sábado, 15 de octubre de 2016


LAS PARÁBOLAS DEL HIRSUTISMO

Esta mujer, que se muestra desnuda y sentada en una silla, responde al nombre de Jennifer Miller. La fotografía, por las características del piso y el tapete en la pared, parece haber sido captada en la habitación de una casa cualquiera. Sin embargo, así el escenario no parezca el estudio de una fotógrafa profesional, detrás de la cámara estuvo la afamada Annie Leiboviz, quien, fusionando su talento artístico con la magia de la cámara oscura, convierte sus retratos en verdaderas obras de arte.

Mientras contemplo esta fotografía, cuya imagen principal me atrae erizándome los vellos de la piel, recuerdo las palabras de mi abuelo, quien solía decir que las mujeres de bigotes y patillas eran más machas que los machos de pelo en pecho, y que las mujeres que se rapaban los cabellos y se depilaban el cuerpo eran no sólo como las peladas crías de una rata, sino que se parecían al Sansón traicionado, quien perdió su belleza y su descomunal fuerza una vez que Dalila le cortó las siete trenzas de su abundante cabellera.

Con el transcurso de los años, comprendí que las mujeres de nuestros días, a diferencia de las opiniones vertidas por mi abuelo, sueñan con ser la otra cara de la moneda de la pilosa. No en vano una amiga chilena, que se salvó del martirio de depilarse los brazos y las piernas cada cierto tiempo, me confesó sacando pecho y con mucho orgullo: Soy la envidia de la mayoría de las mujeres, porque soy como 'teta de monja'. Mis hijas y nietas lloran por tener mis piernas y... bueno, así son las cosas. Mi madre era también pelada como yo.

El retrato de Jennifer Miller, aparte de reflejar el espíritu irreverente de la artista, desnuda a una mujer madura y segura de sí misma; tiene los cabellos arremolinados sobre la espalda, la mirada penetrante debajo de las espesas cejas que se juntan en el naciente de una nariz algo alargada y aguileña. Por el modo como está sentada, con el brazo derecho apoyado sobre el respaldo de la silla, deja al descubierto una peluda axila, unos senos aureolados por pezones rosados y una mano caída sobre el muslo izquierdo. El hirsutismo es evidente en sus piernas y su vientre, y la topografía del vello púbico, en lugar de ser triangular y estar concentrado sólo en la región genital, como en el caso de la mayoría de las mujeres, adopta una forma asimétrica, cubriéndole la blanca piel desde las entrepiernas hasta el ombligo.

Aunque sus bigotes son algo ralos, es dueña de una barba que le concede una apariencia masculina; un aspecto que muchos hombres hubiesen querido tener para verse más varoniles, pues no es casual que algunos de ellos, que por razones genéticas nacieron condenados a ser imberbes de por vida, no dejan de sentirse acomplejados ante quienes depositan todo el furor de su personalidad en una imponente barba que les cae sobre el pecho como cascada de oro negro.

Tampoco es raro encontrarse a quienes hicieron todo lo posible, valiéndose de todos los medios y recetas, para tener una barba que fuera la envidia de los carilampiños. Confieso que yo mismo, cuando era un púber imberbe, seguí fielmente los consejos de un tío mío, quien me aconsejó que debía untarme la cara con grasa de autos o sudor de pecho, si quería tener una hermosa barba como la que lucía él como los actores de cine. Además, si me untaba con el mismo sudor y la misma grasa todo el cuerpo, al menos una vez a la semana, llegaría a crecerme  también abundante vello en las extremidades, el tórax, abdomen y pubis.

Yo cumplí a pie juntillas con sus consejos, me unté la cara y el cuerpo con sudor de pecho y grasa de autos, hasta la noche en que mi abuela, al ver la almohada manchada de grasa, me levantó de un grito y preguntó: ¿Qué te pusiste a la cara? ¡Mira como dejaste la almohada! Yo me restregué los ojos, levanté la cabeza y, todavía medio dormido, le contesté: Me puse grasa de auto. ¡Qué!, dijo ella más enfadada que sorprendida. Luego, acercándose muy cerca de mis ojos, inquirió: ¿Y para qué? Para que me crezca barba, le contesté.

No sé si estoy en lo correcto, pero si Jennifer Miller se dejó crecer la barba es porque alguien le contó el mito de que afeitarse el vello hacía que aumente de calibre; un miedo que a las mujeres les angustia tanto como asistir a una clínica dental, levantar una araña cuando tienen fobia a las alimañas o enfrentarse solas al espectro de un monstruo escondido debajo de la cama. Desde luego que ese mito no es cierto, porque si lo fuera, los varones nonagenarios, que se afeitan desde que les brota el primer pelo en el mentón o la mejilla, en lugar de tener barba normal, presentarían un bosque de pelos gigantes, gruesos como el tronco de los árboles.

Lo único cierto es que los antiguos circos, con sus fenómenos naturales y sus monstruos, eran la atracción de los niños que querían escapar del control de los adultos para ver, más que a los payasos y bellas contorsionistas, a la mujer barbuda que era mostrada al público como una fiera enjaulada, aun a riesgo de que esta visión impactante se les metiera en los sueños transformándose en estremecedoras pesadillas, donde se veían como niños en los brazos de una madre orangután, amamantándoles con su teta peluda, mientras ellos intentaban retirar los labios del robusto pezón a través del cual, en la etapa oral de su vida, entraban en contacto con su mundo cognitivo.


Este prodigio peludo, aparte de nuestra modelo Jennifer Miller, tuvo una mártir hirsuta. Se llamaba Julia Pastrana, nació en México en 1834 y se convirtió en una atracción circense desde los veinte años. Los primeros científicos en auscultarla coincidieron en que su origen sólo podía ser resultado del doloroso encuentro entre un mono y una humana. Era hirsuta de los pies a la cabeza y tenía un defecto congénito en la mandíbula, encías protuberantes plenas de excrecencias y doble fila de dientes en la mandíbula.

Cuando la exhibieron en los Estados Unidos, el médico neoyorquino Alexander B. Mott trató su caso y opinó: Es uno de los más extraordinarios seres de los tiempos recientes, un híbrido entre humano y orangután. En tanto otro norteamericano, Theodore Lent, empresario artístico de oscuras intenciones y vergüenza modélica del género, se casó con la mujer barbuda en 1864, con la intención de someterla a sus caprichos y convertirla en el mundo del espectáculo en su gallina de los huevos de oro.

Julia Pastrana, a diferencia de Lady Olga Roderick -nombres artísticos de la estadounidense Jane Barnell, que filmó películas, se casó tres veces y dio a luz dos niños-, tuvo una vida más dura y trágica, no sólo porque fue una madre desafortunada, que perdió a su hijo apenas éste nació, sino también porque tuvo un esposo que, además de ser un empresario inescrupuloso, se acostumbró a vivir a costa de sus barbas. Julia Pastrana tampoco compartió la suerte de otras mujeres barbudas, quienes exhibieron su pilosidad para costear sus estudios universitarios, hasta el día en que cogieron los enseres de afeitar, se miraron en el espejo y se quitaron la barba como si volvieran a nacer. Algunas incluso contrajeron  matrimonio con hombres menores que ellas y luego desaparecieron del mapa, no sin antes pedirles a los curiosos y las curiosas que les dejen vivir en paz a las mujeres peludas.


Como en todo tema concerniente a la naturaleza humana, cabe preguntase: ¿Qué hubiera dicho Charles Darwin al ver a Jennifer Miller sentada como está delante de su fotógrafa? Lo más probable es que primero hubiera quedado maravillado al comprobar que su teoría evolucionista es acertada y que esta mujer, con densa barba masculina y mirada penetrante, se sitúa a medio camino entre el homo erectus y el homo sapiens, o, quizás, hubiera dicho que es la perfecta réplica del eslabón perdido.

Las demás respuestas las dejamos al libre albedrio de los espectadores, quienes dirán, probablemente frunciendo el ceño, que esta fascinante fotografía no es más lacerante que los autorretratos de Frida Kalho ni más espectacular que las fotografías de Lady Olga Roderick, cuya barba, que empezó a crecerle a los dos años de edad, llegó a medir 31 centímetros en su vida adulta; lo que implica que esta artista del espectáculo y el celuloide alcanzó la fama gracias a su barba, que era más larga y tupida que la del perverso Grigori Rasputín, alías el Monje Loco.

Jennifer Miller, nacida en 1961, es hija de padres judíos, escritora y profesora. En el mundo circense es conocida como malabarista y traga fuego. En su carrera como artista, que duró más de 20 años, se ha presentado con numerosos coreógrafos y bailarines. Fue co-fundadora del grupo de performance político Circo Amok en 1989. Es ampliamente reconocida por su trabajo y obtuvo los premios Obie, Bessie, BAX 10 y, recientemente, el premio Eichelberger. Ha enseñado en varias universidades, como en la UCLA, Cal Arts, Scripps College y, actualmente, imparte clases en el Instituto Pratt en Brooklyn, Nueva York.

Ahora que sabemos algo más sobre la vida de Jennifer Miller, nos damos cuenta de que es una profesional como cualquier otra en una sociedad moderna, pero en su caso da lo mismo que sea educadora, economista, abogada, periodista o ginecóloga, ya que ella, con título profesional o sin él, seguirá siendo la misma: La mujer barbuda. Desconozco cuál es su estado civil, pero da lo mismo que sea soltera, casada o la preferencia sexual que tenga a la hora de elegir una pareja, ya que ella seguirá siendo la misma que se muestra en la fotografía: La mujer barbuda.

El retrato desnudo de Jennifer Miller es la mejor parábola de una realidad que, a pesar de los prejuicios y el rechazo de los puritanos, pugna por salir de la oscuridad, del anonimato y la vergüenza, para mostrarse desnuda ante las pantallas y luces de las cámaras fotográficas, sin otra ilusión que la de demostrar que el hirsutismo en una mujer es también sinónimo de belleza y un poderoso atributo erótico para quienes viven obsesionados por la abundante pilosidad de las mujeres que, a fuerza de resistir a los embates de la estética moderna de la femineidad, optan por conservar su naturaleza y dar las espaldas a los tortuosos métodos de depilación. 

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