lunes, 7 de julio de 2025

LA CORTESANA Y EL ESCLAVO NEGRO

Esta es la historia de un marqués francés que, aun siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos negros, era gentil, confiado y cornudo; era de talla mediana, frente amplia, nariz aguileña y mentón cuadrangular. Acumuló sus riquezas gracias al comercio de mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro, donde además cumplía con algunas obligaciones diplomáticas. De modo que cada vez que salía de viaje, urgido por sus asuntos de negocio y de Estado, se ausentaba de su bella esposa, la cortesana, por varios días, semanas y meses.

Una vez que salió de viaje, estando ya en el puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el cofre que tenía en su aposento. Entonces volvió a su castillo sin perder mucho tiempo y se encaminó directamente hacia donde se suponía que debía estar su amada esposa, a quien pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.

Cuando llegó a la puerta, grande fue su sorpresa al escuchar una voz masculina que emergía del aposento. No tocó la puerta ni hizo ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse sigilosamente hacia la ventana, curioso por descubrir al dueño de esa masculina voz, cuyo armonioso acento podía conquistar el corazón de cualquiera.

El marqués asomó los ojos a la ventana y vio a la cortesana en los brazos de un esclavo negro, quien estaba muy cerca del lecho, donde ella se desnudaba y explayaba sus mazurcas cada noche, ya que el aposento, aun sin estar ornamentados con lujosos muebles ni tener el piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas con espejos y era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante el acto sexual.

Desde luego que los sentimientos del marqués, al ver tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de cualquier hombre herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le cubrió el rostro, el mundo se le oscureció ante sus ojos y la llama de los celos le quemaron por dentro, como si tuviera en su interior una llaga en carne viva. No sabía cómo reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los cornudos, apenas atinó a pensar: Si esto ocurre en tampoco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta de mi esposa cuando me ausentó por mucho más tiempo?

La cortesana le despojó de sus ropas al esclavo negro, con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que la excitaba de solo verlo y palparlo con los dedos. El negro quedó desnudo y a merced de su ama, quien se sentía obsesionada por ese trasero musculoso, redondo e inmenso, no solo porque era el doble del que tenía su marido, el marqués, sino también porque estaba en completa armonía con el resto de su fornido físico.

Al cabo de un tiempo, la cortesana le entregó al negro su piel blanca como la porcelana oriental y, sintiendo que las tentadoras caricias la hacían estremecerse de punta a punta, se quitó el camisón de gasa, ofreciéndole la espalda al esclavo negro, quien la rodeó por atrás con sus brazos fuertes y de recia musculatura, acercándole su enorme falo en la hendidura de sus nalgas. Ella aceptó el juego y empezó a menearse contra el unicornio, en tanto él le recorría el cuerpo con sus enormes manos, intentando acceder a sus turgentes senos, cuyos pezones tenían el color de las cerezas.

 El marqués, al mismo tiempo de que esto ocurría en el interior del aposento, recordaba que su esposa, cada vez que tenía ganas de vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con antelación; se limpiaba los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier, se peinaba su blonda cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo, mirándose desnuda delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su juventud y belleza.

La cortesana se recostó de espaldas sobre el camastro de pieles que le servía de lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba acostumbrada a usar a un esclavo a gusto y capricho de sus impulsos enardecidos por el deseo carnal. El negro se puso de cuclillas y le recorrió con su lengua las entrepiernas y las nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y, cuando llegó al dilatado orificio de su rosado fruto, le penetró con su lengua hasta el fondo, hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito, se vino entre gemidos y palabras delirantes:

–Sí, sí, así, sí, sí…

El esclavo negro levantó la cabeza y, con el rostro empapado con los jugos que ella emanaba con efusión, preguntó:

–¿Le gusta así, mi ama?

–Sí, sí, sí, sí, sí…

El marqués, que seguía parado en la ventana, en silencio y con la respiración contenida, empezó a sentir menos celos al ver que su esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo negro. Incluso parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer tenían los mismos deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante una inexorable pasión erótica.

La cortesana se incorporó de un brinco y le ordenó al negro tenderse de espaldas sobre el lecho, para montarse a horcajadas sobre su gigantesco miembro. Él obedeció sin pronunciar palabras y ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría sus empurpurados labios y entornaba sus azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo más profundo de sus entrañas, hasta que de pronto, como si fuera a desfallecer tendida sobre el pecho del hombre que la hacía ver estrellas, se vino en un orgasmo fenomenal, contrayendo las nalgas y segregando más jugos que nunca.

El esposo de la cortesana infiel, que gozaba con las escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro hacía lo que él no era capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y afrodisiacos, permaneció callado al otro lado de la ventana, tocándose las partes íntimas como cualquier adolescente que satisface su curiosidad sexual masturbándose delante de una realidad que supera a la fantasía o mirando las imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en poses sugerentes, exhiben las pilosas zonas de su endiosada anatomía.

La cortesana se desmontó con la destreza de una amazona, seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin dejar de acariciarle los senos que parecían sandías a punto de estallar. Después se puso de cuatro, boca abajo, con los codos apoyados en la frazada de pieles y los pechos aplastados contra el almohadón de terciopelo. Arqueó la espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al esclavo negro los húmedos ojos de su cuerpo.

 El negro, con el miembro torcido como un banano por su peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara disfrutar de una estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y le permitía acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que parecía guiñarle desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole que estaba lista para la posesión total.

La cortesana retrocedió hasta el borde del lecho, sin levantar la cabeza ni voltear la cara. El negro le apartó las nalgas con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas carnes. El negro la sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose con una mano, la penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después violentamente. Ella gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo y sintiendo cómo el enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía sensualmente en su interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía menearse sin cesar, mientras los gemidos llenaban el aposento y las gotas de sudor perlaban sobre su piel.

 Al marqués, así como resultaba difícil despegar la mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos marionetas en blanco y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba también difícil no recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera vez que la metió en el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los padres de la cortesana, convencidos de habérselo encontrado un buen partido, se la entregaron virgen antes de que otro señor de la corte la hiciera suya. Nunca pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables noches de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas conyugales de la aristocracia de la época.

El esclavo negro seguía moviéndose con los pies clavados contra las felpas de la alfombra, hasta que de pronto, con los músculos tensos y los ojos en blanco, estalló en una lava caliente que saltó intermitentemente sobre el depilado cuerpo de la cortesana que aprendió a gozar de sus caricias y su potencia viril.

Al final, ambos acabaron extenuados y tendidos lado a lado, como la noche  y el día. Luego se vistieron y se abrazaron antes de despedirse. El negro salió del aposento por la misma puerta por donde entró y ella se sentó en una mecedora, presta a retomar su bordado en el bastidor, un oficio al que se dedicaba cada vez que estaba a punto de llegar su marido.

El marqués, a tiempo de contemplar las escenas de la increíble relación sexual que mantenía su esposa con el esclavo negro, se masturbó estimulándose con las manos, hasta que eyaculó con una sensación placentera. Acto seguido, se retiró de la ventana con los pantalones mojados y el pensamiento ocupado por la belleza incomparable de su esposa infiel y el musculoso esclavo negro.

Desde ese día, el mercader, siempre que simulaba ausentarse por asuntos de negocio o de Estado, se daba la vuelta en medio camino y retornaba al castillo disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que en su vida habitual estaba siempre ataviado con un frac negro, sombrero con pluma, calzón hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en la mano. Entraba en el castillo y se dirigía directamente hacia el jardín. Se asomaba a hurtadillas hasta la ventana del aposento donde estaba su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, miraba a escondidas cómo se abría una puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y cómo su esposa, la cortesana, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le acercaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en sus sentidos, hasta que terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que él estaba supuestamente de viaje y ella estaba sola en la alcoba del castillo.

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