SE NOS FUE DOÑA DOMI
A doña Domi, que llegó a constituirse en una de las
mujeres emblemáticas de la historia del sindicalismo boliviano, la recuerdo
desde mi infancia. Algunas veces compartimos las manifestaciones de protesta en
la Plaza del Minero de Siglo XX, donde yo hablaba en representación de los
estudiantes de secundaria y ella descollaba, tanto en la palabra como en el
coraje, como la líder indiscutible del valeroso Comité de Amas de Casa.
Era una mujer hecha de copajira y fibra minera, no
sólo porque fue hija de un minero, sino también porque fue la esposa de otro
minero; por sus poros brotaba el sudor de las palliris y en sus manos se
expresaba el sacrificio de una mujer acostumbrada a redoblar las jornadas para
cumplir con los quehaceres domésticos y la familia. Vivía para trabajar y
trabajaba para que los hombres y las mujeres aprendieran a defender sus
derechos más elementales.
Sus discursos, hechos de fuego y de pasión ardiente,
eran incendiarios a la hora de referirse a los atropellos de lesa humanidad que
cometían los regímenes dictatoriales, que sembraban el pánico y el terror cada vez
intervenían militarmente los distritos mineros, dejando un reguero de muertos y
heridos.
Nunca dejó de protestar contra el saqueo
imperialista, en una nación que siendo tan rica es tan pobre a la vez, ni nunca
se postró ante las amenazas de quienes la golpeaban en las mazmorras de las
dictaduras. Siempre mantuvo la frente altiva y el corazón palpitante al lado de
un pueblo que clamaba libertad y justicia.
A doña Domi la reencontré en 1980, en Estocolmo,
después del sangriento golpe de Estado protagonizado por García Meza y Arce
Gómez, compartimos la misma fila en una marcha de protesta y hablamos de los
muertos y desaparecidos tras la toma, a mano armada, del edificio de la
Federación de Mineros. Después compartimos la alegría de conocerlo y escucharlo
a García Márquez el año en que le concedieron el Premio Nobel de Literatura,
cuando habló ante cientos de latinoamericanos exiliados y leyó uno de sus
cuentos en el salón de actos de la LO (Central Obrera Sueca), en el crudo
invierno de 1982.
Una vez recuperada la democracia en Bolivia, doña
Domi decidió retornar al país para insertarse otra vez en el seno del movimiento
popular que pugnaba por asumir las riendas del poder político. Leí en la prensa
que se presentó como candidata a la Vicepresidencia y que los votos de los
electores no fueron suficientes para encumbrarla en el Palacio Quemado. Esto,
sin embargo, no le bajó la moral y ella siguió su lucha con la misma actitud
tesonera de siempre. Ahora ya sabemos que no llegó a ser vicepresidenta, ni ministra
ni senadora de la república, ni siquiera durante el proceso de cambio que dice
estar impulsando el actual gobierno.
Me dio mucha pena ver la foto en la cual aparecía
con una pañoleta en la cabeza, después de que en ella hiciera mella una
enfermedad terminal y un tratamiento de quimioterapia. Pero aun así, se la
notaba sonriente ante la cámara, como burlándose de la muerte, como riéndose de
quienes le deseaban lo peor, porque una mujer como doña Domi, que aprendió a
capearle a la vida en las buenas y en las malas, era ya entonces una mujer
inmortal, puesto que su lucha, sus palabras, su ejemplo, sus experiencias y su
ansias de justicia quedarían para siempre entre nosotros, con nosotros, como
las llamas que se avivan en la memoria colectiva y el testimonio histórico de
un país cansado de esperar en la cola de la historia.
Doña Domi se nos fue entre sollozos y corazones
acongojados por su partida, entre hombres, mujeres y niños que asistieron a su
velorio y luego a su sepelio. No podemos negar que en los últimos años de su
vida pasó algo recluida entre el dolor, el silencio y, por qué no decirlo, en
una suerte de olvido por parte de quienes un día la consideraron su compañera
de lucha y otro día la abandonaron debido a los celos y las mezquinas
ambiciones de algunos que se adjudicaban el mérito de ser luchadores sociales sin
ni siquiera merecerlo.
Si me permiten hablar, que resume las ideas y los
sentimientos de esta indomable mujer de las minas, seguirá siendo una lectura
obligatoria para las mujeres de Bolivia, América Latina y los países del
llamado Tercer Mundo. En sus páginas resuena la voz de una mujer que, dueña de
una honda sabiduría popular, criticaba las concepciones del feminismo
trasnochado, que ve en el hombre al enemigo principal y no en el sistema
capitalista, y reivindicaba la verdadera emancipación de las mujeres que, junto
con los hombres, debían forjar una sociedad más libre y equitativa, basada en
los principios de la solidaridad y el respeto a los Derechos Humanos.
Con todo, doña Domi tendrá siempre, por méritos
propios, un sitial privilegiado en los campamentos mineros, en las granzas de
los desmontes y en los tenebrosos socavones de Siglo XX, donde reina todavía el
Tío de la mina, que es el dueño absoluto de las riquezas minerales y el amo de
los mineros, de esos gigantes de las montañas que aprendieron a pelear contras
las rocas, a brazo partido y dinamita en mano, con el mismo ímpetu con el que
aprendieron a enfrentarse a sus enemigos de clase, al mando de los sindicatos revolucionarios
cuyos líderes, al igual que doña Domi, dieron lecciones de humanismo, dignidad
combativa y democracia participativa.
Imagen:
Domitila y el autor de esta nota (der.), en una marcha de protesta en Estocolmo, julio de 1980.
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