FE DE RATAS
–¿A qué viene esa furia desatada en tus adentros y tan impregnada en tu piel? –preguntó el Tío* desde su trono.
–Acabo de leer este mamarracho salpicado de errores –contesté arrojando el libro sobre la mesa–. ¡Un verdadero insulto contra el lector!
–No tienes por qué enfadarte –dijo mientras disparaba su mirada de fuego sobre las cubiertas de lujo, sin importarle quién era el autor–. Eso de los errores y horrores es frecuente en la literatura. Acaso no recuerdas que cuando retornaste de España estabas despotricando contra tu editor, quien, en la presentación de tu biografía, cambió el nombre del país donde naciste.
–¡¿Qué dices?!
–No te hagas el necio. Tú mismo me contaste que en tus datos biográficos, estampados en la solapa del libro, escribió que naciste en Bolovia y no en Bolivia. Es decir, el editor inventó un nuevo país, un territorio desconocido al mejor estilo de Camala de Rulfo, Santa María de Onetti y Macondo de García Márquez.
Me quedé pensativo un instante, consciente de que los errores pueden doler en el alma, como cuando un cura incurre en el pecado de la carne. Después me repuse, recordé el incidente referido por el Tío y confirmé:
–Es cierto, ese error cometió el editor, quien, a pesar de crucificar a los escritores sin querer, atribuye las erratas a los duendes que habitan en las imprentas.
–No me vengas con cuentos –dijo–. Los errores son siempre de los humanos y no de las máquinas. Echarles la culpa a ellas, como el ciego al empedrado, es una estupidez de grueso calibre.
–Nada más cierto que eso –corroboré. Después, a modo de justificar los gajes del oficio, añadí–: Los errores gramaticales, en el doloroso arte de trabajar con la escritura, pueden también confundirse con los errores de creación, por mucho que el escritor haya aprendido a forjar la palabra con la misma entereza con que el herrero fragua el acero entre el yunque y el martillo.
El Tío, que no sabe leer ni escribir, pero es sabio por su natural condición de diablo, escuchó mis palabras con suma atención. Luego se rascó la barbilla con la pezuña, rememoró los comentarios escuchados en boca de otros escritores, quejándose de las metidas de pata de sus editores, y dijo:
–El error impreso en un libro no lo modifica ni Cristo descrucificado, menos aún el escritor, quien no puede borrar con el codo lo que se escribió con la mano. Conozco el caso de un poeta cubano que, a poco de recibir su poemario empastado, descubrió que en su verso: Yo siento un fuego atroz que me devora, el linotipista colocó su erratón y escribió: Yo siento un fuego atrás que me devora. De modo que el autor y el impresor se subieron en una lancha y fondearon los ejemplares de la edición en una bahía de La Habana.
–No es para menos –dije casi sin respirar, con el cuerpo rígido y los brazos cruzados–. A mí también me tocó romper varios ejemplares de mi primer libro, pues de seguir circulando hubiese necesitado añadir una lista a manera de fe de erratas, o, como diría un dilecto amigo, fe de ratas. Pero hay casos peores, como el de los escritores perfeccionistas que, por razones hasta hoy desconocidas en los anales de las ciencias literarias, se enferman por un simple error de tipografía. Éste es el caso de García Márquez, quien, antes de ser Premio Nobel, no sólo tenía problemas apremiantes con el papel para la máquina de escribir, sino que tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.
–Ya ves, ya ves –repitió el Tío–. Tú no eres el único que se angustia ante un error ni el único que maldice al editor.
–Aunque no lo creas, con los años que llevo metido en este noble oficio, he aprendido a capear los errores de tipografía que, luego de esconderse entre línea y línea, se te aparecen como alimañas donde menos te lo esperas. Con todo, es un craso error cambiar el nombre del país donde naciste, porque eso es como cambiarle el nombre a la madre que te parió. Por eso me dolió mucho ver en mi libro la palabra Bolovia en lugar de Bolivia.
El Tío, orgulloso de tener sus orígenes en las minas del altiplano, me dirigió la mirada chispeante y dijo:
–Conozco a escritores que se cogen de los pelos cuando por un error involuntario, o por la intervención de una mano misteriosa a la hora de tipear el texto, se cambia una letra por otra, o se quita y se añade otra, modificando el sentido de la frase o del verso, incluso cuando este error produce efectos cómicos.
–¿Cómo así? –le pregunté, sin dejar de pensar en que estaba tomándome el pelo como siempre.
–Como las erratas que te mencionaré a continuación –contestó dispuesto a lucir su gran sentido del humor–. No es lo mismo que un político diga: Yo amo con fruición a mi patria, que Yo mamo con fruición a mi patria; o que un cura diga: Los conquistadores trajeron de España un credo católico, que Los conquistadores trajeron de España un cerdo católico; peor todavía si en la frase: La puma parió una pumita, aparecieran cambiadas las letras m por las t; o que en la frase: El obispo ponderó los hermosos cultos de las hijas de María, desapareciera la letra t de la palabra cultos.
–De dónde sacas todo esto, si tú no sabes leer ni escribir –le salí al paso, esbozando una sonrisa a la medida de su picardía.
–No jodas, pues –repuso. Respiró hondo y se inclinó hacía a mí, iluminándome el rostro con la luz de sus ojos–. No necesito ser letrado para leer el pensamiento de los humanos y sentir sus ataques de ansiedad por los errores que cometen en sus vidas y sus obras.
No dije nada, como quien asume la conducta de una persona educada. Guardé un corto silencio y, tras recorrer el cuarto con la mirada, se me vino a la mente la anécdota de las erratas y erratones, que Neruda cuenta en su libro Para nacer he nacido, donde afirma que los errores en un libro de poesía le duelen profundamente al poeta. Las erratas son como insectos o reptiles armados de lancetas encubiertos bajo el césped de la tipografía. Los erratones, por el contrario, no disimulan sus dientes de roedores furiosos. Cuenta también que, en uno de sus poemarios, lo atacó un erratón bastante sanguinario. El poeta indica: Donde digo 'el agua verde del idioma' la máquina se descompuso y apareció 'el agua verde del idiota'. Sentí el mordisco en el alma...
–¿Qué te pasa –preguntó como sumergiéndose en mis pensamientos y devolviéndome a la realidad–. Te quedaste callado y cojudo.
–No pasa nada –repliqué–. Estaba pensando en que el idioma tiene también sus lados requetechistosos, pues se presta al juego de palabras y, como dirían los filólogos, a la recreación lúdica.
–Eso es correcto –afirmó–. Ahí tienes las frases que, con sólo cambiar el orden sintáctico de las palabras, adquieren connotaciones semánticas diferentes. Por ejemplo, no es lo mismo Un miembro de la corte, que un corte en el miembro, tampoco es lo mismo El SIDA tiene cura, que el cura tiene SIDA o La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen. Otro juego de palabras son los llamados palíndromos, que consiste en construir palabras o frases que se escriben igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, y que, además, conservan el mismo significado, como en el caso de la palabra Oruro. Escríbelo al revés y verás lo que te digo.
–Es cierto –constaté–. ¿Y tienes más ejemplos?
–Por supuesto –contestó al tiro–. Prueba con la palabra reconocer y si quieres un palíndromo más largo, aquí tienes una frase completa: Anita la gorda lagartona no traga la droga latina.
–¡Ajá! Con esa frasecita me quedo –dije–, pero como no puedo escribir mentalmente de derecha a izquierda, por ser larga como la cola de la lagarta, lo intentaré con lápiz y papel en el escritorio.
El Tío aprobó mi decisión con la cabeza, sonriente y tranquilo. Cogí el libro que estaba sobre la mesa, me volví y salí del cuarto, donde el soberano de las tinieblas quedó sentado en su trono.
* Deidad de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.
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