MUSEO LEÓN TROTSKY
A pesar de no existir
lengua capaz de describir las emociones del alma, debo confesar que sólo dos
veces caminé con pies de plomo: cuando conocí a Guillermo Lora y visité el
Museo León Trotsky, años después de que Nikita Kruschev leyó en el XX Congreso
del Partido Comunista el sensacional informe sobre los crímenes perpetrados por
Stalin y antes de que la Perestroika
y el Tribunal Supremo de la antigua Unión Soviética decidieran rehabilitar a
los viejos dirigentes bolcheviques, quienes fueron desterrados y asesinados
durante las purgas de los años 30, acusados de contrarrevolucionarios, espías
de la Gestapo y traidores de la revolución y el Estado socialistas.
La primera
vez que llegué a México, en octubre de 1984, lo primero que resplandeció en mi
mente fue la idea de visitar el escenario donde vivió y murió el artífice de la
revolución bolchevique. Estando en Coyoacán, una tarde calurosa y polvorienta,
me presenté en el Museo León Trotsky.
No muy lejos
de la entrada, en una de las columnas del garaje, había una placa de mármol en
memoria a Robert Sheloon Harte, secretario de Trotsky, quien, durante el
atentado tramado por la banda de Alfaro Siqueiros, fue herido, capturado y
posteriormente asesinado.
En la mitad
del jardín, sobre el tupido césped del prado, se levantaba majestuosa la tumba
donde se guardaban las cenizas del autor de La
revolución permanente y su esposa, y en una pared fronteriza, entre árboles
y flores, estaban las puertas y ventanas blindadas, y las elevadas garitas que
parecían apuntalar la inmensidad del cielo.
Luego de
escrutar en derredor, crucé el patio a paso lento, como si el hecho de estar
donde estuvo el organizador del Ejército Rojo, acosado por los mercenarios de
Stalin, me reconfortara las ideas y fortaleciera la conciencia. Alcancé la
puerta blindada, antecedida por un cuarto donde había una cama con un sarape
artesanal, y entré en la recámara modesta y sencilla de Trotsky y Natalia.
Adentro, busqué en las paredes los orificios provocados por el impacto de las
balas. No atiné a contarlos porque mi mirada quedó clavada en la cama
destrozada por las ráfagas.
En el estudio
de Trotsky, tuve la sensación de que el tiempo se quedó fijo. Todo estaba
intacto: los cuatro casquillos de bala, el estante con las obras escogidas de
los clásicos del marxismo y una Enciclopedia Soviética de principios del siglo
XX. También se conservaba la pequeña cama cubierta con un sarape, donde Trotsky
solía descansar en sus horas de trabajo y, por supuesto, el escritorio arrimado
contra una ventana por donde se filtraba la luz y el aire.
En ese cuarto
me pareció sentir el latido de su corazón en cada cosa: en los papeles escritos
de su puño y letra, en la lupa, en los libros apilados sobre el escritorio y en
los cilindros de cera, que él usaba para grabar en el dictáfono. En ese pequeño
escritorio, donde todas las cosas tenían un lugar específico, me llamó la
atención sus lentes característicos yaciendo con los cristales rotos sobre una
bandeja. A ratos, creía oír su voz como si me transmitiera el mensaje de que
sus enemigos no eliminaron sus ideas con su muerte, porque no hay muerte que
pueda contra la fortaleza de la conciencia.
Al salir del
estudio, entré en el comedor, donde los muebles seguían conservando su ubicación
y originalidad. Levanté la cabeza y, sobre el marco de la puerta de la cocina,
observé los impactos de la ráfaga que los atacantes dispararon a quemarropa,
intentando aminorar el denuedo del revolucionario y apoderarse de sus archivos
y los originales de la biografía de Stalin, que Trotsky escribía con pelos y
señales.
En la última
sala había una biblioteca, donde trabajaban su secretaria y sus colaboradores.
A la izquierda había un estante con los libros de su esposa Natalia y, en el
estante de enfrente, los libros de trabajo de sus colaboradores, y muchas de
las publicaciones que el líder bolchevique recibió en vida y que su mujer las
ordenó con pasión y cuidado.
Cuando
abandoné la biblioteca y gané el patio, bajo el sol que desparramaba la sombra de
los árboles y las torres de observación, un peso extraño se apoderó de mis
pies, mientras una voz que me seguía de cerca, arrastrándose desde el
escritorio de Trotsky, me recordó que la experiencia que penetra por los ojos
se perpetúa como llama encendida en la memoria.
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