sábado, 20 de agosto de 2016


MINERISMO E INDIGENISMO

En los últimos decenios se ha incrementado la difusión y producción literaria boliviana fuera de las fronteras nacionales. Son varios los autores que tienen obras circulando en el exterior y varios los escritores que escriben o empezaron a escribir en la diáspora. De modo que los autores nacionales, que escriben en los diferentes géneros literarios, están presentes en las librerías y bibliotecas de Europa, Latinoamérica, Asia y Estados Unidos.

Si bien es cierto que en los últimos tiempos ha cambiado el estereotipo de una Bolivia pintoresca y folclórica, con un fuerte arraigo en el mundo indígena, es cierto también que Bolivia no ha dejado de ser un país con peculiaridades propias, que lo diferencian de otros como Chile, Argentina o Uruguay. De ahí que nuestra identidad cultural, acéptese o no, deja su impronta en las diferentes manifestaciones artísticas y culturales impulsadas tanto dentro como fuera del país.

Bolivia, contemplada desde una perspectiva histórica y socioeconómica, ha sido conocida desde siempre como un país minero y campesino; por eso mismo, uno de los ejes temáticos de su literatura que sigue llamando la atención es aquél que está relacionado con el contexto minero y agrario. Por cuanto no es casual que un literato chino me haya comentado que los dos autores bolivianos conocidos entre los lectores chinos eran Augusto Céspedes, que aborda la temática minera en su novela Metal del Diablo, y  Alcides Arguedas, precursor del indigenismo en la literatura latinoamericana, con su novela Raza de bronce.

La realidad de los indios y los mineros siguen siendo temas actuales a través de autores cuyas obras, tanto en prosa como en verso, dignifican la identidad boliviana desde una perspectiva literaria más elaborada estéticamente que en el llamado realismo social del pasado; más todavía, en nuestra literatura se ha concedido desde siempre un importante espacio a la re-creación de temas afines al minerismo e indigenismo, aunque hoy estemos más conscientes de que Bolivia no sólo es una nación andina, sino también amazónica, multicultural y plurilingüe.

Todo esto nos hace suponer que los especialistas en literatura hispanoamericana, salvo raras excepciones, nos ven como a un país minero y campesino; dos realidades sociales que, desde siempre y contrariamente a lo que muchos piensan, han inspirado una abundante creación literaria en Bolivia.

La literatura boliviana más conocida y estudiada en el extranjero es aquella que nos identifica como a país minero y campesino, independientemente de lo que sostengan los urbanistas en La Paz, Cochabamba o Santa Cruz. No es casual que a uno de los críticos más importante de Suecia, como fue Artur Lundkvist, miembro de número de la Academia Sueca, le haya llamado la atención la novela Hombres sin tierra, de Mario Guzmán Aspiazu, que gira en torno al tema de las luchas campesinas y la reforma agraria de los años 50.

Los estudiosos extranjeros de nuestra literatura saben intuitivamente que el futuro de nuestra literatura está en la contextualización de nuestro pasado y presente. Es decir, la gran literatura boliviana del futuro está todavía anclada en el pasado histórico, por mucho de que algunos críticos nacionales de la literatura minerista e indigenista se empeñen en demostrar que los autores contemporáneos, sobre todo los más jóvenes, están más en sintonía con los procesos de globalización y transculturación; cuando en realidad, aparte de los pocos escritores mediáticos y cuyas obras están promovidas por las editoriales comerciales, lo que sigue identificando a Bolivia en el exterior es la literatura ambientada en el mundo rural y minero.

Los indígenas y los mineros no formaron parte del poder político hasta mediados del siglo XX, pero sintieron, en su condición de clase social y pueblo indígena-originario, los látigos de la opresión violenta y la vulneración de sus derechos humanos por parte del sistema minero-feudal, que tenía el control no sólo del aparato estatal, sino también de las tierras y las minas. De ahí que no es casual que la literatura que nos ocupa haya tenido una fuerte dosis de tesis política, que denunciaba las condiciones deplorables en que vivían los indígenas bajo un sistema de estructura colonial, caracterizado por el menosprecio racial y un trabajo de tipo semifeudal, y la despiadadas explotación de los mineros bajo un sistema de producción capitalista, que estaba caracterizado por las injusticias sociales y la marginación de las esferas gubernamentales donde se tomaban las decisiones de la suerte histórica del país.

Esta práctica de servidumbre y explotación se prolongó hasta la revolución nacionalista de 1952, que decretó la nacionalización de las minas y la reforma agraria, que permitió poner las minas bajo el control de los mineros y devolvió las tierras usurpadas por los hacendados a los indígenas; un proceso revolucionario que hizo aflorar las reivindicaciones populares de Minas al Estado y Tierras al Indio, acuñadas desde principios del siglo XX, entre otros, por el escritor Tristán Marof, fundador del primer Partido Socialista de Bolivia.

Por las razones mencionadas, es lógico pensar que la literatura minerista e indigenista fue la mejor expresión de la realidad nacional, que convirtió a sus escritores, en algunos casos, con vigorosa prosa y fuerza argumental, en portavoces del clamor popular de su época y en paradigmas de una corriente literaria cuyas obras evocaban las miserias y esperanzas de las mayorías nacionales, con un propósito reivindicativo que, desde la perspectiva de los ideales que proclamaban la integración nacional, reclamaban el derecho de los pueblos originarios y los proletarios a formar parte de los organismos del Estado que determinan el destino del país en el ámbito político, económico, social y cultural.

jueves, 18 de agosto de 2016


EL CINTURÓN DE CASTIDAD

En la época feudal, cuando el cinturón de castidad se usaba para controlar la infidelidad y los deslices sexuales de las esposas durante los largos períodos de ausencia de los maridos, un aguerrido caballero, que se marchaba a las Cruzadas para enfrentarse a los enemigos del Rey y el Papa, le pidió al joven cerrajero de la aldea que confeccionara un cinturón de acero para asegurarse de la fidelidad de su esposa, una dama de carácter jovial y conducta coqueta que, siendo de facciones bellas y voluptuosas carnes, corría el riesgo de descarriarse apenas él montara en su caballo para marcharse a la guerra.
  
–Tú sabes que las esposas disfrutan poniéndoles cachos a los maridos –le dijo al joven cerrajero, mientras le entregaba una bolsista llena de monedas–. El cuerpo de la mujer incita al pecado, tiene las frutas prohibidas que desea el prójimo y su vagina es como la boca de un infierno donde quiere meterse el diablo. Además, no quisiera que mi esposa, aprovechándose de mi ausencia, se deleitara con el unicornio de un amante para saciar su sed de amor.

El joven cerrajero, sin levantar la mirada de la ardiente fragua, escuchó en silencio los argumentos del caballero, quien, al parecer, tenía mucha razón y esgrimía argumentos difíciles de contradecir; al fin y al cabo, como enseñaban los más viejos, nadie habla sin experiencia ni piensa en lo que por sí no pasa.
 
El joven cerrajero, mientras meditaba en que ese artefacto metálico se utilizaba para impedir que el cuerpo de la mujer sucumbiera a las tentaciones de la carne, confeccionaba el cinturón con una banda de acero más fina que un muelle de reloj, recubierta de cuero blando, provista de un minúsculo candado que se sujetaba en la juntura del aro. El cinturón pasaría por entre las piernas, se dividiría a la altura del ano y cerraría la vulva mediante una delgada lámina convexa de latón en la que había una pequeña abertura que sólo le permitiría desaguar.
 
El día en que el caballero pasó a recoger el encargo, el joven cerrajero le entregó el cinturón y le explicó que una vez cerrado el candadito y retirada la llave, sería imposible que un hombre pudiera tener acceso carnal con su esposa, debido a la presencia de púas allí donde estaba la boca del infiernito por donde se metía el diablo.

El caballero quedó maravillado ante el objeto reluciente como una joya de orfebrería y pensó que por fin tendría asegurado la fidelidad de su bellísima esposa. El joven cerrajero, a tiempo de despedirse con sumo respeto, le dijo que le deseaba bienaventuranzas en la Cruzada, pero lo que no le dijo es que el cinturón hizo con dos llaves; con una se quedaría el caballero y con la otra se quedaría él. Lo que le permitiría meterse en la alcoba de la dama y abrir el candadito cuando se le pegara la santísima gana.

El caballero, antes de montar en su alazán de alta parada y marcharse a la Cruzada, aseguró el candadito del cinturón y se llevó la llave colgada como un collar, porque la tendría en las batallas como amuleto contra la muerte y la infidelidad, aparte de que le daría la sensación de ser el dueño absoluto de la sexualidad de su esposa, a quien se la imaginaría aguardándolo en la alcoba, tendida sobre la cama con su bendito cuerpo al aire, pero con las partes íntimas custodiadas por el cinturón de castidad.

El joven cerrajero, al saberse dueño de la llave que le daba acceso al santo de los santos de la dama del caballero, se quitó el delantal de cuero curtido, se lavó la cara y el cuerpo. Pegó dos golpes de martillo sobre el yunque y se dirigió a la casa del caballero ausente, donde estaba la dama con ansias de que la despojaran de esa prenda metálica que, más que ser un mecanismo de seguridad, era un doloroso instrumento de tortura.

Una vez que la dama quedó liberada de esa prenda insoportable, que le rozaba la piel de sus zonas sensibles, no sólo hizo sus necesidades fisiológicas con placer, sino que también complació los insaciables deseos del joven cerrajero, quien gozó con los perturbadores encantos de la dama y cuyas visitas se repitieron noche tras noche, hasta que ella quedó embarazada una y otra vez.

Cuando el caballero volvió de la Cruzada, donde había perdido un ojo, un brazo y una pierna, comprobó que su esposa seguía con el cinturón de acero, pero que su familia había crecido como por obra y gracia divina. Entonces el caballero, como todo guerrero acostumbrado a dar la vida a nombre del Rey y el Papa, hizo loas a Dios por haberle concedido una  fiel esposa y aceptó a los niños como una recompensa por la sangre derramada en Tierra Santa.

Sólo el joven cerrajero sabía que el cinturón de castidad no sólo se usaba para reprimir la sexualidad de la mujer, sino también para demostrar la estupidez de un hombre que no aceptaba el sabio proverbio que reza: El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el diablo y sopla, o, dicho de otra manera, al hombre no se le puede pedir que no desee a la mujer del prójimo ni a la mujer se le puede encerrar con un ridículo candado y su llavecita.