viernes, 13 de mayo de 2016


MUSEO LEÓN TROTSKY

A pesar de no existir lengua capaz de describir las emociones del alma, debo confesar que sólo dos veces caminé con pies de plomo: cuando conocí a Guillermo Lora y visité el Museo León Trotsky, años después de que Nikita Kruschev leyó en el XX Congreso del Partido Comunista el sensacional informe sobre los crímenes perpetrados por Stalin y antes de que la Perestroika y el Tribunal Supremo de la antigua Unión Soviética decidieran rehabilitar a los viejos dirigentes bolcheviques, quienes fueron desterrados y asesinados durante las purgas de los años 30, acusados de contrarrevolucionarios, espías de la Gestapo y traidores de la revolución y el Estado socialistas.

La primera vez que llegué a México, en octubre de 1984, lo primero que resplandeció en mi mente fue la idea de visitar el escenario donde vivió y murió el artífice de la revolución bolchevique. Estando en Coyoacán, una tarde calurosa y polvorienta, me presenté en el Museo León Trotsky. 

No muy lejos de la entrada, en una de las columnas del garaje, había una placa de mármol en memoria a Robert Sheloon Harte, secretario de Trotsky, quien, durante el atentado tramado por la banda de Alfaro Siqueiros, fue herido, capturado y posteriormente asesinado.

En la mitad del jardín, sobre el tupido césped del prado, se levantaba majestuosa la tumba donde se guardaban las cenizas del autor de La revolución permanente y su esposa, y en una pared fronteriza, entre árboles y flores, estaban las puertas y ventanas blindadas, y las elevadas garitas que parecían apuntalar la inmensidad del cielo.

Luego de escrutar en derredor, crucé el patio a paso lento, como si el hecho de estar donde estuvo el organizador del Ejército Rojo, acosado por los mercenarios de Stalin, me reconfortara las ideas y fortaleciera la conciencia. Alcancé la puerta blindada, antecedida por un cuarto donde había una cama con un sarape artesanal, y entré en la recámara modesta y sencilla de Trotsky y Natalia. Adentro, busqué en las paredes los orificios provocados por el impacto de las balas. No atiné a contarlos porque mi mirada quedó clavada en la cama destrozada por las ráfagas.

En el estudio de Trotsky, tuve la sensación de que el tiempo se quedó fijo. Todo estaba intacto: los cuatro casquillos de bala, el estante con las obras escogidas de los clásicos del marxismo y una Enciclopedia Soviética de principios del siglo XX. También se conservaba la pequeña cama cubierta con un sarape, donde Trotsky solía descansar en sus horas de trabajo y, por supuesto, el escritorio arrimado contra una ventana por donde se filtraba la luz y el aire.

En ese cuarto me pareció sentir el latido de su corazón en cada cosa: en los papeles escritos de su puño y letra, en la lupa, en los libros apilados sobre el escritorio y en los cilindros de cera, que él usaba para grabar en el dictáfono. En ese pequeño escritorio, donde todas las cosas tenían un lugar específico, me llamó la atención sus lentes característicos yaciendo con los cristales rotos sobre una bandeja. A ratos, creía oír su voz como si me transmitiera el mensaje de que sus enemigos no eliminaron sus ideas con su muerte, porque no hay muerte que pueda contra la fortaleza de la conciencia.

Al salir del estudio, entré en el comedor, donde los muebles seguían conservando su ubicación y originalidad. Levanté la cabeza y, sobre el marco de la puerta de la cocina, observé los impactos de la ráfaga que los atacantes dispararon a quemarropa, intentando aminorar el denuedo del revolucionario y apoderarse de sus archivos y los originales de la biografía de Stalin, que Trotsky escribía con pelos y señales.

En la última sala había una biblioteca, donde trabajaban su secretaria y sus colaboradores. A la izquierda había un estante con los libros de su esposa Natalia y, en el estante de enfrente, los libros de trabajo de sus colaboradores, y muchas de las publicaciones que el líder bolchevique recibió en vida y que su mujer las ordenó con pasión y cuidado.

Cuando abandoné la biblioteca y gané el patio, bajo el sol que desparramaba la sombra de los árboles y las torres de observación, un peso extraño se apoderó de mis pies, mientras una voz que me seguía de cerca, arrastrándose desde el escritorio de Trotsky, me recordó que la experiencia que penetra por los ojos se perpetúa como llama encendida en la memoria. 

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