TEORÍAS DE LA VIOLENCIA HUMANA
La violencia existe desde siempre; violencia para
sobrevivir, violencia para controlar el poder, violencia para sublevarse contra
la dominación, violencia física y psíquica.
Los etólogos, en sus investigaciones sobre el comportamiento
innato de los animales, llegaron a la conclusión de que el instinto agresivo
tiene un carácter de supervivencia. Por lo tanto, la agresión entre los
animales no es negativa para la especie, sino un instinto necesario para su
existencia.
Charles Darwin, en su obra El origen de las especies por medio de la selección natural,
proclamó al mono como el padre del hombre, arguyendo que sus instintos de lucha
por la vida le permitieron seleccionar lo mejor de la especie y sobreponerse a
la naturaleza salvaje. El mayor aporte de Darwin a la teoría evolucionista fue
descubrir que la naturaleza, en su constante lucha por la vida, no sólo
refrenaba la expansión genética de las especies, sino que, a través de esa
lucha, sobrevivían los mejores y sucumbían los menos aptos. Solamente así puede
explicarse el enfrentamiento habido entre especies y grupos sociales, apenas el
hombre entra en la historia, salvaje, impotente ante la naturaleza y en medio
de una cierta desigualdad social que, con el transcurso del tiempo, deriva en
la lucha de clases.
El hombre, desde el instante en que levantó una piedra y la
arrojó contra su adversario, utilizó un arma de defensa y sobrevivencia
muchísimo antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en
punta de lanza. Una ojeada a la Historia
de la Humanidad -dice Sigmund Freud-, nos muestra una serie ininterrumpida de
conflictos entre una comunidad y otra, entre conglomerados mayores o menores,
entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi
invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas
fuerzas (...) Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza
muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad
de qué debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y
sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquél que poseía las mejores
armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas,
la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular
bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño
que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes
contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición
(Freud, S., 1972, pp. 3.208-9).
Desde la más remota antigüedad, los hombres se enfrentaron
entre sí por diversos motivos. En los últimos 5.000 años de la historia, la
humanidad ha experimentado miles de guerras, y en todas ellas se han usado
armas más poderosas que la fuerza humana. La historia de la humanidad es una
historia de guerras y conquistas, donde el más fuerte se impone sobre el más
débil, y que si de los textos de historia quitásemos las guerras, se
convertirían en un puñado de páginas en blanco.
En la Edad de la Piedra, los mismos instrumentos ideados
para defenderse de la naturaleza salvaje fueron trocados en armas de guerra.
Después, cuando el hombre descubrió los metales, construyó armas más mortíferas
que la honda y la lanza con punta de pedernal. Al irrumpir la pólvora en la
historia, se fabricaron proyectiles para ser disparados por medio de un cañón.
De modo que el arte de la guerra se perfeccionó entre el siglo XV y XVIII, con
la progresiva consolidación del arma de fuego como factor decisivo en la
contienda. El uso de la pólvora se extendió rápidamente a los campos de batalla
y las armas tradicionales fueron sustituidas por arcabuces, mosquetes y
cañones.
La guerra, que es un producto de la violencia y el deseo de
poder, está generada por los instintos agresivos de la psicología humana. Ya en
julio de 1932, cuando Albert Einstein -el físico cuyas teorías sobre la
relatividad y la gravitación universales revolucionaron el mundo de la ciencia-
le preguntó a Sigmund Freud: ¿Qué podría
hacerse para evitar a los hombres el desastre de la guerra? El padre del
psicoanálisis, en una carta fechada en septiembre de 1932, le respondió: Usted expresa su asombro por el hecho de que
sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un
instinto del odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese
enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su
opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y
precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus
manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de
los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos
tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no
pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquéllos que tienden a
conservar y a unir -los denominados ‘eróticos’, completamente en el sentido del
Eros del ‘Symposion’ platónico, o ‘sexuales’, ampliando deliberadamente el
concepto popular de la ‘sexualidad’-, o bien son los instintos que tienden a
destruir y a matar: los comprendemos en los términos ‘instintos de agresión o
de destrucción’. Como usted advierte, no se trata más que de una
transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente
conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción
y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia
(...) Con todo, quisiera detenerme un instante más en nuestro instinto de
destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre pareja con su importancia.
Sucede que mediante cierto despliegue de especulación, hemos llegado a concebir
que este instinto obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de
llevarlo a su desintegración, de reducir la vida al estado de la materia
inanimada. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte,
mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida.
El instinto de muerte se torna instinto de destrucción cuando, con la ayuda de
órganos especiales, es dirigido hacia fuera, hacia los objetos. El ser viviente
protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena (...) De lo
que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión de que
serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias agresivas del
hombre. Dicen que en regiones muy felices de la Tierra, donde la naturaleza
ofrece pródigamente cuanto el hombre necesita para su subsistencia, existen
pueblos cuya vida transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la
fuerza y la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar algo más
sobre esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan que podrán eliminar
la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y
estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Yo creo que esto
es una ilusión (...) Por otra parte, como usted mismo advierte, no se trata de
eliminar del todo las tendencias agresivas, humanas, se puede intentar
desviarlas, al punto que no necesiten buscar su expresión en la guerra (...)
Pero con toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes caminos
para evitar indirectamente la guerra son por cierto más accesibles, pero en
cambio no prometen un resultado inmediato que uno se moriría de hambre antes de
tener harina (Freud, S., 1972, pp. 3.210-14).
Para Nicolás Maquiavelo, lo propio que para Friedrich
Nietzsche, la violencia es algo inherente al género humano y la guerra una
necesidad de los Estados; en tanto para los padres del socialismo científico,
la violencia, aparte de ser un producto de la lucha de clases, es un medio y no
un fin, puesto que sirve para transformar las estructuras socioeconómicas de
una sociedad, pero no para eliminar al hombre en sí. Consideran que existe una
violencia reaccionaria, que usa la burguesía para defender sus privilegios, y
otra violencia revolucionaria, que tiende a destruir el aparato
burocrático-militar de la clase dominante y socializar los medios de producción.
Cuando los marxistas plantean que la lucha de clases genera
la violencia, y la violencia es el motor que permite la transformación
cualitativa de la sociedad, admiten que la transición del capitalismo al
socialismo requiere cambios radicales en las relaciones de producción. Empero, hay que recordar también que el imperio de
la fuerza, que el marxismo está dispuesto a aceptar favorablemente, con objeto
de liberar a los hombres de la servidumbre económica y establecer las
condiciones en que deben basarse las relaciones verdaderamente morales, no va
dirigido contra los individuos, sino contra una clase y las instituciones en
que fundamenta su posición dominante (Ash, W., 1964, p. 146).
Si bien es cierto que el marxismo justifica los medios para
alcanzar los fines, llegando al límite de favorecer el uso de la violencia
revolucionaria para liberar a los oprimidos y abolir la propiedad privada de
los medios de producción, es cierto también que, una vez abolida la lucha de
clases, la violencia deja de ser un medio que justifica el fin.
Los psicoanalistas consideran que la violencia es producto
de los mismos hombres, por ser desde un principio seres instintivos, motivados
por deseos que son el resultado de apetencias salvajes y primitivas. Los pequeños -señala Anna Freud-, en todos
los períodos de la historia, han demostrado rasgos de violencia, de agresión y
destrucción (...) Las manifestaciones del instinto agresivo se hallan
estrechamente amalgamadas con las manifestaciones sexuales (Freud, A.,
1980, p. 78).
El instinto de agresión infantil, según Anna Freud, aparece
en la primera fase bajo la forma del sadismo
oral, utilizando sus dientes como instrumentos de agresión; en la fase anal
son notoriamente destructivos, tercos, dominantes y posesivos; en la fase
fálica la agresión se manifiesta bajo actitudes de virilidad, en conexión con
las manifestaciones del llamado Complejo
de Edipo.
Sigmund Freud y Konrad Lorenz coinciden en la idea de que la
agresión puede descargarse de maneras diferentes. Por ejemplo, practicando
algún deporte de lucha libre o rompiendo algún objeto que está al alcance de la
mano. Si Lorenz aconseja que el amor es el mejor antídoto contra la
agresividad, Freud afirma que los instintos de agresión no aceptados
socialmente pueden ser sublimados en el arte, la religión, las ideologías
políticas u otros actos socialmente aceptables. La catarsis implica despojarse
de los sentimientos de culpa y de los conflictos emocionales, a través de
llevarlos al plano consciente y darles una forma de expresión.
Se dice que el niño, incluso el más inocente y pacífico,
tiene sentimientos destructivos o instintos
de muerte, que si son dirigidos hacia adentro pueden conducirlo al
suicidio, o bien, si son dirigidos hacia fuera, pueden llevarlo a cometer un
crimen. La agresividad del niño, asimismo, puede ser estimulada por el rechazo
social del cual es objeto o por una simple falta de afectividad emocional,
puesto que el problema de la violencia no sólo está fuera de nosotros, en el
entorno social, sino también dentro de nosotros; un peligro que aumenta en una
sociedad que enseña, desde temprana edad, que las cosas no se consiguen sino
por medio de una inhumana y egoísta competencia. El otro no se nos presenta, en nuestra educación para la vida, como
un cooperador sino como un competidor, como un enemigo. A esto se suman los
medios de comunicación que, en su afán de propagar la violencia incluso en el
juego y los deportes, estimulan el instinto de agresión de los niños.
Según el psicólogo Robert R. Sears, los niños que sufren
castigos físicos y psíquicos son los que demuestran mayor agresividad en la
escuela y en las actividades lúdicas, que los niños que se desarrollan en
hogares donde la convivencia es armónica. Para Sears, como para los psicólogos
que tomaron algunos conceptos del psicoanálisis, la agresión es una
consecuencia de las frustraciones y prohibiciones con las cuales tropiezan los
niños en su entorno. Cuando el niño reacciona con agresividad es porque quiere
manifestar su decepción frente a la madre o frente al contexto social que lo
rodea.
Por otro lado, no cesan de aflorar teorías que rechazan la
idea de la violencia como instinto innato, afirmando que la agresividad no es
más que un fenómeno adquirido en el contexto social. Los naturalistas, a
diferencia de Freud y Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades de la
especie humana es su educabilidad, su capacidad de adaptación y su
flexibilidad; factores que permiten -y permitieron- la evolución de la
humanidad, desde que el hombre dejó de vivir en los árboles y en las cavernas.
De ahí que en las comunidades primitivas, donde los grupos humanos estaban
constituidos por treinta o cincuenta individuos, los elementos agresivos no
hubiesen prosperado. En esas comunidades, cuyas actividades principales eran la
recolección y la caza, la ayuda mutua y la preocupación por los demás -la
cooperación- no sólo eran estimadas, sino que constituían condiciones
estrictamente necesarias para la supervivencia del grupo.
Muchos de los naturalistas, que afirman que el hombre nunca
fue agresivo ni imperfecto desde su nacimiento, tienen como cabecera la Biblia, en cuyo primer libro, Génesis, se describe la creación de un
mundo exento de maldades y sufrimientos. El sexto día en que Dios crea al
hombre y la mujer, a su imagen y semejanza, los hace perfectos en cuerpo y
alma, pero ni bien caen en la tentación de una criatura maligna (Satanás), Adán
y Eva son expulsados del paraíso por desobedecer lo que el Creador les dejó
dicho: Que no comieran del árbol del
conocimiento de lo bueno y lo malo. Fue entonces cuando Dios, refiriéndose
a la serpiente, le dijo: Tú eres la
maldita entre todos los animales domésticos y entre todas las bestias salvajes
del campo. Sobre tu vientre irás y polvo comerás todos los días de tu vida
(...) Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre la descendencia de ella. Él
te magullará en la cabeza y tú le magullarás en el talón. Y, dirigiéndose a
Eva, sentenció: Aumentaré en gran manera
el dolor de tu preñez; con dolor de parto darás a luz hijos, y tu deseo
vehemente será por tu esposo, y él te dominará. En efecto, cuando Adán y
Eva tuvieron descendientes, éstos nacieron cargados de pecados y fueron
imperfectos como sus progenitores. Caín encarnaba ya la violencia y, con su
agresión irrefrenable, degolló a su hermano Abel, para así dar nacimiento a la
violencia humana.
En el siglo V, San Agustín -el teólogo que escribió La ciudad de Dios- arguyó que el Creador
no era el responsable de que exista el mal, sino el hombre, ya que Dios -el
autor de las cualidades humanas y no de los vicios- creó al hombre recto; pero
el hombre, habiéndose hecho corrupto por su propia voluntad y habiendo sido
condenado justamente, engendró hijos corruptos y violentos. Entonces, del mal
uso del libre albedrío se originó el proceso del mal.
En el siglo XVI, el protestante francés Juan Calvino
pensaba, al igual que San Agustín y Martín Lutero, que algunos seres humanos
estaban predestinados por Dios a ser hijos herederos del reino celestial; en
tanto otros, cuya naturaleza humana fue corrompida por el pecado original,
estaban destinados a ser los recipientes de su ira y a padecer la condenación
eterna.
En el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau sostenía la teoría
de que el hombre era naturalmente bueno, que la sociedad corrompía esta bondad
y que, por lo tanto, la persona no nacía perversa sino que se hacía perversa, y
que era necesario volver a la virtud primitiva. Es bueno todo lo que viene del Creador de las cosas: que todo degenera
en las manos del hombre. Es decir, la actitud de bondad o de maldad es
fruto del medio social en el cual se desarrolla el individuo.
El psicólogo Albert Bandura, de acuerdo con el filósofo
francés, estima que el comportamiento humano, más que ser genético o
hereditario, es un fenómeno adquirido por medio de la observación e imitación.
En idéntica línea se mantiene Ashley Montagu, para quien la agresividad de los
hombres no es una reacción sino una respuesta: el hombre no nace con un
carácter agresivo, sino con un sistema muy organizado de tendencias hacia el
crecimiento y el desarrollo de su ambiente de comprensión y cooperación.
John Lewis, en su libro Hombre
y evolución, rebate la teoría sobre la agresividad innata, señalando que no
existen razones para suponer que el hombre sea movido por impulsos instintivos,
ya que no existe testimonio antropológico
alguno que corrobore esa concepción del hombre primitivo considerado como un
ser esencialmente competitivo. El hombre, al contrario, ha sido siempre, por
naturaleza, más cooperativo que agresivo. La teoría psicológica de Freud,
afirmando la indiscutible base agresiva de la naturaleza humana, no tiene
validez real alguna (Lewis, J., 1968, p. 136).
Helen Schwartzmann, estudiando la antropología del juego en
una isla del Océano Pacífico, constató que los niños no estaban familiarizados
con la connotación semántica de las palabras ganar/perder, en vista de que el juego para ellos implicaba un modo
de ponerse en contacto con el mundo circundante, una actividad alegre, llena de
fantasía y exenta de vencedores y vencidos. Esto demuestra que la competencia,
al no formar parte de la naturaleza del juego, es propia de las sociedades
modernas, donde se incentiva a diario el espíritu de competencia entre
individuos.
No es casual que los instintos agresivos del hombre estén
reflejados en gran parte de la literatura, desde Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, hasta El señor de las moscas, de William Golding -premio Nobel de
Literatura 1983-, quien en su novela narra la conducta salvaje de un grupo de
niños ingleses que, luego de sobrevivir a un accidente de aviación en una isla
desértica, intentan organizar su propia sociedad lejos del mundo adulto y de
los valores ético-morales de la cultura occidental.
Una vez que fracasan en su intento, se transforman en
arquetipos de cazadores salvajes y primitivos, cuya única ley es el odio y la
violencia, como si la sociedad moderna hubiese virado hacia su pasado más
remoto, pues el terror cósmico y el deseo de dominación suprimen las normas
éticas y morales, para dar rienda suelta a los instintos atávicos latentes bajo
las costumbres civilizadas.
William Golding, convencido de la maldad intrínseca del ser
humano, manifestó en cierta ocasión: Mi
novela es un intento de analizar los defectos sociales o las normas que rigen
los defectos de la naturaleza salvaje, puesto que la sociedad y los hombres
están programados genéticamente para el sadismo y la violencia.
Agreguemos a todo esto el pensamiento de George Friedrich
Nicolai, quien, en su libro Biología de
la guerra, apunta: La guerra en las sociedades humanas es una supervivencia
de los instintos de agresividad que arrastra nuestra especie desde las lejanías
de su genealogía zoológica a la cual se debe oponer la urgencia de remodelar la
convivencia humana en un factible proceso de superhumanización, reemplazando
los ciegos y violentos instintos por el sereno gobierno de la razón.
Con todo, la discusión sobre el carácter innato o adquirido
de la violencia humana, por ser motivo de controversias, seguirá ocupando la
lúcida mente de los pensadores antes de alcanzar su punto final, debido a que,
a diferencia de Rousseau, Bandura, Lewis y otros, el filósofo inglés Thomas
Hobbes, tres siglos antes que Sigmund Freud, sentenció que la humanidad tiene
una agresividad innata. Mucho después, los etólogos Konrad Lorenz, Karl Von
Frisch y el holandés Nikolaas Tinbergen, comparando la conducta animal y humana,
detectaron que la agresividad es genética, y que el instinto de agresión humana
dirigido hacia sus congéneres es la causa de la violencia contemporánea.
Bibliografía
Ash, William: Marxismo y moral. Ed. Era, S. A., México, 1969.
Biblia: Ed. Watchtower Bible and tract
society of New York, 1979.
Freud, Anna: El desarrollo del niño. Ed. Paidós Ibérica, Barcelona, 1980.
Freud, Sigmund: Consideraciones de actualidad
sobre la guerra y la muerte. Obras Completas, Tomo VI. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
Golding, William: El señor de las moscas. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
Lewis, John: Hombre y evolución. Ed. Grijalbo, S. A., México, 1968.
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