sábado, 29 de octubre de 2016

...LA VIDA Y LA OBRA DEL ESCRITOR BOLIVIANO VÍCTOR MONTOYA...



La vida y obra del escritor Víctor Montoya en un videoclip realizado por Hans Ibáñez y producido por Reflejos Telecomunicaciones, Llallagua - Potosí, 2015.

sábado, 15 de octubre de 2016


LAS PARÁBOLAS DEL HIRSUTISMO

Esta mujer, que se muestra desnuda y sentada en una silla, responde al nombre de Jennifer Miller. La fotografía, por las características del piso y el tapete en la pared, parece haber sido captada en la habitación de una casa cualquiera. Sin embargo, así el escenario no parezca el estudio de una fotógrafa profesional, detrás de la cámara estuvo la afamada Annie Leiboviz, quien, fusionando su talento artístico con la magia de la cámara oscura, convierte sus retratos en verdaderas obras de arte.

Mientras contemplo esta fotografía, cuya imagen principal me atrae erizándome los vellos de la piel, recuerdo las palabras de mi abuelo, quien solía decir que las mujeres de bigotes y patillas eran más machas que los machos de pelo en pecho, y que las mujeres que se rapaban los cabellos y se depilaban el cuerpo eran no sólo como las peladas crías de una rata, sino que se parecían al Sansón traicionado, quien perdió su belleza y su descomunal fuerza una vez que Dalila le cortó las siete trenzas de su abundante cabellera.

Con el transcurso de los años, comprendí que las mujeres de nuestros días, a diferencia de las opiniones vertidas por mi abuelo, sueñan con ser la otra cara de la moneda de la pilosa. No en vano una amiga chilena, que se salvó del martirio de depilarse los brazos y las piernas cada cierto tiempo, me confesó sacando pecho y con mucho orgullo: Soy la envidia de la mayoría de las mujeres, porque soy como 'teta de monja'. Mis hijas y nietas lloran por tener mis piernas y... bueno, así son las cosas. Mi madre era también pelada como yo.

El retrato de Jennifer Miller, aparte de reflejar el espíritu irreverente de la artista, desnuda a una mujer madura y segura de sí misma; tiene los cabellos arremolinados sobre la espalda, la mirada penetrante debajo de las espesas cejas que se juntan en el naciente de una nariz algo alargada y aguileña. Por el modo como está sentada, con el brazo derecho apoyado sobre el respaldo de la silla, deja al descubierto una peluda axila, unos senos aureolados por pezones rosados y una mano caída sobre el muslo izquierdo. El hirsutismo es evidente en sus piernas y su vientre, y la topografía del vello púbico, en lugar de ser triangular y estar concentrado sólo en la región genital, como en el caso de la mayoría de las mujeres, adopta una forma asimétrica, cubriéndole la blanca piel desde las entrepiernas hasta el ombligo.

Aunque sus bigotes son algo ralos, es dueña de una barba que le concede una apariencia masculina; un aspecto que muchos hombres hubiesen querido tener para verse más varoniles, pues no es casual que algunos de ellos, que por razones genéticas nacieron condenados a ser imberbes de por vida, no dejan de sentirse acomplejados ante quienes depositan todo el furor de su personalidad en una imponente barba que les cae sobre el pecho como cascada de oro negro.

Tampoco es raro encontrarse a quienes hicieron todo lo posible, valiéndose de todos los medios y recetas, para tener una barba que fuera la envidia de los carilampiños. Confieso que yo mismo, cuando era un púber imberbe, seguí fielmente los consejos de un tío mío, quien me aconsejó que debía untarme la cara con grasa de autos o sudor de pecho, si quería tener una hermosa barba como la que lucía él como los actores de cine. Además, si me untaba con el mismo sudor y la misma grasa todo el cuerpo, al menos una vez a la semana, llegaría a crecerme  también abundante vello en las extremidades, el tórax, abdomen y pubis.

Yo cumplí a pie juntillas con sus consejos, me unté la cara y el cuerpo con sudor de pecho y grasa de autos, hasta la noche en que mi abuela, al ver la almohada manchada de grasa, me levantó de un grito y preguntó: ¿Qué te pusiste a la cara? ¡Mira como dejaste la almohada! Yo me restregué los ojos, levanté la cabeza y, todavía medio dormido, le contesté: Me puse grasa de auto. ¡Qué!, dijo ella más enfadada que sorprendida. Luego, acercándose muy cerca de mis ojos, inquirió: ¿Y para qué? Para que me crezca barba, le contesté.

No sé si estoy en lo correcto, pero si Jennifer Miller se dejó crecer la barba es porque alguien le contó el mito de que afeitarse el vello hacía que aumente de calibre; un miedo que a las mujeres les angustia tanto como asistir a una clínica dental, levantar una araña cuando tienen fobia a las alimañas o enfrentarse solas al espectro de un monstruo escondido debajo de la cama. Desde luego que ese mito no es cierto, porque si lo fuera, los varones nonagenarios, que se afeitan desde que les brota el primer pelo en el mentón o la mejilla, en lugar de tener barba normal, presentarían un bosque de pelos gigantes, gruesos como el tronco de los árboles.

Lo único cierto es que los antiguos circos, con sus fenómenos naturales y sus monstruos, eran la atracción de los niños que querían escapar del control de los adultos para ver, más que a los payasos y bellas contorsionistas, a la mujer barbuda que era mostrada al público como una fiera enjaulada, aun a riesgo de que esta visión impactante se les metiera en los sueños transformándose en estremecedoras pesadillas, donde se veían como niños en los brazos de una madre orangután, amamantándoles con su teta peluda, mientras ellos intentaban retirar los labios del robusto pezón a través del cual, en la etapa oral de su vida, entraban en contacto con su mundo cognitivo.


Este prodigio peludo, aparte de nuestra modelo Jennifer Miller, tuvo una mártir hirsuta. Se llamaba Julia Pastrana, nació en México en 1834 y se convirtió en una atracción circense desde los veinte años. Los primeros científicos en auscultarla coincidieron en que su origen sólo podía ser resultado del doloroso encuentro entre un mono y una humana. Era hirsuta de los pies a la cabeza y tenía un defecto congénito en la mandíbula, encías protuberantes plenas de excrecencias y doble fila de dientes en la mandíbula.

Cuando la exhibieron en los Estados Unidos, el médico neoyorquino Alexander B. Mott trató su caso y opinó: Es uno de los más extraordinarios seres de los tiempos recientes, un híbrido entre humano y orangután. En tanto otro norteamericano, Theodore Lent, empresario artístico de oscuras intenciones y vergüenza modélica del género, se casó con la mujer barbuda en 1864, con la intención de someterla a sus caprichos y convertirla en el mundo del espectáculo en su gallina de los huevos de oro.

Julia Pastrana, a diferencia de Lady Olga Roderick -nombres artísticos de la estadounidense Jane Barnell, que filmó películas, se casó tres veces y dio a luz dos niños-, tuvo una vida más dura y trágica, no sólo porque fue una madre desafortunada, que perdió a su hijo apenas éste nació, sino también porque tuvo un esposo que, además de ser un empresario inescrupuloso, se acostumbró a vivir a costa de sus barbas. Julia Pastrana tampoco compartió la suerte de otras mujeres barbudas, quienes exhibieron su pilosidad para costear sus estudios universitarios, hasta el día en que cogieron los enseres de afeitar, se miraron en el espejo y se quitaron la barba como si volvieran a nacer. Algunas incluso contrajeron  matrimonio con hombres menores que ellas y luego desaparecieron del mapa, no sin antes pedirles a los curiosos y las curiosas que les dejen vivir en paz a las mujeres peludas.


Como en todo tema concerniente a la naturaleza humana, cabe preguntase: ¿Qué hubiera dicho Charles Darwin al ver a Jennifer Miller sentada como está delante de su fotógrafa? Lo más probable es que primero hubiera quedado maravillado al comprobar que su teoría evolucionista es acertada y que esta mujer, con densa barba masculina y mirada penetrante, se sitúa a medio camino entre el homo erectus y el homo sapiens, o, quizás, hubiera dicho que es la perfecta réplica del eslabón perdido.

Las demás respuestas las dejamos al libre albedrio de los espectadores, quienes dirán, probablemente frunciendo el ceño, que esta fascinante fotografía no es más lacerante que los autorretratos de Frida Kalho ni más espectacular que las fotografías de Lady Olga Roderick, cuya barba, que empezó a crecerle a los dos años de edad, llegó a medir 31 centímetros en su vida adulta; lo que implica que esta artista del espectáculo y el celuloide alcanzó la fama gracias a su barba, que era más larga y tupida que la del perverso Grigori Rasputín, alías el Monje Loco.

Jennifer Miller, nacida en 1961, es hija de padres judíos, escritora y profesora. En el mundo circense es conocida como malabarista y traga fuego. En su carrera como artista, que duró más de 20 años, se ha presentado con numerosos coreógrafos y bailarines. Fue co-fundadora del grupo de performance político Circo Amok en 1989. Es ampliamente reconocida por su trabajo y obtuvo los premios Obie, Bessie, BAX 10 y, recientemente, el premio Eichelberger. Ha enseñado en varias universidades, como en la UCLA, Cal Arts, Scripps College y, actualmente, imparte clases en el Instituto Pratt en Brooklyn, Nueva York.

Ahora que sabemos algo más sobre la vida de Jennifer Miller, nos damos cuenta de que es una profesional como cualquier otra en una sociedad moderna, pero en su caso da lo mismo que sea educadora, economista, abogada, periodista o ginecóloga, ya que ella, con título profesional o sin él, seguirá siendo la misma: La mujer barbuda. Desconozco cuál es su estado civil, pero da lo mismo que sea soltera, casada o la preferencia sexual que tenga a la hora de elegir una pareja, ya que ella seguirá siendo la misma que se muestra en la fotografía: La mujer barbuda.

El retrato desnudo de Jennifer Miller es la mejor parábola de una realidad que, a pesar de los prejuicios y el rechazo de los puritanos, pugna por salir de la oscuridad, del anonimato y la vergüenza, para mostrarse desnuda ante las pantallas y luces de las cámaras fotográficas, sin otra ilusión que la de demostrar que el hirsutismo en una mujer es también sinónimo de belleza y un poderoso atributo erótico para quienes viven obsesionados por la abundante pilosidad de las mujeres que, a fuerza de resistir a los embates de la estética moderna de la femineidad, optan por conservar su naturaleza y dar las espaldas a los tortuosos métodos de depilación. 

sábado, 8 de octubre de 2016


TANIA, LA GUERRILLERA INOLVIDABLE

Cuando Tamara Bunker (Tania) llegó a Bolivia en noviembre de 1964, con el nombre de Laura Gutiérrez, de nacionalidad argentina y profesión etnóloga, en la frontera andina se le anticipó un viento que hablaba la lengua aymara.

Tania vivió en La Paz dando la apariencia de ser una persona pudiente y, valiéndose de su vasta cultura e inteligencia, empezó a hilar amistad con personalidades afines a la cúpula del gobierno. Así, camuflada, se mantuvo por mucho tiempo, sin que nadie sospechara de ella, ni siquiera los presidentes René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia, junto a quienes emerge su imagen en una fotografía captada durante una concentración campesina.

Al iniciar la fase de preparación y organización de la lucha armada, Tania era ya un engranaje indispensable en el desarrollo del trabajo urbano de la guerrilla, aunque la idea general de su utilización por el Che –recuerda Harry Villegas (Pombo)– no era de que participara directamente en la ejecución de acciones, sino que, dadas las posibilidades de conexiones en las altas esferas gubernamentales y dentro de los medios donde se podía obtener algún tipo de información estratégica y de importancia táctica, dedicarla abiertamente a este tipo de tarea y mantenerla como reserva, desde el punto de vista operativo, que en un momento determinado fuera necesario utilizar a una persona que no fuese sospechosa, contándose con alguien confiable para poder realizar el ocultamiento de algunos compañeros e incluso la recepción de algún mensajero que viniese con algo extremadamente importante.

En diciembre de 1966, en vísperas de Año Nuevo, Tania y Mario Monje llegaron al campamento guerrillero, donde los esperaba el Che. Su llegada fue un verdadero júbilo para todos, no sólo porque la conocían desde Cuba, sino también porque llevó consigo grabaciones de música latinoamericana.

En esa ocasión, el Che habló primero con Tania y después con Monje. A Tania le dio la instrucción de viajar a Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami, y citarlos al campamento. A Monje, que pretendía detentar el mando supremo de la lucha armada, le dijo: la dirección de la guerrilla la tengo yo y en esto no admito ambigüedades, porque tengo una experiencia militar que tú no tienes. A lo que Monje contestó: mientras la guerrilla se desarrolle en Bolivia, el mando absoluto lo debo tener yo (...) Ahora si la lucha se efectuara en Argentina, estoy dispuesto a ir contigo aunque no más fuera para cargarte la mochila.

Apenas Tania cumplió su misión, sorteando los diversos obstáculos, retornó acompañada, entre otros, de Ciro Bustos (sobreviviente de la guerrilla de Salta). Y desacatando las instrucciones del Che, quien la ordenó no regresar a Camiri porque corría el riesgo de ser detectada, condujo en su jeep a Régis Debray, Ciro Bustos y otros, a la Casa de Calamina en Ñancahuazú.

Éste fue su tercer y último viaje a la base guerrillera, puesto que a partir de entonces se incorporaría a la lucha armada. Es decir, a compartir con sus compañeros todo cuanto aprendió en Cuba. El Che, considerándola una combatiente más, le entregó un fusil M-1.

Su adaptación al medio geográfico fue asombrosamente rápida, a pesar del terreno abrupto. Había momentos en que hubo que colgarse por sogas –dice Pombo–, en que hubo que gatear, prácticamente, arañando sobre las rocas, y podemos decir con toda sinceridad que Tania lo hizo en muchísimos casos con más efectividad que algunos compañeros, que, siendo hombres, tampoco estaban adaptados a este tipo de condiciones de vida.

No obstante, meses después, debido a su delicado estado de salud, el Che la dejó en el grupo de la retaguardia, donde habían algunos elementos considerados resacas, y donde el valor estoico de Tania sirvió de ejemplo a varios de sus compañeros, junto a quienes, cuatro meses más tarde, caería acribillada en la emboscada de Vado del Yeso.


A fines de agosto de 1967, la tropa guerrillera, comandada por Vilo Acuña Núñez (Joaquín), salió al Río Grande y, orillándolo, llegó al cabo de una jornada a la casa de Honorato Rojas, de quien, meses antes, dijo el Che: El campesino está dentro del tipo; capaz de ayudarnos, pero incapaz de prever los peligros que acarrea y por ello potencialmente peligroso.

Cuando la retaguardia contactó a rojas, nadie pensó que la delación de este cobarde los arrojaría bajo el fuego enemigo. En efecto, el día en que fue apresado junto a otros campesinos, se comprometió a colaborar con las tropas del regimiento Manchego 12 de Infantería.

Por la noche, los guerrilleros durmieron en la casa del campesino y, al despuntar el alba, se retiraron, previo al acuerdo de que al día siguiente los guiaría, por un paso corto, hacia el Vado del Yeso.

Esa misma noche, una compañía de soldados, dirigida por el capitán Mario Vargas, marchó en dirección al Masicuri Bajo. Al otro día, el jefe del destacamento discutió los últimos detalles del plan con Rojas. Usted haga lo que los guerrilleros le han pedido –le dijo–. Pero hágalos cruzar el Vado exactamente donde yo le diga y no más tarde de las tres.

El 31 de agosto, a la hora convenida, los guerrilleros se encontraron con el campesino, quien les guió un trecho y les indicó el Vado. De súbito, la columna guerrillera hizo un alto y el teniente Israel Reyes (Braulio), como presintiendo el holocausto anunciado, dijo: Hay muchas pisadas por este lugar. El campesino, dubitativo, contestó: Son mis hijos vigilando a los chanchos.

Los guerrilleros caminaron un trecho y, antes de que el sol declinara a su ocaso, el campesino se despidió dándoles la mano. Luego se alejó sin volver la mirada, mientras su camisa blanca servía como señal a los soldados agazapados en las márgenes del río, prestos a presionar el dedo en el gatillo.

El capitán Vargas, al detectar a los guerrilleros entre los árboles que sombreaban el sendero, levantó los prismáticos a la altura de sus ojos y divisó la imagen física de Tania; era una mujer blanca en medio de la estepa verde, delgada por las privaciones de la lucha. Llevaba pantalones moteados, botines de soldado, blusa desteñida, mochila y fusil al hombro.

La distancia entre las tropas se hizo cada vez más corta. Braulio se internó en la emboscada y los soldados apuntaron sus armas contra los guerrilleros.

Braulio fue el primero en sentir el roce tibio del agua. Volteó la cabeza y, machete en mano, ordenó cruzar el río. Tania avanzaba en la retaguardia, antecedida por un guerrillero boliviano a quien el Che lo llamó resaca. Cuando se hubieron sumergido en el agua -excepto José Castillo-, con la mochila pesada y sosteniendo el arma sobre la cabeza, el capitán Mario Vargas impartió la orden de abrir fuego.

Los tiros vibraron como alambres tensos y, en medio de un torbellino de agua y cuerpos, los combatientes fueron cayendo en ademanes de fuga. Quienes no murieron en la primera descarga, se dejaron arrastrar por la corriente o se zambulleron. Braulio, haciendo ágiles contorsiones, disparó contra un soldado que estaba en el flanco, mientras los otros fallecían dando tiros en el aire. Tania intentó manipular su fusil con destreza, pero una bala le atravesó el pulmón y la tendió sobre el remanso.

Entre las ropas chamuscadas, la sangre y los cadáveres, quedaron dos prisioneros y otro que se escabulló en la maleza, hasta que una patrulla de rastrillaje dio con él y lo acribilló en el acto.

Al cabo de la masacre, los soldados, que disparaban todavía contra todo bulto que flotaba en el agua, no dieron con el cadáver de Tania. El médico José Cabrera Flores (Negro), al verla herida, quiere salvarla y se deja arrastrar por la corriente. El médico sale a la orilla arrastrando el cuerpo de la guerrillera. Verifica que está muerta, abandona el cadáver y vaga por los senderos, hasta que lo encuentran por el rastreo de los perros. El médico es asesinado por el sanitario de la patrulla que lo capturó.

Los soldados prosiguen la búsqueda de Tania y, a los siete días, encuentran su cadáver en la orilla. Se encontró también la mochila, con algo que tanto quiso a lo largo de su vida: la música latinoamericana.

Concluida la misión, los soldados inician su marcha hacia Vallegrande, con los cuerpos de los guerrilleros atados a largas ramas.

El capitán Mario Vargas es condecorado con galones y promovido a Mayor de ejército por su fulgurante carrera militar y, al mismo tiempo, es víctima de trastornos psíquicos y pesadillas angustiosas, en las que ve a Tania incorporándose con el fusil en alto, dispuesta a vengar su muerte.

Bibliografía consultada

Guevara, Ernesto-Che: Obras 1957-1967. I. La acción armada. Ed. François Maspéro, París, 1970.
Lara, Jesús: Guerrillero Inti. Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1971.
Peredo-Leigue, Guido-Inti: Mi campaña junto al Che. Ed. Siglo XXI, México, 1979.
Rojas, Martha. Rodríguez, Mirta: Tania, la guerrillera inolvidable. Ed. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974. 

A PROPÓSITO DE CUENTOS DE LA MINA

Cierto día, como todo escritor pegado a las nuevas tecnologías de comunicación, recibí un E-mail de la amiga Elisa, quien me manifestaba, a través de su breve y cordial mensaje remitido desde Francia, su interés por adquirir mi libro Cuentos de la mina. Yo le pasé los datos de la editorial cochabambina Kipus y le sugerí que les escribiera directamente, solicitándoles un ejemplar del mencionado libro.

Así lo hizo. Al cabo de un tiempo, volvió a escribir para comentarme que Cuentos de la mina le llegó por correo y sin problemas. Lo interesante de su mensaje era que éste venía acompañado de un archivo adjunto, con una fotografía que ella tomó el día que recibió el sobre membretado por la editorial.

En el mismo mensaje, como cosa curiosa, me pedía que, por favor, le enviara una dedicatoria con mi firma, para pegarla en la primera página del libro, porque, según me decía, una vez que ella lo leyera, tenía pensado regalárselo a un querido amigo, con quien compartía sus inquietudes de mujer dedicada a las artes musicales.

Desde luego que ese pedido, aun siendo muy honroso para un autor, no me pareció una brillante idea; primero, porque yo tenía que escanear mi firma y, segundo, porque una vez pegada en el libro no se vería nada presentable. Así que desistí a su pedido y le agradecí por haber comprado el libro, que tuvo que atravesar el charco para llegar hasta sus manos.
   
Al margen de esta anécdota, lo interesante es constatar que este libro es el que más lectores me ha ganado fuera de Bolivia. No es casual que esté traducido a otros idiomas y que al Tío de la mina me lo imagine hablando en otras lenguas distintas a las que él domina en su propio contexto sociocultural. Pues una cosa es leer el título del libro en la lengua original, Cuentos de la mina, y otra muy diferente leer en italiano (Racconti dalla miniera), en alemán (Die Legende vom Tio), en francés (Contes de la Mine) o en sueco (Djävulen i gruvan).

Está claro que el Tío de la mina, protagonista principal del libro, es un ser mitológico capaz de transgredir las fronteras nacionales, las vallas culturales, sociales, raciales y lingüísticas. Es, pues, un personaje fascinante que expresa de manera viva el subconsciente de los mineros. Si leemos los textos psicoanalíticos de Freud, Jung o Fromm, encontraremos, sin lugar a dudas, análisis explicativos de que los seres humanos encarnamos un ángel y un demonio que habita en nuestro fuero interno. Y son estos dos elementos que me han motiva a describirlo al Tío de manera ambigua, con dos espíritus que conviven dentro de un mismo cuerpo, como si se tratara de un ser humano que abriga en su interior tanto la bondad como la maldad.

El Tío (Huari o Supay), que es una deidad venerada por los trabajadores en el interior de la mina -por ser el dueño de los yacimientos minerales y el protector de las familias mineras-, asomó en mi vida desde mi más tierna infancia. De modo que cuando empecé a cultivar el cuento como género literario, me asaltó la idea de convertir al Tío en un personaje vital de mi obra literaria, ya que su imagen demoniaca, junto a sus aventuras y desventuras, retozaba en mi memoria ávida de salir a la luz como el obrero después de permanecer durante horas en las oscuras galerías. Escribir sobre el Tío de la mina ha sido una manera de recrear el mundo mágico de los mineros, pero también una forma de liberarme de mis fantasmas del pasado, como si hubiese querido arrancarme del alma una espinita que me atormentaba desde la infancia.

Ahora que el Tío se mueve con sus propios pies y habla con voz propia, como todo ser hecho de carne y hueso, me da la enorme satisfacción de que me haya elegido como a su escribano, como al compañero de sus travesías y como al amigo de sus aventuras. Sin el Tío de la mina hubiera sido más difícil que mi obra literatura fuese solicitada desde allende los mares y despertara el interés de los lectores que me escriben desde los más diversos países.

RELECTURA DE EL PODER Y LA CAÍDA

Releer las obras de Sergio Almaraz Paz, nacido en Cochabamba en 1928  y muerto en La Paz en 1968, es una forma de adentrarse en los vericuetos de la política nacional de la primera mitad del siglo XX, siguiendo el agudo análisis socioeconómico realizado por una de las mentes más brillantes de la intelectualidad boliviana.

El poder y la caída, escrito con frases breves y elegantes, y un estilo poco frecuente entre los ensayistas de temas históricos, económicos y sociales, es un magnífico documento para conocer  de cerca los entretelones, causas y consecuencias, de la formación de la industria minera, la estructuración sangrienta del Estado moderno bajo el control de la rosca minero-feudal y el ascenso al poder del Movimiento Nacionalista Revolucionario en abril de 1952.

El libro revela los tejemanejes de la política entreguista de los tres grandes magnates de la minería, que tuvieron en sus manos el control de la industria nacional y, por lo tanto, el destino del país. El autor, cuya ideología estaba entroncada en las corrientes de izquierda nacidas después de la Guerra del Chaco, hace hincapié en los procesos históricos a través de los cuales una fuerza económica se transforma en fuerza política. Y cómo, a su vez, este poder político contribuye a la formación de una conciencia nacional, que se ve reflejada en las organizaciones naturales del proletariado minero, que desde un principio entendió que el camino de los intereses privados de los barones del estaño estaba cruzado con el de los intereses de la nación oprimida.

La revolución protagonizada por obreros y campesinos, aparte de confirmar la importancia de su rol histórico, rompe con los privilegios de la rosca minero-feudal, que levantaba palacios para una dinastía familiar en tierras bolivianas, mientras sus asesores gringos, ingleses y norteamericanos les inducían a invertir sus millones en otras empresas extranjeras, motivados por el típico pensamiento capitalista de reproducir sus ganancias con ganancias, así sea a costa de explotar despiadadamente la fuerza de trabajo de los más pobres en los países pobres.

Sergio Almaraz afirma que la nacionalización de las minas fue un triunfo de esos hombres que cambiaron el arado feudal por la máquina perforadora, la dinamita por el fusil, con la esperanza de estatizar los recursos naturales. Sin embargo, el gobierno del MNR, que destruyó la estructura del poder oligárquico de los barones del estaño, cumplió las tareas revolucionarias a medias, no sólo porque concedió una indemnización a quienes usufructuaron los recursos naturales del país durante décadas, acumulando un caudal de riquezas a costa del sacrificio de los trabajadores, sino también porque no logró que la industria minera se desarrollara al margen de la influencia de los empréstitos ingleses y norteamericanos, y mucho menos que las minas pasaran a manos de los mineros, aunque ellos fueron los principales protagonistas de la revolución de abril, los impulsores de la creación de la COMIBOL y los titanes que horadaban los socavones en los cerros de Oruro y Potosí.

En El poder y la caída se reproducen algunas de las cartas de los actores principales de la economía nacional, que pusieron a sus pies a los gobiernos títeres de turno, quienes, presionados por los intereses de  los barones del estaño y los consorcios imperialistas, ejecutaron las masacres de Uncía (1923) y Catavi (1942), donde la efervescencia revolucionaria de los mineros se haría sentir con todo su furor ideológico, a través de sus documentos políticos como la Tesis de Pulacayo (1946), en cuyas páginas se planteaban sus reivindicaciones socioeconómicas, que atentaban contra los intereres privados de los empresarios mineros, que no cesaban de succionar las riquezas naturales junto a los consorcios transnacionales

Queda claro que los magnates del estaño, Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Félix Avelino Aramayo, integraron la economía nacional al mercado capitalista mundial, sin advertir que el imperialismo nos convertiría en una simple colonia entre sus garras, incluso la población minera de Catavi estaba más cerca de Londres que de La Paz. Es decir, los empresarios mineros se empeñaron más en fortalecer la política extraccionista del imperialismo, que en crear y potenciar una industria nacional.


Sergio Almaraz, a tiempo de describir el poder y la caída de los magnates mineros, rescata del olvido a otros tres pioneros en el ámbito de la metalurgia del estaño: el profesor y banquero José Núñez Rosales, el ingeniero siderurgista Jorge Zalesky y el empresario Mariano Peró, cuya estrategia para el manejo de los recursos minerales fue aprovechado por los gobiernos militares nacionalistas.

No se puede negar que Sergio Almaraz, motivado por su formación ideológica proclive al marxismo, tenía un auténtico interés por la problemática de los trabajadores del subsuelo. De ahí que el segundo ensayo de su libro Réquiem para una república (1969), intitulado Los cementerios mineros, está dedicado, con prosa límpida y vibrante, al proletariado de las minas; un sector social con una larga historia de explotación en las áridas montañas del macizo andino, donde las riquezas minerales contrastan diametralmente con la pobreza y el subdesarrollo económico de los campamentos mineros.

El autor presenta varias citas a lo largo del libro, pero no menciona las fuentes y, a diferencia de los ensayistas acostumbrados a mencionar los documentos consultados, carece de una rigurosa bibliografía, aunque pienso que estos desaciertos, que no son muchos pero sustanciales, hubieran sido superados si la muerte no lo alcanzaba en el apogeo de su vida literaria y a los escasos 39 años de edad. Él mismo, que estaba consciente de estos vacíos, no dudó en reconocerlo en la nota de aclaración que se insertó en la edición del libro en 1969: El poder y la caída no es un trabajo completo y su condición será mejor apreciada como una tentativa de interpretación de la estructura del poder en Bolivia. Aun así hay vacíos que se dejan advertir.

El poder y la caída, a pesar de los desaciertos y vacíos, no deja de ser un libro esclarecedor en torno a los mecanismos dinámicos que convirtieron a los magnates mineros en una fuerza política con poder de decisión sobre Bolivia, y Sergio Almaraz, aun habiendo sido militante pirista y disidente comunista, no dejó de ser un brillante analista de la realidad nacional de la primera mitad del siglo XX, con una honestidad intelectual avalada por Marcelo Quiroga Santa Cruz y René Zavaleta Mercado, entre otros.