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viernes, 25 de julio de 2025

LA MONJA Y EL CURA

Una joven monja y un apuesto cura fueron destinados a cumplir una nueva misión en un nuevo monasterio que, durante la colonización española en las tierras del norte de África, fue construido en una remota aldea del Sahara Occidental, donde se podía llegar solo a lomo de camello y a través de un desierto donde los beduinos bereberes dejaban sus cuerpos fundidos por los rayos del sol.

La monja y el cura, tras varios días de andar perdidos en el desierto, sintieron mucho la muerte del camello, que se tumbó entre las dunas y exhaló la última respiración de su vida. Los religiosos se arrodillaron, se persignaron y rogaron a Dios tenerlos siempre en su misericordia. Después descargaron sus pertenencias y buscaron refugio a la sombra de un arbusto, donde se vaciaron los últimos sorbos de agua que quedaban en la bota hecha con cuero de cabra.

Desde allí vieron hundirse al sol en el ocaso y sintieron amainar el sofocante calor en un inmenso mar de arena, que parecía una calamina de aluminio bajo el reflejo argentífero de la luna.

El cura se puso de pie y se acercó a la monja, vestida a la usanza de las mujeres de su época y sentada sobre una petaca que contenía sus hábitos, túnicas, velos, cinturones y algunos accesorios sagrados. Se paró delante de ella y, sin dejar de mirarle los lubricados senos que parecían escaparse por el escote de la blusa y el corpiño, le dijo:

–En esta situación, ninguno de los dos saldrá vivo del desierto.

La monja levantó la cabeza, miró la mirada del cura y preguntó:

–¿Ahora qué haremos, padre?

–Solo nos queda pedir nuestro último deseo…

–¿Y cuál será el suyo? –preguntó la monja, retirándose el mechón de cabellos que le barría la frente.

–Nunca he visto los senos de una mujer –contestó el cura–, pero creo que ahora ha llegado la hora en que pueda verlos…

La monja no dijo nada, aunque entendió la descarada insinuación del cura, que no dejó de mirarle los senos ni las nalgas desde que emprendieron el viaje montados en el dromedario que ahora yacía tendido sobre la arena.

–¿Me los enseñas, hija? –preguntó solícito y sin rodeos–. No creo que a estas alturas importe mucho conservar nuestra castidad, ¿verdad?

La monja se desabotonó el corpiño, la blusa y sacó los senos como melones apetecidos en cualquier desierto.

El cura extendió las manos y acarició los pezones duros y rosados, se puso de cuclillas, los besó apasionadamente y terminó dándoles una reverenda mamada, hasta que ella, el corazón alborotado y la cara lívida de excitación, sintió un placentero cosquilleó recorriéndole por el cuerpo. 

La luna brillaba en las alturas con un fulgor de plata y los espinos del arbusto parecían haberse ablandado con las rachas de viento fresco. 

La monja, entregándose a una lujuria pecaminosa, no perdió la ocasión para pedir también su último deseo. Le miró al cura en los ojos, claros y serenos como las aguas de un oasis, y dijo:

–Yo tampoco nunca he visto la parte íntima de un hombre. ¿Me la puede enseñar usted, padre?

El cura se puso de pie, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y…

–¿Puedo tocarlo, padre?

–Por supuesto que sí, mi hija.

Entonces ella empezó a acariciarlo con ambas manos, hasta que el flácido miembro se llenó de sangre y se puso duro como un pepino de proporciones mayores.

El cura, al ver que la monja miraba con fascinación la respetable erección que sujetaba en sus manos, le guiñó con el ojo derecho y le pidió que se lo pusiera en la boca.

La monja, que era una joven de carácter tierno y sensuales labios, chasqueó con su lengua el enrojecido glande y, cubriéndolo de besos y aplicándole suaves fricciones, se lo metió en la boca y empezó a chupetearlo una y otra vez, mientras una espumosa saliva se le escapaba por la comisura de los labios.

El cura, sintiéndose volar por el reino de los cielos, no dejaba de mirar los turgentes senos de la monja, cuyos erguidos pezones podía amamantar a un ejército de santos.

Al poco rato, ni bien el cura alcanzó un placer que lo elevó al infinito, como cuando se masturbaba presionando su miembro viril con las manos, le pidió a la monja levantarse la falda larga y quitarse la bombacha.

–¿Para qué, padre? –preguntó la monja, la mirada avergonzada y las mejillas ruborizadas como el hierro puesto al fuego.

–Para meter este enorme tesoro en tu otra boquita, en la que tienes entre las piernas –contestó con los ojos encendidos por las llamas del pecado carnal.

La monja se quedó pensativa, levantó su trasero de la petaca y dio unos pasos al costado. Lo miró al cura y miró su vigorosa erección, tan grande, tan gorda, tan velluda. Luego se cargó de valor y, presa de una inevitable curiosidad, le lanzó una pregunta ingenua:

–¿Y si me lo mete hasta el fondo, qué pasará, padre?

–Te daré más vida de la que tienes –contestó–. Además, en una cópula dulce y sublime, el pene tiene la facultad de dar y devolver vida…

–¿Es verdad lo que dice, padre?

–¡Claro que sííí, hija mía!

La monja se cubrió los senos con las manos, se sonrió con los ojos chispeantes de picardía y arrastró su mirada hacia el inerme cuerpo del camello, que yacía con la joroba bañada por la luz plateada de la luna.

El cura, plantado como una estatua y los pantalones caídos hasta los tobillos, no sabía qué hacer con su miembro de venas hinchadas como cuerdas, hasta que ella, abotonándose la blusa y el corpiño, se le acercó por el flanco y, como si le soplara un secreto en el oído, le dijo:

–Padre, si su enorme tesoro puede revivir a los muertos, por qué no se lo mete al camello, así podremos salir de este infierno y proseguir nuestro viaje hacia el monasterio, donde podremos terminar lo que empezamos en el desierto.

El cura se subió los pantalones y retomó el voto de castidad, pero convencido de que estaba a punto de caer en la tentación del diablo, quien convierte a las monjas en seductoras y a los curas en embusteros.

lunes, 7 de julio de 2025

LA MARQUESA Y EL ESCLAVO NEGRO

Esta es la historia de un marqués francés que, aun siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos negros, era gentil, confiado y cornudo. Acumuló sus riquezas gracias al comercio de mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro. De modo que cada vez que se iba de viaje, urgido por sus asuntos de negocio, se ausentaba por varios días, semanas y meses, de su joven y bella esposa, la marquesa que, habiendo sido una modesta doncella de pueblo, se convirtió en una de las damas más atractivas de la corte.  

La última vez que se iba de viaje, estando ya en el puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el cofre que tenía en su aposento. Volvió a la mansión sin perder mucho tiempo y se encaminó directamente hacia donde se suponía que debía estar su amada esposa, a quien pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.

Cuando llegó a la puerta, grande fue su sorpresa al escuchar una voz masculina emergiendo de la alcoba. No tocó la puerta ni hizo ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse sigilosamente a la ventana, curioso por descubrir al dueño de esa voz cuyo armonioso acento podía conquistar el corazón de cualquiera.

El marqués asomó los ojos a la ventana y vio a su esposa en los brazos de un esclavo negro, que estaba muy cerca del mullido lecho, donde ella se desnudaba y acostaba cada noche. La alcoba, ornamentada con lujosos muebles y piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas de espejos y era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante la intimidad sexual.

Desde luego que los sentimientos del marqués, al ver tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de cualquier hombre herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le cubrió el rostro, el mundo se le oscureció ante los ojos y la llama de los celos le quemaron por dentro, como si en su interior tuviera una llaga en carne viva. No sabía cómo reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los cornudos, apenas atinó a pensar, repitiéndose para sus adentros: Si esto ocurre en el poco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta de mi esposa cuando me ausentó por mucho más tiempo?

La marquesa le despojó de sus ropas al esclavo negro, con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que la excitaba de solo verla y palparla con los dedos. El negro quedó desnudo y a merced de su ama, quien se sentía obsesionada por ese trasero musculoso, redondo e inmenso, no solo porque era el doble del que tenía su marido, sino también porque estaba en completa armonía con el resto de su fornido físico.

Al cabo de un tiempo, la marquesa le entregó al negro su piel blanca como la porcelana oriental y, sintiendo que las tentadoras caricias la hacían estremecerse de punta a punta, se quitó el camisón de gasa, ofreciéndole la espalda al esclavo negro, que la rodeó con los brazos por atrás, acercándole su enorme falo en la hendidura de las nalgas. Ella aceptó el juego y empezó a menearse contra el unicornio, en tanto él le recorría el cuerpo con las encallecidas manos, intentando acceder a sus turgentes senos, cuyos pezones eran del color de las cerezas.

El marqués, al mismo tiempo de que esto ocurría en el interior de la alcoba, recordaba que su esposa, cada vez que tenía ganas de vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con antelación; se limpiaba los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier, se peinaba su blonda cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo, mirándose desnuda delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su juventud y belleza.

La marquesa se recostó de espaldas sobre las pieles que cubrían el lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba acostumbrada a usar a un esclavo para satisfacer los impulsos enardecidos de su deseo carnal. El negro se puso de cuclillas y le recorrió con la lengua las entrepiernas y nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y, cuando llegó al dilatado orificio del rosado fruto, la penetró con la lengua hasta el fondo, hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito, se vino entre pequeños gritos y palabras delirantes:

–Sí, sí, así, sí, sí…

El esclavo negro levantó la cabeza y, el rostro empapado por los jugos que ella emanaba con efusión, preguntó:

–¿Le gusta así, mi ama?

–Sí, sí, sí, sí, sí…

El marqués, que seguía parado en la ventana, en silencio y la respiración contenida, empezó a sentir menos celos al ver que su esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo negro. Incluso parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer tenían los mismos deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante una inexorable pasión erótica.

La marquesa se incorporó de un brinco, miró la recia musculatura del negro y le ordenó tenderse de espaldas sobre el lecho, para montarse a horcajadas sobre su robusto miembro. Él obedeció sin pronunciar palabras y ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría los empurpurados labios y entornaba los azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo más profundo de sus entrañas, hasta que, como si fuera a desfallecer tendida sobre el pecho del hombre que la hacía navegar en una ola de estrellas, se vino en un orgasmo fenomenal, contrayendo las nalgas y segregando más jugos que nunca.

El esposo de la marquesa infiel, que gozaba con las escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro hacía lo que él no era capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y afrodisiacos, permaneció callado al otro lado de la ventana, tocándose las partes íntimas como cualquiera que satisface su curiosidad sexual masturbándose delante de una realidad que supera a la fantasía o mirando las imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en poses sugerentes, exhiben las depiladas zonas de su endiosada anatomía.

La marquesa desmontó con la destreza de una amazona, seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin dejar de acariciarle los senos que parecían sandías maduras. Después, la marquesa se puso de cuatro, boca abajo, los codos apoyados sobre las pieles y los pechos aplastados contra un cojín de terciopelo. Arqueó la espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al esclavo negro los húmedos ojos de su cuerpo.

El negro, con el miembro torcido como un banano por el peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara disfrutar de una estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y le permitiera acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que parecía guiñarle desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole que estaba lista para la posesión total.

La marquesa retrocedió hasta el borde del lecho, sin levantar la cabeza ni voltear la cara. El esclavo negro le apartó las nalgas con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas carnes. La sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose con una mano, la penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después violentamente. Ella gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo y sintiendo cómo el enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía sensualmente en su interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía menearse sin cesar, mientras los gemidos llenaban la alcoba y las gotas de sudor perlaban en su piel.

Al marqués, así como resultaba difícil despegar la mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos marionetas en blanco y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba también difícil no recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera vez que la metió en el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los padres de la marquesa, convencidos de que su única hija había encontrado un buen partido, se la entregaron virgen antes de que otro caballero de la corte la hiciera suya. Nunca pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables noches de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas conyugales de la aristocracia de la época.

El esclavo negro seguía moviéndose con los pies clavados en las felpas de la alfombra, hasta que, los músculos tensos y los ojos en blanco, estalló en una lava caliente que saltó intermitentemente sobre el depilado cuerpo de la marquesa, que aprendió a gozar de sus caricias y su potencia viril.

Ambos acabaron extenuados y tendidos lado a lado, como la noche y el día. Luego se vistieron y se besaron antes de despedirse. El esclavo negro salió de la alcoba por la misma puerta secreta por donde entró y ella se sentó en la mecedora, presta a retomar su bordado en el bastidor, un oficio al que se dedicaba cada vez que su marido estaba a punto de llegar de su viaje.

El marqués estaba satisfecho y resignado por la infidelidad de su esposa, ya que como nunca, a tiempo de contemplar las escenas de la increíble relación sexual entre ella y el negro, se masturbó estimulándose con las manos, hasta que eyaculó con una sensación placentera. Al final, se retiró de la ventana, los pantalones mojados y el pensamiento ocupado por la belleza incomparable de la marquesa infiel y la musculosa virilidad del esclavo negro.

Desde ese día, el marqués, siempre que simulaba ausentarse por asuntos de negocio, se daba la vuelta en medio camino y retornaba a la mansión disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que de manera habitual estaba siempre ataviado como un caballero de la corte, sombrero con pluma, bombacho hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en mano.

Entraba en la mansión y se dirigía directamente hacia el jardín. Avanzaba a hurtadillas hasta la ventana de la alcoba, donde estaba su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, observaba a escondidas cómo se abría la puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y cómo su esposa, la marquesa, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le asomaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en los sentidos, hasta que terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que su esposo, el marqués, estaba supuestamente de viaje y ella estaba supuestamente sola en la alcoba de la suntuosa mansión.

martes, 5 de abril de 2011


EL PARAÍSO DE SAPOS Y CULEBRAS

La culebra es famosa desde el sexto día de la creación divina. Al decir de los expertos, la aparición de la primera culebra coincide con la creación del hombre, así como la aparición del primer sapo coincide con la creación de la mujer. Sapo y culebra probaron la fruta prohibida del Paraíso e incurrieron en el pecado de la carne. Desde entonces, la culebra es un diablito que quiere meterse en el infiernito del sapo.

Cuando la culebra está tranquila, se encoge como una lombriz aterrada, pero cuando está en acción, se pone dura como el garrote y adquiere dimensiones que, para el gusto o el susto de los sapos, duplica y hasta triplica su tamaño.

La rigidez de la culebra es factible gracias a la estructura anatómica de su cuerpo, cuyas arterias se llenan con la sangre que fluye a su interior, rellenando las lagunas vacías. Así aumenta de espesor y longitud. Al término de su rigidez, la culebra vuelve a su calibre normal, las lagunas se vacían de sangre y las paredes se vuelven flácidas; sólo entonces, la culebra tiene la virtud de doblarse y enroscarse, sin romperse ni quebrarse.

Las culebras, a diferencia de los sapos caseros, son callejeras y aventureras. Se arrastran de huerto en huerto, hacen ruidos de cascabel, se yerguen como cobras y acechan al sapo que encuentran a su paso. Las culebras más mundanas y hambrientas se comen incluso a los sapos rechonchos del hortelano, en cambio las culebras más exigentes y delicadas se comen sólo a los sapos sin dueño. Las culebras, por su propia naturaleza, son saperos, exceptuando a unas pocas que no comen sapos sino culebras.

La culebra que tiene mucha experiencia y se ha comido muchos sapos, sabe diferenciar entre los sapazos, los sapos y los sapitos. Sabe también que los sapos tienen una lengüita sensible escondida en la comisura de sus labios. A veces, la lengüita puede desarrollarse tanto que puede parecerse a la culebra. Cuando esto ocurre, el sapo puede actuar como sapo sapero y comerse a otros sapos del huerto.

Toda vez que la culebra quiere acceder al interior del sapo, seducida por sus zonas encantadas, el sapo abre la boca como flor carnívora, hincha la lengüita y babea una sustancia lubricante. Algunos sapos, aunque carecen de dentadura, pueden contraer los músculos y morder a la culebra, mas su mordedura no es dolorosa sino sabrosa.

Según confesiones de un sapo anónimo: Los sapos de esta clase son conocidos como sapos mordedores; tienen fama, son perseguidos y apetecidos.

Las culebras, como en el reino de los sapos, se diferencian en el color, la forma y el tamaño: hay culebras cortas y culebras largas, culebras gruesas y culebras delgadas; algunas culebras tienen la cabeza grande y otras pequeña. El color de las culebras varía según la raza: hay culebras blancas, amarillas, cobrizas, negras..., y culebras cuyos colores son el resultado del cruce de dos o más razas diferentes. Hay culebras de piel granulada y culebras de piel lisa, culebras peludas y culebras lampiñas. Las culebras de tamaño grande son culebrones, las de tamaño regular culebras y las de tamaño pequeño culebritas, y con esto queda claro que existen culebras para el gusto de todos los sapos.

La culebra, como el célebre batracio, es un animal popular en todas las culturas. A su nombre, tanto mujeres como hombres, le han dedicado innumerables cuentos, cantos y poemas. Está presente en los mitos y las leyendas, en las fábulas y los aforismos, y lo que es más importante, tarde o temprano, está en boca de los sapos que, desde el día de su creación, son verdaderos encantadores de culebras.

Si el sapo es un animal medicinal, que sirve para curar el mal de caderas de los hombres, entonces la culebra es un animal tan útil como el sapo, pues su piel se usa en la peletería, su veneno es una medicina potencial y su grasa es un ungüento apreciado por las mujeres. Por cuanto la culebra, desde que el mundo es mundo, es un animal inofensivo, así tenga fama de ser la criatura maligna que tentó al sapo en el Paraíso.

jueves, 14 de octubre de 2010


LA PUNK DE LOS AROS DE ORO

Aquella muchacha punk, que se atravesó en mi vida una tarde de verano ardiente, estaba sentada en el centro comercial de Estocolmo, justo en la grada de acceso a una tienda de ropas, donde yo, ignorando su presencia, me acerqué a preguntar el precio de una chaqueta exhibida en el escaparate. La punk me miró con los ojos color de cielo despejado, luciendo un tupé con franjas verdes y rojas, rapadas a punta de navaja.

Me hice a un costado y traté de sortear el paso, pero ella me detuvo del brazo y se levantó de la grada.

–¿Qué quieres? –le pregunté, intentando mirar la pequeña barra metálica atravesada en su lengua.

–Me gustas –contestó con voz suave pero firme. Aplastó la colilla del cigarrillo con la puntera metálica de sus botines de caña alta, y agregó–: Si prefieres, nos vamos a mi apartamento.

Quedé perplejo, sin saber qué contestar, pero midiendo la seriedad de sus palabras.

La punk me tomó de la mano, me enseñó el camino con sus pasos y me condujo por una calle inundada de tiendas y autos. Yo le revelé mi nombre y ella el suyo. Así caminamos dos cuadras, mientras algunos peatones, al vernos pasar, lanzaban miradas de curiosidad, atraídos por el tintineo de los aros que ella llevaba en las orejas, la nariz, los labios, las cejas, los brazos y el cuello.

–Aquí vivo –dijo, enseñándome la puerta de un edificio ubicado en pleno centro de la ciudad.

Cuando entramos en el apartamento con dormitorio, baño y cocina, me enfrenté a una colección de símbolos fálicos y estatuillas eróticas de origen africano. Nos quitamos los zapatos en el zaguán, sin mirarnos ni hablarnos. Ella puso la música de Pink Floyd y entró en la cocina, donde sirvió una copa de Martini haciendo chocar los cristales contra los metales de su cuerpo. Me senté en el sillón tapizado en cuero, mirando la sobria decoración del cuarto, enmarcado por un sofá, una cama de cabecera alta, una sencilla estantería de madera lacada y una vitrina que lucía estatuillas de greda, madera y pedernal, cuyos motivos representaban una libertad sexual para mí hasta entonces desconocida. Las paredes estaban decoradas con una serie de cuadros y grabados de origen oriental. El piso, desde la puerta hasta la cama, tenía una alfombra persa, donde sobresalía el relieve de una mujer desnuda, quien, abrazada al pescuezo de un cisne de alas desplegadas, volaba por encima de un mar en llamas.

La punk se me acercó, moviéndose al compás de la música. Me alcanzó la copa de Martini y empezó a despojarse de su chaqueta de cuero negro. Aflojó su cinturón con hebilla metálica y se quitó los jeans andrajosos, que descubrían una parte de las nalgas y otra parte de las rodillas. Al final se quitó la malla que parecía una telaraña y los calzones que apenas le cubrían el pubis depilado como sus axilas.

Le miré el ombligo y los pezones atravesados por unos aros no más grandes que una moneda de cincuenta centavos. Ella se paseó por el dormitorio, mirándome por el rabillo del ojo, hasta que se dejó caer sobre la cama, las manos en la nuca y las piernas extendidas. Me levanté del sillón y, sintiendo que la temperatura del amor se apoderaba de mi cuerpo, me desvestí sin pensar en otra cosa que en practicar la misma posición que enseñaba la estatuilla africana, donde la mujer estaba en posición de cuatro, en tanto el hombre la acometía por detrás, sujetándola por la cintura. Arrojé las ropas sobre el sillón y me acerqué hacia la punk, dispuesto a concretar mi fantasía. Pero ella, tendida todavía de espalda, dobló las rodillas y abrió las piernas a la luz del día. Fue entonces cuando pude constatar que el tintineo metálico no sólo provenía de los aros que ella cargaba en la cara, el cuello y los brazos, sino también de los aros de oro atravesados en los labios de su sexo.

Ella me apretó contra sus senos y me encendió el fuego del amor con sus besos. Yo ensarté mis dedos en los aros pendientes de su sexo y le quemé con mi aliento, hasta que ella, lanzando gemidos y tintineando como la vitrina de un joyero, pidió que la penetrara con violencia moderada. Me miró a través del espeso rimel de sus pestañas y me clavó sus afiladas uñas en la espalda. Me moví al ritmo que ella controlaba con el meneo de sus caderas y le mordisqueé los pezones acomodados a la altura de mi boca. Después se retorció arrastrando las sábanas y lanzó un grito que rodó por la alfombra persa. Yo caí rendido entre sus brazos y la música de Pink Floyd calló en el estéreo.

Esa misma tarde comprendí que la libertad sexual de la punk, quien aprendió a explicar con el cuerpo lo que no podía hacerlo con palabras, era algo más que una simple aventura amorosa, pues desde el día en que nos conocimos por casualidad en el centro comercial de Estocolmo, nos seguimos amando de una y mil maneras, hasta que ella desapareció misteriosamente de la ciudad, sin dejarme otro recuerdo que los tintineos de sus aros de oro, que noche tras noche me persiguen en los sueños.

miércoles, 15 de septiembre de 2010


CÁNDIDA, EL NEGRO Y EL PERRO

Cándida, la artista porno, ha escandalizado a la apacible y conservadora ciudad minera, donde instaló un local a media luz, para ofrecer un espectáculo erótico, en el que un hombre negro y un perro hacían el papel de partenaires masculinos.

La función comenzaba con una danza hindú, que en los antiguos templos babilónicos y egipcios simbolizaba la concepción y el nacimiento, la reconciliación de la mujer con todo su cuerpo, empezando en el vientre y terminando en los tobillos. Aunque la danza no era de seducción y menos de contemplación, adquirió un carácter erótico en el cuerpo de Cándida, quien, además de masturbarse con vibradores importados desde París, terminaba el espectáculo con la intervención de su esclavo sexual, quien pasaba el día atado a la cama como un animal doméstico y por las noches se alternaba con un perro en un acto zoofílico, distinto y original, que provocaba varios minutos de suspendido aliento, no sin antes arrancar de sus casillas a los espectadores acostumbrado a los atavismos y las tradiciones austeras de la vida matrimonial.

Se decía que Cándida provenía de tierras extrañas, donde las mujeres eran diosas que encarnaban la armonía de lo sensual y lo sagrado, que dominaban los secretos del amor y eran capaces de conducir a un hombre hasta el umbral de la muerte y devolverlo nuevamente convertido en un sabio en las artes de amar. Por eso mismo, la presencia de Cándida, en medio de una población proclive a las supersticiones, constituyó uno de los hechos más insólitos después de la aparición misteriosa de la Virgen del Socavón.

Las mujeres casadas, remontadas en cólera y celos, la maldecían persignándose tres veces y la acusaban de ser un castigo divino o una víbora llegada del infierno para envenenar a las familias más conservadoras de la ciudad. Cuando la veían pasar por las calles, con un abrigo de pieles como único atuendo, la escupían con un desprecio que se hacía cada vez más intenso entre las mujeres, cuyos maridos empezaron a perder la noción de las buenas costumbres conyugales.

Así transcurrieron varios meses, hasta que una noche, reunidas en la plaza principal, decidieron desmantelar el local de Cándida, quien, en poco tiempo y a fuerza de ofrecer sus encantos, se convirtió en la manzana de la discordia y en la imagen emblemática del libertinaje sexual. La muchedumbre marchó rumbo al antro de perdición, ubicado en un barrio periférico de la ciudad, donde Cándida, envuelta en siete velos, se mostraba en el escenario vestida de Salomé, la princesa judía que sedujo al tirano Herodes con su danza, y que, a cambio de su virginidad, le pidió la cabeza degollada de San Juan Bautista.

Los espectadores le seguían los pasos con los ánimos caldeados, mientras ella se despojaba los velos al ritmo de la música, transformándose en una bailarina de harén, las joyas pendientes del cuerpo, un diamante incrustado en el diente y una perla reluciente en el ombligo. Su vientre era liso, casi adolescente, y sus senos hinchaban el sostén con la misma armonía que sus nalgas hinchaban la bombacha. Las posibilidades expresivas de su pelvis, el meneo de sus caderas y el temblor de sus senos, hacían de ella una hembra irresistible a las tentaciones masculinas.

Afuera no había luna ni estrellas y el viento embestía desde los cerros, rugiendo como bestia herida. Las nubes, negras y cargadas, se desplazaban en el cielo, y las mujeres, atravesando las calles donde se perdían las luces y las voces, se aproximaban al local de esa mujer que todas las noches hechizaba a los hombres con la danza del vientre.

Cuando el Negro irrumpió en el escenario, conduciendo a un perro que vivía enjaulado como pájaro, su sombra se proyectó en el telón del fondo, recortado como la silueta del Minotauro. Al mostrarse bajo el ruedo de luz descolgado desde las pantallas, el público se quedó mirándolo con el mayor asombro que imaginarse pueda, pues el Negro, el cuerpo de gladiador y la piel lustrosa como el cuero, lucía un dragón blanco tatuado en el pecho, un barco pirata en la espalda y varias mujeres desnudas a lo largo de los brazos.

Cándida, levantándose sobre la punta de los pies, bailó dando giros vertiginosos y, deleitando a los espectadores con una gracia que le brotaba hasta por los poros, se dejó caer en los brazos de ese hombre cuyos tatuajes, dignos de una atracción circense, eran un espectáculo aparte.

El Negro, aunque sentía celos de sus propios ojos, no sabía cómo dejar de exhibir a Cándida en ese ámbito saturado de tabaco y sudor, donde noche tras noche la poseía entre miradas encendidas y voces que se oían como el susurro de una serpiente entre las hojas.

Afuera, las mujeres seguían avanzando en tropel, las mantas y polleras desplegadas al viento. El rumor de sus voces chocaba contra las puertas y se alzaba hacía el cielo encapotado, donde los truenos parecían los rugidos de un animal extraño.

El Negro, cimbreando el cuerpo al ritmo del timbal, no la miraba a los ojos sino a los senos, que se bamboleaban con fruición dentro del sostén anudado a la altura del esternón. Cándida, consciente de que tenía delante de ella al esclavo sexual de su vida, se entregó en cuerpo y alma a un erotismo poco habitual, devolviéndoles a los espectadores más viejos el don de la fantasía y la potencia viril. El Negro enganchó una cadena en la collera de cuero y se puso en cuatro patas, imitando al perro que los miraba desde una de las esquinas del escenario. Cándida, dispuesta a ser ama y señora en el acto, lo sujetó por la cadena y lo paseó desnudo, hasta que él asumió sus instintos de animal salvaje y agitó la verga como un rabo entre las piernas. Fue entonces cuando Cándida, tras un golpe de palmas, lo incitó a lamerle los pies y a poseerla sobre los cueros esparcidos en el escenario. El Negro le husmeó el sexo y le desató las amarras del sostén con los dientes, poco antes de que ella se sintiera encendida por las llamas del amor y se quitara la bombacha de un tirón, dejando al descubierto la blancura de su cuerpo enteramente depilado. Luego se tendió de espalda y ofreció el centro de su cuerpo, abierto como una jugosa fruta tropical. El Negro la abordó con una aterradora sumisión de esclavo y, levantándole las piernas a la altura de los hombros, la penetró con todo el peso de su cuerpo. En ese instante, entre los espectadores, cundió una excitación desenfrenada, que les aceleró la respiración y los latidos del corazón. En tanto Cándida, mordiéndose el labio inferior y quejándose en un idioma desconocido, atrapó entre sus piernas la cintura del Negro, quien, a tiempo de eyacular, emitió un sonido gutural, como un toro embravecido, y se tumbó contra el suelo dando gritos de placer.

Cándida le lanzó una mirada veloz y, arreglándose la cabellera arracimada sobre la cara por el sudor de la piel, se puso en postura de cuatro y retrocedió hacia donde estaba el perro, la lengua colgante, babeante, y la verga candente como un clavo recién sacado del fuego.

En ese trance, las mujeres forzaron la puerta y ocuparon el local con la firme decisión de reducirlo a escombros. Los espectadores, sacudidos por los insultos y el sentimiento de culpa moral, huyeron en desbandada, cubriéndose el rostro con lo que había. El Negro y el perro se escondieron detrás del telón, mientras Cándida permaneció en medio del escenario, donde varias mujeres, iluminadas por el furor y la venganza, la rodearon dispuestas a destrozarla con las manos. Una de ellas, con una enorme verruga en la mejilla, le dio una bofetada increpándola:

–¡Puta! –luego añadió–: ¡Contigo llegó el infierno a nuestras casas!...

Las demás, blandiendo los brazos como armas, la arañaron y arrancaron los cabellos de cuajo. Cándida, sin quejarse ni moverse, dejó que le cayeran los golpes y los insultos, hasta cuando el Negro, que volvió a su condición humana y recobró los sentidos de la razón, salió en defensa de su amor. Entonces, las mujeres, al verlo desnudo y en su estado más natural, se echaron para atrás y salieron por donde entraron.

Pasado el incidente, que sacudió los cimientos de la ciudad minera, no se volvió a saber más de Cándida, del Negro ni del perro, salvo la historia de que este espectáculo se inició en Antofagasta, tierra de burdeles y pescados fritos, donde el Negro conoció a Cándida en un club clandestino del puerto, donde la escuchó cantar en un dialecto saharaui, con inflexiones del árabe clásico, y la vio mover el vientre al ritmo del timbal, con la magia y elegancia de las mujeres orientales. Terminada la función, el Negro la abordó instintivamente y, atraído por el olor a jazmín que le recordaba el pecho de su madre, la invitó a cenar alcuzcuz y a compartir la cama. Esa noche, apenas el cielo se vistió de estrellas y la luna asomó su pálida cara por la ventana, el Negro se sometió a los bajos instintos de Cándida, quien, al fundirlo con el fuego de su cuerpo, lo convirtió en su esclavo sexual y en sombra que la seguía por donde fuera.

viernes, 6 de agosto de 2010


LA SONRISA ERÓTICA DE BOCCACCIO

El Decamerón, de Giovanni Boccaccio es la primera obra en que la prosa italiana sienta las bases del moderno arte de novelar, no sólo porque logra elevarse a la altura de una verdadera creación estética, sino, además, porque es un manual de urbanidad que enseña a contar buenas historias eróticas, con mesura y elegancia, y a escucharlas con dignidad y entusiasmo, o con esa pasión ácida y encarnizada de quienes gustamos de la prosa erótica, mientras otros sueñan en el retorno al puritanismo y la prohibición.

El Decamerón, al igual que los Versos Satánicos de Salman Rushdie, despertó encendidas controversias entre los lectores de su época y desató las iras del Vaticano, cuyo dogma se encontraba a caballo entre el ocaso de la Edad Media y los albores del Renacimiento. No obstante, El Decamerón, a pesar de haber sido considerado un libro que atentaba contra las buenas costumbres ciudadanas, logró romper los cercos de la censura y circular entre los nobles y aficionados a las lecturas eróticas. Por eso, quizás, su influencia se dejó sentir tardíamente en el contexto de la literatura europea, aunque Boccaccio estuvo inmerso en la redacción de su obra entre 1349 y 1351, a petición de la hija y esposa del rey de Nápoles, quienes, a pesar de ser tenidas por damas honestas y recatadas, gozaban con la lectura de las narraciones licenciosas que brotaban de la magistral pluma de Boccaccio.

Otro aspecto relevante en El Decamerón es el manejo de la lingua vulgare (lengua vulgar), que por primera vez marcó un precedente importante en la prosa escrita en romance, pues lo que Dante o Petrarca hicieron en verso, Boccaccio lo hizo en prosa, enfrentándose a los moralistas y lectores letrados, quienes le criticaron por haber usado el latín vulgar y no el latín clásico, culto o literario, en la elaboración de eso que llamaron La comedia humana, en contraste con La divina comedia de Dante. Empero, como Boccaccio quería llegar al corazón del pueblo con el lenguaje que hablaba el pueblo, dejó de interesarse por la crítica y siguió escribiendo en latín vulgar, que era una suerte de sociolecto usado por la soldadesca, los comerciantes y la gente de la calle. Todo esto, quizás, porque estaba consciente de que el lenguaje es algo tan vivo como la gente, o como dice Ernesto Sábato: Esas obras que tratan de seres humanos, vivientes y sufrientes, se hacen con sangre y no con tinta, con las palabras que se mama, se vive, se sufre, se quiere, se enfurece y se muere...

Como quiera que fuere, El Decamerón constituye una serie de cien narraciones puestas en boca de tres gentiles hombres y siete mujeres de luto, quienes, huyendo de la terrible peste que asoló Florencia en 1348, decidieron refugiarse en una casa de campo, sobre una loma que dominaba un pequeño valle, donde cada uno de ellos, a modo de pasar el tiempo, contaron una historia diaria, sentados en ruedo sobre las hierbas de un prado. De los diez turnos de las diez personas proviene el nombre de esta obra imperecedera que, para cualquier lector o cultor de la literatura erótica, es un punto de referencia que permite apreciar mejor el erotismo como género literario; pues sin El Decamerón sería más difícil comprender El satiricón de Petronio, Juliette o las prosperidades del vicio del marqués de Sade, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karerina de Tolstoi, Historia del ojo de Bataille, Delta de venus de Anaïs Nin, Lolita de Nabokov, Trópico de Cáncer de Henry Miller, El carnicero de Alina Reyes, Las edades de Lulú de Almudena Grandes y Los elogios de la madrastra de Vargas Llosa. Y, desde luego, todo esto considerado una trivialidad al lado de los grandes textos asiáticos, que van desde los Kama Sutra, hindú, hasta el Tapiz de la plegaria de carne, chino.


Ahora bien, sin entrar en detalles sobre el tratamiento del lenguaje erótico, que en castellano resulta abrupto por ser un idioma poco apto para encarar este tipo de literatura (al margen de las perífrasis, metáforas y otras figuras de dicción que se usan para expresar los aspectos más ocultos de la naturaleza y la condición humanas), voy a permitirme la libertad de sugerirles la lectura de esa historia de El Decamerón que, según Boccaccio, a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír. La historia relata las aventuras de Alibech (Noche 3a., 10), la muchacha virgen que quiere hacerse anacoreta con el monje Rústico, quien, cansado ya de introducir su diablito en el infierno, se retira a un lejano desierto, donde vive dedicado al ascetismo.

Así pues, estimados lectores, estoy convencido de que la historia de Alibech, si bien no les provocará una explosión erótica, al menos les hará sonreír con ese sutil humor que supo explayar el gran maestro del arte de novelar.

Dibujos de El Decamerón, por Perellí.