LAS PALLIRIS
Las
palliris, que cambiaron las polleras
y vestidos por los pantalones, trabajan rescatando los residuos de mineral
incrustados como chispas en las rocas que, debido a su impureza, fueron
desechadas y acumuladas en las zonas aledañas a los campamentos y cerca de las
bocaminas, donde las plomizas granzas parecen cerros sobre cerros.
Las
palliris machacan las rocas de día y
de noche. Su única compañía es su merienda, una botella de té y la bolsita de
plástico con la mágica hoja de coca, tan sagrada para ellas como las
bendiciones de la Virgen del Socavón, que les mitiga el dolor del alma, el
cansancio, el hambre y las enfermedades.
Trabajan
a sol y sombra, en medio de un paisaje frío y yermo, soportando los vientos y
las lluvias, esperanzadas en rescatar el metal
del diablo entre los restos de los restos que, a veces, se les esconde
debajo de los pies como por arte de magia, sin lograr rescatar un solo puñado
de mineral durante la jornada, que es de diez horas al día y seis días a la
semana.
Sus
ajadas manos, como sus dedos ennegrecidos por la suciedad y el polvo, son la
prueba de que el trabajo que realizan no es de humanos y mucho menos de
mujeres, pero como ellas no usan cremas para manos ni se pintan las uñas con
esmalte, siguen separando, a fuerza de pulmón y martillo, lo puro de lo impuro
de las rocas extraídas del interior de la mina.
Las
palliris han trabajado desde siempre
en condiciones infrahumanas y a la intemperie, sin tecnología ni maquinaria,
arriesgando el pellejo a cambio de migajas. Palliris
existían en el Cerro Rico de Potosí en la época de la colonia, cuando los
dueños de los yacimientos de plata necesitaban la mano de obra de las mujeres
de los yanaconas, que debían fundir la plata y trabajar en las canchaminas,
picando los trozos de roca para rescatar los restos del preciado metal.
En
la Era del Estaño, la labor de la palliri
ha contribuido al aumento de la producción minera. Asimismo, con el respaldo de
las amas de casa, se han organizado
en una Asociación de Mujeres Palliris
para defenderse del acoso de propios y extraños, para mejorar su condición de
trabajo, para reclamar que se les conceda el mismo sueldo y los mismos derechos
que a sus compañeros.
Son
madres solteras, novias, viudas o hijas de mineros, que no se rinden ante los
avatares de la vida ni la miseria que azota sus hogares. Cumplen con su rol de amas de casa y, a su vez, con su rol de palliris, ya que cargan la
responsabilidad de mantener a una familia. Son mujeres ejemplares por su
infatigable labor en el hogar y su gran coraje en la lucha; en otras palabras,
más que amas de casa, son admirables armas de casa.
Después
de la relocalización, en 1985, son
innumerables las mujeres que, empujadas por la necesidad y la desesperación,
ingresaron a trabajar en interior mina. Y, aunque muchas veces realizan el
mismo trabajo que sus compañeros, ocupan el último lugar en la jerarquía de la
cuadrilla y su sueldo es inferior por el simple hecho de ser mujeres. Algunas
veces, como por castigo del Tío, son relegadas a cumplir labores más simples y
marginales, como ser guardianes de las bocaminas para evitar el acceso de
desconocidos a los rajos donde
depositan las cargas de mineral.
Las
mujeres que trabajan en interior mina usan medias de lana no sólo para
calentarse, sino también para aliviar los dolores causados por el reumatismo o
la artritis; dolorosas enfermedades que les trepa por los huesos de los pies de
tanto chapotear en las aguas de copajira.
Se calzan viejas botas de caucho, ajustan el pantalón debajo de las polleras,
cubren sus hombros con una manta y atan sus trenzas dentro del guardatojo y, poco antes de despuntar el
alba, se marchan rumbo a la mina, donde murió su marido, como antes murió su
padre y su abuelo.
Esta
triste realidad se repite en varias familias, donde todos saben que la hija de
un minero se casa con otro minero, y cuando éstos tienen hijos, se sabe también
que ellos serán mineros como su padre y como el padre de sus padres, y que
probablemente morirán jóvenes, escupiendo sus pulmones después de haber
entregado sus vidas a cambio del desprecio y el olvido.
Antes
estaba prohibido el ingreso de las mujeres a los socavones, debido a la
superstición de que la menstruación y los sollozos hacían desaparecer las
vetas. Algunos cuentan que una mujer que ingresaba a la mina era seducida por
el Tío, provocando así los celos y la ira de la Chinasupay y la Pachamama.
Ahora su presencia no es sinónimo de mala suerte y las supersticiones han
cedido a la necesidad de ganarse la vida arañando la montaña para dar de comer
a sus hijos, quienes la aguardan sentados o durmiendo en un rincón de su
humilde hogar, donde, a falta de un padre, abrigan las ilusiones de que algún
día cambiarán el destino de sus vidas.
Ésta
es la vida de miles de mujeres que, expuestas a los peligros de la montaña y
machucándose los dedos a martillazo limpio, se enfrentan a un trabajo rudo y
duro que las enferma, envejece y mata antes de cumplir los cincuenta años de
edad.
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