COMER K’ALAPURKA
EN POTOSÍ
Después
de haber transitado por las calles de la antigua Villa Imperial, desde
tempranas horas de la mañana, me entraron ganas de comer en las cercanías de la
Plaza 10 de Noviembre. Entonces, en mi afán por degustar la gastronomía local,
paré en la acera a dos hombres de mediana edad, quienes, al verme con la cara
de forastero preguntón, se arrimaron contra la pared, prestos a escuchar lo que
tenía en el corazón.
–¿Dónde
puedo servirme la tradicional k’alapurka? –les pregunté mirándoles a los
ojos.
–A
dos cuadras de aquí hay un lugar donde puede servirse –contestó uno de ellos,
señalando con el dedo índice la dirección que debía tomar.
–Si
quiere comer la verdadera k’alapurka, pero la verdadera –intervino el otro, con
un gesto de amabilidad–, tiene que irse al restaurante de doña Eugenia Rodríguez de Arismendi,
que está en la zona sur, cerca de los rieles de tren, pero le aconsejo que tome
un microbús en la esquina de la plaza, que lo dejará cerquita del lugar.
Seguí
sus instrucciones, me embarqué en un microbús y, como quien busca un tesoro perdido,
recorrí varias cuadras hasta que el conductor paró justo allí donde debía bajarme.
Miré en derredor y crucé por la avenida Santa Cruz hacia la esquina Hermanos
Ortega, donde está el Restaurant Doña Eugenia.
Lo
primero que me llamó la atención fue la basura tirada en la calle, haciendo un franco
contraste con la limpieza del restaurante y la pulcritud del mesero, quien me
dio la bienvenida y me invitó a tomar asiento. Me acomodé en la mesa del fondo,
con la intención de observar los cuadros con motivos tradicionales. Le solicité
una botella de cerveza fría y me contestó que sólo tenían bicervecina y
gaseosas.
No
habiendo otras alternativas, pedí una bicervecina, convencido de que, a falta
de chicha o cerveza, era lo que mejor acompañaría el plato de k’alapurka. El
mesero cumplió con el mandado y luego desapareció en la cocina.
Me
tocó aguardar un rato y, mientras el restaurante se llenaba de comensales, me
puse a tomar sorbo a sorbo la bicervecina, hasta que, de pronto, se acercó el mesero
con el plato de k’alapurka, como si llevara un pequeño volcán en una mano, mientras
en la otra sujetada los cubiertos y un platillo lleno de mote pelado, que
acompañaba a manera de guarnición.
–Buen
provecho –dijo y se retiró.
Yo
me quedé maravillado por esa singular manera de servir un plato y, como es
natural, me recordó mi infancia, aquellos inolvidables años que pasé en la casa
de mis abuelos, donde, sentado en la puerta de la cocina, solía contemplar el
amor y la pasión que mi abuela le ponía a cada uno de los platos que preparaba
al promediar el mediodía.
Con
la boca hecha agua, y con la mirada fija en la k’alapurka, donde la lawua (sopa
espesa) seguía hirviendo alrededor de la piedra volcánica, recordé las lawas de
jank’akipa (maíz tostado y molido), que mi abuela solía preparar en una olla de
barro, sobre uno de los ojos del fogón alimentado con leña y ennegrecido por el
hollín. Cuando lo tenía a punto, después de removerlo una y otra vez con el
cucharón de palo, servía la humeante lawa en los platos de barro y, a modo de
coronar su exquisito gusto por la comida tradicional, le echaba perejil y un
chorro de ají colorado retostado con un poco de aceite en la sartén; ese
toquecito de picante que le daba el ají a la lawa era tan delicioso como la
llajwa, esa salsa preparada con locotos, tomates y hierbas aromáticas, como la
killkiña o wacataya, que ella molía con manos diestras entre las piedras del
batán, un instrumento indispensable en la cocina de mi abuela. No en vano era
una mujer oriunda del norte de Potosí.
Al
cabo de comer la k’alapurka (sopa cocida con piedra ardiente, en quechua) quedé
satisfecho y convencido de que se trataba de un plato típico de las alturas,
nacido del ingenio de las cocineras populares para combatir las bajas
temperaturas del altiplano, porque la lawa, debido a su consistencia y la
candente piedra sumergida en su interior, permanece caliente por mucho tiempo,
como para quemar la boca de los mentirosos y mitigar el frío de los condenados.
Al
cabo de pagar la cuenta y agradecer por el buen servicio, no dudé en preguntarle
al hombre que me atendió en la caja, cómo se preparaba y cuáles eran los
ingredientes de la k’alapurka. Él me miró de pies a cabeza y, esbozando una
sonrisa afable, contestó:
–Los
principales ingredientes son: carne de res en charque, papas sipancachi, harina
de maíz willkapuru, ají colorado, cebolla, ajo. Todo esto sazonado con orégano,
sal, comino, pimienta, chachacoma (hierba con sabor parecido al pino), pupusa y
alguno que otro condimento más, que no te lo puedo decir, porque es el secreto
de la casa…
–Ummm…
–asentí devolviéndole una sonrisa cómplice–. Me imagino que su cocción está
hecha en una cazuela de barro, ¿verdad?
–Así
es, pues –dijo abriendo los ojos y frunciendo el ceño–. Sin embargo, lo más
importante es que se sirve en un plato de barro, con una piedra volcánica negra
que, una vez caldeada al rojo vivo sobre las brasas, se sumerge en el centro
del plato para que la lawa mantenga su temperatura. La misma piedra redonda,
que mi señora recoge en las orillas del río, es la que le da el nombre de
k’alapurka a este plato, que no se deja preparar, así nomás, en ninguna otra
región del territorio nacional…
–Le
agradezco por su valiosa información –le dije, mientras me despedía con un
fuerte apretón de manos.
–Espero
que nos visite otra vez –dijo él, antes de que yo cruce el dintel de la puerta.
Al
retornar a la Plaza 10 de Noviembre, me puse a pensar que la deliciosa
k’alapurka debe ser uno de esos platos que dignifican la gastronomía potosina,
porque así haya tenido influencias de la comida española desde la colonia,
conserva las tradiciones y costumbres culinarias de la cocina precolombina, no
sólo a través del uso de los ingredientes caseros, sino también a través de la
preparación y cocción de este típico plato de Villa Imperial, que se consume
todo el año, haga frío o haga calor.
Por
lo demás, cualquiera que visite Potosí, con la curiosidad de conocer el afamado
Cerro Rico, la arquitectura colonial y otros atractivos turísticos, no puede
perderse la deliciosa k’alapurka que, con el fin de salvaguardar la gastronomía
tradicional, ha sido declarada Patrimonio Cultural del departamento de Potosí,
tanto por la Cámara de Senadores como por el Ministerio de Culturas y Turismo.
Allá por el norte de Potosí también se saborea este delicioso plato en el área rural pero se llama kalapari
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