extraños con otras facetas de su personalidad. Ejerció importantes cargos públicos en la arena política, llegó a ser rector de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier y Senador por el departamento de Chuquisaca, entre  1931-36. Terminada su gestión parlamentaria, fue designado  Director del Manicomio Nacional Pacheco en Sucre. Los estudiantes le asignaron el título de Maestro de la Juventud; un título que le colmó de orgullo, pero que no le dio ninguna compensación monetaria, quizás, porque tuvo la desgracia de vivir en una época en que la actividad intelectual era menos valorada que en la actualidad.
   
Ahí tenemos a su coterráneo Tristán Marof, cuyo verdadero nombre era Gustavo Adolfo Navarro, quien no sólo fundó en Uncía el primer Partido Socialista de Bolivia y lanzó la consigna: Minas al Estado y Tierras al Indio, sino que también tuvo toda la razón cuando dijo: En los pueblos poco desarrollados, el escritor es una especie de faquir que lo sabe todo, y por saber demasiado muere de hambre. Éste, probablemente, fue el caso de Jaime Mendoza, ya que él, como la mayoría de los escritores bolivianos, conoció la pobreza y la pobreza lo acompañó hasta la muerte, aun cuando tenía un salario como médico, catedrático y funcionario público, que en ocasiones le permitió gozar de una modesta comodidad tanto en Uncía como en su ciudad natal, pero sin haber logrado amasar la misma fortuna que los magnates del estaño, ni haber recibido el reconocimiento oficial de parte del Estado nacional por su intensa actividad literaria y sus aportes en el campo de las ciencias humanas.

Con todo, lo importante es que Jaime Mendoza nunca se arrepintió de los pasos que dio ni de las decisiones que tomó en su vida, ya que de todas ellas sacó experiencias que le sirvieron para elaborar sus obras, como cuando escribió En las tierras del Potosí, donde plasmó en letras de molde las vivencias y los recuerdos de su juventud en Uncía y Llallagua, recuerdos que permanecieron para siempre en su memoria.

Su hijo, el historiador y archivista Gunnar Mendoza Loza (1914-1994), en una evocación a su padre, escribió sobre los años juveniles del novelista, ya postrado en su lecho de muerte a los 65 años de edad: Jaime Mendoza conservaba intactos los recuerdos de antaño, como el derrocamiento de Arce, la Guerra Federal, las minas de Llallagua en manos de chilenos, sus juergas en hoteles y chicherías de Uncía junto a obreros y comerciantes sirios, eslavos, italianos, administradores de las empresas, y sus amigos de Colquechaca y Chayanta (Arratia, Beltrán, Salinas, Barrón, etc.) que habitaban Uncía por entonces (Mendoza, G., 2014, p. 7).

A modo de reflexión y colofón

Al alejarme de la casa de Jaime Mendoza, con la idea fija de retornar en otra ocasión, tuve la extraña sensación de haber retrocedido en el tiempo y haberme ubicado en el preciso lugar donde se escribió la primera novela del realismo social minero, En las tierras del Potosí, una obra que leí en mi adolescencia, más por obligación que por iniciativa propia, como parte de la asignatura de literatura correspondiente al ciclo medio de educación secundaria.


Después de haber visto la casa de nuestro Gorki americano, que hoy está catalogada como una atracción turística en la población de Uncía, pude comprender que la grandeza de este autor, que no se separó del papel ni del lápiz hasta la hora de su muerte, acaecida el 26 de enero de 1939, radicaba en su genuina humildad y en su profunda sensibilidad para percibir las injusticas sociales, que para él eran las peores lacras de una sociedad hecha a golpes de egoísmo e insensatez. No es casual que este escritor, como muy pocos autores bolivianos de su época, hizo del niño un tema en su creación literaria, reflejándolos en cuentos y composiciones poéticas; ahí tenemos, por ejemplo, su poema El huérfano (1915) y su novela Los héroes anónimos, sobre un niño que hizo la campaña del Acre contra el Brasil, así como sus canciones infantiles (música y letra, que permanecen aún inéditas).

Ahora bien, lo que no atino a entender es el porqué Jaime Mendoza, ya postrado en el lecho y antes de exhalar el último suspiro, pidió que el epitafio grabado en su tumba fuera una estrofa de su poema La muerte, que dice: Y tal es mi sola ambición/ mi solo anhelo de gloria/ de vivir no en la memoria/ pero sí en el corazón (Mendoza, G., 2014, p. 7), cuando todos sabemos que este encumbrado escritor, a casi un siglo de su deceso, está tan vivo en el corazón como en la memoria de quienes vivimos en las poblaciones mineras del norte de Potosí, donde fue ambientada su primera novela que, a pesar de las críticas habidas y por haber, contribuyó decisivamente en el conocimiento de la realidad minera de principios del siglo XX.

Por lo demás, cabe sugerir que el gobierno autónomo municipal de la Capital Folklórica del Departamento de Potosí, en uso de sus específicas atribuciones, se preocupe mucho más en conservar la casa de Jaime Mendoza y, al mismo tiempo, en promocionarla como un auténtico patrimonio histórico y cultural de la población de Uncía, donde actualmente tiene más visitas la Chicharronería de doña Marujita en la calle Sucre, que la casa del célebre escritor de En las tierras del Potosí en la calle 9 de Abril.

Bibliografía:

Lora, Guillermo: Ausencia de la gran novela minera, Ed. El Amauta, La Paz, 1979, pp. 254.

Mendoza, Gunnar; Muerte de Jaime Mendoza, Ed. La Patria, Cultural El Duende, Oruro, 2/ 02/ 2014, pp. 12.

Mendoza, Jaime: Resumen biográfico , Ed. Piedra de Agua, Revista bimestral de la Fundación del Banco Central de Bolivia, Año 2, Nr. 6, La Paz, mayo y junio de 2014, pp. 62.