TRAS LAS HUELLAS DE FERNANDO PESSOA
Cualquiera que esté en
Lisboa, como un visitante más entre la muchedumbre agolpada en las calles, se
plantea la necesidad de conocer los barrios por donde caminó, a paso ligero y
un portafolio en la mano, uno de los escritores portugueses que revolucionó la
poesía universal del siglo XX, sin más artilugios que la capacidad innata de
captar el instante poético y transmitirlo por medio de seudónimos que escondían
su verdadera identidad. Así me ocurrió en el verano de 1987, cuando decidí
conocer la ciudad donde vivió y escribió Fernando Pessoa.
La ciudad, que parecía
nacida del abrazo del Tajo y el mar, desparramada por las siete colinas que
dominan las aguas del mar de la Paja, tenía la fachada leprosa y los pavimentos
agujereados. Esta capital, que antes olía a jazmín y canela, a sardinas asadas
a la brasa y a café recién tostado, no olía más que a tubos de escape y gases
de automóviles, y, por las tardes, cuando los cubos de basura salían a la
calle, se observaba incluso a personas que buscaban su comida entre los
desperdicios como aves de rapiña.
Todos los días, cuando el
resplandor rosáceo de los rayos del sol anunciaba el ocaso, unas escalinatas y
un laberinto de calles empinadas me conducían a los barrios típicos de Alfama,
la Mauraria y el Barrio Alto; uno de los más pintorescos del casco antiguo de
la ciudad, y hasta cuya cima se debía ascender por medio de un funicular en el
que cabían pocas personas. Todo esfuerzo valía la pena si se quería degustar un
buen plato de gambas con piri-piri cerca de la ventana de un restaurante que
permitiera contemplar las aguas glaucas del mar y ver el aire salpicado de
gaviotas.
Por las noches, como todo
visitante ansioso por vivir y revivir las emociones más vibrantes de la ciudad,
recorría por las callejuelas de Alfama. De las ventanas salían jirones de
música portuguesa o africana y de las puertas actores entrados en años. En
medio de la calle habían hombres ataviados de negro, invitando a los
transeúntes a pasar la noche en una especie de peña folklórica llamada fado,
donde los portugueses ofrecían un espectáculo de su tragedia y su tristeza, a
través de una viola acompañada de un canto desgarrado y melancólico. Además, en
este barrio de vida nocturna, al igual que en el centro comercial de Baixa, que
está entre la plaza del Rocío y la del Comercio, daba la impresión de haberse
instalado el lujo en medio de la pobreza.
Ya dije que estando en
Lisboa, después de muchas idas y venidas, se hace necesario recorrer por las
mismas calles que transitó Fernando Pessoa, un hombre enigmático y de
heterónimos diversos, que de día ejercía como traductor, más exactamente como corresponsal extranjero de casas comerciales, y de noche escribía poesía, una
poesía que se desdoblaba en varios autores ficticios, como cuando un niño juega
a su gusto y capricho con los personajes creados por las aventuras de la
imaginación.
Aunque sus biógrafos
coinciden en señalar que era partidario de un nacionalismo místico, del que
debía ser abolida toda infiltración católico-romano, tenía divergencias con las
ideas comunistas y simpatizaba con el orden monárquico de una nación.
Consideraba que el sistema monárquico era el más apropiado para un país como
Portugal, que por entonces tenía bajo su control a colonias allende los mares.
Sin embargo, de haberse dado un plebiscito para elegir entre un régimen
monárquico y un Estado republicano, él habría votado a favor de la República.
Seguir las huellas de
Pessoa, es seguir los pasos de uno de los escritores más grandes de la lengua
portuguesa, a pesar de que él se despidió del mundo sin haber visto publicada
la mayor parte de su obra literaria, que sigue siendo motivo de análisis y
controversias. Murió a los 47 años de edad debido a afecciones hepáticas,
asociadas a una cirrosis provocada por el excesivo consumo de Águia Real, un
aguardiente que hoy se bebe tanto como la poesía de quien lo hizo famoso. Por
eso los aficionados a su obra y al alcohol, están casi obligados a echarse unas
copas de Águia Real a su paso por las calles donde estuvo el poeta como un
fantasma enfundado en un traje oscuro, abrigo, sombrero y gafas.
Caminar por las calles de
Chiado, que es una de las zonas más tradicionales de la ciudad, entre el Barrio
Alto y la Baixa, es respirar y escuchar los versos de los poetas que
frecuentaron los bares y restaurantes de este barrio a finales del siglo XIX y
principios del siglo XX. De todos ellos, Fernando Pessoa es quien más huellas
ha dejado en las aceras. Por eso no es casual que, con el transcurso del
tiempo, se le haya erigido una estatua de bronce hoy situada en la calle
Garrett, cerca del Largo do Chiado, donde
sus admiradores y admiradoras pueden verlo sentado en su silla preferida,
luciendo su figura esbelta, con la pierna cruzada y la mano apoyada sobre la
mesa, como quien espera con insoportable paciencia la copa que solicitó alejado
de los quitasoles y consciente de que ser poeta o escritor no constituye una
profesión, sino una vocación, al menos así como debe entenderse el oficio de
cazar palabras para luego ensartarlas en ideas concebidas por la lucidez mental
y la pasión del alma.
Y, por si fuera poco,
Pessoa, con la sabiduría de quien conoce las leyes de la vida, intuía, desde
antes de cerrar los ojos como un niño para dormir su muerte, que su voz
quedaría para siempre entre nosotros y que su biografía, la más fecunda en
lengua portuguesa, sería mucho más de lo que él afirmó cuando le nacieron unos
versos llenos de meditación y alegoría: Si después de yo morir quisieran
escribir mi biografía/ no hay nada más sencillo./ Tiene sólo dos fechas/ la de
mi nacimiento y la de mi muerte./ Entre una y otra todos los días son míos./
Soy fácil de describir./ He vivido como un loco...
Fernando António Nogueira
Pessoa (Lisboa, 1888 – 1935). Escribió tanto en verso como en prosa. Parte de
su extensa producción literaria, traducida al español, consta de los siguientes
títulos: El regreso de los dioses (2006), Cantares (2006),
La educación del estoico (2005), Crítica: ensayos, artículos y
entrevistas (2003), Libro del desasosiego (2002), La hora del
diablo (2003), Mensaje (1997), Un corazón de nadie. Antología poética, 1913-1935 (2001),
Odas de Ricardo Reis (1995), Noventa
poemas últimos, 1930-1935 (1993), Antología poética. El poeta es un
fingidor (1982), Poemas de Alberto Caeiro (1980), Oda marítima (1963), Antología (1962), entre otros.
No hay comentarios :
Publicar un comentario