LA
CHICHARRONERÍA DE DOÑA MARUJITA
Un fin de
semana en Llallagua, cuando se tienen ganas de comer un buen chicharrón, lechón
o fricasé, es cuestión de viajar por la carretera asfaltada, llamada diagonal Jaime Mendoza, inaugurada oficialmente
en diciembre de 2018, hasta llegar, luego de atravesar una serranía árida,
pedregosa y polvorienta, a las afueras de Uncía, capital de la provincia Rafael
Bustillo del departamento de Potosí y ciudad que sobrevive gracias a la
agricultura, ganadería y explotación minera.
A orillas de
esta ciudad de población bilingüe, donde sus habitantes hablan con desparpajo
el quechua y el español, se encuentra la Chicharronería
Marujita, donde comer… ¡Es un placer!, que atiende los domingos y feriados,
a partir de las 11:00 de la mañana.
Se camina
unos metros en dirección a la Plaza 6 de Agosto, y allí mismo, a media cuadra y
a mano derecha, está la casa con fachada de color naranja, ubicada en la Calle
Sucre 29, reconocible por el nombre viñeteado en la pared frontal, donde se
lee: Restaurante Marujita. No hay
cómo perderse, el local está a la vista de los peatones, que pasan y repasan
por este local que existe desde la pasada centuria.
Se atraviesa el dintel de un portón de madera y, de pronto, uno aparece en un patio lleno de mesas, sillas y toldos improvisados, de lona y plástico, de todos los colores y tamaños, para resguardarse del sol, la lluvia y los vientos que arrecían desde los cerros. No parecen elementos decorativos para resaltar la imagen de la vivienda, sino cubiertas necesarias para protegerse de las inclemencias de la intemperie.
El ambiente
desprende un olor a carne frita y tiene un aspecto de casa antigua, de esas
casas donde parece haberse detenido el aire y el tiempo de otros tiempos. El piso está cubierto por
losas y una alfombra de césped sintético. Allí, entre muros que se levantaron
con adobes hechos de barro, mezclado con arenilla y paja brava, habita y reina
doña Marujita, quien, como toda fiel devota del patrono San Miguel Arcángel,
cuya festividad se celebrada a fines de septiembre, atiende, ataviada con un
impecable mandil con bolsillos y una pañoleta en la cabeza, con amabilidad y
expresión amigable a cada uno de los comensales que cruzan el dintel del portón
que da a la calle.
Al fondo del patio está la pequeña cocina, cuyo techo de calamina, oxidado y ligeramente hundido, soporta el peso de piedras de diversos tamaños. Ahora bien, si las piedras están colocadas encima del techo, al margen de ser una suerte de ornamento de la vivienda, es para sujetar las calaminas que, en tiempos en que sopla el viento sin contemplaciones, pueden ser desclavadas de las vigas y volar por los aires como hojas de papel.
Doña Marujita
sabe que la buena atención al comensal es la clave para ganarse la simpatía y
el aprecio de todos quienes volverán una y otra vez, bajo la lluvia o bajo el
sol, a servirse los platillos de fricase, lechón y chicarrón, especialidades de
la casa, donde se respira libertad y ganas de tragarse todo lo que contiene el
platillo.
Doña Marujita
prepara el chicharrón a la vista de los consumidores, a modo de lucir sus
conocimientos en materia gastronómica. A veces, mientras está ocupada en sus
quehaceres, se le desborda el caldo de la paila y cae sobre el fuego y las
brasas, provocando una humareda que pronto es amainada con experiencia y
destreza acumuladas durante años, como quien aprendió a domar el fuego,
avivando las brasas que brincotean como pequeños diablillos entre la pared
circular de la k`oncha (fogón de
barro).
El chicharrón se cocina en la grasa derretida del mismo cerdo, en una enorme paila de cobre que, a su vez, está puesta sobre un fogón hecho de barro, preparado en fuego a leña, y el emplatado se remata con un chorro de frituritas de la piel del cerdo. El platillo es acompañado con mote blanco, papas con cáscara, chuño y, como es natural, no pude faltar su exquisita llajwa (salsa picante elaborada con tomates, locotos, sal y killkiña).
Un aparato de
sonido, ubicado en la plataforma de tablas, es controlado por uno de sus hijos,
quien, al mejor estilo de un discojoke,
pone música variada y de sobremesa –con preferencia los boleros mejicanos, los
vals peruanos y los clásicos del folklore boliviano, como los Karkas, Savia
Andina y el Dúo Sentimiento, entre otros–, para acompañar a los comensales que,
con los dedos convertidos en cubiertos y la mirada puesta en los platos de
comida, se zampan los caldos, las carnes, los motes, las papas y los chuños,
con una avidez que parece haber sido acumulada por mucho tiempo.
A un costado
del patio, donde están las pailas puestas sobre el ojo de las k´onchas, tiznadas por el hollín y el
humo, las carnes están cocinándose entre burbujas de grasa, hervido por las
brasas y el fuego a leña, un detalle que le da una característica especial a
las comidas preparadas por las divinas manos de doña Marujita, quien mira con
un ojo las pailas de cobre y con el otro a los comensales, quienes se sirven la
comida con todos los sentidos, casi sin hablar ni respirar. Ellos comen con las
manos, como dispuestos a chuparse los dedos después de cada bocado, sin ser
necesariamente gourmets de gusto refinado y exigente paladar.
Doña Marujita, a pesar del peso de sus años y los achaques que se le manifiestan de tanto en tanto, se mueve como una ardilla, de un lado a otro y sin tregua, como si estuviese acostumbrada a trabajar desde siempre, sin quejarse ni tomarse una pausa, como si su trabajo fuese el mejor premio que ganó en la vida, no solo porque este trabajo le ha permitido mantener a su familia, sino también porque le da una profunda satisfacción el simple hecho de dejar conformes a sus comensales, quienes le expresan su respeto, admiración y su infinito agradecimiento por haber convertido su tiempo de almuerzo en un momento inolvidable y en una fiesta para el paladar.
Doña Marujita
cocina con pasión y sabiduría, convencida de que los hombres, las mujeres y los
niños, se llevarán a casa el estómago lleno y el corazón contento. Pues, como
ya se sabe, el placer de comer no solo entra por los ojos, sino también por el
olor, el color y el sabor de una comida emplatada con el cariño de quien sabe
que no es lo mismo comer por comer que deleitarse con cada bocado que
explosiona en la boca.
Su cocina,
donde se ingresa por una puerta angosta y una grada de piedra, no luce una hornalla
industrial ni un mesón de respetables dimensiones, sino unas mesitas, un
estante con utensilios, cubiertos, vasos, platos, boles de plástico y otros,
que le dan la apariencia de ser una cocina familiar, donde uno se siente como en
su propia casa, donde faltan los típicos muebles de un restaurante, pero donde
sobra el calor de hogar y el aire de bienvenida que se respira por doquier.
Doña Marujita
es una gastrónoma de sepa y se dedica al arte culinario por herencia familiar.
Ella aprendió a cocinar al lado de su madre y al lado del fogón, mirando como
la carne de cerdo cambia de textura a medida que se fríe en la grasa del animal
más sucio, pero el más delicioso de la cocina popular. Doña Marujita es una de
las cocineras más prestigiosas de Uncía, conoce las técnicas de preparación del
chicharrón y el fricasé, la calidad de los ingredientes con solo olerlos y
palparlos, y, lo que es más importante, conoce los componentes culturales de
esta magia culinaria que es una virtud reservada solo para las mujeres que
convierten en delicias todo lo que tocan.
Si uno mira
en derredor, constata que los comensales se zampan el contenido del plato con
la avidez de los parroquianos que, después de una noche de copas, buscan
servirse una buena porción de chicharrón o fricasé, intentando reparar la
resaca que produce retorcijones en la panza y zumbidos en la cabeza.
El fricasé de
cerdo es un platillo típico del altiplano boliviano, aunque tenga su origen en
la cocina francesa y su nombre sea fricasseé.
Es un caldo picante que incluye trozos de carne, nudos, cuero y costillas de
cerdo. Este platillo se aliña con un aderezo de cebollas blancas finamente
picadas, comino molido, pimienta negra, dientes de ajo, finamente picados,
orégano desmenuzado y ají panca picante, lo que le confiere un color rojizo.
Después de una cocción de dos horas y media en la paila, al punto en que las
carnes están casi desprendiéndose de los huesos, el fricasé está listo para ser
servido en un plato hondo, preferentemente de barro cocido, con chuños negros y
un puñado de mote de maíz blanco, esparcido en el caldo humeante y aromático,
y, como es de rigor, se acompaña con llajwa,
que se muele en el batán de piedra que está en el patio, cerca de la puerta de
la cocina.
De pronto aparece, como salido de la nada, una perrita de nombre Beba y de raza shar pei (piel de arena), que merodea alrededor de las mesas y se asoma a los comensales, luciendo las arrugas en su frente y su hocico grueso, a la espera de que alguien le tire un trozo de carne, pero tiene que ser carne como su labio carnoso, porque, como catador de los sabrosísimos platillos que prepara su dueña. Eso sí, como todo gourmet de gusto delicado y exquisito paladar, no come ni roe huesos, menos los huesos que le arrojan con desprecio. Esta perrita longeva, que inspira amor y ternura, no solo es un animal de compañía sino también la celosa guardiana del restaurante, donde se pasea a paso lento, exhibiendo su pelo leonino, sus ojos oscuros, sus orejas caídas y su parada de medio metro, como si ella fuera la misma ama y señora de este restaurante donde se sirven platillos con sabor y estilo nortepotosinos, y que, en mérito a sus años de servicio, forma ya parte del patrimonio gastronómico y cultural de Uncía. Ojalá que este patrimonio no se muera nunca y que la afamada dama, de menuda estatura y sonrisa afable, sea reconocida por parte de las autoridades ediles con los mayores honores, por tratarse de un punto más de atracción turística, donde los visitantes de todo el país, urgidos por saciar el hambre y relajarse del cansancio, son acogidos con el corazón y las puertas abiertas de este restaurante tradicional, que desde un principio invita a retornar hacia el sabroso olor de sus pailas y el acariciante calor del fuego a leña que emanan las ennegrecidas k´onchas.
Al término de una buena comilona, doña Marujita se acerca a las mesas, llenas de platos, gaseosas y botellas de cerveza, para invitar, como un cariño de la casa, una jarrita de vino oporto a manera de asentativo para bajar y digerir mejor el chanchito. Las comidas y el vinito son delicias que deben probarse alguna vez en este restaurante uncieño, que parece la casa del jabonero, donde el que no cae…
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