MICROTEXTOS
VII
Los
prodigios del alcohol
La
borrachera de los poetas malditos no
es en vano, ni mucho menos una absurda pérdida de tiempo, ya que después de
salir de la resaca, la borrachera es fuente de inspiración lírica y un tema de
interés tanto para los abstemios como para los adictos a las bebidas
espirituosas. A continuación les presento un poema de altos grados de invención
poética y oficio escritural:
…Copete nuestro
que estás envasado,/ santificado sea tu grado,/ venga a nosotros tu alcohol,/
hágase tu voluntad,/ así en caja como en botella./ Danos hoy la chela de cada
día,/ perdona a los que no toman/ como nosotros perdonamos/ a los que no
convidan./ No nos dejes caer al suelo/ y líbranos del yogurt...
Este
poema, quizás anónimo, pero con la fuerza semántica y prosódica de las palabras
articuladas armónicamente en cada verso, es un regio ejemplo de que la
borrachera, desdeñada por los puritanos del clero y las damiselas mojigatas, es
una actividad donde doblar el codo es un ejercicio estimulante para la
ingeniosa creatividad de los poetas
malditos, quienes, aferrados a los prodigios del alcohol, respiran poesía
por todos los poros de la piel.
Derribar
muros
Derribar
muros y vallas, las fronteras entre ricos y pobres, entre blancos y negros,
entre indios y gringos; entre hombres y mujeres, entre inmigrantes legales e
ilegales, debe ser el objetivo de todos y cada uno de nosotros, que deseamos
vivir en un mundo donde todos tengamos los mismos derechos y las mismas
responsabilidades, indistintamente de las diferencias culturales, raciales,
lingüísticas, religiosas y las diversidades ideológicas y de género.
Derribar
los muros entre el Sur y el Norte, entre la vida y la muerte, entre Dios y el
Diablo, entre creyentes y ateos, entre gobernantes y gobernados, debe ser el
objetivo para forjar un sistema socioeconómico que no sea capitalista ni
comunista (Uds. pónganle el nombre a la nueva sociedad), sino una patria grande
y equitativa, sin explotados ni explotadores, donde reine el amor y la paz, la
hermandad y la felicidad, y donde el valor humano no esté basado en el
principio del tener, sino del ser, del ser un individuo con derecho a elegir,
en absoluta libertad, la vida que se quiere vivir en armonía y plenitud.
Cuarto
periodo del sueño
Según
mis cálculos oníricos y no según los cálculos de los psicoanalistas, mi sueño
estaba dividido en cuatro períodos sucesivos pero diferentes. En el cuarto
periodo, vi a Fromm agarrado de la mano de Freud y a Engels agarrado de la mano
de Marx. Los vi a los cuatro encerrados en un cuarto a media luz, donde Fromm y
Freud yacían sobre un diván, con los ojos cerrados y la hebra de un cigarro en
los labios; en tanto Engels y Marx estaban sentados en un mullido sillón,
mirándose a los ojos y discutiendo acaloradamente, como si sus voces se
sobrepusieran al tiempo y la muerte. Y, como es de suponer, de estas sesudas
discusiones el que no sale dormido, al menos, sale jodido y confundido.
Cuando
desperté, los cuatro estaban todavía en el cuarto, como fantasmas que retornan
al reino de los vivos, para repetirse, una y otra vez, hasta que sus razonamientos
dejen de ser simples teorías para convertirse en pilares fundamentales de las
ciencias humanas.
Supersticiones
Mi
bisabuela decía que una mujer, durante la menstruación, no era la misma de
siempre. No podía hacer mantequilla, mayonesa, ni preparar productos lácteos,
porque la leche se cortaría. Tampoco podía sembrar en el campo o en la casa,
porque las plantas se secarían como quemadas por un implacable sol. Tampoco
podía dar de comer a los animales domésticos, porque éstos se morirían como
atacados por un virus desconocido. Las supersticiones de mi bisabuela, sin
lugar a dudas, estaban relacionadas con la pureza y la impureza de la mujer,
como si la menstruación no fuese un proceso biológico normal, sino una
maldición divina.
Justicia
comunitaria
La
niña fue violada por su padrastro desde que ella tenía 13 años, mientras la
madre, todas las mañanas, se marchaba a trabajar en el campo.
Así
pasó el tiempo, sin que la madre se diera cuenta de lo qué estaba pasando en su
propia casa, hasta que la niña, que no asistía a la escuela, terminó
embarazada. Cuando empezó a crecerle el vientre y llegó el momento en que no
pudo ocultar más el delito de la violación, la niña, que se la pasaba encerrada
y llorando en su cuarto, no sabía cómo confesarle a su madre que era víctima de
toques impúdicos y agresiones sexuales por parte de su padrastro, un hombre de
sesenta años, desocupado y depravado sexual.
La
madre, al darse cuenta que algo andaba mal, le preguntó qué le estaba pasando.
La menor, luego de insistencias y deshecha en lágrimas, logró revelarle la
verdad, una verdad que conmocionaría a la pequeña población campesina.
–Si
no te conté era porque él, apuntándome con un cuchillo, me amenazaba de muerte…
La
madre, luego de salir del shock, se abalanzó sobre su hija, la abrazó con
ternura y lloró junto con ella, como a quien se le derrumba el mundo y se le
acaban las ganas de vivir.
Pero
no todo estaba perdido. La madre, asesorada por una mujer adulta, denunció el
detestable hecho a las autoridades de la comunidad. El padrastro fue detenido y
sometido a medidas cautelares, mientras se procedía a la investigación del
insólito caso.
Cuando
las autoridades dictaminaron la culpabilidad del padrastro, todos los
implicados batieron palmas y mostraron su conformidad con el fallo de la
justicia comunitaria. No obstante, el autor de la violación y el embarazo, para
evitar la cárcel, tomó la decisión de casarse con su hijastra.
Así
fue cómo la menor, poco antes de cumplir los catorce años y con el
consentimiento de su madre y la justicia indígena comunitaria, dio a luz a un
niño cuyo espeluznante aspecto, con malformaciones físicas que, de solo
mirarlo, dejaba a cualquiera con la boca abierta y la sangre helada en las
venas.
Las vecinas no salían de su asombro al saber que
el violador, como si nada hubiese pasado en su vida, seguía conviviendo con la
madre y la hija.
–¡Este
viejo cochino! –maldecían las mujeres cargadas de rencor–. ¡Debía morirse para
arder en el infierno!
La menor, cuando salía de compras al mercado, llevaba a su criatura cargada a la espalda. Aunque ya tenía catorce años, la gente la miraba con lástima, no solo porque todavía era niña, sino porque el bebé, que nació con el cuerpo contrahecho, no era el fruto del amor, sino el producto de una violación sexual, un delito penado por ley y con años de prisión, pero absuelto por las normas internas de una pequeña localidad campesina, donde algunos delitos se resolvían por acuerdos y conciliación entre las partes en conflicto.
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