LAS MUJERES EN UN MUNDO DE DISCRIMINACIÓN
Los sistemas
educativos del pasado acentuaron la discriminación contra la mujer. Apenas hubo
mujeres entre los filósofos griegos, los juristas romanos, los teólogos cristianos
o los médicos y matemáticos musulmanes medievales. Tampoco hubo mujeres entre
los grandes pensadores y artistas del Renacimiento; una época que aportó
muchísimo al patrimonio cultural de la humanidad, pero que no contribuyó en
nada a la consideración social de la mujer, cuya historia estaba hecha de una
larga opresión y sumisión a los valores patriarcales; incluso en la Edad
Moderna, filósofos como Locke, Rousseau y Kant, la asignaron un rol de
subordinada en la familia y la sociedad.
Las universidades,
que son centros de investigación y transmisión de conocimientos acumulados por
la humanidad, han sido durante siglos núcleos a los cuales tenían acceso sólo
los hombres; en tanto las mujeres, que estaban vedadas de ingresar a las casas
superiores de estudio, estaban excluidas del aprendizaje y los conocimientos
que se impartían en sus aulas.
El derecho a
la educación y formación profesional, que se convirtió por mucho tiempo en un
privilegio reservado para los hombres, fue conquistado por algunas mujeres
recién en el siglo XIX, tras el impulso de la revolución industrial. Sin
embargo, fue tanta la demora en algunos países que, hasta mediados del siglo
XX, las mujeres no podían acceder a enseñanzas como la ingeniería o
arquitectura, profesiones ejercidas principalmente por los varones.
De hecho,
negarle a la mujer una educación en igualdad de condiciones con el hombre era
una discriminación flagrante y una frustración con irreparables consecuencias,
sobre todo, si se considera que una educación adecuada podía haberle abierto
las puertas a una profesión y, con ello, a la posibilidad de una autonomía
social y una independencia económica tanto del padre como del marido.
La educación
de la mujer, en varios países del mundo islámico, sigue siendo incipiente, y
los conocimientos siguen siendo discriminatorios y sexistas. Las mujeres no
pueden estudiar en universidades ni elegir a sus autoridades, porque son
tratadas como ciudadanas de segunda categoría y amas casa recluidas entre
las cuatro paredes del hogar.
Los
analistas del tema subrayan que la educación que se imparte en los países
subdesarrollados sigue fomentando una discriminación sexista, que tiene su
primer reflejo en la formación de actitudes y vocaciones desiguales frente a
las opciones profesionales, lo mismo que en los países industrializados, donde
las mujeres siguen eligiendo estudios que las sitúan en un puesto inferior
dentro de la escala laboral.
A pesar de
que ya pasaron los tiempos en que los naturalistas, como Rousseau, proclamaban
la exclusión de las mujeres de la vida intelectual, negándoles la posibilidad
de recibir enseñanza superior, la mayoría de quienes acceden a estudios
superiores eligen ramas tradicionalmente femeninas. Por ejemplo, más de la
mitad de las mujeres estudian profesiones relacionadas con sus instintos
maternales y sólo un mínimo porcentaje elige ramas relacionadas con el sector
técnico o industrial.
A la
segregación estudiantil le sigue la discriminación salarial, un fenómeno que se
refleja también en el ámbito político, donde las mujeres tienen menos
participación que los hombres. Según un informe de la Unión Internacional
Parlamentaria (UIP), publicado en 1991, de los 178 países considerados naciones
independientes, sólo el 11% de los escaños parlamentarios estaban ocupados por
mujeres, y en 93 países no había una sola ministra; lo que implica que, pese a
las últimas conquistas alcanzadas en el proceso de igualdad, las mujeres
mantenían un lugar marginal en las esferas de gobierno y ocupaban puestos
vinculados a la educación, cultura, bienestar social, asuntos de la niñez y de
género.
En el campo
político, la mujer ha sido siempre considerada un elemento secundario, como la
colaboradora del varón, del marido, y no como un sujeto capaz de trazar los
lineamientos ideológicos y dirigir los acontecimientos transformadores del
proceso histórico.
Es evidente
que en la actualidad, tras varias reformas en el ámbito de género, la situación
laboral de las mujeres ha cambiado considerablemente. Si antes, debido a los
prejuicios sociales, apenas una mínima parte de ellas participaba en los
movimientos políticos y sindicales -actividades consideradas por la opinión
pública como propias de los hombres-, hoy en día la realidad es diferente,
puesto que las mujeres, al menos en los países más desarrollados, participan
más activamente en los puestos de mando de las esferas políticas, sociales,
económicas y culturales.
Otro aspecto
de la discriminación contra la mujer es el acoso sexual, un fenómeno
condicionado por la jerarquía laboral que, dicho de otro modo, podría
calificarse como uso y abuso del poder basado en una situación de predominio
masculino en el trabajo, donde el sexo está tan presente como el reloj de
fichar.
No es raro leer en la prensa el siguiente anuncio: Se busca una secretaria de buena presencia. El hecho de que la apariencia física de una secretaria sea más valorada que su competencia profesional, recuerda siempre al dicho popular que reza: Dos tetas tiran más que dos carretas; una clara discriminación sexista, que tiene su primer reflejo en la formación de actitudes y vocaciones desiguales frente a las opciones profesionales.
En algunos
países, que viven a caballo entre la mentalidad feudal y el trasnochado
desarrollo capitalista, la discriminación femenina está tan vigente como el
resto de las discriminaciones sociales, económicas y raciales, así los
gobiernos se empeñen en demostrar que se tratan de naciones modernas, donde
se respetan y protegen los derechos más elementales de la mujer.
En todo
caso, leer un anuncio discriminatorio contra la mujer, sea ésta de la condición
social que sea, es motivo suficiente para reflexionar sobre el rol machista de
los señores que prefieren una secretaria de buena presencia y,
consiguientemente, sobre el rol de las secretarias como víctimas del acoso
sexual.
Desde el
instante en que las mujeres se integraron al sistema de producción social, son
innumerables quienes, aparte de ser víctimas de la violencia en el hogar, son
sometidas a presiones y coacciones no deseadas. Las encuestas revelan que la
mitad de las trabajadoras se han sentido acosadas alguna vez, unas más que
otras, por miradas lascivas, gestos insinuantes, tocamientos y agresiones
físicas violentas.
Asimismo, se
sabe que la mayoría de estas agresiones físicas o verbales han quedado en el
anonimato, debido a que las víctimas no se atreven a denunciar este atentado
contra la dignidad y los derechos de la mujer, ya sea por miedo a la
publicidad, al marido, a los hijos o, simplemente, por miedo a perder su fuente
de trabajo.
Cuando se
emplea a una secretaria de buena presencia, se piensa en dos cosas: primero,
en atraer más clientela o hacer más llamativo el negocio; segundo, en tener a
mano una secretaria que pueda hacer en la oficina lo que la esposa no puede
hacer en la casa. De modo que, una vez más, esta conducta indecorosa recuerda
el consabido dilema que se experimenta en las relaciones laborales: si la secretaria
de buena presencia quiere retener su puesto de trabajo, debe acceder a las
insinuaciones de sus superiores; y si por algún motivo a la secretaria se le
ocurre denunciar este atropello, el acosador, amparado en la ley del más
fuerte, se defiende como un gallo en su corral y declara que la causante del
hostigamiento fue la secretaria, quien vestía faldas cortas, blusas escotadas y
pantalones ajustados.
Mas no por
esto se le absolverá al acusado ni se dejará de pensar en que los señores que
buscan secretarias de buena presencia sean, por acción u omisión, acosadores
en potencia, una suerte de potros desbocados que atentan contra la dignidad y
los derechos de la mujer trabajadora.
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