viernes, 8 de agosto de 2025


viernes, 25 de julio de 2025
LA MONJA Y EL CURA
Una joven monja y un apuesto cura fueron
destinados a cumplir una nueva misión en un nuevo monasterio que, durante la
colonización española en las tierras del norte de África, fue construido en una
remota aldea del Sahara Occidental, donde se podía llegar solo a lomo de
camello y a través de un desierto donde los beduinos bereberes dejaban sus
cuerpos fundidos por los rayos del sol.
La monja y el cura, tras varios días de
andar perdidos en el desierto, sintieron mucho la muerte del camello, que se
tumbó entre las dunas y exhaló la última respiración de su vida. Los religiosos
se arrodillaron, se persignaron y rogaron a Dios tenerlos siempre en su
misericordia. Después descargaron sus pertenencias y buscaron refugio a la
sombra de un arbusto, donde se vaciaron los últimos sorbos de agua que quedaban
en la bota hecha con cuero de cabra.
Desde allí vieron hundirse al sol en el
ocaso y sintieron amainar el sofocante calor en un inmenso mar de arena, que
parecía una calamina de aluminio bajo el reflejo argentífero de la luna.
El cura se puso de pie y se acercó a la
monja, vestida a la usanza de las mujeres de su época y sentada sobre una
petaca que contenía sus hábitos, túnicas, velos, cinturones y algunos
accesorios sagrados. Se paró delante de ella y, sin dejar de mirarle los
lubricados senos que parecían escaparse por el escote de la blusa y el
corpiño, le dijo:
–En esta situación, ninguno de los dos
saldrá vivo del desierto.
La monja levantó la cabeza, miró la
mirada del cura y preguntó:
–¿Ahora qué haremos, padre?
–Solo nos queda pedir nuestro último
deseo…
–¿Y cuál será el suyo? –preguntó la
monja, retirándose el mechón de cabellos que le barría la frente.
–Nunca he visto los senos de una mujer
–contestó el cura–, pero creo que ahora ha llegado la hora en que pueda verlos…
La monja no dijo nada, aunque entendió
la descarada insinuación del cura, que no dejó de mirarle los senos ni las
nalgas desde que emprendieron el viaje montados en el dromedario que ahora
yacía tendido sobre la arena.
–¿Me los enseñas, hija? –preguntó
solícito y sin rodeos–. No creo que a estas alturas importe mucho conservar
nuestra castidad, ¿verdad?
La monja se desabotonó el corpiño, la
blusa y sacó los senos como melones apetecidos en cualquier desierto.
El cura extendió las manos y acarició
los pezones duros y rosados, se puso de cuclillas, los besó apasionadamente y
terminó dándoles una reverenda mamada, hasta que ella, el corazón alborotado y
la cara lívida de excitación, sintió un placentero cosquilleó recorriéndole por
el cuerpo.
La luna brillaba en las alturas con un
fulgor de plata y los espinos del arbusto parecían haberse ablandado con las
rachas de viento fresco.
La monja, entregándose a una lujuria
pecaminosa, no perdió la ocasión para pedir también su último deseo. Le miró al
cura en los ojos, claros y serenos como las aguas de un oasis, y dijo:
–Yo tampoco nunca he visto la parte
íntima de un hombre. ¿Me la puede enseñar usted, padre?
El cura se puso de pie, se desabrochó el
cinturón, se bajó los pantalones y…
–¿Puedo tocarlo, padre?
–Por supuesto que sí, mi hija.
Entonces ella empezó a acariciarlo con
ambas manos, hasta que el flácido miembro se llenó de sangre y se puso duro
como un pepino de proporciones mayores.
El cura, al ver que la monja miraba con
fascinación la respetable erección que sujetaba en sus manos, le guiñó con el
ojo derecho y le pidió que se lo pusiera en la boca.
La monja, que era una joven de carácter
tierno y sensuales labios, chasqueó con su lengua el enrojecido glande y,
cubriéndolo de besos y aplicándole suaves fricciones, se lo metió en la boca y
empezó a chupetearlo una y otra vez, mientras una espumosa saliva se le
escapaba por la comisura de los labios.
El cura, sintiéndose volar por el reino
de los cielos, no dejaba de mirar los turgentes senos de la monja, cuyos
erguidos pezones podía amamantar a un ejército de santos.
Al poco rato, ni bien el cura alcanzó un
placer que lo elevó al infinito, como cuando se masturbaba presionando su
miembro viril con las manos, le pidió a la monja levantarse la falda larga y
quitarse la bombacha.
–¿Para qué, padre? –preguntó la monja,
la mirada avergonzada y las mejillas ruborizadas como el hierro puesto al
fuego.
–Para meter este enorme tesoro en tu
otra boquita, en la que tienes entre las piernas –contestó con los ojos
encendidos por las llamas del pecado carnal.
La monja se quedó pensativa, levantó su
trasero de la petaca y dio unos pasos al costado. Lo miró al cura y miró su
vigorosa erección, tan grande, tan gorda, tan velluda. Luego se cargó de valor
y, presa de una inevitable curiosidad, le lanzó una pregunta ingenua:
–¿Y si me lo mete hasta el fondo, qué
pasará, padre?
–Te daré más vida de la que tienes
–contestó–. Además, en una cópula dulce y sublime, el pene tiene la facultad de
dar y devolver vida…
–¿Es verdad lo que dice, padre?
–¡Claro que sííí, hija mía!
La monja se cubrió los senos con las
manos, se sonrió con los ojos chispeantes de picardía y arrastró su mirada
hacia el inerme cuerpo del camello, que yacía con la joroba bañada por la luz
plateada de la luna.
El cura, plantado como una estatua y los
pantalones caídos hasta los tobillos, no sabía qué hacer con su miembro de
venas hinchadas como cuerdas, hasta que ella, abotonándose la blusa y el
corpiño, se le acercó por el flanco y, como si le soplara un secreto en el
oído, le dijo:
–Padre, si su enorme tesoro puede
revivir a los muertos, por qué no se lo mete al camello, así podremos salir de
este infierno y proseguir nuestro viaje hacia el monasterio, donde podremos
terminar lo que empezamos en el desierto.
El cura se subió los pantalones y retomó el voto de castidad, pero convencido de que estaba a punto de caer en la tentación del diablo, quien convierte a las monjas en seductoras y a los curas en embusteros.


lunes, 7 de julio de 2025
LA MARQUESA Y EL ESCLAVO NEGRO
Esta es la historia de un marqués francés que, aun
siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos negros, era
gentil, confiado y cornudo. Acumuló sus riquezas gracias al comercio de
mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro. De modo
que cada vez que se iba de viaje, urgido por sus asuntos de negocio, se
ausentaba por varios días, semanas y meses, de su joven y bella esposa, la
marquesa que, habiendo sido una modesta doncella de pueblo, se convirtió en una
de las damas más atractivas de la corte.
La última vez que se iba de viaje, estando ya en el
puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el cofre que tenía en
su aposento. Volvió a la mansión sin perder mucho tiempo y se encaminó
directamente hacia donde se suponía que debía estar su amada esposa, a quien
pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.
Cuando llegó a la puerta, grande fue su sorpresa al
escuchar una voz masculina emergiendo de la alcoba. No tocó la puerta ni hizo
ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse sigilosamente a la ventana,
curioso por descubrir al dueño de esa voz cuyo armonioso acento podía
conquistar el corazón de cualquiera.
El marqués asomó los ojos a la ventana y vio a su
esposa en los brazos de un esclavo negro, que estaba muy cerca del mullido lecho,
donde ella se desnudaba y acostaba cada noche. La alcoba, ornamentada con
lujosos muebles y piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas de
espejos y era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante la
intimidad sexual.
Desde luego que los sentimientos del marqués, al ver
tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de cualquier hombre
herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le cubrió el rostro, el
mundo se le oscureció ante los ojos y la llama de los celos le quemaron por
dentro, como si en su interior tuviera una llaga en carne viva. No sabía cómo
reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los cornudos, apenas
atinó a pensar, repitiéndose para sus adentros: Si esto ocurre en el poco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta
de mi esposa cuando me ausentó por mucho más tiempo?
La marquesa le despojó de sus ropas al esclavo negro,
con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que la excitaba de solo verla
y palparla con los dedos. El negro quedó desnudo y a merced de su ama, quien se
sentía obsesionada por ese trasero musculoso, redondo e inmenso, no solo porque
era el doble del que tenía su marido, sino también porque estaba en completa
armonía con el resto de su fornido físico.
Al cabo de un tiempo, la marquesa le entregó al negro
su piel blanca como la porcelana oriental y, sintiendo que las tentadoras
caricias la hacían estremecerse de punta a punta, se quitó el camisón de gasa,
ofreciéndole la espalda al esclavo negro, que la rodeó con los brazos por
atrás, acercándole su enorme falo en la hendidura de las nalgas. Ella aceptó el
juego y empezó a menearse contra el unicornio, en tanto él le recorría el
cuerpo con las encallecidas manos, intentando acceder a sus turgentes senos,
cuyos pezones eran del color de las cerezas.
El marqués, al mismo tiempo de que esto ocurría en el
interior de la alcoba, recordaba que su esposa, cada vez que tenía ganas de
vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con antelación; se limpiaba
los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier, se peinaba su blonda
cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo, mirándose desnuda
delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su juventud y belleza.
La marquesa se recostó de espaldas sobre las pieles que
cubrían el lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba
acostumbrada a usar a un esclavo para satisfacer los impulsos enardecidos de su
deseo carnal. El negro se puso de cuclillas y le recorrió con la lengua las
entrepiernas y nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y,
cuando llegó al dilatado orificio del rosado fruto, la penetró con la lengua
hasta el fondo, hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito,
se vino entre pequeños gritos y palabras delirantes:
–Sí, sí, así, sí, sí…
El esclavo negro levantó la cabeza y, el rostro
empapado por los jugos que ella emanaba con efusión, preguntó:
–¿Le gusta así, mi ama?
–Sí, sí, sí, sí, sí…
El marqués, que seguía parado en la ventana, en
silencio y la respiración contenida, empezó a sentir menos celos al ver que su
esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo negro. Incluso
parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer tenían los mismos
deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante una inexorable
pasión erótica.
La marquesa se incorporó de un brinco, miró la recia
musculatura del negro y le ordenó tenderse de espaldas sobre el lecho, para
montarse a horcajadas sobre su robusto miembro. Él obedeció sin pronunciar
palabras y ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría los
empurpurados labios y entornaba los azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo
más profundo de sus entrañas, hasta que, como si fuera a desfallecer tendida
sobre el pecho del hombre que la hacía navegar en una ola de estrellas, se vino
en un orgasmo fenomenal, contrayendo las nalgas y segregando más jugos que
nunca.
El esposo de la marquesa infiel, que gozaba con las
escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro hacía lo que él no era
capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y afrodisiacos, permaneció callado al
otro lado de la ventana, tocándose las partes íntimas como cualquiera que
satisface su curiosidad sexual masturbándose delante de una realidad que supera
a la fantasía o mirando las imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en
poses sugerentes, exhiben las depiladas zonas de su endiosada anatomía.
La marquesa desmontó con la destreza de una amazona,
seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin dejar de acariciarle los
senos que parecían sandías maduras. Después, la marquesa se puso de cuatro,
boca abajo, los codos apoyados sobre las pieles y los pechos aplastados contra
un cojín de terciopelo. Arqueó la espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al
esclavo negro los húmedos ojos de su cuerpo.
El negro, con el miembro torcido como un banano por el
peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara disfrutar de una
estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y le permitiera
acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que parecía guiñarle
desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole que estaba lista
para la posesión total.
La marquesa retrocedió hasta el borde del lecho, sin
levantar la cabeza ni voltear la cara. El esclavo negro le apartó las nalgas
con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas carnes. La
sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose con una mano, la
penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después violentamente. Ella
gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo y sintiendo cómo el
enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía sensualmente en su
interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía menearse sin cesar,
mientras los gemidos llenaban la alcoba y las gotas de sudor perlaban en su
piel.
Al marqués, así como resultaba difícil despegar la
mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos marionetas en blanco
y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba también difícil no
recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera vez que la metió en
el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los padres de la
marquesa, convencidos de que su única hija había encontrado un buen partido, se
la entregaron virgen antes de que otro caballero de la corte la hiciera suya.
Nunca pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables
noches de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas
conyugales de la aristocracia de la época.
El esclavo negro seguía moviéndose con los pies
clavados en las felpas de la alfombra, hasta que, los músculos tensos y los
ojos en blanco, estalló en una lava caliente que saltó intermitentemente sobre
el depilado cuerpo de la marquesa, que aprendió a gozar de sus caricias y su
potencia viril.
Ambos acabaron extenuados y tendidos lado a lado, como
la noche y el día. Luego se vistieron y se besaron antes de despedirse. El esclavo
negro salió de la alcoba por la misma puerta secreta por donde entró y ella se
sentó en la mecedora, presta a retomar su bordado en el bastidor, un oficio al
que se dedicaba cada vez que su marido estaba a punto de llegar de su viaje.
El marqués estaba satisfecho y resignado por la
infidelidad de su esposa, ya que como nunca, a tiempo de contemplar las escenas
de la increíble relación sexual entre ella y el negro, se masturbó
estimulándose con las manos, hasta que eyaculó con una sensación placentera. Al
final, se retiró de la ventana, los pantalones mojados y el pensamiento ocupado
por la belleza incomparable de la marquesa infiel y la musculosa virilidad del esclavo
negro.
Desde ese día, el marqués, siempre que simulaba
ausentarse por asuntos de negocio, se daba la vuelta en medio camino y
retornaba a la mansión disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una
oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que de manera habitual estaba
siempre ataviado como un caballero de la corte, sombrero con pluma, bombacho
hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en mano.
Entraba en la mansión y se dirigía directamente hacia
el jardín. Avanzaba a hurtadillas hasta la ventana de la alcoba, donde estaba
su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, observaba a
escondidas cómo se abría la puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y
cómo su esposa, la marquesa, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le
asomaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo
la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en los sentidos, hasta que
terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que su esposo, el marqués, estaba
supuestamente de viaje y ella estaba supuestamente sola en la alcoba de la
suntuosa mansión.


martes, 5 de abril de 2011


jueves, 14 de octubre de 2010
miércoles, 15 de septiembre de 2010



viernes, 6 de agosto de 2010
Ahora bien, sin entrar en detalles sobre el tratamiento del lenguaje erótico, que en castellano resulta abrupto por ser un idioma poco apto para encarar este tipo de literatura (al margen de las perífrasis, metáforas y otras figuras de dicción que se usan para expresar los aspectos más ocultos de la naturaleza y la condición humanas), voy a permitirme la libertad de sugerirles la lectura de esa historia de El Decamerón que, según Boccaccio, a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír. La historia relata las aventuras de Alibech (Noche 3a., 10), la muchacha virgen que quiere hacerse anacoreta con el monje Rústico, quien, cansado ya de introducir su diablito en el infierno, se retira a un lejano desierto, donde vive dedicado al ascetismo.
Dibujos de El Decamerón, por Perellí.

