viernes, 28 de noviembre de 2014


LOS CUENTOS DE LA MINA EN LAS TABLAS

El Teatro Kusisiña, conformado por los jóvenes actores Roberto Espinal y Rosa Paye, presentó el viernes 28 de noviembre, en el Rajatabla Café-Bar, el montaje de CUENTOS DE INTERIOR MINA, DONDE EL DIABLO DOMINA, basado en las narraciones del escritor Víctor Montoya, quien reside actualmente en la ciudad de El Alto.

Los temas y personajes fueron teatralizados en base a los cuentos: La k’achachola, La viuda y el juku, La palliri, El Imán y la chola forastera, entre otros. Una acertada elección para recrear el mundo minero, cuyo personaje central es el Tío, un ser ambivalente que, al ser diablo y dios a la vez, sintetiza el sincretismo religioso entre el catolicismo occidental y las creencias paganas de las culturas andinas.

Los Cuentos de la mina, obra que cuenta con varias ediciones y traducciones a otros idiomas desde el año 2000, es un rico mosaico de narraciones que, tanto por el estilo literario como por el tratamiento del tema, pueden ser adaptadas al teatro sin mayores dificultades; una labor que, con ingenio y experiencia actoral, fue realizada con admirable solvencia por los miembros del Teatro Kusisiña.

Los actores

Rosa Paye es actriz, cuentera, maestra y directora alteña. Participó en la película boliviana El Cementerio de los Elefantes, con el personaje de Marlene. Es integrante del grupo Teatro del Quijote y presentó recientemente su espectáculo Cuenta Pankarita.

Roberto Espinal es artista, cuentero, titiritero, payaso y actor de cine. Forma parte del Teatro del Purgatorio y es miembro de la Asociación Cultural Artepresa. Este joven alteño participó en la película Evo Pueblo y en el cortometraje Impunidad. Como narrador de cuentos orales, estuvo presente en festivales de Bolivia, Perú, Paraguay, Argentina, México, Paraguay y Venezuela. Es premio Payaso de plata, 2006, y Payaso de Oro, 2008.

jueves, 27 de noviembre de 2014


POETAS MALDITOS

Conozco a algunos poetas malditos que, como castigados por un delirante destino, beben sus versos en toneles de licor, como paisanos que se entregan al amor ciego, incluso a riesgo de caer en el fango del dolor o perder la vida de un modo insólito. Sé que el desprecio y la incomprensión minaron sus existencias, aunque ellos no se dejaron apabullar por los dimes y diretes, conscientes de que toda forma de libertad tiene un precio y que la poesía no tiene la función de reflejar la sociedad sino de subvertirla.

No revelaré sus nombres, no viene a cuenta ni creo que sería de su agrado, pero tomaré sus experiencias para reflexionar en torno a la conducta de los llamados por sus pares poetas malditos, quienes, independientemente de su genialidad y talento, son marginados por sus contemporáneos y casi nunca reconocidos en vida; especialmente si llevan una existencia bohemia, desarrollando un arte provocativo y rechazando las normas establecidas por los convencionalismos sociales y los cánones políticamente correctos.

Los poetas malditos, en honor a su consagrado apelativo, son bohemios empedernidos, que declaman sus versos con el corazón en la boca, mientras el tufo del alcohol y el humo del cigarrillo rompen en pedazos la tertulia de amigos, donde todos comparten la ley de beber noche y día, hasta quedar hechos lona, agotados de empinar el codo y besar el gollete de la botella; al fin y al cabo, comparten más o menos una misma historia personal: no tienen familia, trabajo ni bienes inmuebles, por asumir la pose de antihéroes, hasta terminar, en algunos casos, tirados en la miserable intemperie.

Los poetas malditos son dueños de todo y de nada. Sus versos son el cante jondo de su alma herida y un grito de pavor bajo el manto estrellado de la noche. Su poesía es tiempo comprimido como sus vidas, más comprimido todavía si, en lugar de dedicarle más tiempo a la escritura, optan por el camino del suicidio tras un síndrome de abstinencia, que los sumerge en una profunda depresión y melancolía.

Los poetas malditos tienen una genialidad al borde de la locura, una lucidez verbal que logra desnudar el lenguaje y una honestidad a prueba de balas, que les permite revelar los secretos de la vida, el amor y la muerte; a veces, recluidos en la soledad, dándole duro a la máquina de escribir y combinando sus largos períodos de aislamiento con botellas de aguardiente, soportan los flagelos de su cotidianeidad, invocando a la muerte como si se tratara de una encumbrada dama, a quien ruegan concederles la paz en el territorio de los difuntos.

Los poetas malditos, por antonomasia y legítimo derecho, son raras avIs, controvertidos y periféricos. Están en contra de la lógica formal, la disciplina y el refinamiento burgués. No en vano son retratados como desiguales respecto a la sociedad, con vidas trágicas y entregados con frecuencia a tendencias autodestructivas; todo esto a despecho de sus dones literarios, cuyo lenguaje poético transgrede las fronteras de lo convencional. Escriben a espaldas de la cultura oficial y hasta atentan contra la moral pública. Se mueven en los márgenes de la literatura, en los extramuros de la convención social, alejados siempre de la ortodoxia de escribas dóciles y escribanos de medio pelo.

Les Poètes maudits (Los poetas malditos), el libro de ensayos escrito por el francés Paul Verlaine, cuya primera edición data de 1884, es el que mejor define a los poetas hechos de bohemia y excesos, cuando dice que el genio de cada uno de ellos es también su maldición, pues los aleja del resto de las personas de costumbres atávicas, llevándolos a acogerse en el hermetismo y la autodestrucción como formas de existencia y escritura.

El concepto de Verlaine sobre el malditismo fue tomado de Bendición, poema de Charles Baudelaire, que está en el inicio de su libro Las flores del mal (1857), donde se sugiere que los poetas malditos son como los desequilibrados mentales que, además de depresivos y melancólicos, sólo pueden vivir en absoluta libertad, entregados a una existencia autodestructiva que, tarde o temprano, los induce hacia submundos parecidos a los avernos de Dante.

Sin embargo, su poesía, inspirada en su propia realidad existencial, transmite los vericuetos de sus sentimientos más profundos y profanos, que son criticados por los defensores de las buenas costumbres ciudadanas y los académicos que abogaban por una escritura propia de los salones literarios, donde no siempre se rescata la locura como fuente de creatividad y mucho menos las ideas irreverentes que, aparte de ser las llaves que abren las puertas del mundo mágico de las palabras, sirven para cosechar las ideas revolucionarias de una época.

Los poetas malditos, que se tornan en los personajes de sus propias obras, son tripulantes de una nave de locos, donde todos o casi todos viven a la deriva entre nubes de cigarrillos y oleajes de alcohol, lejos del cuerdo razonamiento y apartados de los códigos moralizantes de una sociedad hecha a golpes de normas y leyes preestablecidas por los poderes de dominación. Algunos de ellos, que allanan los caminos por los que luego transitan los sabios y eruditos de las ciencias humanas, atracan en los puertos del pecado y pronuncian discursos desafiantes contra las leyes divinas.

Estos poetas de pensamientos incendiarios, que escriben entre la locura y la lucidez, son los apóstoles que empujan los carros de la historia de la literatura, no sólo porque son hábiles en el manejo del lenguaje, sino también porque están liberados de los chalecos de fuerza impuestos por una sociedad conservadora y retrógrada, que escucha más a los prelados del ámbito religioso que a los filósofos que convierten el libre albedrío en una admirable virtud.

Los poetas malditos saben que su oficio consiste en captar el instante poético, donde el principio y el final no sólo se unen sino que se funden. Las palabras que casa el poeta no las separe el lector, salvo la misma respiración del poeta, quien hace un alto entre verso y verso, para echarse otro trago y aliviar la resaca. No cabe duda de que son rebeldes en la actitud y el verbo, escriben poemas exentos de métrica, rima y aliteración; en ellos, los versos breves, lacónicos, cargados de ironía, humor y reflexión, son como relámpagos que iluminan las penumbras del alma y aguijones que penetran en la mente del lector.

Los poetas malditos son conscientes de que la palabra tiene un poder trascendental cuando ésta es manejada por la destreza idiomática de quien aprendió a domar al lenguaje como a un potro salvaje, dejando de lado los artificios que tienen que ver con lo fónico, semántico y sintáctico del verso.

Ellos aprenden a sintetizar en pocas palabras las situaciones más difíciles, a economizar el lenguaje para simplificar las expresiones complejas, explayando siempre un lenguaje lúdico que, una vez convertido en metáforas de hondo sentimiento, calan como sables en la conciencia y los instintos naturales del individuo, que busca avivar su sed de amor o mitigar la pena de un amor perdido.

Asimismo, como respuesta a la métrica de la poesía clásica, que está llena de figuras de dicción y resonancias musicales, insisten en practicar el verso libre, convencidos de que la musicalidad no es un recurso suficiente para expresar todo lo que los sentidos percibían de la realidad, antes de que ésta sea transformada en poesía viva o en antipoesía.

De un modo general, no están acostumbrados a manifestar sus pensamientos y sentimientos de manera indirecta, sugerida, disfrazada; en esto se diferencian de quienes, creyendo hacer una poesía figurativa y altamente estética, suelen escribir con circunloquios, evitando no herir la sensibilidad ajena ni contradecir el consabido precepto de que una poesía sin ritmo no es poesía.

Valga señalar que la mayoría de los poetas malditos son autores de una obra proteica, olvidada y, no pocas veces, menospreciada y vilipendiada, pues no sólo se enfrentan a un entorno hostil, sino también a las críticas de los doctores de la literatura. No obstante, por muy tarde que lleguen a la cita con la historia, sus obras, en algunos casos dispersas y escasas, tienen la fuerza de salir de los sótanos oscuros de la indiferencia y emerger a la luz de la superficie, como una prueba contundente de que todo lo que es bueno y auténtico, más que acabar soterrado, está destinado a sobreponerse a los polvos del olvido y al paso del tiempo.  

martes, 25 de noviembre de 2014


LAS NARRACIONES FANTÁSTICAS
 DE LA TRADICIÓN ORAL

En culturas como la boliviana, donde se mantienen vivas las creencias pagano-religiosas, los habitantes tienen la mente proclive a las supersticiones y la cotidianeidad está transversalmente atravesada por la tradición oral, cuya sabiduría cultural se transmite de padres a hijos, de adultos a niños, a través de leyendas, mitos, cantos, oraciones, fábulas, refranes, conjuros y otras formas de manifestación de la oralidad, que ha sido desde siempre una de las mejores formas de preservar los conocimientos ancestrales y transmitirlos como testimonios de épocas pretéritas a las nuevas generaciones, con la finalidad de que éstas enriquezcan su bagaje cultural con los aportes del ingenio popular.

No existe un solo individuo que no haya alimentado su fantasía con las narraciones de la tradición oral, puesto que en todos los hogares se cuentan historias de espanto y aparecidos, con las que disfrutan tanto los niños como los adultos. Los cuentos de terror o de fenómenos paranormales siempre fueron una fuente de la que bebieron los escritores, porque contienen temas y personajes que nos son familiares desde la cuna hasta la tumba.
Desde la más remota antigüedad, todas las civilizaciones crearon a sus personajes fantásticos, concediéndoles atributos que los diferenciaban de los simples mortales. Ahí tenemos a los titanes y dioses mitológicos, que poseían poderes sobrenaturales y una vida contextualizada en dimensiones extraterrenales.

Muchos de estos personajes ficticios, creados por la fantasía de los hombres primitivos y modernos, han llegado a formar parte de las comunidades urbanas y rurales debido a que tienen una poderosa fuerza de atracción, que nos permiten cumplir nuestros sueños y deseos a través de las aventuras y desventuras que ellos protagonizan en el mundo fantástico que los rodea, casi siempre estructurado sobre la base de una imaginación que transgrede los límites del racionalismo y la lógica formal.
  
Los personajes fabulosos, hechos de magia y fantasía, rompen con las franjas temporales y espaciales de un modo particular, ya que poseen la facultad de morir y resucitar, de aparecer y desaparecer, de transformase en entes materiales e inmateriales y, sobre todo, la facultad de ser dioses y hombres y a la vez; una dicotomía que forma parte de su esencia desde el instante en que fueron creados como tales por la imaginación de los simples mortales que, desde la edad primitiva de las civilizaciones, tuvieron siempre la necesidad de creer que existen, en otras dimensiones, seres más poderosos que los individuos del mundo terrenal.

No es casual que los hombres primitivos, con una fantasía similar a la de los niños, hayan sido capaces de crear a los dioses y demonios, con la finalidad de proyectar su propio fuero interno, que luego se fue transmitiendo de boca en boca y de generación en generación, hasta llegar a nuestros días como un legado de nuestro pasado histórico.

Las narraciones fantásticas no son una invención de los escritores modernos, sino de los cultores de una antigua tradición literaria anclada en la oralidad de las viejas culturas de Oriente y Occidente, pero también de las culturas  precolombinas, como en el caso de América Latina. Lo que quiere decir que la explicación empírica de la realidad, con una sobredosis de ficción, siempre ocupó la mente de los hombres en todas las épocas y culturas.

Lo interesante es que las narraciones de la tradición oral, de un modo general, son similares en todas las culturas, así éstas no hayan establecido un contacto directo. Lo que hace suponer que los individuos, indistintamente del lugar geográfico y la época, compartían las mismas necesidades de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos naturales de la condición humana, los misterios de la vida, la muerte y, por supuesto, la  existencia de otras formas de vida después de la muerte; de lo contrario, no se creería en la existencia de una vida en el más allá ni en el espíritu de los individuos que, después de muertos, retornan como condenados al reino de los vivos.

Todas estas creencias fascinantes del ingenio popular son elementos que sirven como base en la re-creación de una obra literaria que, más que ser el producto de una poderosa mente creadora, resulta ser el compendio de la memoria colectiva; es decir, la tradición oral convertida en literatura. No obstante, a pesar de esta evidencia, existen todavía quienes aseveran que las obras de carácter fantástico son creaciones auténticas y originales de los tiempos modernos; una afirmación que, desde luego, está lejos de la verdad, puesto que la literatura fantástica, en su forma oral y escrita, existió desde siempre. Por lo tanto, como enseña el sabio proverbio: No hay nada nuevo bajo el sol.

Todos los escritores, de un modo consciente o inconsciente, son plagiadores de los autores y las obras que los precedieron en su proceso de aprendizaje escritural. Esto lo reconocen, con la mano en el pecho, incluso los autores más prestigiosos de la literatura universal, conscientes de que el imaginario popular, desde los albores de la comunidad primitiva, fue el principal generador de narraciones que pretendían mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común.

La llamada literatura fantástica de nuestros tiempos, con personajes monstruosos y temas que abordan situaciones fabulosas, tiene sus referentes en autores y obras que se escribieron mucho antes de la Era cristiana, como el Poema de Gilgamesh, donde intervienen gigantes, dioses y hechos sobrenaturales. Asimismo, en los poemas épicos de Homero, particularmente en la Ilíada y Odisea,,se describen numerosos episodios protagonizados por personajes mitológicos y criaturas fabulosas, que no existen en la realidad pero si en el imaginario popular o en la cosmovisión de un universo ficticio narrado con verosimilitud, intentando convencer al lector de que es posible lo imposible, como ocurre en los cuentos de Las mil y una noches, que no tienen autor conocido, debido a que provienen de la tradición oral, como todos los cuentos compilados por Charles Perrault y los Hermanos Grimm.

Tampoco es casual que los escritores del llamado realismo mágico, desde Juan Rulfo hasta García Márquez, hayan encontrado su fuente de inspiración en varias de las narraciones del mundo bíblico, donde aparecen personajes con asombrosos poderes sobrenaturales y se describen episodios insólitos que, más que haber existido en la realidad, parecen haber sido arrancados de las páginas de una novela del género fantástico.

De modo que la narrativa fantástica de nuestros tiempos honda sus raíces en los relatos de la tradición oral, en las cuales los cuenteros natos, para lograr personajes debidamente caracterizados y argumentos sostenibles, dieron verosimilitud interna a lo fantástico o irreal, como en la retórica destinada a convencer de que lo negro es negro y lo blanco es blanco. Por eso mismo, los personajes y temas, plasmados en universos fantásticos de la forma más convincente y clara posibles, se acercan a los pensamientos y sentimientos de los oyentes y lectores, quienes se interesan, se identifican y se reconocen en las historias narradas con los recursos concebidos por la imaginación, capaz de mostrar que existen hechos reales que tienen una connotación fantástica, como existen hechos fantásticos que forman parte de la realidad cotidiana.

miércoles, 12 de noviembre de 2014


EL TÍO CASTRADO EN EL MUSEO MINERO DEL SOCAVÓN

I

Arribar a la cuna de los urus, en plena meseta alta del altiplano, es siempre un motivo para reencontrase con las leyendas y los mitos creados y recreados por el ingenio popular desde antes de que Oruro se llamara Oruro.

En esta misma ciudad, hecha de arenales, mineros, socavones, diablos y carnavales, tenía previsto visitarle al Tío en su ya legendaria morada, ubicada en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, en la parte derecha del Santuario de la Virgen del Socavón, donde lo admiran y veneran quienes ingresan a ese sui géneris museo que lo exhibe como a una criatura que, siendo mitad humano y mitad demonio, representa el sincretismo religioso de una ciudad en la que se funde lo real maravilloso con la tragedia social de los candorosos khoyarunas.

Lo insólito fue que para visitarlo, como si se tratase de un desconocido y no de un viejo amigo, primero tuve que comprar un ticket en la secretaría y luego aguardar mi turno en el templo del Santuario, en compañía de un grupo de turistas que, moviéndose de un lado para otro como saltimbanquis, sacaban fotografías hasta del espíritu de los santos; entretanto yo, plantado cual centinela de un palacio real, contemplaba en un muro de roca natural, que parecía el ornamento de la puerta de entrada al museo, la perfecta réplica de una veta mineralógica hecha con casiterita, vivianita y cuarzo.

En eso nomás, la delgada voz del guía irrumpió el silencio y los turistas se agruparon para iniciar el recorrido hacia el museo, que se encuentra aproximadamente a unos 75 metros bajo tierra. Sentí el golpe del olor a copajira* y el espeso aire a medida que descendía por los peldaños de una gradería que, más que tener el aspecto de una bocamina abierta en la época colonial, parece un pasadizo angosto y húmedo que conduce al infierno de Dante.

II

Al llegar al piso de la galería, sujetándome de una cuerda que facilita el descenso, lo primero que me llamó la atención fue una cueva horadada en la roca, donde yace, a los pies de la imagen de la Virgen del Socavón, un muñeco en reemplazo del Chiru Chiru; ese legendario personaje al que, además de considerarlo el Robin Hood de la Villa Imperial de San Felipe de Austria, se le atribuye el honor de ser el causante de la veneración a la Virgen de la Candelaria en la tierra de los urus, donde los mineros la tienen como a  su Patrona desde fines del siglo XVI; es decir, desde el día en que encontraron su imagen pintada en la guarida donde vivía y se escondía el Chiru Chiru.

Según cuenta la leyenda, transmitida de padres a hijos, este ladrón, de cabellera arremolinada y honda sensibilidad humana, guardaba y veneraba a la Virgen de la Candelaria en su ladronera. Los creyentes juran que la Virgencita le iluminó el alma con la luz de su candela, hiciera bien o hiciera mal, hasta la noche en que el ladronzuelo, en un intento por apoderarse de los bienes de un comerciante de escasos recursos, fue mortalmente herido con el frío metal de un cuchillo y arrojado a la calle como un perro andariego y sin dueño.

El Chiru Chiru, cubriéndose la herida con las manos, caminó moribundo hasta la altura de Khonchupata, donde se le apareció una mujer parecida a la ñusta Inti Wara, quien, a pesar de tener un niño aupado entre los brazos, le ofreció su ayuda y, con la bondad y la predisposición de un lazarillo, le concedió fuerzas con su aliento y lo guió a rastras hasta el cerro Pie de Gallo, donde lo dejó descansar hasta que entornó sus ojos por última vez. Días después, los lugareños encontraron su cadáver tendido en el fondo de la pedregosa guarida, donde la lumbre de una vela iluminaba la imagen de la Virgen de la Candelaria, pintada en tamaño casi natural sobre el friso de la roca.

–¡Es un milagro! –exclamaron al unísono, mientras se postraban delante de la imagen, echándose cruces y rezando las oraciones del Avemaría.

Así nació la leyenda del Chiru Chiru y la veneración católica a la santa madre de Dios en la Villa de San Felipe de Austria, que con el tiempo cambió su nombre por el de Oruro en homenaje a los urus, como la mina Pie de Gallo cambió su nombre por el de Socavón de la Virgen en honor a la inmaculada imagen de la Mamita K’achamoza.

III

En la galería del museo, dividida en cinco interesantes secciones e iluminada por la luz mortecina de los focos, se exhiben las herramientas y los implementos de trabajo usados desde la época de la explotación argentífera, en un ámbito en el que se aprecia el maderamen hecho con callapos para evitar los derrumbes, parajes trifurcados, buzones de descarga, chimeneas de ventilación, rajos con vetas de mineral y otros vestigios que dan una leve noción de cómo se realizaba la faena en el interior de la mina.

No cabe duda de que el museo, que en realidad forma parte de una antigua bocamina, posee piezas de indiscutible valor histórico en el contexto de la minería, sobre todo, en lo referente a los instrumentos de trabajo que se usaban para la excavación y recolección de minerales desde fines del siglo XIX.

En el recorrido se observan perforadoras, colección de planos, antiguas máquinas de calcular, diversos minerales expuestos en vitrinas, un carro metalero plantado sobre dos herrumbrosos rieles, equipamientos usados por los mineros en la Era del Estaño y, junto a una serie de artefactos curiosos como teodolitos y brújulas, también un explosor eléctrico y un reloj de péndulo de principios del siglo pasado (1920), que fue propiedad del magnate minero Mauricio Hochshild.

IV

Como es de suponer, en esta mi visita al museo, tenía ganas de sorprenderle con mi presencia al Tío, cuya estatuilla principal está en el fondo de la galería, en un paraje atestado de cigarrillos, hojas de coca, botellas de aguardiente, latas de cerveza y otras ofrendas que le dejaron los turistas, como cuando los mineros, sentados sobre los callapos de su paraje, en una suerte de acto ritual establecido por las creencias ancestrales, ch’allaban y pijchaban en su presencia, a manera de congraciarse con él, suplicándole que los ilumine para encontrar las vetas, que los proteja de los peligros y luego los deje salir con vida de los tenebrosos vericuetos de su reino.


Luego me alejé del grupo de turistas y me acerqué a paso seguro hasta donde está el Tío, sobre una suerte de plataforma y sentado en un falso trono de madera, luciendo una percudida indumentaria debajo de las serpentinas que rodean su cuerpo. Y, aunque no transluce el resplandor de su linaje, tiene la estatura normal, la mirada impertérrita y un fuerte hálito a tabaco y alcohol, un guardatojo calado hasta la punta de sus orejas, botas de caucho, bolsas de coca y cajetillas de cigarrillos en sus manos que parecen garras.

No se inmutó ni se sorprendió por mi presencia, hasta el instante en que le saludé con el mismo respeto de siempre.

–Cómo estás, querido Tío –le dije, con el rostro encendido por la alegría y el corazón ahíto de felicidad–. He venido a visitarte desde la ciudad de El Alto… 

–Te lo agradezco muchísimo, mi querido escribano –contestó con la ronca campana de su voz–. Ya sabía que estás por aquí desde antes de que cruzaras la puerta de rejas metálicas y forjadas a golpes de martillo. ¿O acaso piensas que estoy cojudo por estar metido en esta ratonera? ¿O que he perdido las facultades de atravesar las rocas y paredes con la mirada?

No le contesté nada, como cada vez que lo veía molesto por algo que no era de su entero agrado, porque contradecirle en sus cabales razonamientos, que casi siempre los expresa de manera rotunda y con los ojos chispeantes cual enjambres de luciérnagas, era como meterse en los mismísimos calderos del infierno. 

–No te molesta que haya venido, ¿verdad? –le pregunté con voz trémula, mientras paseaba la miraba entre las ofrendas esparcidas a su alrededor.

–Cómo me va a molestar pues, carajo; al contrario, estoy feliz de que hayas venido. Lo único que me preocupa es que para visitarme, primero tuviste que pagar y luego atravesar por un templo consagrado a la adoración de las imágenes sagradas de la Santa Iglesia. ¿Sí o sí? ¡Qué jodido! ¿Verdad?

–Lo importante es que estás en manos de los custodios de la congregación de Los Siervos de María.

–¡Bahhh! –refunfuñó con aire malhumorado. Después, ordenándome que le encienda un cigarrillo, añadió–: La verdad es que hubiera preferido estar en mi paraje de origen a que me exhiban como a una inaudita pieza en este museo, nada menos que con dos de mis replicas, una pequeña y otra mediana, que están expuestas también en esta misma galería, donde todos los días debo soportar las cojudas preguntas de los turistas y las embusteras explicaciones de los guías que les maman con teorías que ellos mismos inventan sobre el porqué de mi existencia y sobre el porqué me tienen en las catacumbas de este Santuario católico, donde más que ser un santo patrono, soy un triste convidado de piedra.

Guardé silencio más por temor a él que por respeto al Creador, pero sin dejar de mirarle de arriba a abajo, mientras guardaba el encendedor en el bolsillo de mi saco.

El Tío me atravesó con los candentes dardos de su mirada y, aspirando el humo del cigarrillo, dijo:

–Estoy harto de que los guías y turistas tengan una idea errada de mi existencia. Nadie sabe con exactitud quién soy y de dónde vengo. Los guías, haciéndose los pendejos, les cuentan a los turistas una sarta de suposiciones que no tienen nada que ver conmigo. Unas veces les dicen que soy la representación de Wari, aquel dios cruel y vengativo que, al sentirse traicionado por los urus, a quienes los había creado cerca del lago Poopó, quiso exterminarlos desatando las cuatro plagas que tenían la misión de devorarlos, pero los gigantescos animales no lograron su cometido, debido a que fueron petrificados por la ñusta Inti Wara, la misma que, según cuenta la leyenda, me obligó a refugiarme para salvar mi pellejo en el vientre de la montaña, donde más tarde me encontraron los mitayos. Ellos, al constatar que había sufrido una suerte de metamorfosis, porque tenía un aspecto más de diablo que de vicuña, me llamaron Tiw y empezaron a tratarme como su benefactor y a rendirme culto y tributo para que les conceda las riquezas minerales. Otras veces les dicen que personifico al Supay de los quechuas y aymaras, a esa deidad precolombina que no sólo reinaba en el ukhupacha, sino que también era idolatrado por los nativos, hasta que llegaron los conquistadores ibéricos, quienes, al enterarse de que el Supay encarnaba a un espíritu maligno y que su morada estaba en el vientre de la Pachachama, lo confundieron con el Satanás del mundo bíblico, con el impenitente Lucifer, con ese hermoso ángel que, tras rebelarse contra la sagrada voluntad del Creador, fue condenado a purgar su osadía entre las llamas del infierno.

–Entonces, ¿cuál es la verdad sobre tu origen?

–Eso no te lo puedo decir, ni siquiera de manera confidencial. Estoy seguro que lo divulgarías a través de tus escritos, como lo hacen los periodistas de la prensa rosa, que no respetan la dignidad ni intimidad de los famosos y faranduleros.

–Quizás por eso mismo, por guardar ese secreto en un insondable silencio, todos se dan el lujo de inventar hipótesis sobre tu nombre y tu origen.

–¡Así es, pues! –dijo con tanta rabia, que sus ojos se le pusieron al rojo vivo–. Eso sí, aunque mi imagen es similar a la de los demonios, no soy el diablo, sino el Tío. ¡Soy el Tío, carajo!...

–¿Y por qué no les explicas esto a los guías, para que de una vez por todas se dejen de inventar tu origen y a la madre que te parió?

–No es tan fácil ni tan difícil, pero sí imposible.

–Entonces, al menos puedes sugerirles que lean mis libros para despejar sus dudas.

–No, eso no les puedo sugerir por la sencilla razón de que los responsables del museo han prohibido difundir tus irreverentes teorías entre los turistas del exterior y los turistas de tierra adentro….

Lo escuché atento, como cuando conversábamos en el cuarto oscuro de mi casa, donde lo tenía como a huésped especial, siempre atendido como un soberano y siempre apapachado con infinito cariño.

Sin embargo, cuando terminó de hablar, yo mismo, como cualquier turista que tiene más dudas que certezas sobre su presencia en el museo, le pregunté: 
  
–Si los curas te consideran diablo, ¿por qué te tienen aquí, tan cerca de sus narices?

–Eso pregúntaselos a ellos –contestó–. Supongo que me toleran porque creen que soy una de las deidades de la cosmovisión andina o porque saben que un diablo castrado es menos peligroso que un diablo armado de lujuria y tridente. Y, como te decía hablando en pepas, aunque mi apariencia es similar a la de los demonios imaginados por los padres de la Iglesia, a los devotos de la Virgen no les importa un rábano mi rabo ni mis cuernos. 

Al cabo de un tiempo, mientras observaba con detenimiento el guardatojo que coronaba su testuz, advertí que le faltaban sus cuernos. No supe qué decir, pero me cargué de valor y le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Y tus cuernos? ¿Qué ha pasado con esas protuberancias óseas, gachas y puntiagudas que tenías en la parte frontal, como los símbolos de traición que lucen los maridos cornudos?

–Ya, ya, ya… ¡No te pases, carajo! ¡Cómo te atreves a faltarme el respeto! –gruñó con el rostro bermejo y los ojos desorbitados–. No es lo mismo tener cuernos por ser diablo que por ser marido cornudo…

–Pero volverán a crecerte, ¿no es así?

–Eso no lo sé, porque los siervos del Señor parece que, al cortármelos con una cierra de calar, me han destrozado incluso la queratina, esa proteína rica en azufre, que les daba resistencia y dureza a mis cuernos que, en lugar de caerse como las astas de los ciervos, se hacían cada vez más fuertes y no dejan de crecer.


La mutilación de sus cuernos, me hizo suponer lo peor; por eso volví a mirarlo de punta a punta, para constatar si acaso le faltaba algo más en su cuerpo, mitad de humano y mitad de bestia. Y, en efecto, me llevé una sorpresa del tamaño del Santuario al ver que entre sus piernas le faltaba su reverendo órgano masculino, que le servía no sólo como bastón de mando, sino también para copular con la Chinasupay y la Pachamama.

–¿Con qué las fecundarás ahora? –le pregunté al tiro–. Te han cercenado el nervio que, debido a sus poderosas dimensiones, te convertía en la envidia de los curitas y en el ensueño de las monjitas.
 
–¡De eso ni hablar! –repuso quitándose la colilla de los labios. Después Iluminó su vientre con el fulgor de su mirada y, con un dejo de tristeza que se le escapó desde el fondo del alma, añadió–: Si bien es cierto que no me han reducido la fortaleza física al cortarme con un cuchillo de mueve pulgadas para matar cerdos, como cuando Dalila le cortó la cabellera a Sansón para arrebatarle sus fuerzas divinas, es cierto también que me han condenado al celibato mientras viva en esta ratonera, donde me visitan los turistas nacionales y extranjeros para sacarse fotos conmigo, como si yo fuese una reliquia religiosa y no el dios y diablo de la mitología minera. Además, antes de que uno de los custodios de Los Siervos de María me castrara, como Zeus hizo con Cronos, para redimirse de su propio complejo, las gringuitas se tomaban fotos conmigo, asomando su dulce cara contra mi cara y apoyando su suave mano en la parte más noble y erecta de mi humanidad. Ahora las cosas han cambiado, los hombres ya no me admiran por mi potencia viril ni las mujeres se sienten atraídas por mi mutilado cuerpo; así que estoy jodido, jodido y re-que-te-jodido, como un pobre inválido que no truena ni suena, como un macho que, después de desgraciar a muchas mujeres, está condenado a pagar sus culpas entre abrojos y martirios.

En ese instante escuché la voz del guía que, después de haber llevado a los turistas de un lado para otro, enseñándoles los detalles del museo, anunció que era hora de salir. Entonces no tuve más remedio que despedirle del Tío, no sin antes dejarle una botella de aguardiente para que aplacara su sed y prometiéndole volver otro día para seguir con nuestra conversa en esta misma galería, donde los colonizadores y mitayos creían que las riquezas de la montaña brotaban apenas se arañaban las rocas. La fiebre por los metales preciosos fue tan grande, que algunos confundieron incluso la pirita con el oro, como si no supiera que no todo lo que brilla es oro. 
  
–Te prometo que volveré antes del Carnaval –le dije, dándole un cariñoso abrazo de despedida y sintiendo que, más que desprender un olor a azufre, como ocurre con los diablos de los avernos, desprendía un fuerte olor a tabaco, coca y alcohol.

El Tío bajó la mirada y exhaló un inevitable suspiro. Me apretó entre sus robustos brazos y, con lágrimas que anegaron el fuego de sus ojos, me dijo que estaría esperándome para revelarme un secreto que tenía celosamente guardado desde el día de su nacimiento.

Lo miré por última vez y caminé en dirección a la quinta sección del museo, donde está la gradería que conduce directamente hacia el atrio del Santuario, que es una de las metas de peregrinación de los fieles durante los días del Carnaval.

V

Apenas alcancé el último peldaño, aspiré el cálido aire de la Plaza del Folklore, donde el sol reverberaba encima del monumento al minero y donde todos los años, a tiempo de ch’allar en agradecimiento a las bondades dispensadas por la Pachamama y el Tío, los danzarines de la diablada bailan con devoción en honor a la Virgen de la Candelaria, quien hizo su aparición misteriosa en el cerro Pie de Gallo; más todavía, la alegoría coreográfica de la diablada está inspirada en la lucha del Bien contra el Mal, entre el Tío y el arcángel San Miguel, quienes, en un momento en que el fastuoso Carnaval se hace plegaria y danza, bailan hasta caer rendidos a los pies la Patrona de los mineros.

El mismo Tío, disfrazado con su suntuoso traje de luces, baila como Lucifer en la fastuosa fiesta pagano-religiosa, representando la fusión entre la deidad subterránea de la cosmovisión andina y el diablo de la cultura occidental, desde que los mineros, reunidos al conjuro del descubrimiento de la imagen de la Virgen, a fines de 1789, resolvieron reverenciarla durante tres días al año, desde el sábado de Carnaval, usando disfraces a semejanza del Tío, para luego brincotear al ritmo de una cautivante música, que nadie sabe quién compuso, como nadie sabe quién pintó el fresco de la Virgen en la guarida del Chiru Chiru.


Antes de abandonar la Plaza del Folklore, con un montón de ideas atravesadas en la mente, me quedé con la sospecha de que el Tío, a quien lo visité en la galería del Museo Minero del Socavón de Oruro, no quiere bailar en el Carnaval, porque carece de los atributos que debe tener un Lucifer, no sólo para batirse en un reto a muerte con el arcángel San Miguel, sino también la fuerza volcánica para enamorar a las Chinasupay, acostumbradas a gozar con la potencia viril y las caricias infernales del amo y señor de las riquezas minerales.

GLOSARIO

Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo y plomizo, proveniente de los relaves.
Ch’allar: Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol, chicha o cerveza.
Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
K’achamoza: Mujer hermosa y elegante.
Pijchar: Mascar hojas de coca.
khoyaruna: Minero (khoya = mina, Runa = persona).
Supay: Diablo, Satanás. Personaje que representa la simbiosis entre la región andina y de la religión católica.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Ukhupacha: Infierno. Mundo subterráneo por cuyos caminos se creía que peregrinaban los difuntos. Ukhupacha fue convertido en el infierno católico por el clero del coloniaje.

viernes, 7 de noviembre de 2014


EL SANGRIENTO GOLPE DE TODOS SANTOS

En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación de la república.
 
El sangriento golpe de Estado, destinado a tumbar al gobierno constitucional de Wáter Guevara Arze, fue protagonizado con el apoyo de miembros de las Fuerzas Armadas, correspondientes al sector denominado constitucionalista, donde participaban personajes siniestros como David Padilla, Raúl López Leytón y Gary Prado. Asimismo, el golpe fue respaldo por los militantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Guillermo Bedregal, José Fellman Velarde, Edil Sandóval y otros.

El golpe de Natusch Busch pretendía ser la tabla de salvación de la mala administración de los recursos naturales y económicos que, durante los gobiernos dictatoriales que le antecedieron, provocó una profunda crisis económica y un descontento popular en todo el país.

No se descarta que otro de los motivos para tramar el golpe de Estado fue evitar, a como dé lugar, el juicio de responsabilidades contra la reciente dictadura de Hugo Banzer Suárez, que había comenzado a fines de agosto de ese mismo año con el Pliego Acusatorio leído en el Congreso por el diputado Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, durante el golpes militar del 17 de julio de 1980, fue asesinado y desaparecido en un asalto a la sede de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), protagonizado por un piquete de paramilitares al mando del megalómano Luis García Meza y el Malavida Luis Arce Gómez.

El golpe de Estado se realizó horas después de haber finalizado la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), celebrada en la ciudad La Paz, donde Bolivia logró un éxito diplomático en torno al tema marítimo, porque todos los cancilleres -excepto el de Chile- aceptaron que la demanda marítima se discuta multilateralmente; un propósito que quedó trunco, debido a que sobrevino el golpe al día siguiente y las delegaciones diplomáticas tuvieron que abandonar el país, nada menos que custodiadas por tanquetas hasta el aeropuerto de El Alto.

El nuevo régimen golpista, que no contó con el beneplácito del pueblo ni de sus organizaciones representativas, en vano intentó mostrarse ante la opinión pública como un gobierno de izquierda y con un discurso basado en la Doctrina de Seguridad Nacional, que el imperialismo norteamericano impartía a sus mercenarios en la Escuela de las Américas.

Los autores de este nefasto asalto al poder, mientras con una mano firmaban los decretos a favor de las organizaciones sindicales, el respeto al parlamento y la autonomía universitaria, con la otra firmaban las órdenes para imponer el terror institucionalizado, la clausura de los medios de comunicación y el fichaje de los elementos más peligros de la ultra izquierda.

Los días de noviembre se marcaron con sangre en la memoria histórica de un país asolado por las dictaduras, no sólo porque el golpe cívico-militar se produjo en vísperas de Todos Santos (Día de los Muertos), sino también porque se demostró, una vez más, que un pueblo es capaz de ponerse en pie de lucha para defender sus derechos más elementales, enfrentándose sin más armas que el coraje contra las avionetas, los carros blindados y las tropas militares fuertemente pertrechadas.

Desde luego que nadie podía concebir que justo cuando el pueblo se alistaba para recibir a sus difuntos, se precipitaría una nueva asonada del gorilismo en la palestra política. Los difuntos llegaron igual, pero no desde el más allá, convertidos en almas, sino desde las calles de la ciudad y con los cuerpos ensangrentados por las armas fratricidas de quienes creyeron ser desde siempre los dueños del poder y la razón.

Inmediatamente consumado el objetivo de los militares golpistas, las principales arterías de la ciudad de La Paz se llenaron de manifestantes, que organizaron mítines y levantaron barricadas con adoquines sacados de las plazas San Francisco y Pérez Velasco, para resistir a las tropas de los regimientos Tarapacá e Ingavi, que tomaron la Plaza Murillo y calles adyacentes, el frontis del Parlamento y el Palacio de Gobierno.

La Central Obrera Bolivia (COB)  convocó a la huelga general y al bloqueo de caminos. Los mineros entraron en huelga indefinida bajo el lema: ¡Hasta que se vaya Natusch Busch! A la convocatoria se sumaron estudiantes, maestros, vecinos, intelectuales y otros sectores populares, que se congregaron en diversas zonas paceñas, como el Cementerio General, Munaypata, Villa Victoria y en la Zona Ballivián de El Alto.

En inmediaciones de la sede de la COB se congregaron piquetes de obreros y estudiantes, tratando de levantar barricadas para defenderla de cualquier ataque. Apenas las descargas de las ametralladoras zumbaban en el aire, se tiraban al suelo, pero luego se volvían a levantar, con los puños en alto y la mirada encendida, para seguir gritando: ¡Asesinos! ¡A las fronteras!... Todos permanecieron en sus sitios con la firme decisión de morir antes que esclavos vivir.

La resistencia popular, que se organizó espontáneamente, no tenía el objetivo de defender al derrotado presidente constitucional Wálter Guevara Arze -ni al gobierno civil interino inestable, que no duró ni tres meses-, sino la democracia que hacía poco se había recuperado de manos de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez; es decir, en la memoria colectiva estaban frescas las luchas libradas durante siete años contra la dictadura y el pueblo boliviano no estaba predispuesto a soportar un nuevo zarpazo contra la incipiente democracia que renacía como el Ave Fénix de sus propias cenizas.

Los luchadores sociales, que durante dos semanas se movilizaron en las principales calles de Paz, Cochabamba y centros mineros, pusieron en jaque al efímero gobierno del coronel Natusch Busch, como una muestra de que contra la voluntad de lucha de un pueblo no pueden las tanquetas de guerra, las ráfagas de las avionetas ni las balas de un ejército dispuesto a matar a mansalva.


En algunas imágenes registradas por la prensa se ven a los uniformados portando armas, a los manifestantes atisbando por las esquinas entre el espanto y la zozobra, a jóvenes que se enfrentan a las tanquetas con el pecho descubierto, a heridos que son cargados por sus compañeros y los cuerpos de los caídos en medio del dolor y el llanto.

No faltan las imágenes donde aparecen hombres y mujeres armados con lo que tenían a mano o encontraban a su paso; piedras, palos, cables y otros objetos contundentes, que les pudiera servir para defenderse de los uniformados, quienes tenían la orden terminante de mantenerse en sus posiciones a sangre y fuego.

La huelga general declarada por la COB, que pronto fue secundada por otras organizaciones sociales, se convirtió en un movimiento de masas que, al grito de ¡asesinos!, logró poner fin a los 16 días de gobierno de Natusch Busch, quien, por su actitud sanguinaria, pasó a ser conocido en la historia como el Mariscal de la Muerte.

Natusch Busch, ante la presión de un pueblo enardecido, anunció su capitulación y prometió levantar la Ley Marcial y el Toque de Queda, dictados el primer día del golpe de Estado. Sin embargo, antes de alejarse del poder en medio del estado de sitio, pidió al Congreso que eligiera un nuevo presidente a cambio de mantener el Alto Mando nombrado por él y que no se tomaran represalias contra los golpistas ni se devolviera el mando presidencial a Wálter Guevara Arze.

Los congresistas, aunque consideraron ese planteamiento como una manipulación de los golpistas, prosiguieron con la elección del nuevo mandatario constitucional, eligiendo a Lydia Gueiler Tejada como a la primera presidenta de Bolivia, pero se dejó intacta las bases golpistas que, ocho meses después, volverían al ataque; un hecho que hace suponer que el golpe del Mariscal de la Muerte fue sólo un ensayo para consumar el golpe de Estado del 17 de julio de 1980, que llevó al poder a García Meza y Arce Gómez, dos militares financiados por los narco-dólares que, a su paso por el Palacio Quemado, cometieron nuevos crímenes de lesa humanidad.

Durante la Masacre de Todos Santos, en el que se sembró el pánico y el terror institucionalizado durante 16 días, los militares golpistas se mancharon las manos con la sangre del pueblo, pero no pudieron acallar las voces de protesta que se alzaron como símbolos de protesta ni pudieron aplastar la indomable fuerza de resistencia de un pueblo dispuesto a defender a cualquier precio la democracia y la justicia social.

La Masacre de Todos Santos cobró la vida de al menos 300 personas y dejó el saldo de alrededor de 500 heridos, quienes, con la mente y el cuerpo todavía marcados por una contienda desigual, cuentan los horrores que les tocó vivir en carne propia. No es menos escalofriante la suerte que corrieron los desaparecidos. Algunos testimonios aseveran que, durante las dos semanas teñidas de sangre, los militares se dedicaron a hacer desaparecer los cadáveres fondeándolos desde las avionetas al lago Titicaca o arrojándolos en las regiones inhóspitas de los Yungas. Se creía, asimismo, que los desaparecidos fueron enterrados en fosas comunes o cremados en el Cementerio General. No se sabe la verdad a ciencia cierta, salvo que los desaparecidos fueron también víctimas del sangriento golpe militar.

Está claro que la Masacre de Todos Santos, aparte de los traumas psicológicos que afectó a la ciudadanía, dejó también centenares de viudas y huérfanos, que no fueron recompensados por su dolor ni conocen la justicia hasta nuestros días, puesto que los responsables de la masacre permanecen en la más absoluta impunidad. Sobre ellos no ha caído la condena ni todo el peso de la ley.

La sangre derramada por las víctimas no ha sido reparada, como si el Estado boliviano no tuviera la ineludible obligación de determinar responsabilidades por las muertes, desapariciones y traumas de las familias afectadas. Si el Estado, por desidia o falta de voluntad política, no puede cumplir con esta “tarea pendiente”, es natural que las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos exijan la creación de una Comisión Nacional de la Verdad, para recuperar la memoria histórica, esclarecer los hechos que quedaron pendientes debido a varias razones y proceder a sentarlos en el banquillo de los acusados a los autores materiales e intelectuales de la masacre de noviembre de 1979.

Ya se sabe que la justicia, a veces, llega tarde, pero llega. Ahora sólo se espera que en el caso de la Masacre de Todos Santos no llegue demasiado tarde, porque se nos morirán los responsables antes de que sean juzgados, como pasó con el golpista Alberto Natusch Busch, quien murió tranquilo en su casa, en noviembre de 1994.

¿Quién era, en realidad, este personaje con grado de coronel? Era el representante del sector más reaccionario de las Fuerzas Armadas, un militar de carácter temperamental y bebedor empedernido. Alberto Natusch Busch, como ex ministro de Agricultura y Asuntos Campesinos de la dictadura de Hugo Banzer Suárez, fue responsable de la masacre de Tolata y acusado, en repetidas ocasiones, de organizar conatos subversivos contra el gobierno constitucional de Wálter Guevara Arze; acusaciones que él desmentía categóricamente, hasta que en la Masacre de Todos Santos saltó la liebre y dejó al descubierto el verdadero rostro del carnicero de noviembre, del Mariscal de la Muerte.