LAS PARÁBOLAS DEL HIRSUTISMO
Esta mujer, que se muestra desnuda y sentada en una silla, responde al
nombre de Jennifer Miller. La fotografía, por las características del piso y el
tapete en la pared, parece haber sido captada en la habitación de una casa cualquiera.
Sin embargo, así el escenario no parezca el estudio de una fotógrafa
profesional, detrás de la cámara estuvo la afamada Annie Leiboviz, quien, fusionando
su talento artístico con la magia de la cámara oscura, convierte sus retratos
en verdaderas obras de arte.
Mientras contemplo
esta fotografía, cuya imagen principal me atrae erizándome los vellos de la
piel, recuerdo las palabras de mi abuelo, quien solía decir que las mujeres de
bigotes y patillas eran más machas que los machos de pelo en pecho, y que las mujeres
que se rapaban los cabellos y se depilaban el cuerpo eran no sólo como las
peladas crías de una rata, sino que se parecían al Sansón traicionado, quien perdió
su belleza y su descomunal fuerza una vez que Dalila le cortó las siete trenzas
de su abundante cabellera.
Con el transcurso de
los años, comprendí que las mujeres de nuestros días, a diferencia de las
opiniones vertidas por mi abuelo, sueñan con ser la otra cara de la moneda de
la pilosa. No en vano una amiga chilena, que se salvó del martirio de depilarse
los brazos y las piernas cada cierto tiempo, me confesó sacando pecho y con
mucho orgullo: Soy la envidia de la
mayoría de las mujeres, porque soy como 'teta de monja'. Mis hijas y nietas
lloran por tener mis piernas y... bueno, así son las cosas. Mi madre era
también pelada como yo.
El retrato de Jennifer
Miller, aparte de reflejar el espíritu irreverente de la artista, desnuda a una
mujer madura y segura de sí misma; tiene los cabellos arremolinados sobre la
espalda, la mirada penetrante debajo de las espesas cejas que se juntan en el
naciente de una nariz algo alargada y aguileña. Por el modo como está sentada,
con el brazo derecho apoyado sobre el respaldo de la silla, deja al descubierto
una peluda axila, unos senos aureolados por pezones rosados y una mano caída
sobre el muslo izquierdo. El hirsutismo es evidente en sus piernas y su
vientre, y la topografía del vello púbico, en lugar de ser triangular y estar
concentrado sólo en la región genital, como en el caso de la mayoría de las
mujeres, adopta una forma asimétrica, cubriéndole la blanca piel desde las
entrepiernas hasta el ombligo.
Aunque sus bigotes son
algo ralos, es dueña de una barba que le concede una apariencia masculina; un
aspecto que muchos hombres hubiesen querido tener para verse más varoniles,
pues no es casual que algunos de ellos, que por razones genéticas nacieron
condenados a ser imberbes de por vida, no dejan de sentirse acomplejados ante quienes
depositan todo el furor de su personalidad en una imponente barba que les cae
sobre el pecho como cascada de oro negro.
Tampoco es raro
encontrarse a quienes hicieron todo lo posible, valiéndose de todos los medios
y recetas, para tener una barba que fuera la envidia de los carilampiños.
Confieso que yo mismo, cuando era un púber imberbe, seguí fielmente los
consejos de un tío mío, quien me aconsejó que debía untarme la cara con grasa de
autos o sudor de pecho, si quería tener una hermosa barba como la que lucía él como
los actores de cine. Además, si me untaba con el mismo sudor y la misma grasa
todo el cuerpo, al menos una vez a la semana, llegaría a crecerme también abundante vello en las extremidades, el
tórax, abdomen y pubis.
Yo cumplí a pie juntillas
con sus consejos, me unté la cara y el cuerpo con sudor de pecho y grasa de autos,
hasta la noche en que mi abuela, al ver la almohada manchada de grasa, me levantó
de un grito y preguntó: ¿Qué te pusiste a
la cara? ¡Mira como dejaste la almohada! Yo me restregué los ojos, levanté
la cabeza y, todavía medio dormido, le contesté: Me puse grasa de auto. ¡Qué!,
dijo ella más enfadada que sorprendida. Luego, acercándose muy cerca de mis
ojos, inquirió: ¿Y para qué? Para que me crezca barba, le contesté.
No sé si estoy en lo
correcto, pero si Jennifer Miller se dejó crecer la barba es porque alguien le
contó el mito de que afeitarse el vello hacía que aumente de calibre; un miedo
que a las mujeres les angustia tanto como asistir a una clínica dental, levantar
una araña cuando tienen fobia a las alimañas o enfrentarse solas al espectro de
un monstruo escondido debajo de la cama. Desde luego que ese mito no es cierto,
porque si lo fuera, los varones nonagenarios, que se afeitan desde que les
brota el primer pelo en el mentón o la mejilla, en lugar de tener barba normal,
presentarían un bosque de pelos gigantes, gruesos como el tronco de los árboles.
Lo único cierto es que los
antiguos circos, con sus fenómenos
naturales y sus monstruos, eran la atracción de los niños que querían
escapar del control de los adultos para ver, más que a los payasos y bellas
contorsionistas, a la mujer barbuda que era mostrada al público como una fiera
enjaulada, aun a riesgo de que esta visión impactante se les metiera en los
sueños transformándose en estremecedoras pesadillas, donde se veían como niños
en los brazos de una madre orangután, amamantándoles con su teta peluda,
mientras ellos intentaban retirar los labios del robusto pezón a través del cual,
en la etapa oral de su vida, entraban en contacto con su mundo cognitivo.
Este prodigio peludo,
aparte de nuestra modelo Jennifer Miller, tuvo una mártir hirsuta. Se llamaba
Julia Pastrana, nació en México en 1834 y se convirtió en una atracción
circense desde los veinte años. Los primeros científicos en auscultarla
coincidieron en que su origen sólo podía ser resultado del doloroso encuentro
entre un mono y una humana. Era hirsuta de los pies a la cabeza y tenía un defecto
congénito en la mandíbula, encías protuberantes plenas de excrecencias y doble
fila de dientes en la mandíbula.
Cuando la exhibieron
en los Estados Unidos, el médico neoyorquino Alexander B. Mott trató su caso y
opinó: Es uno de los más extraordinarios seres de los tiempos recientes, un
híbrido entre humano y orangután. En
tanto otro norteamericano, Theodore Lent, empresario artístico de oscuras
intenciones y vergüenza modélica del género, se casó con la mujer barbuda en
1864, con la intención de someterla a sus caprichos y convertirla en el mundo
del espectáculo en su gallina de los
huevos de oro.
Julia Pastrana, a
diferencia de Lady Olga Roderick -nombres artísticos de la estadounidense Jane
Barnell, que filmó películas, se casó tres veces y dio a luz dos niños-, tuvo
una vida más dura y trágica, no sólo porque fue una madre desafortunada, que
perdió a su hijo apenas éste nació, sino también porque tuvo un esposo que,
además de ser un empresario inescrupuloso, se acostumbró a vivir a costa de sus
barbas. Julia Pastrana tampoco compartió la suerte de otras mujeres barbudas, quienes exhibieron su pilosidad para costear
sus estudios universitarios, hasta el día en que cogieron los enseres de
afeitar, se miraron en el espejo y se quitaron la barba como si volvieran a
nacer. Algunas incluso contrajeron
matrimonio con hombres menores que ellas y luego desaparecieron del mapa,
no sin antes pedirles a los curiosos y las curiosas que les dejen vivir
en paz a las mujeres peludas.
Como en todo tema concerniente a la naturaleza humana, cabe preguntase: ¿Qué
hubiera dicho Charles Darwin al ver a Jennifer Miller sentada como está delante
de su fotógrafa? Lo más probable es que primero hubiera quedado maravillado al
comprobar que su teoría evolucionista es acertada y que esta mujer, con densa
barba masculina y mirada penetrante, se sitúa a medio camino entre el homo erectus y el homo sapiens, o, quizás, hubiera dicho que es la perfecta réplica
del eslabón perdido.
Las demás respuestas las
dejamos al libre albedrio de los espectadores, quienes dirán, probablemente
frunciendo el ceño, que esta fascinante fotografía no es más lacerante que los
autorretratos de Frida Kalho ni más espectacular que las fotografías de Lady Olga
Roderick, cuya barba, que empezó a crecerle a los dos años de edad, llegó a
medir 31 centímetros en su vida adulta; lo que implica que esta artista del espectáculo
y el celuloide alcanzó la fama gracias a su barba, que era más larga y tupida
que la del perverso Grigori Rasputín, alías el Monje Loco.
Jennifer Miller, nacida en 1961, es hija de padres judíos, escritora y profesora.
En el mundo circense es conocida como malabarista y traga fuego. En su carrera
como artista, que duró más de 20 años, se ha presentado con numerosos
coreógrafos y bailarines. Fue co-fundadora del grupo de performance político
Circo Amok en 1989. Es ampliamente reconocida por su trabajo y obtuvo los
premios Obie, Bessie, BAX 10 y, recientemente, el premio Eichelberger. Ha
enseñado en varias universidades, como en la UCLA, Cal Arts, Scripps College y,
actualmente, imparte clases en el Instituto Pratt en Brooklyn, Nueva York.
Ahora que sabemos algo
más sobre la vida de Jennifer Miller, nos damos cuenta de que es una profesional
como cualquier otra en una sociedad moderna, pero en su caso da lo mismo que
sea educadora, economista, abogada, periodista o ginecóloga, ya que ella, con
título profesional o sin él, seguirá siendo la misma: La mujer barbuda.
Desconozco cuál es su estado civil, pero da lo mismo que sea soltera, casada o
la preferencia sexual que tenga a la hora de elegir una pareja, ya que ella
seguirá siendo la misma que se muestra en la fotografía: La mujer barbuda.
El retrato desnudo de
Jennifer Miller es la mejor parábola de una realidad que, a pesar de los
prejuicios y el rechazo de los puritanos, pugna por salir de la oscuridad, del
anonimato y la vergüenza, para mostrarse desnuda ante las pantallas y luces de
las cámaras fotográficas, sin otra ilusión que la de demostrar que el
hirsutismo en una mujer es también sinónimo de belleza y un poderoso atributo
erótico para quienes viven obsesionados por la abundante pilosidad de las mujeres
que, a fuerza de resistir a los embates de la estética moderna de la femineidad,
optan por conservar su naturaleza y dar las espaldas a los tortuosos métodos de
depilación.
No hay comentarios :
Publicar un comentario